Por Álvaro Sarco
Conspicua es la tradición libelista que ostenta el Perú. Pueden rastrearse sus antecedentes -a través de nuestra vida independiente- en nombres como los de los radicales Enrique Alvarado y Mariano Amézaga (siglo XIX), precursores directos de Manuel González Prada, verdadero numen, por así decirlo -en este controversial género-, de la más estimable generación de libelistas que ha dado el Perú. Me refiero al grupo que se organizó alrededor de Abraham Valdelomar y su consigna de épater le bourgeois –conjunto que publicó en diarios y revistas-, y que encerró nombres de jóvenes, pero ya ilustres vitriólicos, como el de Federico More, el mismo Valdelomar, Alfredo González Prada (hijo del mentor del grupo), y el arequipeño Alberto Hidalgo (1897-1967). Este último fue posiblemente el mayor exponente del género, la más alta cota de una tradición libelista desarrollada con denodado acierto en el Perú, el “brulotista excelso” que superó largamente en virulencia a su maestro –y por lo mismo, el más profundamente odiado-, y que llegó a hacer del libelo casi una obra maestra de la imprecación, zahiriendo siempre con inigualable puntería. Y si bien en su momento Hidalgo fue explicablemente depreciado o silenciado, hoy debería –ya extintos los actores de los entredichos- ser estudiado y revalorizado tal y como su importante producción literaria lo amerita.