sábado, 21 de agosto de 2010

Alberto Hidalgo o el libelo en el Perú

Por Álvaro Sarco

 
Conspicua es la tradición libelista que ostenta el Perú. Pueden rastrearse sus antecedentes -a través de nuestra vida independiente- en nombres como los de los radicales Enrique Alvarado y Mariano Amézaga (siglo XIX), precursores directos de Manuel González Prada, verdadero numen, por así decirlo -en este controversial género-, de la más estimable generación de libelistas que ha dado el Perú. Me refiero al grupo que se organizó alrededor de Abraham Valdelomar y su consigna de épater le bourgeois –conjunto que publicó en diarios y revistas-, y que encerró nombres de jóvenes, pero ya ilustres vitriólicos, como el de Federico More, el mismo Valdelomar, Alfredo González Prada (hijo del mentor del grupo), y el arequipeño Alberto Hidalgo (1897-1967). Este último fue posiblemente el mayor exponente del género, la más alta cota de una tradición libelista desarrollada con denodado acierto en el Perú, el “brulotista excelso” que superó largamente en virulencia a su maestro –y por lo mismo, el más profundamente odiado-, y que llegó a hacer del libelo casi una obra maestra de la imprecación, zahiriendo siempre con inigualable puntería. Y si bien en su momento Hidalgo fue explicablemente depreciado o silenciado, hoy debería –ya extintos los actores de los entredichos- ser estudiado y revalorizado tal y como su importante producción literaria lo amerita.

Alberto Hidalgo ya había dado tempranas muestras de su talento como libelista en revistas y diarios de Arequipa con el seudónimo de “Divino Quechua”,[1]  pero fue recién con su arribo a Lima en 1917 que su producción en ese género se afiató.

Si nos atenemos al ámbito nacional, Alberto Hidalgo no tuvo consideración con nadie, o con casi nadie, salvo con Manuel González Prada.[2]  Una revisión de la larga lista de víctimas de Hidalgo –que incluye escritores, políticos, militares,[3]  y demás figuras y figurones de su época-, y que perdura en los libros y folletos de corte libelista del arequipeño: Hombres y bestias (1918), Jardín zoológico (1919), Muertos, heridos y contusos (1920), España no existe (1921), Sánchez Cerro o el excremento (1932)[4]  (Anexo 1), Por qué renuncié al Apra (1954), entre otros-, revela hasta que punto influyó en él Manuel González Prada, quién no sólo le moldeó un furibundo ánimo crítico, sino que hasta le transfirió –e inicialmente a los demás “colónidos”, también- sus propios enemigos.

Se sabe que la llamada guerra del Pacífico (1879-1883) cambió por completo a Manuel González Prada. En efecto, el autor de Páginas libres, que hasta el inicio de la invasión chilena había vivido en la tranquilidad de una casa solariega, escribiendo esporádicamente versos, y escapando de cuando en cuando hacia la campiña para distraerse, fue felizmente remecido por la derrota y la humillación de una guerra que -en su concepto- la habían perdido los mismos peruanos a causa de la ineptitud y la perfidia de la “clase dirigente”. Digo felizmente porque años después de acabado el conflicto -a partir de 1886- Manuel González Prada expresó su frustración a través de una serie de famosos discursos y artículos contra la oligarquía (y sus viejos políticos), la jerarquía eclesiástica y, en menor medida, el militarismo -convirtiéndose en guía de los universitarios y de otros jóvenes literatos-, pero sin apostar por ninguna posición ideológica clara, e inclinándose más bien, a medida que pasaron los años, por una singular especie de anarquismo puramente disolvente.

José Carlos Mariátegui le reprocha esto último en las páginas que le dedica: “... no interpretó este pueblo, no esclareció sus problemas, no dejó un programa a la generación que debía venir después (...) Las frases más recordadas de González Prada delatan al hombre de letras: no al hombre de Estado. Son las de acusador, no las de un realizador”. [5] Mariátegui no fue el único que, con el paso del tiempo, tomaría distancia del antiguo maestro. Muchos otros lo hicieron a su vez, y Federico More fue uno de ellos. Él, al igual que Hidalgo, fue en su juventud un defensor incondicional y terrible de González Prada, mas la admiración que sintiera por su referente fue decayendo paulatinamente al punto del desencanto total.[6] La devoción que Hidalgo mantendría por Manuel González Prada, en cambio, le llevaría a decir:
Cuando don Manuel González Prada apareció en la tribuna del Ateneo de Lima, allá por el año de 1886, debieron sentir los que le escucharon una atracción tan sólo comparable a la de las agujas de acero cuando se las acerca el imán. Jamás en estos lados del Pacífico se vió figura más completa que la de este hombre nacido en Lima por una lamentable “calamidad geográfica”. González Prada debió haber nacido en un país de Europa, cualquiera que fuese. En el Perú resulta exótico. Lanzad de pronto un Pegaso en un aprisco y veréis cómo todos los carneros se desconciertan (…). Polemista terrible, combatió ferozmente, desde el periódico, la tribuna y el libro, todos los vicios sociales y todas las enfermedades de su época, y pasó por la vida, cara a cara con el peligro, enseñando las garras ensangrentadas, siempre dispuesto a luchar (…). Dueño de un dinamismo verbal que anonadaba como un torrente, definió valores y derribó prestigios con la misma violencia con que la desgajada cabeza de una montaña fuese echando por tierra las piedrecillas de la base (…). González Prada murió en Lima el 22 de julio de 1918. Con él perdió el Perú el espíritu más puro, el cerebro más vigoroso, la conciencia más honrada, el corazón más abnegado, la voluntad más firme que haya tenido en todos los tiempos (…). Había ingresado, poco tiempo hacía, en calidad de director, a la Biblioteca Nacional, de la que sacó en las garras, por los cabellos, chorreando ridículo, al antiguo bibliotecario, aquel jacarandoso Ricardo Palma. Allí, en la Biblioteca Nacional, solía verle de continuo. Allí, a su lado, yo, que tuve el orgullo de que me llamara “amigo”, pasé algunas de las más felices horas de mi vida. Cada palabra suya era una enseñanza, cada mirada una confortación.[7]
Es notorio que en el distanciamiento de Mariátegui como en el de More estaba de por medio la cuestión ideológica, el hecho de que consideraran que Prada no pasara, en ese terreno, de ser un anticlerical, o como aseverara también alguna vez More, un “ingenuo comecuras”. A Hidalgo, sin embargo, al escritor que en su libro Muertos, heridos y contusos escribiera:
Yo soy un iconoclasta. Los ídolos me revientan. Me gustaría, mientras los demás se prosternan, poder romper a pedradas la cabeza de Dios. Para mí nada hay respetable: ni la religión, ni la patria, ni la madre de uno. Si tengo alguna consideración por mí mismo es precisamente por esto: porque soy uno de los hombres que han sido más insultados y negados. El día que yo sea un hombre de respeto, me destapo la cabeza de un balazo.[8]
No podía preocuparle aquéllo demasiado. Él, desde su posición ferozmente ególatra, individualista, anárquica, y de búsqueda incesante de la originalidad, pensaba que su “crítica” libelista era en sí misma un acto creativo que no tenía por qué buscar su validez en una posición política definida ni en ninguna otra doctrina sea del color que sea.[9]  Por lo demás,  Alberto Hidalgo, el antihispanista, el hombre que vivió “autoexiliado” en Buenos Aires casi medio siglo, defendía por sobre todas las cosas su libertad para crear, pensar y atacar. Ilustra lo dicho esta declaración del arequipeño:
No soy, precisamente, un crítico. Considero que la crítica es necesaria, aún más, de impostergable presen¬cia en la dirección de un movimiento literario, pero me siento incapacitado para hacerla, porque soy un hombre de pasiones y ausente de inclinación al análisis. Cierto es que en la lista de mis libros, aparece frente al título de algunos la etiqueta de “crítica”; pero esa es una mera comodidad de clasificación libresca. En el fondo, todo su contenido es puro panfleto. Son panfletos hasta los capítulos de elogio, panfletos invertidos, pues están hechos para molestar a terceras personas.[10]
Soy sincero hasta hacerme daño. Sé que cuanto es¬cribo como crítico carece de autoridad: todo es exagera¬ción en mí. Practico el precepto de Rubén Darío: “A los malos poetas hay que calumniarlos”. Yo he calumnia¬do a muchos, y lo sigo haciendo. En cuanto escribo pro-sa, soy un libelista. Cuando en una carta, Rufino Blan¬co Fombona me compara con León Bloy, González Mar¬tínez me llama en un artículo “Leautremont criollo” y Milosz me señala a Jean Cassou, frente a una mesa de café parisino que nos soporta a los tres, como “le Marat des poetes”, yo siento profundamente halagada mi va¬nidad. Mi más grande coquetería es que, en cuanto pro¬sador, se me considere un panfletario, un libelista.
Y un panfletario, un libelista, no puede formar parte de una asociación de críticos. Su veneno, es decir el mío, acabaría contaminando a esos angelitos, a esas al¬mas mecánicas y de cartón, con frialdades de hielo y lógica de aluminio, que son los críticos. La crítica es una actividad mental que presupone un método cientí¬fico de desarrollo, es una actitud razonadora frente a los hechos literarios, exige un dominio absoluto de las atri¬buciones individuales, o sea que consagra ante todo el deber de la imparcialidad. Ese deber es imperativo, y yo soy inapto para cumplirlo. Seré siempre un franco tirador del grito, un “lanzallamas”. Cuando alguien sien¬ta que una piedra le ha roto la cabeza, hará bien en presumir que he podido ser yo el agresor. Especialmen¬te, si es un mal poeta.[11]
Mariátegui nos indica dos elementos más que ayudaron a perfilar esa hiperbólica destreza para la injuria que Hidalgo alcanzó y que lo llevaría a rivalizar con su antiguo maestro en el arte libelista: su anexión al grupo “Colónida” y el influjo del futurismo. Mariátegui escribe en su clásica nota:
Alberto Hidalgo significó en nuestra literatura, de 1917 al 18, la exasperación y la terminación del experimento “colónida”. Hidalgo llevó la megalomanía, la egolatría, la beligerancia del gesto “colónida” a sus más extremas consecuencias. Los bacilos de esa fiebre, sin la cual no habría sido posible tal vez elevar la temperatura de nuestras letras, alcanzaron en el Hidalgo, todavía provinciano de Panoplia Lírica, su máximo grado de virulencia (…). Si con Valdelomar incorporamos en nuestra sensibilidad, antes estragada por el espeso chocolate escolástico, a D’Annunzio, con Hidalgo asimilamos a Marinetti, explosivo, trepidante, camorrista. Hidalgo, panfletista y lapidario, continuaba, desde otro punto de vista, la línea de González Prada y More. Era un personaje excesivo para un público sedentario y reumático. La fuerza centrífuga y secesionista que lo empuja, se lo llevó de aquí en un torbellino. Hoy Hidalgo es, aunque no se mueva de un barrio de Buenos Aires, un poeta del idioma (…). El clima austral ha temperado y robustecido sus nervios un poco tropicales, que conocen todos los grados de la literatura y todas las latitudes de la imaginación (…). Hidalgo ha visitado las diversas estaciones y recorrido los diversos caminos del arte ultramoderno. La experiencia vanguardista le es, íntegramente, familiar (…). Pero Hidalgo, por su espíritu está, sin quererlo y sin saberlo, en la última estación romántica. En muchos versos suyos, encontramos, la confesión de su individualismo absoluto.[12]
Al leer a Hidalgo lo que uno constata es que lo que el arequipeño tuvo a lo largo de su vida fue una incurable insatisfacción con el mundo, un desacuerdo fundamental que se tradujo en una extrema agresividad verbal y que, quizá, pueda explicarse si atendemos a esta confesión de parte que figura en Jardín Zoológico:
El comienzo de mi vida puede servir para último acto de una tragedia esquiliana. Mis padres abandonaron el suelo terrestre casi simultáneamente. Un medicucho llamado Ladislao Corrales Díaz, fingiéndose amigo suyo, les envenenó allá por el año 1901, para atrapar su hacienda que, a decir verdad, era bastante holgada. Con esto empezó para mí una época de amargura, la más amarga de mi vida: la niñez. Como el otro, puedo decir más tarde “yo no jugué de niño”. Fui creciendo en medio de un hogar que no era el mío; hostil, como que era madriguera de ladrones y prostitutas. No supe de las dulzuras del beso maternal. Cuando alguien, por acariciarme, me besaba, sentía como la hincadura de un alfiler. Las caricias de las viejas de la casa se me antojaban bofetadas; las risas, muecas de amenaza; los abrazos, serpientes de dolor: la alegría de los demás, sarcasmo de mi tristeza.[13]
Así, lo que ante una primera impresión denunciaría una desbocada inquina o un mero afán de pelear por pelear, revertiría en aparente si atendemos al móvil de tipo biográfico -insinuada por Jorge Cornejo Polar-, y que apunta a la ya citada traumática niñez de Hidalgo,[14] o a la interpretación de Magda Portal que insiste en un apasionado “amor por el Perú”, de manera que “no es que Hidalgo lanzara sus destructores ataques porque sí, sin base ni fundamento alguno: no. Si él escogía sus víctimas para destruirlas, incinerarlas, hacerlas trizas, era porque éstas se habían puesto en el camino del Perú”[15]  (Anexo 2). Sea pues una u otra, ambas razones, o lo que Hidalgo llamaba simplemente manía suya, la que explique los desmedidos odios de nuestro autor, el caso es que el escritor arequipeño escogería casi exclusivamente el libelo para su prosa, al punto de convertir tal género en parte consustancial de su estilo, e incluso en una poética de parte de su lírica, como en Odas en contra (1957) que, en palabras de su autor, son:
Los libelos más horrendos que se haya escrito jamás en cualquier lengua y desde que el mundo es mundo (…). Sé que estos poemas apestan, pero no puedo evitarlo (…). La propia poesía parece haber gozado encanallándose para ponerse a la altura de tanta bajeza (…). La justipreciación de mi obra no debe dejarse influir ni en pequeño grado por la desazón que pudiera suscitar la lectura de mis libelos. Estos, pues, constituyen un sacrificio y son, además un óbolo, una limosna que caritativamente arrojo a mis enemigos, para que al fin tengan algo concreto, un trozo de carne en el que, solazándose, como por un pretexto más o menos justificable, puedan hundir sus dientes y sus babas de perro.[16]
Intentando hacer una defensa de su producción libelista, Hidalgo escribió en el prólogo de Muertos, heridos y contusos que:
Hay aquí muchas páginas agresivas, violentas, rudas. Por ellas, como insultándome, se me ha llamado panfletario.[17]  Acepto el mote y lo agradezco. Es del “panfleto” de lo que suele hablarse con más injusticia y menos conocimiento (…). El panfleto es algo que está bien lejos de la grosería arrabalera. No basta ser soez para dominarlo.[18]  La procacidad es propia de los carreteros. Como que el arte es manifestación espiritual, la inmundicia tiene que andar alejada de él (…) y el panfleto es arte…[19] 
Treinta y siete años después retomaría tal defensa en otro prólogo, esta vez en el ya aludido Odas en contra:
De todos los géneros literarios, el panfleto es aquel que más sirve al hombre para reivindicarse como Dios, para reasumir su jerarquía de Dios (…). Para sentirse de veras feliz, para tomarle por completo el gusto a su papel de creador, necesita hacer también las tempestades y las inundaciones, los terremotos y los huracanes, las enfermedades y la muerte; necesita también ser malo. Así son el poeta, el escritor, el artista supremos (…). Aparte de mi condición de poeta, o sea de varón consagrado a descubrir las correspondencias secretas de las cosas, a re crear las palabras violentándolas por la Vía de la catacresis, aparte de eso que es la función primaria y esencial de mi vida, soy sin duda un libelista nato[20].  
Y no cabe duda de que lo fuera, llevando a ese género hasta unos límites de invectiva tal que, incluso hoy, las consecuencias de sus inclementes y furiosas embestidas, actúan silenciando lo que de valioso tuvo este importante poeta y prosista.

Alberto Hidalg
Se ha escrito que los libelos de Hidalgo (y que Alberto Hidalgo mismo) nos reflejan como sociedad. Tal aserto se refería, indudablemente, a la serie de prejuicios (homofobia o racismo) de los que profusamente se valió Hidalgo para desacreditar y mofarse de sus adversarios -gratuitos o no.  Frente a lo anterior cabría preguntar cómo tales lastres –al no ser privativos de los “peruanos”- podrían caracterizarnos como “sociedad”. Una lectura más atenta de los libelos de Hidalgo, por el contrario, da cuenta en ellos de un aspecto excepcional en el comportamiento de los “peruanos”, de modo tal que Hidalgo representaría más bien una rara avis en nuestro entorno. No es un secreto para nadie que lo que predomina en el medio local –por ejemplo, el literario- es la hipócrita adulación estratégica o calculada, el colgarse del saco de alguna celebridad para obtener metas privadas, el egoísta espíritu de camarilla o el más execrable “argollerismo”, y no una actitud como la de Hidalgo que rozaba con el “suicidio” en términos de reconocimiento literario, teniendo en cuenta el poder que detentaban los personajes a los que –con razón o no- apaleó. 

En el mismo sentido, es por decirlo menos una ligereza creer que Hidalgo escribía sus libelos contra figuras de renombre para obtener notoriedad y así lograr algún tipo de rédito. Sobre este punto, nadie mejor que el mismo Hidalgo para contarnos el precio que debía de pagar por sostener sus puntos vista, por su actitud principista en la defensa a ultranza de lo que él creía correcto:  
La vida de un libelista: he ahí un heroísmo verdadero. Todas las conjuraciones son pocas contra él. Mas hablaré concretamente: esas conjuraciones son pocas contra mí. No hay arma con la cual no se haya querido invalidarme. Desde la calumnia hasta el ataque físico, pasando por el hambre. A mis enemigos les digo que sólo con la muerte podrán acallarme. No temo la calumnia, ya que mi pureza me consta a mí, y eso me basta. Las agresiones somáticas apenas tienen una eficacia invertida: irritan más; quien me lleve ventaja en las vías de hecho, puede estar seguro de que con eso perjudicará a su esposa o a su madre, porque en seguida revelaré sus lenocinios. En cuanto a lo último se ha hecho mucho; se ha visto a los diarios y a las revistas para que no admitan mis trabajos; se aconseja a los editores no publicar mis libros; se me hace perder los empleos. Pero a pesar de todo nunca he conocido la miseria y varias veces he estado en la opulencia. Además sé que en el fondo, mis adversarios no desean quitarme el pan, sino sólo cortarme los medios de comunicación con el público. No han de conseguirlo, pues conservo, para vender en caso de pobreza y publicar lo que se me antoje, una docena de riquísimos calzoncillos de seda, regalo corydoniano de un Óscar Wilde criollo que en vano me adula los huevos.[21] 
Los libelos de Alberto Hidalgo deben a la aguda sensibilidad artística del autor el no carecer de brillo literario[22]  –usó ejemplarmente figuras retóricas que su imaginación de notable poeta le dictaba-, y al carácter violento e inconforme del arequipeño, el de ostentar una superlativa eficacia denigratoria.[23]  Echó mano, para lo último, de una adjetivación de grueso calibre –que jamás desdeñó la procacidad o la coprolalia-, y ridiculizó como lo haría el más diestro caricaturista. Hidalgo, además, calumnió o agravó las verdaderas faltas o delitos de sus oponentes,[24]  descubrió los velados y los exhibió descarnadamente, negó los aciertos, los deformó o simplemente los silenció, y cuando no pudo omitirlos, los reconoció de prisa y con frialdad.

En resumidas cuentas, Alberto Hidalgo dotó en alto grado al libelo (el mismo que, desde el punto de vista de la definición, no vendría a ser otra cosa que un opúsculo de carácter agresivo) de las comúnmente aceptadas particularidades de este “género”, logrando, además, conferir a sus baldones un gran poder de “persuasión” -la misma que se sustentó en copiosos razonamientos falaces, conciente y hábilmente construidos-, así como de un efecto estético que antes de menguar encumbró la contundencia del dicterio.

 Restan agregar algunos testimonios y sucesos que enriquezcan la visión de la compleja personalidad de Hidalgo, una personalidad que alguna vez afirmara sentir un especial deleite en contradecirse.

Ramón Gómez de la Serna enjuició así al escritor arequipeño: “Alberto Hidalgo me seguía pareciendo un ser avispado, sincero hasta la grosería, penetrante hasta la invención, juvenil hasta el arrebato, y, sobre todo, bien orientado, que es lo más difícil de conseguir”[25] (Anexo 4), y como para certificar lo dicho por el escritor español, Alberto Hidalgo confesó en su Diario de mi sentimiento (1937):
He sido, soy siempre, ante todo y sobre todo, un escritor beligerante. Me paso la vida preguntando contra qué o contra quién se puede escribir, pues entiendo esa manera como la más adecuada para escribir a favor de alguien o de algo. Esta es mi beligerancia, de la que no quisiera desposeerme nunca, da un tono especial a mi producción, levantando mis adjetivos como aristas incómodas para cierta gente. Pero ese es el riesgo de la verdad. Y yo seré siempre un hombre que dice la verdad, por lo menos la verdad que, yo, creo verdad.[26]
De la provocadora y accidentada visita que hiciera Hidalgo al Perú en 1960 recogen los cronistas de la época:
Dolorosa impresión ha producido en todos los círculos intelectuales del Perú el ataque que el poetastro Alberto Valencia condujo en la Universidad Mayor de San Marcos contra el poeta Alberto Hidalgo. Alberto Hidalgo, honra y prez de nuestra poesía, y de nuestra conducta cívica, sufrió así, el embate canallesco y artero de la matonería de un despechado que se ampara en el número de la prepotencia para imponer una calidad que le ha sido negada en talento, hombría y dignidad humana. Hace algunos años, cuando fungía de ‘poeta del pueblo’, no se cansó de loar  y adular al poeta que en esta oportunidad persiguió con ensañamiento criminal.
Alberto Hidalgo pasó por Lima como un verdadero tifón del Caribe. Así fue posible anunciarlo, seguirlo, observarlo, admirarlo y aborrecerlo (…). Su estupendo espíritu salvaje que es pura y natural poesía, quiso hacer política como podía haber pretendido talar árboles. Esto produjo una tormenta y el autor de ‘Muertos, heridos y contusos’ salió medio ídem del patio de San Marcos. En todo esto hubo una lamentable y buscada confusión entre lo literario y lo partidista (…). Viendo escapar por los techos de la Universidad al bravío vate rosado, un zumbón comentó: Jamás la poesía alcanzó en San Marcos tan altos niveles.[27] 
De esa época, también, pervive la anécdota de un ya anciano Hidalgo -siempre con el inquieto espíritu vanguardista que se negaba a morir en él- organizando y encabezando un viaje a Ancón con el único propósito de “orinar en el mar de los ricos”.[28]

Recogeré, finalmente, el interesante testimonio de Augusto Elmore, registrado en su artículo Genio y figura de Alberto Hidalgo (Diario El Comercio: 1997), en torno al temperamento del irreductiblemente atrabiliario escritor arequipeño:
Alguien que esté enterado, podría señalar que escribir sobre la poesía de Alberto Hidalgo constituye el pago de la deuda que¬ Augusto Elmore contrajo con Hidalgo cuando éste hizo el elogiosísimo prólogo a su primer libro de poemas, titulado “Origen”, que se publicó en Buenos Aires en 1955. Por eso tengo que confesar que ese prólogo, justamente por ser tan elogioso, lo que consiguió fue el efecto contrario, es decir obtuvo para mi libro el silencio casi absoluto de la crítica, y probablemente la animadversión de mis colegas. Le debo por eso a Hidalgo el favor de haber elogiado mi libro y, a la vez, el de casi haberlo sepultado.
Esa experiencia revela algo del temperamento de Alberto Hidalgo: el hombre generoso de las desmesuras. Eran gigan¬tes sus odios o animadversiones, así como grandes y desmedidos sus afectos.
Aquellos que han leído sus excesos y que no lo conocieron personalmente, como yo que tuve el privilegio, podrían pensar en el ogro de Alberto Hidalgo, ése que le inventó en vida a Victoria Ocampo,[29] que entonces era la gran directora de las letras argentinas, un ominoso e irrespetable epitafio.
Escribiendo, inventando agravios, Alberto Hidalgo fue el desborde personificado, pero puedo asegurar -y poetas como Arturo Corcuera pueden dar fe de ello- que el poeta era la expresión viva y personal de la gentileza. En él, como en el personaje de Stevenson, convivían el Dr. Jeckill y Mr. Hyde. Tanto le complacía desafiar que su obra poética se inició con aquella “Arenga lírica al Emperador de Alemania”, publicada en el apogeo del militarismo alemán en plena guerra del 14. Años después, en 1945, en ese mismo camino publicaba “Oda a Stalin”, él que en el fondo no tenía nada de estaliniano y menos aún de verdadero militante.La poesía de Alberto Hidalgo nació a los pies del Misti, el volcán arequipeño que él siempre añoró y cantó “desde el lugar del cuerpo más entregado a la función del ser”, como dice el inicio de ese entrañable libro suyo que fue “Carta al Perú”, ese cálido y rotundo homenaje al país que lo nació y que estuvo presente siempre en su corazón, tantos años autoexiliado en Buenos Aires, ciudad en la que también su presencia fue agitadora. Allí creó la más que célebre “Revista Oral”, bautizada así por él en virtud de que consistía en pasar revista a todos los temas literarios, pero no en forma escrita sino verbal. Se llevaba a cabo en el famoso café Keller, e Hidalgo, además de ser su inspirador, fue su principal animador. En ella participaron los principales intelectuales de su época, con los que el poeta peruano solía polemizar. Allí estuvo, como no, Jorge Luis Borges, a quien por cierto, se ocupó también de vilipendiar.
Influido por Marinetti, Hidalgo innova no a su pesar sino voluntariamente. Si la guerra era -y creo que lo sigue siendo- abominable, pues Hidalgo le canta en sus inicios, en “Panoplia Lírica”: “Canta a la guerra el torvo clarín de mi lirismo / eneste siglo de civilización”.
Dice de él Carleton Beals: “Su grito de combate fue la sencillez, escribe poemas dedicados a las máquinas, a la revolución y a Lenín, lo que constituye una influencia exterior y no peruana”. Sin embargo, su Arequipa natal permanece siempre en él pese a los años, de allí su nervio rebelde.
En poesía y literatura, Hidalgo era lo que González Prada frente a la vida. Un insumiso, un contestatario.
Tuve el privilegio de conocerlo y frecuentarlo, acercarme a él fue un estimulante aprendizaje.
Era implacable en sus escritos y creo que hasta se esforzaba en serlo, como si la vida le fuera en ello. Pero cerca suyo, como ante una hoguera, uno sentía la calidez del hombre y su poesía. Si hubo alguien intransigente fue él y puedo decir que se hizo merecedor de los odios que cultivó. Y también de los afectos.
Hidalgo, que se inició cantándole a la guerra y al automóvil, en versos en los que influyeron Darío y Whitman, fue también, como tantos, un poeta enamorado. Al punto que a la muerte de su primera esposa Elvira, la inventa como poeta, escribiendo en su nombre, bellísimos poemas de amor.
Ausente ella ya de la vida, le hace decir: “Tu ausencia no es irte / El temor de verte partir / hace que te espere / aunque estés a mi lado / Te vas… / Y a ese infinito / lo lleno de versos para que vuelvas”. El poeta furibundo, el agitador y azotador de burgueses y mediocres, se dobla de hinojos ante la esposa amada, ya ida, y dice: “Por el camino vamos juntos / yo, la tristeza y el camino mismo”.
Es allí, ante esos versos que uno puede reconocer al poeta tierno que se escondió siempre tras el escudo de sus versos y sus prosas más insolentes y agresivas.
Supo hacerse odiar, como si ese hubiese sido el solo propósito de su vida. Su “poderoso corazón”, dijo Esteban Pavletich, latió siempre con fuerza, aún en sus mayores momentos de ternura, como en sus poemas de “Edad del Corazón”.
Eso es algo de lo mucho que se puede decir sobre Alberto Hidalgo, el poeta silenciado.

Referencias

[1] Refiere Estuardo Núñez: “Su línea de combatiente literario [de Alberto Hidalgo] empieza en las ya lejanas páginas de la revista Anunciación (1915), editada en Arequipa”. Estuardo Núñez. “Alberto Hidalgo o la Inquietud Literaria”. En Revista Letras, Órgano de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSN, Lima-1968, n° 80-81, p. 149.
[2] “Era su maestro en esta actitud polémica don Manuel González Prada, tal vez el único de los autores viejos que él respetó. No hubo perdón, dentro de su crítica acerada, ni para Alberto Ureta, la más alta cifra lírica de la generación anterior. Por su parte, no participó ni del ‘parisianismo’, ni del colonialismo, ni de la actitud evocativa de un pasado concluido, que en forma general, incluye la obra inicial de algunos de los miembros de su propia generación. Sin embargo, contribuyó a revelar las nuevas esencias poéticas en la obra de un creador mantenido entonces en la sombra de lo desconocido o el silencio de la incomprensión y el desdén de la crítica: José María Eguren. Afirmaba en su actitud polémica y creadora, una búsqueda incesante de distintas formas y de alientos nuevos para su poesía, la que pretendió identificar íntimamente con el momento que le tocaba vivir”. Estuardo Núñez. “Alberto Hidalgo o la Inquietud Literaria”. En Revista Letras, Órgano de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSN, Lima-1968, n° 80-81, p. 149.
[3] Ciertos caudillos militares fueron el leitmotiv de las mejores páginas libelistas de Hidalgo. La figura y actuación del General Óscar R. Benavides, por ejemplo -presidente del Perú en dos períodos (1914/15, 1933/39)-, le inspiraron líneas como estas: “¡qué sensación de menoscabo humano, de mengua jerárquica de la especie, la que da el general Benavides! Yo siento náuseas recordando el trayecto de ese payaso. Quiso imitar a los héroes, y sólo consiguió hacer su parodia. Hace unos años, en el Caquetá, se fué a practicar ejercicios de tiro sobre la zona colombiana, y él creyó que había ganado un combate. Hizo la guerra en caricatura. Ahora cree que gobierna, sin darse cuenta de que es sólo un lacayo con mando. Se cree un valiente, pero es apenas su opereta. Benavides es un bufón enojado. El estruendo de sus cóleras, en mi Perú, lo repiten los horizontes como el eco de la risa.
Su psicología es la de ciertos homosexuales: exagera las apariencias de su virilidad, por miedo a que se descubra el secreto de su ignominia. Truena como Júpiter, pero se agacha como una rana y se escurre como una gallina. Sostengo que es un bravo de cartón. Nada lo asusta tanto como sus galones y sus charreteras, pues cuando se mueve o camina, tiemblan, y entonces él supone que está temblando él mismo. Tiene apariencias de energía, mas en rigor es instrumento de sus miedos. Por miedo come, de miedo respira, vive en el miedo.
La historia lo reconocerá como el inventor de la legalidad que atropella la ley. Si yo fuera dictador y me diese por los abusos, pondría mis glándulas en la mesa para escribir mis decretos. Benavides tiene vacía la entrepierna, y por eso prefiere escudarse en la legalidad. No engaña a nadie, y se ha de ver cómo una bala de justicia deposita su vida, al lado de otras excrecencias, en el más recóndito amor de las cloacas. Óscar R. Benavides es una resta, el producto más ínfimo de la resta, lo que de ella queda cuando se descarga sucesivamente sus cantidades hasta del uno, es decir, el cero. Es el arquetipo del casi-hombre, del pseudo-hombre. Por eso desciendo hasta su nombre y lo escupo”. Alberto Hidalgo. Diario de mi Sentimiento. Buenos Aires-1937. Edición privada, pp. 275-276.
[4] Este libelo, quizá el más logrado que escribiera Hidalgo, y por lo mismo, modélico, mereció estas lucidas palabras de Marco Aurelio Denegri –desde hace mucho, notorio y eficaz difusor de la obra de Alberto Hidalgo: “Archidenigratorio y fecal desde el título, Sánchez Cerro o el Excremento es la demostración cumplida de que insultar es un arte. Arte que por cierto desconocen el patán vociferante de cantina, el zafio tahúr de reñidero y el barrista pintarrajeado y gritón del Estadio Nacional. Los tales profieren denuestos y lanzan injurias, pero sin orden ni concierto, sin metaforizar, sin gracia ni inspiración. Pero cuando un poeta notable como Hidalgo vitupera y ultraja, lo hace con tanto acierto, intensidad y contundencia, que sus vituperios y ultrajes interesan vivamente y su lectura nos complace. También nos sacude, claro está. En resumen, Sánchez Cerro o el Excremento es una obra maestra de la infamia”. Marco Aurelio Denegri. “La libelística de Hidalgo”. En Domingo. Revista del diario La República, Lima, 17 de octubre de 2004, n° 331, p. 13.
El General Luis Miguel Sánchez Cerro (Presidente del Perú, 1930, 1931/1933) y su “Unión Revolucionaria” derrotó al partido aprista -que tenía en su lista a diputados a Alberto Hidalgo, quien no llegó a ser elegido- en las elecciones generales de 1931, convocadas por el Presidente de la Junta de Gobierno y antiguo pierolista, David Samanez Ocampo. El partido aprista desconoció tal victoria alegando fraude, pese a que Sánchez Cerro había logrado una votación mayor a la suma de las obtenidas por sus contrincantes. El aprismo desarrolló, entonces, una agresiva oposición tanto en el congreso como en las calles. Cuando tal oposición cobró forma de una desatada violencia, el gobierno de Sánchez Cerro -por intermedio del congreso- aprobó la represiva “ley de emergencia”. Algunas severas medidas fueron la deportación de dirigentes apristas y el encierro en “El Frontón” de Haya de la Torre. Pero la más grave consecuencia de tan delicada situación fue la “revolución” aprista de Trujillo, que significó la muerte de varios oficiales y la posterior eliminación de apristas en la ciudadela de Chanchán. Paralelamente, un joven aprista, José Melgar Márquez, atentó contra la vida del Presidente en Lima.
Todo lo anterior, constituye el contexto histórico en el cual Alberto Hidalgo escribió (mientras era militante aprista) su célebre libelo Sánchez Cerro o el excremento (1932). En 1933, finalmente, Sánchez Cerro sería asesinado en el antiguo Hipódromo de Santa Beatriz, cuando el Perú se alistaba a zanjar por la vía militar un diferendo limítrofe con Colombia.
Federico more, otro incendiario libelista, le dirigió estas palabras (1935) a uno de los actores de la barbarie que atravesara el Perú a comienzos de los treinta: “Señor don Víctor Raúl Haya de la Torre (…) escribo, para decirle a usted, una vez más –deseoso que no sea la última vez- cuán graves daños le ha causado usted al Perú. No se figure usted que voy a hablarle de la sandez doctrinaria del APRA, ni de la inmoralidad de sus dirigentes, ni de la inconciencia de sus prosélitos multitudinarios. No. Todo eso lo callamos por sabido. Le escribo para decirle que sobre la acción pública de usted, tan breve y tan luctuosa, tan efímera y tan infortunada, pesan dos cargos mortales. Ha suprimido a los rebeldes y ha creado a los asesinos. A los grupos de hombres libres y activos los ha reemplazado usted con bandas de facinerosos (…) Si hubiese usted logrado corromper a los hombres y convertir en asesinos a varones de treinta años, acaso le perdonásemos su actuación. Es decir, no se lo perdonaríamos; pero la comprenderíamos. Por lo menos, se trataría de crímenes de hombres. Pero ha corrompido usted a los niños. Es usted un violador de conciencias adolescentes. Observe usted lo pavoroso que es todo esto.
Para desgracia del Perú, frente a usted surgieron, en época felizmente concluida, otros tan violentos, tan sanguinarios, y tan inconscientes como usted. Y el Perú estuvo a punto de convertirse en una batahola de matarifes dentro de un camal (…). Quizá habría sido preferible que nunca lo tomáramos a usted en serio. Pero como usted es megalómano y quiere que lo tomen en serio, se ha convertido en gangster y lo ha conseguido. Ya lo tomamos en serio (…). Usted podrá creer que un hombre que ha producido tantas calamidades tiene grandeza. Y esto es mentira. Tiene dramaticidad, como la tienen un incendio, un ciclón o un naufragio. Es usted deplorable y dramático como un terremoto. A usted, el Perú nunca podrá darle el poder. Es imposible, así como es imposible que la naturaleza le conceda al huracán la dirección del mundo (…). Por culpa de usted, le hemos perdido el respeto a lo respetable. Nos ha envilecido usted en grado verdaderamente aprista (…). Ha encenegado usted a los niños, ha pervertido usted a los adolescentes, ha entristecido usted a los jóvenes, ha desconsolado usted a los hombres maduros y ha ensombrecido usted los últimos años de los viejos (…). Mi indignación contra usted llega a este punto: antes que ser su amigo, prefiero ser oligarca (…). Que caigan sobre usted las desdichas provenientes del súbito engreimiento de los tontos y de la repentina prepotencia de los criminales”. Federico More. Andanzas de Federico More. Compilación a cargo de Francisco Igartua. Lima-1989. Editorial Navarrete S.A., pp. 115-118. 
[5] José Carlos Mariátegui. 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Vigésima novena edición. Lima-1974. Biblioteca Amauta, pp. 255, 259.
[6] “Hasta ahora no sé si el periodismo es un vicio, una enfermedad o una profesión [escribió More]. En 1910 ya me sentí periodista ciento por ciento. No me tentaba todavía la política; pero ya gustaba de la polémica. Creo que, en setiembre de 1910, di una conferencia en el Centro Universitario –Portal de Escribanos-. No recuerdo el título. Sólo recuerdo que la nefasta influencia de don Manuel González Prada me hizo hablar horrores de los clérigos, de los militares, de los millonarios y de los limeños con abolengo. Y me quedé tan fresco. Aquí es oportuno decir que González Prada fue un incomparable educador literario y un pésimo educador político. Con decir que era fanático, está dicho todo. Según González Prada la crítica debe ser o totalmente contraria o totalmente favorable. No debe tener matices ni establecer diferencias (…) Prada amaba por encima de todo el odio (…) Aunque el Perú integral debe estarle agradecido por los anhelos de sus pensamientos, González Prada, por su excesivo amor a la retórica y por la inutilidad de su vida sin tacha, pertenece a Lima. Por reaccionar contra Lima, cae en el otro extremo, en el limeñismo. Virtuoso, frío, severo, resulta un anacoreta laico. Trágico vicioso de la virtud. Vivió cuidándose de no pecar y, por ello, aseméjase a esas mujeres hermosas que envejecen custodiando su doncellez, como si le fuera útil a alguien, y que, temerosa de perderla, como si tal pérdida importara, no le sonríe al hombre que acaso fue el deseado y que sin duda pudo ser el esposo.
González Prada no actúo nunca: tenía miedo de que la acción lo pervirtiese. A pesar de ser tan artista, ignoró la belleza del pecado y sobre todo, la belleza del peligro, de ese peligro que siempre nos rodea y nunca nos devora y que, por intempestivo y misterioso, es elemento artístico superior y estímulo vital de los primeros. González Prada se pasó la vida clamando contra la canalla. Jamás entró al templo donde los mercaderes trafican. Poeta empeñado en actuar de caudillo desde la torre de marfil, atalaya olímpica que no sirve ni de palenque ni de tribuna”. Ver Federico More, Andanzas de Federico More, pp. 48-49, 89.
[7] Alberto Hidalgo. Muertos, Heridos y Contusos. Buenos Aires-1920. Imprenta Mercatali, pp. 13, 19, 23-24.
[8]   Ver Alberto Hidalgo, Muertos, heridos y contusos, p. 102.
[9] Hidalgo es categórico en ese aspecto: “En situación de dislate se hallan quienes enjuician el estilo como una cosa sin importancia, prescindible y algunas veces estorbosa para la realización de la obra. Sin embargo, es postura muy socorrida de críticos. Admito que si se juntan fondo y estilos buenos, más subidos son los quilates del diamante, digo del fruto intelectual. Pero lo exterior, el estilo, las formas, pueden, y los ejemplos abundan, llenar los vacíos de ideas, de grandes sentimientos, el movimiento de las pasiones y hasta el tamaño de los argumentos. El arte es sólo formas. Todo lo demás que dentro de él se pone, es apenas relleno, con el cual el arte no gana, aunque sí pruebe las posibilidades del artista para otros trabajos de la inteligencia. Soy partidario del arte por el arte, el arte al servicio de la nada, el arte al servicio de sí mismo”. Ver Alberto Hidalgo, Diario de mi Sentimiento, p. 141.
[10] Con respecto al último aserto de Hidalgo, un claro ejemplo de panegírico que encubre ataques a terceros, es el dedicado a Eguren. En este caso, esos “terceros” son el público limeño y Clemente Palma: “Pero un día, allá por el año de 1911, en el Barranco, pueblo próximo a Lima, apareció un hombrecito de ojos turbios, de cabellos sueltos y lacios, ligeramente retorcidos, de andar tranquilo y grave, de miradas hondas y largas, como perdidas en un horizonte de misterio. Traía en una de las manos un libro y en la otra un corazón. El hombrecito se llamaba José M. Eguren y el libro Simbólicas. Las gentes de su tierra, acostumbradas a los sermones rimbombantes de Santos Chocano, a las avemarías rimadas de José Gálvez, a los chistes grotescos de Leonidas Yerovi y otros rimadores, no le entendieron, ¡qué le iban a entender! Eguren volvió a su refugio, ¡santo refugio el suyo! Allí, en el silencio, casi en el olvido, arrullado por las olas de un mar misterioso y sombrío, siguió laborando. Transcurrieron algunos años. De repente, alguien lanzó esta voz: ‘En el Barranco vive un poeta estupendo’. Las miradas de cincuenta mil personas, henchidas todavía de furor tauromáquico y de miel lujuriosa se dirigieron hacia la casita donde vivía Eguren. El poeta les arrojó su libro. El público, imbécil siempre, no comprendió lo que decía este hombre y retornó, sediento de salvajismo, a sus plazas de toros y a sus burdeles. Entre la muchedumbre estaba un escritor de talento, pero aborregado y puerco. Tenía gran prestigio entre los de su raza: le decían ‘el crítico oficial’. Era Clemente Palma. Este no comprendió o fingió no comprender a Eguren. Y en un periodiquín que él dirige y que él sólo lee, se burló del poeta, le mordió como perro, pero no pudo alcanzarle ni a los talones. La razón es clara: no es patrimonio de los zambos conocer a los grandes hombres”. Ver Alberto Hidalgo, Muertos, Heridos y Contusos, pp. 48-49.
[11] Ver Alberto Hidalgo, Diario de mi Sentimiento, pp. 182-183.
[12] José Carlos Mariátegui. 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. Vigésima novena edición. Lima-1974. Biblioteca Amauta, pp. 303-304.
[13] Alberto Hidalgo. Jardín Zoológico. Arequipa-1919. Tipografía Quiroz Perea, pp. 271-272.
[14] Alberto Hidalgo. Antología Poética. Arequipa-1997. UNSALIBROS EL PUEBLO/4, p. vii.
[15] Magda Portal. “Hace un año y ahora”. En Taller 2: Homenaje a Alberto Hidalgo, publicación bimensual del taller literario Haravicus, Lima-1968, año I, n° 2, p. 15. Importa esta opinión de Magda Portal, en tanto se opone a aquéllos que llanamente han expresado que Hidalgo atacaba a “personalidades” sólo para darse a conocer o llamar la atención.
[16] Edgar O’Hara. “Alberto Hidalgo, hijo del arrebato”. En Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Lima-1987, año XIII, n° 26, pp. 97-98.
[17] La palabra “panfleto” (y sus derivados) tenía un sentido peyorativo por tratarse de un anglicismo (del ingl. Pamphlet) que remitía al escrito toscamente injurioso. Por lo anterior, los que se aplicaban a tal especie, preferían usar para sus ataques el título de “libelo” o “sátira”.
[18] Sobre este punto, el escritor colombiano Vargas Vila, expresaría algo análogo en carta fechada el 21 de febrero de 1921, y dirigida a Pedro Emilio Coll: “Por la pureza maravillosa del estilo [se refiere al libro Muertos, heridos y contusos] sin aleaciones de retórica vetusta; por el desenfado señorial de los juicios, como de quien tiene harta autoridad mental para emitirlos; por el acrobatismo elegante de los vocablos haciendo equilibrio sobre la cuerda tensa del insulto sin caer nunca del lado de la vulgaridad; por ese dominio absoluto sobre la palabra que permite aristocratizar la violencia del dicterio, -que es el secreto de los grandes libelistas-: por la pasión ardiente, casi selvática, que circula por las páginas del libro, como una sangre de jaguar; por la noble actitud de justicia caballeresca que hace de él un panfleto literario en noble justa estética, y, no un libro de Crítica, de esos que la imbecilidad pare siempre a las puertas de la Academia […] estreche usted la mano, en mi nombre, a nuestro hidalgo amigo, el escritor Hidalgo…” Ernesto Daniel Andía. Diagnosis de la Poesía y su Arquetipo. Buenos Aires–1951. Editorial “El Ateneo”, pp. 311-312.
[19] Ver Alberto Hidalgo, Muertos, Heridos y Contusos, pp. 8-9.
[20] Ver Edgar O’Hara, “Alberto Hidalgo, hijo del arrebato”, p. 97.
[21] Alberto Hidalgo. Diario de mi Sentimiento. Buenos Aires-1937. Edición privada, pp. 364-365.
[22] A juicio de Abelardo Oquendo, en el libelo o la retórica del agravio: “no es tanto la agresión lo que la hace atractiva sino cómo se agrede, pues el arte de injuriar es, fundamentalmente, formal, como todo arte. En otras palabras: el protagonismo pasa de lo que se dice a la manera como se dice. De ser mero vehículo de contenidos a los cuales se dirige la atención del receptor, el lenguaje atrae esa atención hacia sí mismo y la distrae de aquello a lo que el mensaje se refiere. Cuando este fenómeno se produce estamos en los predios de la literatura y el discurso empieza a ser regido por valores que no son precisamente los de la verdad ni necesariamente los del razonamiento. Si es eficaz, el discurso se celebra entonces sin importar lo que diga, porque ha logrado, como la poesía, la suspensión del juicio en el receptor (…) Cuando se lee al Hidalgo libelista el lector no se para a considerar la razón o sinrazón de sus dichos, pasa por alto tantas arbitrariedades y calumnias evidentes cuanto pecados de lesa humanidad, como el racismo, y momentáneamente se deja seducir por la imaginación y el ingenio con que el autor engalana la infamia (…). La de libelista es una faceta indesligable de la personalidad de Hidalgo y es básica para comprenderlo”. Abelardo Oquendo. “Hidalgo, no solo un libelista”. En Cultural, sección del diario La República. Lima, 7 de setiembre de 2004.
[23] Una de sus más recurrentes víctimas fue Clemente Palma. La razón de tal “preferencia” quizá encuentre elucidación, en principio, por tratarse del hijo del más connotado adversario de su admirado Manuel González Prada; Ricardo Palma. En segundo lugar, está un comentario –que evidentemente le sentó pésimo a Hidalgo- que escribió Clemente Palma en Variedades con motivo de la aparición del poemario de tono futurista Arenga lírica al emperador de Alemania (Anexo 3). 
[24] A alguien, por ejemplo, como el poeta Alberto Guillén, quien quizá tuvo una mera influencia de la obra y talante de Hidalgo, este último acusó ni más ni menos que de plagiario. Es necesario recordar que Alberto Guillen había publicado en su libro La linterna de Diógenes (1923) estas frases que, supuestamente, le habría dicho Julio Cejador, al inquirírsele sobre algunos escritores peruanos: “-¿E Hidalgo?-. –Muy agresivo, pero muy inofensivo, -dice Cejador-. A mí me dio una paliza terrible, desaforada, propia para deslomar a un gigante. Pero cuando vino a España y vio que yo escribía La Historia de la Literatura…-. -¿Le hizo un elogio?-. –Ni más ni menos. Hidalgo es un estafadorcillo de la fama”. A manera de respuesta, Alberto Hidalgo escribiría primero: “A mis libros les he dejado practicar la costumbre de incluir en una de sus primeras páginas la lista de todos ellos. No son sino esos. Es preciso que funcione esta declaración, pues en Madrid, y con la complicidad de Rufino Blanco-Fombona, se ha publicado mi libro “Muertos, Heridos y Contusos”, cambiándole su título por el de “La Linterna de Diógenes” y reemplazando mi firma habitual con un seudónimo: Alberto Guillén. Todo el mundo sabe, especialmente en cuanto lo lee, que ese libro es mío; pero como se ha hecho cortes y agregaciones a “Muertos, Heridos y Contusos” considero alterada su esencia y, por lo tanto, le quito mi paternidad. Ruego, pues, a mis lectores y amigos estimar apagada esa linterna”. Ver Alberto Hidalgo, Diario de mi Sentimiento, p. 46.
A fin de reforzar su acusación de plagio contra Alberto Guillén, Alberto Hidalgo recordaría, luego, esta anécdota: “Hallándome, hacia fines de 1931, de paso por Santiago de Chile, recibí un día la visita de dos poetas peruanos: José Santos Chocano y Alberto Guillén. La conversación recayó de pronto en el tema de los procedimientos literarios. Ellos expusieron los suyos, más o menos coincidentes, y, en especial Guillén dejó constancia de que sus trabajos iban a la imprenta tal y como salían de su pluma, entendiendo así sentar plaza de poeta fácil, dotado de fluidez, de soltura. Cuando les referí mi manera, ambos quedaron perplejos, quizá pensando que yo era un anormal, un semialienado. Chocano, luego, expresó con claras palabras su asombro por mi método de elaboración, por mi técnica, diré, si bien encontró la cosa enteramente verosímil. En otras entrevistas, Chocano, que jamás alcanzó a entender por completo algunos poemas de Descripción del Cielo, me dijo explicarse así lo que él llamaba mi “nebulosidad” u “obscuridad”. La conducta de Guillén fue bien distinta: se le iluminaron de súbito los ojos, una curiosa alegría lo invadió y todo él se puso radiante. Es que había entrevisto la posibilidad de insistir en una socorrida costumbre suya, una de las que mejores resultados le habían dado siempre: la de plagiarme. Tal cosa lo comprendí sólo unos meses más tarde, cuando leí una suerte de reportaje que le hicieron en Arequipa, a su llegada, y en cuyo transcurso refirió como propio de él mi sistema de trabajo. Pues hasta en eso, en el detalle, en lo insignificante, me copiaba el pobre Guillén. No creo que haya muerto de tifoidea u otra enfermedad vulgar: debe haber muerto de hidalguitis crónica”. Alberto Hidalgo. Tratado de poética. Buenos Aires-1944. Ediciones Feria, p. 66.
[25] Ver Ernesto Daniel Andía, Diagnosis de la Poesía y su Arquetipo, p. 296.
[26] Ver Alberto Hidalgo, Diario de mi sentimiento, p. 23.
[27] En Revista Cultura Peruana, Lima, marzo de 1960, volumen XX, n° 141.
[28] Ver Alberto Hidalgo, Antología Poética, p. 347.
[29]   Hidalgo agraviaría no sólo a Victoria Ocampo, sino, también, arremetería contra otros escritores argentinos -más allá de los altercados con Borges- con un encono tan desatado que antes que remitir a un desacuerdo principista, denota, más bien, un ajuste de cuentas: “Estos ricos que escriben, este Carlos Reyles, esta Victoria Ocampo, este Enrique Larreta, este Armand Godoy, no son escritores, no son sino eso, unos ricos que escriben, lo cual es muy distinto de hablar de escritores ricos, según sería el caso de Maeterlinck, ante cuyo genio me inclino. Determinantes de la corrupción de la crítica. Pagan los elogios que se les hace, sostienen revistas para darse aureola literaria, sobornan cuanta conciencia es débil. Trabajan a favor de su vanidad y contra el arte; pero el tiempo les pagará con olvido, magnífica moneda. Para Godoy aspiro un cáncer; a Reyles le deseo una lepra; a Larreta sólo le ansío un cretinismo agudo, lo cual es satisfacerle el gusto, pues es su ambición desde hace unos años, y a la Ocampo espero que le acontezca una salpingitis u otros trastornos ocasionados por ‘fellatio’ o ‘cunnilingus’. Ver Alberto Hidalgo, Diario de mi sentimiento, pp. 359-360.



Anexo1
Sánchez Cerro o el excremento

Piura amanece todos los días en el norte peruano. Por entre el abra de unos montes aparece el sol y viola la estrechez ingenua de las calles. Unas calles tendidas de largo a largo con ocio provinciano. Calles sencillas en que el pasto es una costumbre de la humildad y en que las acequias son hábito de agua. Calles cardíacas donde las mujeres, unas morenas con ojos de encrucijada, pacen el rebaño de sus miradas ante la timidez de los muchachos o la insolencia de los abogadines. En Piura comienza el cielo y crece el día. La luz es suave como las curvas. Y el viento blando y tornadizo como las banderas. Piura entero, desde cuando le muestra sus montañas de músculos al Ecuador hasta cuando le pone el pecho al mar para que se estrelle y regrese, todo el Departamento es una bandera. Es la bandera peruana que le grita al mundo, en el amanecer del norte: ¡Viva el Perú!
En ese ambiente beato de los días piuranos y en una de esas casas anchas de paz y de concordia hogareña, con ventanas para que se meta el cielo y patios donde retozan las horas, vivía la familia Sánchez-Cerro. Una familia ni oscura ni ilustre, pero a la que el conocimiento vestía con prendas de honradez. Cuando el señor y la señora salían de paseo, los saludos del pueblo sesgaban las veredas para ellos. Las damas se inauguraban de sonrisas, y los sombreros de los señores caían de las cabezas hasta el recogimiento de las manos. Aun los mozos menos educados se urbanizaban a su paso. Porque de los Sánchez-Cerro emergía el respeto, como las aves salen del crepúsculo.
Eran jóvenes y para los días de este relato, aún no habían enterado tres años de su matrimonio. Todavía el amor lo encendían a las noches, por las mañanas y en los rincones. Él era un cholo fuerte, musculoso y gallardo. No se sabía de dónde le venía la altivez, mas las veredas resistían apenas la contundencia de su marcha. Ella era una zamba magnífica, de caderas redondas y movedizas como un oleaje, de senos duros y erectos que disparaban deseos a las personas como dos armas. En sus cabellos, por lo negros, cabía toda la noche, y sus labios carnosos, dibujados en rojo de tentación, eran una apariencia de promesa, una iniciativa de pacto.
El matrimonio poseía una criada y la casa tenía una huerta. En la huerta, grande con solvencia de chacra, había unas gallinas, unos conejos y un cerdo. La sirvienta corría con las labores de la cocina y el aseo general; la señora cuidaba de las plantas y los animales. Cuando Sánchez se iba a su trabajo, su mujer mermaba el tiempo de la espera en la atención de sus pupilos. Para las aves era el maíz, el choclo que sus dedos desgranaban cándidamente uno a uno; para los roedores, el haz de alfalfa que llevaba bajo el brazo; para el paquidermo, la suculenta mezcla de frutas, papas, cáscaras y residuos familiares que allí mismo juntaba su solicitud. Mientras la señora efectuaba su trabajo, el puerco la miraba de reojo, veía el cielo a su alcance y gruñía de gozo. Después hundía el hocico en su manjar hasta el fin, y su postura de panza arriba constituía la expresión de su agradecimiento. La señora, para cerciorarse de su hartazgo, le palpaba la panza, se la acariciaba un momento.
Todo fue así hasta que otro día sucedió de otro modo. La respetable dama, inclinada sobre el balde, preparaba pacientemente aquel revuelto nutricio, cuando de pronto el chancho se arrojó sobre ella, presa de extraña furia. Quiso, acaso, gritar, pero el susto le apagó la garganta como una luz. El animal con sus cuatro patas y el enorme peso de su cuerpo, bien tenido de frutas, papas, cáscaras y residuos familiares, había neutralizado todos sus movimientos. La trompa hurgaba entre los senos túrgidos, duros y amenazantes como dos armas. Luego, cuando la mujer quedó desvanecida, exánime no se sabe si de asco o de vergüenza, el cerdo, con mañas insospechadas le alzó las piernas, los redondos y gloriosos muslos, y la poseyó con una voluptuosidad indescriptible y única.
El sexo atirabuzonado del marrano penetró en la resignación de aquellas carnes como si perforase una montaña. Eyaculó. Sus espermatozoides atravesaron la vagina con una velocidad de cien caballos; anduvieron perdidos en aquel recinto nuevo para sus ansias, y uno por fin, con perspicacias de felino y acometido de genial intuición, se lanzó a galope contra el cuello del útero y empezó a golpearlo para que cediese. Cedió, y entonces de un salto sólo ganó las profundidades de la matriz, el lugar más cálido y recóndito. Nueve meses después nació Luis María Sánchez-Cerro.

***
Tal tenía que ser su origen. Engendro de la naturaleza; aborto de la pasión; fruto del espasmo robado y no advertido; producto de aberración sexual; injerto de lo irracional y de lo humano; hijo híbrido como la flor, y también como el mulo, resultancia de dos especies distintas, entroncadas, para sarcasmo de la biología, a base de violación y de horror, la vida de Sánchez-Cerro tenía que ser la justificación de su origen. Una vida de monstruo, teratológica y tremenda.
La más cara perspectiva de su latría fue siempre un sueldo reemplazando la testa de Cristo. Al soborno le pone culto, fabrícale altar y le gasta cirios. Su bulimia de dinero lo hubiera llevado a empleado de Banco sólo para propiciarles a los dedos el goce de contarlos. Por eso alquila la espada y con la espada la conciencia, del mismo modo que hubiese alquilado el cuerpo de habérsele presentado locatario. Según todo alquilón de oficio, es un invertido latente. Su mariconería está en potencia, y eso se probará cuando se escriba, si se escribe, la historia de sus pantalones. Por una mísera adehala le bailó zarambeques al tirano Leguía; por reducida sinecura le sirvió de padrillo a uno de sus ministros; por la posibilidad de entrar a saco en las arcas del estado, trató comercialmente con los civiles de Arequipa su ingreso en la conspiración de agosto, y luego les arrebató el triunfo de una revolución que él no hizo, de la misma manera que el experto lleva a las afueras a los bisoños para asaltarlos en el nocturno de una emboscada.
En punto a ideas representa el lado de la ausencia. Allá en sus mocedades, huido de su tierra por el rubor ofensivo de su nacimiento que todos le memoriaban llamándole con malicioso equívoco “el hijo de la chancha”, arribó a Lima. Las veredas de la patria del civilismo, de esa ciudad que no es capital del Perú sino de las familias que adulteró el ardor cabrío de Bolívar, libertador de América y macho de sus hembras, recogieron piadosas el sonambulismo de sus pasos y de su extravío. Habitante de zahúrda y comensal de fonda con guisos de zulla, estuvo un tiempo fluctuando entre abrazar el anarquismo o enrolarse en el ejército. Tomó el camino de lo más lucrativo. Pero como era un mequetrefe, un blanducho, un lampiño, con formas de doncella y andar de chulo, seguramente su ano pagó el tributo de la conscripción. Ahora es el verdugo de los anarquistas, el fusilero de los revolucionarios, el asesino de los rebeldes.
Es la personificación de la inmundicia. Por él gloglotean las cloacas con más deleite y le exhiben los excretos que arrastran, como si le presentasen armas militarmente. Es el abanderado de los barriles de la basura, el presidente de los desperdicios. Su nombre no se graba con tinta sino con repugnancia, y es lo que resta sobre el papel higiénico en la reserva de las letrinas, pues no hay trasero que no sepa escribirlo. Sánchez-Cerro, o el excremento. Se lo lleva siempre la bondadosa cadena de los W.C.
Antes del robo de las elecciones, antes del fraude pagado por las familias que recibieron el semen, pero no la grandeza, de Bolívar, Sánchez-Cerro parecía solamente un enfermo cuyos ataques de epilepsia frustrada lo hacían soñar con el asalto del poder. Después de haber hundido a centenares de peruanos en el pavor siniestro de la selva, de haber mandado bacterizar los alimentos de los presos políticos, de haber fusilado a los marineros y haber ordenado a sus forajidos el llano asesinato de los opositores en las calles de tantas ciudades peruanas, ya no se le puede juzgar sino como a un criminal. Es el hombre que de veras ha polarizado la ignominia. Como una antena, recoge la abyección de quienes lo rodean y la centraliza en su ser. Hasta la infamia siente náuseas cuando se le entrega.
Por los siglos de los siglos, su recuerdo será llevado y traído como un trapo, como un trapo sucio, como el hediondo paño que habrá contenido las menstruaciones de su madre. No en vano lleva vividos ya tantos años de impudicia. Su lardácea cabeza de palaciego crónico conoció desde temprano la costumbre del agachamiento ante el patrón que todavía lo ultrajaba con la propina. A su amo, a Leguía, con la mano derecha le hacía un telegrama de albricias, y con la izquierda -la suya no es izquierda sino siniestra- se tapaba la mueca del complot. Un brazo del zámbigo no es exacto que esté más corto por haber despertado el afecto de una bala; eso es mentira: se le pudrió una tarde que en la inconciencia de una borrachera lo fue a meter por yerro en la gangrenada vulva de la mujer del cerdo y de su padre.
Esto es mucho. Basta ya de él. Hay que darle de una vez, como a los toros, el golpe de puntilla. En cuanto lo nombro, siento bajarme hasta la pluma, desde todos los extremos del alma, un tropel de adjetivos para calificarlo mental, física y moralmente. Recitador de los discursos que otros escriben, Sánchez-Cerro es el esfínter por donde se evacua la estupidez de los secretarios. Por eso es chato, anodino, difuso, cursi, adocenado, digresivo, soporífero, ecoico, diluente, huero, ripioso, enriscado, banal, estólido, estulto, filatero, gárrulo, fruselero, gedeónico, blando, ezquerdeado, gelatinoso, vacío, hilarante, burdo, bellaco, ignorante, charlatán, majadero, chirle, dengoso, zafio, diárrico, inane, cándido, latero, inconcino, minúsculo, nulo, insípido, farragoso, nesciente, orillero, remedón, trefe, volatero, insignificante y ramplón. Es roñoso, pestilente, grosero, pusilánime, cochino, adefésico, eclámptico, fétido, escolimoso, hirsuto, fotófobo, zullón, lechuguino, currutaco, sotreta y huevón. Es arribista, pícaro, rapaz, trepador, venal, avieso, pillo, tunante, gregario, fanfarrón, embustero, tenebroso, hipócrita, taimado, escatológico, marrajo, cenagoso, mendaz, cínico, cocador, nocivo, atrabiliario, coccígeo, estúpido, zorronglón, intruso, inmoral, deyectado, nepótico, zolocho, ambidextro, equívoco, zopenco, dingolondangoso, ruin, falaz, trapacero, fraudulento, lacroso, lúteo, intérlope, pravo, fecal, mazorral, lordósico, infando, impúdico, histrión, siniestro, simulador, rastrero, pérfido, vitando, esquizofrénico, perillán, abyecto, mezquino, torpe, miserable, necio, ridículo, truhán, bribón, venenoso, turbio, adulón, artero, apostático, servil, alevoso, epiléptico, perverso, funesto, protervo, cobarde y canalla. Todavía le hacen falta unos sustantivos: es un bacín, un microbio, un rufián, una bazofia, una calamidad, un cacaseno, un estropajo, un bufón, un cachivache, un sirle, un turiferario, un camaleón, una úlcera, una cloaca, un carnaval, un juglar, un Rigoletto, un insulto, un agravio, un cabrón, un comodín, un fariseo, una cucaracha, un estantino, un gargajo, un piojo, un hominicaco, un monigote, un payaso, una posma, un vituperio, un ultraje, un galafate, un parásito, un sayón, un esbirro, un sátrapa, un fronterizo, un retardado, un esquizoide, un traidor, un degenerado, un baldón, un lacayo, un impostor y un perro.
Se que lo he muerto. Sé que este artículo es su tumba. Ahora, encima de esos adjetivos y sustantivos que lo retratan de cuerpo entero, para que le sirva de lápida pongo una capa de mierda. Y luego, a fin de que el pasante advierta su presencia y se descubra, si quiere, planto una cruz sobre su fosa.

***
    Yo he sentido estos días que la patria me encendía la cara. Luego, cumpliendo el itinerario de extraño viaje, mi vergüenza bajaba hasta mi brazo y se comunicaba con mi pluma. Pero mi pluma se resistía a escribir mi vergüenza. Las palabras salían ásperas, torvas, quemadas de un fuego corrosivo que como el aire en los hierros desnudos oxidaba las puntas del acero. Se rompían las plumas unas tras otra, mas el honor ofendido del peruano continuaba sintiéndose en el martillo de los pulsos. Por eso doblé mi pudor en cuatro pliegues y lo metí en la faltriquera. Sólo así pude vaciar sobre las cuartillas todo el estiércol del idioma. Así entendí que los vocablos gruesos no están en la lengua para abultar el tomo de diccionario, sino para que, ante el motivo miserable, el escritor pueda alzarlos hasta la altura del arte.
Yo vindico al Perú. Podrá mañana la bala simbólica de otro Melgar ir a dormirse un sueño en el corazón de Sánchez Cerro; podrá una revolución terminar con su régimen de crimen; podrán las madres, y las mujeres, y los hijos, tostarle las carnes en el infierno de su maldición; pero los derechos del pensamiento no estarían incólumes si yo no hubiese escrito este libro, si no lo hubiese escrito en este lenguaje y esta tensión. Este es el holocausto de la inteligencia. Desde tan alto como ella mora, había que lanzarla hasta tan bajo como es él. La expresión tenía que encanallarse para estar a tono con el asunto. Sólo cubriéndose de lodo, la palabra usada por Sánchez Cerro podía dejar a salvo su dignidad de estrella. Este panfleto es un sacrificio, el sacrificio del pensamiento, que es el más alto de los sacrificios. Yo así lo hago, así lo doy para que lo declame ante los peruanos el eco de los cielos. Ahora soy fecundo como un milagro y me siento feliz como al día siguiente de la muerte.

(Alberto Hidalgo. Versión recogida de su: Diario de mi sentimiento. Buenos Aires-1937. Edición privada, pp. 149-156.)


Anexo 2

Hace un año y ahora

    “Quiero dejar aquí sentada mi admiración sin par, al más conspicuo poeta del Perú, el que viviera exactamente 70 años de edad y 50 de poesía ininterrumpida, o interrumpida sólo para prosar una prosa tan medular e intensa como difícilmente se le puede encontrar parangón en nuestro país.
    Dicen los que suelen decirlo, que es preciso que uno muera para que los vivos le encuentren méritos y se los prodigue. A veces sucede lo contrario, los vivos esperan que los otros se mueran para endilgarles, no sus alabanzas, sino la hiel de su miseria. Unos y otros carecen de la justa medida del que se sitúa en juez y quiere establecer el premio o el castigo. Desagradable tarea, cuando se trata de méritos ajenos, y cuando el comentado es un hombre que durante 50 años no hizo otra cosa que luchar, combatir, denunciar, atacar como alguna vez González Prada, allí donde él creyó ver el mal, la deslealtad, la podredumbre, la antipatria, pues hay que decirlo y claro, Alberto Hidalgo fue un peruano por sus cuatro costados, amó al Perú como muy pocos, y le dolió el Perú, como una herida abierta, sangrando sin pausa. Entonces, ¿creéis que fue más un político que un poeta? ¿I Martí? ¿No murió Martí por la libertad de su Cuba y era además un grande poeta y un genial prosista? El poeta por su índole misma, posee una sensibilidad más fina, más alerta que cualquier otro artista para captar el pulso de su época. Hidalgo vivió identificado con el devenir histórico del Perú, adentrado en su médula, no importa que viviera a la distancia, nunca tan grande como para no respirar la misma atmósfera del país que le naciera, de su natal Arequipa, de su cielo y de su suelo.
    Sólo que la forma de luchar de Hidalgo era escribiendo. Su destino fue ese: escribir, como quien esgrime una espada flamígera, con misión de ángel o demonio, para destruir todo lo monstruoso que aún sobrellevamos, desde los distintos ángulos de estos pueblos aherrojados, oprimidos, débiles y mendicantes.
    Quizá si en el reparto de los dones de la naturaleza a él le tocó la parte más ingrata. Es posible que después de cada batalla, en prosa o verso, se resarciera escribiendo poesía. Pero es incuestionable que Hidalgo había nacido para pelear, para combatir. Es el destino de algunos. Quizá muy pocos.
    Quizá muchos quisieran hablar como Hidalgo. Pero, o no tienen dónde, o no son capaces, o se les corta el habla por el miedo. Porque no es que Hidalgo lanzara sus destructores ataques porque sí, sin base ni fundamento alguno: no. Si él escogía sus víctimas para destruirlas, incinerarlas, hacerlas trizas, era porque éstas se habían puesto en el camino del Perú, de su grandeza, de su destino manifiesto de ser un pueblo rector, no sólo por su historia, sino por el derecho de su genuina nobleza como raza y conducta.
    La inconducta era, es, de los presumidos por su poder, por su fuerza o por los ya caducos sistemas que convertidos en leyes estrangulan el desarrollo social, de las grandes mayorías de América y del mundo, manteniendo el colonialismo o la feudalidad en servicio de unas pocas minorías que caminan de espaldas a la historia.
    I el Perú, el territorio que le cupo el honor de nacerlo, al que Hidalgo amaba por encima de todos sus amores, es uno de los más clamorosos ejemplos de esa desventaja. Es el país que detiene el tiempo para que sigan lucrando sus barones, hoy más que nunca respaldados por sayones, sicarios y vende patrias.
    Por eso desde su atalaya argentina unas veces, y otras desde el mismo Perú, lanzaba sus ataques. No por supuesto sólo contra lo malo del Perú, sino de toda América y del mundo. Él se preciaba de que con sus “Odas en contra” habían derribado al tiranuelo de Nicaragua, al bestial Batista, a tantos más sobre los que escribió sus odas nauseabundas, plagadas de estupendas metáforas que eran más que disparos de ametralladora.
    Conocedor como el que más del idioma, lo usaba sin reparos. Para eso están las palabras en el diccionario, decía, para usarlas. No era, no, un coprolálico. Pero si era necesario usar un grueso adjetivo para tundir a un adversario, lo hacía sin asco. Aunque luego tuviera que enjuagarse la boca, más que por la palabra, por el nombre del atacado.
    Durante sus 50 años de producir publicó más de 40 libros. Desde su inicial “Panoplia Lírica”, publicada en 1917, hasta su último libro de poemas “Persona Adentro”, casi un testimonio poético, porque Hidalgo veía aproximarse la muerte y se iba acostumbrando a su presencia. Deja varios libros inéditos, el II y III tomos de su “Diario de mi Sentimiento”, vigoroso alegato de cuanto amó o despreció en la vida. Estaba terminando “Campana al Viento”, su homenaje crucial a los que luchan con la acción por el triunfo de la libertad y la justicia.
    Hidalgo escribió poesía, prosa y novela. Al final de su tiempo hizo también teatro. Teatro intencionado, combativo, con mensaje. Llegó a decir que era el mejor instrumento para sembrar ideas, para esparcirlas en el viento y que las recogiera el pueblo. Como el gran teatro de Shakespeare, de Ibsen, de Calderón, de Lope. El mismo de Bernard Shaw. I qué gran literatura, qué grande arte no es mensaje, no es agitación, no es forma de decir lo que debe decirse para que el pueblo lo escuche y lo realice? Hidalgo sentía su misión mesiánica para el Perú, para América y el mundo. Así sus tremendas “Odas en Contra”, catilinarias espantosas contra los tiranos que asolan la tierra, que le quitan su dignidad a la vida, su razón de ser. Cáustico, cuando escribía desgarraba las carnes del que atacaba. Irónico, mordaz a veces, su ácido podía corroer la piel más impermeable. Por eso despertaba odios y enconos. Por eso no le perdonan sus gratuitos enemigos. Por eso se le intenta castigar con el silencio.
    Hidalgo no podía desentenderse del drama del Perú. Desde su juventud comenzó a esgrimir el libelo como arma eficaz contra los políticos y los personajes que acaparan la conducción de los destinos del pueblo, sólo con exhibir sus sonoros apellidos o sus desgastados galones. Por eso “Hombres y Bestias”, “Jardín Zoológico”, “Muertos, Heridos y Contusos”, “Los Sapos y Otras Personas”, etc. Su intención era clara: combatir la inmoralidad, atacar el mal como a un cáncer para salvar lo sano del cuerpo social. Quien vea otra cosa se equivoca. Pero al mismo tiempo como reactivo de belleza lanzaba “Las Voces de Colores”, “Joyería”, “Tu libro” y despertaba a grupos inteligentes para crear modos nuevos de expresión, un poco más acá del Modernismo, del Dadaísmo y de las grandes escuelas surgidas en la Europa de post-guerra, la del 14-18. Hidalgo enunció el Simplismo, inaugurando una nueva época para la poesía. Ni consonancia ni asonancia, las camisas de fuerza del poema. El verso libre, casi la prosa poética, simplemente enjoyada de metáforas, donde en realidad reside la poesía. Sin embargo no desechó ni la asonancia ni la consonancia. Sus libros la contienen cada vez que le urgía cambiar de tono o edulcorar la idea.
    Por espacio de casi 40 años moró en Argentina. De Argentina fueron sus dos esposas, Elvira y Elisa. Huérfano de la primera vivió en soledad más de 16 años, hasta llegar el regazo amoroso de Elisa “pega estrellas cuando quiere pegar un botón en la camisa”.
    Amaba a la Argentina como a su segunda patria y sus contingencias le afectaban igual que si hubiera sido un hijo de su tierra. Así mismo sintiéndose tan argentino, lanzaba sus dardos a los que él creía que lo merecían. Pero estaba siempre rodeado de lo más notable, de lo más digno de ese gran pueblo americano. Sus mejores poetas, sus artistas más destacados le tenían en un sitio de honor. Así, al acercarse el jubileo de sus 50 años de poeta y de escritor, la Fundación Argentina para las Artes le rindió el primer homenaje jamás dado a poeta alguno, y le premió con una importante suma de dinero.
    Ningún intelectual se sintió disminuido por eso, ni reclamó del premio a un peruano. Al contrario, le expresaron su congratulación, le aplaudieron, en un acto de justicia y reconocimiento.
    I en la Argentina se murió. Él quiso regresar al Perú, cumplir en el Perú sus últimos años, ver de nuevo el limpio cielo de Arequipa. No fue posible. Argentina recogió su último aliento. Como a uno de sus hijos, le dio sepultura rindiéndole un póstumo homenaje. Los grandes diarios de la nación del Plata reseñaron el deceso del Poeta. A toda plana, sin mezquinos regateos. Había muerto un grande de la poesía, un hombre que hacía honor no sólo al Perú, sino a las letras de habla hispánica. La Sociedad Argentina de Escritores le veló en sus salones. Los poetas y los escritores argentinos le dieron el adiós de despedida. Tierra argentina lo guarda hasta que el Perú haga retornar sus huesos para sembrarlos en tierra peruana, dándole las gracias al pueblo argentino por el hospedaje que dio a Hidalgo, y en él a todo lo que vale en el Perú”.

(Magda Portal. “Hace un año y ahora”. En Taller 2: Homenaje a Alberto Hidalgo, publicación bimensual del taller literario Haravicus, Lima-1968, año I, n° 2, pp. 15-17.)


Anexo 3

Notas de artes y letras

“Hay en Arequipa, como en Lima, un grupo de escritores jóvenes que han resuelto abrirse camino, cortándole el rabo á su perro, como Alcibiades, esto es epatando á sus conciudadanos á fuerza de extravagancias y desplantes. Lo malo es que, como todos los que escribimos desde hace veinte años, también le hemos cortado en su oportunidad el rabo á nuestro perro, y que pasada la etapa desmochadora, nos hemos convencido de que lo principal en el arte literario es tener talento y no perro rabón, de que estas artificiosidades rimbombantes de liberación de cánones, de que estos ahogos espasmódicos que creíamos -y que hoy creen los que nos han sucedido- sentir con la estrechez del ambiente y la expansión de nuestras almas libérrimas, estranguladas en el reducido circuito de la estética que llamábamos antigua, nos hemos convencido, repito, de que todos estos visajes y aspavientos líricos de los modernistas de hoy, que ya no se llaman modernistas, como decíamos nosotros, sino futuristas, son mentirijillas sinceras, son cachiporrazos de gong escandalosos, histerismos de arte juvenil desaforado, alaridos de la inofensiva infatuación de quienes tienen un caudal de años que derrochar en prodigalidades de lirismo ruidoso, búsquedas afanosas de la senda en la natural desorientación de los pocos años. Es, se puede decir, el ritual obligado de la sangre joven, impaciente y pletórica que trata de visitar la Originalidad. Pero, en el fondo, todo eso es mentira, mentira, sincera, es cierto, y, por tanto, simpática y apreciable; y los que tales cosas sabemos, porque por tales convulsiones y espasmos espirituales hemos pasado, nos sonreímos al escuchar las petulancias innovadoras, las audacias bizarras, las clarinadas extravagantes y los alocados reclamos de estupor y admiración públicos, perseguidos por estos buenos muchachos, sin nuevo lastre, herederos de Icaro el de las ansias estupendas y las alas fusibles. Y pienso de ellos lo que sin duda se pensó alguna vez de mí: -¡Bah! Otro que le corta el rabo á su perro! Y á éstos pertenece un joven de Arequipa de bastante talento y positiva madera de poeta que me ha remitido un folletito de poesías titulado Arenga lírica al Emperador de Alemania y otros poemas. Acompaña al librito una tarjeta del autor en la que, entre otras cosas, me dice que "á pesar de que es bien conocida la indiferencia con que mira todas las cosas de las provincias, espera que el señor Palma, que ha llegado á la cumbre, dé la mano á los que van subiendo." Podrá el joven poeta arequipeño ser todo lo futurista que quiera, pero esa sobada mañosa en mi pantorrilla, afirmando que yo he llegado á la cumbre, y ese pellizco sobre mi indiferencia por la producción nacional que no es de la capital, son -si la cosa es escrita con malicia- dos recursos empleados desde los tiempos de Homero hasta nuestros días, para congraciarse la crítica y que no sientan bien ni con la verdad ni con la huraña fiereza alardeada por quien "orgulloso" hace suya la frase de un héroe de Esquilo: "El tiempo y yo contra todos". Bueno, dejemos eso y prosigamos, previos la protesta de mi modestia ruborizada y el repudio del cargo de indiferencia con los escritores provincianos: casi todos los que algún nombre se han conquistado, casi todos los que han tenido algo en el piso superior, han pasado por las publicaciones que he dirigido y por las que dirijo; desconozco, á mi pesar, á los que se han aislado y no han querido que les conociera, y no deseo conocer, aunque muy á mi pesar estoy en contacto frecuente con ellos, á los grafómanos por ociosidad ó sport que tanto de provincias como de Lima, se empecinan en ser escritores desviando aptitudes que serían de utilidad en la industria agrícola, en el comercio de pasamanería y en las múltiples pequeñas artes vinculadas á la construcción de edificios (fabricación de adobes y ladrillos, enyesamiento, carpintería gruesa, etc.).
Consta el libro de poesías de cerca de ochenta paginitas con el siguiente contenido: una portada en papel rosa ocupada casi totalmente por un fotograbado de la testa del autor; una repetición en blanco del retrato, por si se estropea la portada; un viejo escudo peruano con orla azul, de un gusto abominable; una nota en la que el autor declara al mundo, por lo que pudiera al mundo interesar, que no se sigue la ortografía de la Academia Española; la lista de lo que el autor proyecta publicar; dedicatoria del libro á la memoria de un hermano "á quien por la injusticia de Dios, de este Dios impotente, estúpido, fanfarrón y cretino la Muerte le truncó la Vida"; añadiéndose como sujetos entre otros para la dedicatoria "los perros que me han ladrado y me siguen ladrando... Y para los cuales guardo siempre un Colt en el bolsillo de la cartera" (Diablo! Este señor mata los perros ladradores á tiros. Buena laya de mataperros!); unas palabras liminares del señor Miguel Urquieta que, como nada, consagra treinta páginas á presentarnos al poeta; un soneto de un señor César Rodríguez, titulado: Presente, en el que aconseja al autor, no sé si con pizca de malicia y sorna que ..... deje versos y prosas que yo por hacer estas cosas estoy enfermo de la sien.
Sigue un Auto retrato, que debe estar parecido al original, á juzgar por lo que nos refiere el prologuista, y que como factura poética es bastante bueno; entramos en la Arenga que consta alrededor de cien versos; pasamos á un soneto Alemania mediocre, y á un Canto á la guerra pirotécnico, escandaloso y escrito más que en loor de la guerra bajo la influencia de las mentecatadas de Marinetti, quien quiere suprimir el Arte, el Amor y la Fe, es decir los tres grandes dinamismos de la vida de ayer de hoy y de mañana. Y finiquitamos con un soneto Reino interior, de buena arquitectura, y en el que el autor termina con este interesante rasgo de orgullo artificial para que abran los bobos un palmo de boca:
                         Me siento inmensamente superior á los hombres
                         y pongo de los genios junto á sus grandes nombres
                         mi nombre que resuena como un rudo temblor.
Este nombre que resuena como un rudo temblor se va á imaginar el lector que es algo así como León Patapón ó cosa por el estilo. No, señores, es Alberto Hidalgo para servir al Kaiser, á Von Bernhardi, al obus 42, á Marinetti, á la Electricidad y al automóvil. Por lo demás, repito lo que dije al principio, este joven Hidalgo con todos sus desplantes y extravagancias, con todas las ingenuas insolencias y las cándidas audacias de forma y de versificación que prodiga en su sonoro ditirambo al Kaiser, con todos sus alardes de superhombría, con todos sus afanes de tumbar de espaldas al lector timorato, á fuerza de restallantes blasfemias y de latigazos a la moral, al arte eterno, a la piedad humana y á todo lo que se respeta, es un mozalbete de positivo talento. Hoy no es prudente darle consejos: hoy se cree el centro del mundo, y no hay más recurso que sonreírse con benevolencia. No hay que contrarias a este niño, que está en pleno acceso de tos convulsiva. Dejadle patalear, ponerse rojo e hipar todas las cosas líricas que se le atragantan y pugnan por salir. Puede que cuando se tranquilice, encuentre realmente la forma y la idea original que hoy quiere arrancar en manotones alocados en los campos de la epatante exageración y de la póse. Para entonces le volverá á crecer el rabo á su perro”.

(Clemente Palma. “Notas de artes y letras”. En Variedades: Revista Semanal Ilustrada, Lima, nov. 1916, año XII, n°454, Casa Editorial M. Moral, pp. 1499-1500.)


Anexo 4

La Sagrada Cripta de Pombo
(extracto)

    “Alberto Hidalgo me envió hace años desde el Perú un libro titulado Jardín Zoológico. Aquel libro era un libro valiente, impulsivo, terrible, en que insultaba a todos los escritores, menos a mí. A veces iba demasiado lejos, y yo me eché a temblar, porque pensé que algún día, aunque yo pienso seguir invariable en mis trece, el joven iconoclasta se cansaría de mí, y yo conozco lo terrible que es la venganza de los que han creído en nosotros, el día que dejan de creer.
    Él iba metiendo en jaulas cerradas y de castigo a gentes que andan por ahí sueltas, triunfantes y con una seriedad de canguros, de osos o de rebecos, que nadie sabe ver en su verdadero aspecto zoológico. Hasta a algún león le reducía Hidalgo y le lograba meter en su jaula.
    La jaula de los monos y de los chimpancés era la que más concurrida estaba en el Parque Zoológico de Hidalgo, y hasta había el ferrado y tremebundo redil para el elefante.
    Yo escribí una carta agradecida a mi desconocido amigo, dirigida a Arequipa (Perú), y pasó tiempo, y sólo alguna vez pensaba con satisfacción, al ver los constantes viajes a América de los farsantes, que allí hay quien ve lo que está al otro lado del mar y es lejanísimo de la América alabada y vilipendiada.
    A veces también leía uno de esos pensamientos triviales, que Hidalgo titula Átomos en su libro, verbi gracia: ‘49. La m debería tener cuatro palotes, puesto que la n sólo tiene dos’.
    O bien leía alguna de sus biografías de esos cucos españoles que van allá y oirá las conversaciones indiscretas que allí sostienen, creyendo que nadie lo va a saber en España jamás. El capítulo a Marquina tiene un final curioso: ‘Imaginaba yo que Marquina vendría con gran melena, capa española, zapatos de torero y noble espíritu bohemio. Recuerdo haber visto un retrato suyo con tal indumentaria. Pero parece que él quiso hacernos a los americanos teatro de modestia y de burguesía. Y nos lo hizo, que conste; pero nosotros le tomamos el pelo. Un día le dije yo, en un almuerzo a la criolla, que le ofrecí: Marquina, ¿por qué usa usted medias de algodón? Es de mal gusto…’
    Alberto Hidalgo me seguía pareciendo un ser avispado, sincero hasta la grosería, penetrante hasta la invención, juvenil hasta el arrebato, y, sobre todo, bien orientado, que es lo más difícil de conseguir.
    Así, hasta que un día apareció en mi despacho un señor desconocido, de mirada de clavo, con manos nerviosas de estrangulador, cetrino como el diablo.
    - Soy Hidalgo, el autor de Jardín Zoológico-, me dijo, y yo entonces dejé la browning sobre la mesa y me dediqué a saber qué venía a hacer aquí.
     Le vi entusiasta, me enteré de qué consistía su dureza en amarlo todo demasiado y en pedir a todo demasiada perfección, y encontré que era un español nervioso, ágil, ansioso de pugilato, impaciente con esa desesperada impaciencia que corroe a todos los jóvenes del mundo en este momento.
    Durante unos días ha convivido conmigo y con mis amigos, viendo todos en él un avanzado, uno de esos hombres a los que hay que mirar al lanzar una idea, porque son como la piedra de toque de las ideas, huraños, silenciosos; pero arrebatados a veces, muchas veces, como le sucede a Hidalgo, que se dispara y mueve en el aire sus manos de murciélago, secas, enjutas, de dedos largos, afilados y curvos hacia adentro, unos dedos que son en sus intersticios entre dedo y dedo membranosos como los del murciélago.
    En su despedida –porque se va hoy precipitadamente- nos ha dejado para llenar la ausencia un precioso libro de versos, Joyería, del que es este poema:
ALBA

                                            En la humedad de la mañana, bajo
                                            un cielo de esos de fotografía,
                                            la ciudad, a lo lejos, parecía
                                            una ilusión envuelta en un andrajo.

                                            Arriba, lentamente, con trabajo,
                                            un rayo envuelto en timidez subía,
                                            y un cerro congeló su hipocondría
                                            mientras el río maldecía abajo.

                                           El viento se llenó de una fragancia
                                           de establo humedecido. A la distancia
                                           vibró el grito procaz de una vaquera.

                                          Y para comenzar su drama iluso,
                                          severo como un lord, el sol traspuso
                                          el lomo de la andina cordillera.

     Hidalgo en Pombo miraba con miradas acerbas a todos y sólo de vez en cuando entraba a saco en la conversación.
    Yo me sentía satisfecho de estar junto a un americano rebelde, cierto de tantas cosas como nosotros, de mano elocuente como una llamarada que atajaba las opiniones tontas y las prendía fuego.
    En la redacción ideal de un periódico que no existe nos encontramos reunidos siempre Hidalgo y yo”.

    (Ramón Gómez de la Serna. “La Sagrada Cripta de Pombo”. Imp. G. Hernández y Galo Sáez, Madrid, 1922 (¿?). Tomo II, páginas 238,239 y 240. En: Ernesto Daniel Andía. Diagnosis de la Poesía y su Arquetipo. Buenos Aires–1951. Editorial “El Ateneo”, pp. 295-297.)


Álvaro Sarco