Por
Fernando Díaz Villanueva
Karl
Marx, rebautizado Carlos en España por no se sabe bien qué razones, se pasó la
vida pidiendo dinero prestado para no devolverlo jamás. Fue el arquetipo
elevado al cubo de lo que él denunciaba: un vago, un caradura, un ser
irascible, egoísta y desalmado que vivió, literalmente, a costa de los que le
rodearon durante sus 64 años de vida.
Tras
el célebre retrato que John Mayall le hizo en Londres allá por 1875, algo se
atisba: muestra un hombre con barba muy poblada pero anárquica, medio negra
medio cana, que sube por los lados de la cara, tapando las orejas, hasta llegar
al pelo, con el que se funde en un amasijo greñoso y descuidado. Aunque lleva
una levita limpia bajo la que esconde la mano, el retratado no parece un sabio,
sino un mendigo al que algún alma caritativa, por alguna razón difícil de explicar,
ha decidido inmortalizar.
Y no, la suya no fue una pose contestataria precursora del perroflautismo contemporáneo: eso de ir hecho un guarro para hacer méritos revolucionarios no se puso de moda hasta 1968; Marx era tal cual: tenía auténtica fobia al aseo personal. Tanta, que terminaron por salirle purulentos forúnculos por todo el cuerpo: en la cara, en la espalda, en el trasero y hasta en el pene. Se quejaba amargamente de ello en sus cartas, y esperaba –escribió por las mismas fechas en que andaba componiendo la primera parte de El Capital... con el trasero hecho cisco– que la burguesía, mientras existiera, tuviera "motivos" para recordar sus forúnculos.
Su
escaso apego por el aseo se juntaba con su desmesurada afición a la bebida, el
tabaco y la vida nocturna. Pasaba las noches en vela discutiendo con unos y con
otros para luego, ya de amanecida, recostarse sobre un sofá y dormitar todo el
día. Luego, si estaba de buenas se metía en la biblioteca, donde consultaba
libros y periódicos para ir apuntalando las tesis... que ya traía fabricadas de
casa. Con un estilo de vida semejante, lo último que podía hacer era ganarse el
pan honradamente.
La
pregunta que asalta al curioso es cómo él, un simple filósofo alemán exiliado
en Londres sin más patrimonio que su pluma y con una familia que mantener, pudo
vivir así tantos años. Simple: pidiendo prestado y procurando, a la vez, no
atender los vencimientos de pago. Gracias al inmenso archivo epistolar que se conserva,
y que ha sido estudiado en infinidad de ocasiones, se calcula que Marx disfrutó
de una renta media de unas 200 libras anuales, es decir, tres o cuatro veces lo
que ganaban los obreros ingleses, a la sazón los mejor pagados del mundo.
Traducido a las circunstancias de nuestro tiempo y lugar, estaríamos hablando
de 80 ó 90.000 euros brutos al año. Y todo por no hacer casi nada. Jamás hubo
de enfrentarse al mercado y satisfacer las necesidades de otros mediante el
trabajo, que es lo que exige el sistema capitalista. ¿Explotación? Nada: esa es
una vaina que aireó Marx tras birlar la idea a Jean-Pierre Proudhon y a Johann
Rodbertus. Este último le acusó de plagio, y Engels hubo de acudir en socorro
de su amo. Con éxito: de Marx se sabe mucho y del infeliz de Rodbertus, nada.
Su
primera fuente de ingresos fue su propia familia, que vivía holgadamente en la
ciudad alemana de Tréveris. El padre, Herschel, un competente abogado judío, se
había convertido al protestantismo para prosperar en la vida e integrarse en la
sociedad prusiana. La madre, Henrietta Pressburg, era holandesa, hija de un
rabino y buena paridora de 8 vástagos, a los que no les faltó de nada. Por esa
razón el joven Karl pudo estudiar en la universidad y convertirse luego en el
perfecto ejemplar de revolucionario de salón. Nunca visitó una fábrica, un
taller, ni siquiera una imprenta. En una ocasión su amigo Engels, magnate del
textil con intereses mercantiles en Inglaterra, le invitó a visitar un telar de
algodón, pero él, hecho a las comodidades de la ciudad y a pasar la tarde en la
taberna, declinó la invitación. Parece mentira, pero es así: el emancipador del
proletariado muy pocas veces vio a un proletario con sus propios ojos.
Durante
años, hasta bien entrado en la edad adulta, vivió de sus padres. Recibía un
estipendio periódico, que reclamaba ofuscado por carta si no le llegaba a
tiempo. Al morir su padre, en 1838, tomó su parte de la herencia –la respetable
cantidad de 6.000 francos de oro– y se la gastó íntegra. Lo mismo haría al fallecer
Henrietta, aunque ahí tuvo que conformarse con menos, ya que había ido pidiendo
anticipos a la parentela holandesa.
Finiquitada
la ubre paterna, y ya de romería política por Europa, se especializó en
desvalijar a los amigos y a los militantes con que iba topando por los clubes
de exiliados alemanes, de donde procuraba no salir sino lo imprescindible, no
fuese a ser que tuviera que aprender un nuevo idioma o integrarse en un país
distinto al suyo. Por lo general, lo que pedía no lo devolvía. Buscaba las
excusas más insospechadas para escaquearse; algunas de ellas ciertas, como el
argumento de la numerosa prole que trajo al mundo junto a su esposa, Jenny von
Westphalen.
Económicamente
hablando, Jenny tampoco era manca. Hija de un barón prusiano –de ahí el von del
apellido–, recibió una generosa dote al casarse y, luego, continuos préstamos
de su familia. Pero los Westphalen se iban muriendo, y la fuente,
consecuentemente, secándose...
Cuando
en casa no había ni para comer ni forma de recurrir a los prestamistas de
confianza, los Marx recurrían al mercado crediticio ordinario, es decir, al
usurero de la esquina, que siempre han existido porque siempre ha habido
manirrotos como el autor de El Capital. Pero incluso los auténticos
profesionales del riesgo evitaban al matrimonio en los peores momentos de éste.
En 1850, el casero les puso en la calle con cuatro niños y todos los muebles,
que tuvieron que empeñar para liquidar las cuentas de la carnicería y la
panadería. Entonces se acogieron a la beneficencia. Su pequeño hijo Guido murió
aquel invierno de frío siendo un bebé.
A
pesar de los contratiempos, Marx no tenía intención de cambiar. "Lleva una
vida de intelectual bohemio –se lee en un informe redactado por aquellos días
por la policía prusiana, que le seguía los pasos–. Pocas veces se lava, se
acicala o se cambia de ropa, y a menudo está borracho. No tiene una hora
estipulada para irse a la cama o levantarse por la mañana. A menudo se pasa la
noche en vela y al mediodía se tumba en el sofá con la ropa puesta, donde
duerme hasta la tarde. Cuando entras en la habitación de Marx, el humo y las
emanaciones del tabaco hacen llorar los ojos... Todo está sucio y cubierto de
polvo, y sentarse se convierte en una tarea peligrosa". Una joya de
hombre.
A
Marx le salvó su amistad con el ricacho Engels, al que sangró a modo. Durante
cuarenta años, el multimillonario del textil estuvo dando dinero a Marx, al
principio como apoyo para que se dedicase a escribir libros y luego, a partir
de 1869, ya de modo formal: le hizo beneficiario de una asignación vitalicia.
Teniendo
en cuenta que, por aquellas mismas fechas, Engels se había retirado del
negocio, asegurándose antes una buena pensión de jubilación, su amigo Marx se
convirtió en el rentista de un rentista. Las dos mentes más preclaras del
socialismo, los padres de El Capital, fueron unos rematados rentistas, figura
que sólo fue posible en el siglo XIX gracias a la extraordinaria prosperidad
que había forjado el capitalismo. Una paradoja y una verdad ligeramente incómoda...
que no todos están dispuestos a reconocer.