Por Jaime Cabrera Junco
Revuelta Editores ha reeditado Los sapos y otras personas, libro de relatos del polémico escritor arequipeño Alberto Hidalgo, aquel que además de poeta era un libelista que encendía la ira de muchos a quienes criticaba con sus palabras. Sin embargo, no hay que olvidar que uno lee obras y no a personas.
El
nombre de Alberto Hidalgo (Arequipa, 1897 – Buenos Aires, 1967) encendía la
furia de muchos aun en el día de su muerte. Hoy, casi cincuenta años después,
bien valdría la pena recordar quién fue, más allá del poeta arequipeño que
escribía libelos contra sus enemigos. Poeta, narrador, dramaturgo y periodista,
Hidalgo quiso estar siempre en la vanguardia de aquella faceta que ejerciera.
Sin duda fue una personalidad destacada dentro del ámbito poético de su tiempo.
No fue en vano su creación del simplismo, ideal estético del que fue pionero
gracias al poemario del mismo nombre que publicó en 1925 y sobre el que todavía
se habla al referir la vanguardia latinoamericana. A su narrativa, sin embargo,
tal vez por carecer de la novedad del ‘ismo’ y encontrarse reunida en un solo
libro o por haberse enemistado con todo el mundo (ganó enemigos acá y donde
fuera), no se le prestó atención. Una nueva edición que Revuelta Editores
presenta este año (2014) de Los sapos y
otras personas, único libro de relatos del autor (la primera se publicó en
Buenos Aires, 1927), devuelve al poeta arequipeño al campo de la narrativa y
demuestra que, en ese rubro, Hidalgo tampoco puede considerarse un escritor
menor.
Como
en su poesía (y en su actividad periodística) fue un activista, no podíamos
esperar que su obra en prosa fuera complaciente con sus contemporáneos. Hidalgo
fue uno de esos intelectuales de principios de siglo para el que crear era
combatir y la vanguardia no solamente significaba la ruptura con las estéticas
pasadas, sino con lo que él podía considerar obsoleto bajo su criterio.
Individualista, sí, pero con el genio propio de quienes aun siguiendo el camino
a contracorriente no dejan que su voz se ahogue.
Así,
en el prólogo que el propio autor escribe para Los sapos, arremete contra los narradores latinoamericanos de su
tiempo, que escriben cuentos en los que “el asunto es vulgar, el estilo
indigente, el procedimiento, o la factura, manoseado, resabido, ya ritual”.
(pág. 8). Aunque salva algunos pocos nombres de la hoguera y ‘echa flores’ a
sus cuentos, los argumentos de Hidalgo lo revelan como un buen lector y los
relatos, por sí mismos, nos descubren a un buen narrador.
El
libro tiene catorce relatos de extensión distinta. De ellos, los más destacados
son El tuerto, Más allá de la ciencia, El
árbol sagrado, La mujer única y El tranvía N°34. La prosa, en ocasiones,
usa algunos lugares comunes. Se dice, por ejemplo “este valle de lágrimas” como
metáfora de la vida, “orgullo de pavo real” para describir la altivez y otras
frases hechas. Sin embargo, los relatos ganan valor por su originalidad y la
acción sin descanso que ofrecen al lector, a diferencia de otros grandes
cuentistas que son antecedentes inmediatos de Hidalgo, como Abraham Valdelomar,
que aún detenía el discurrir de las acciones para describir un cuadro
paisajístico, por ejemplo.
La
mayor parte de estos cuentos sigue una estela fantástica que se adapta sin
dificultad a la fascinación que Hidalgo tenía por las máquinas, especialmente
los tranvías (el cuento El tranvía N°34
es un buen ejemplo). Pero también es muy interesante el uso que hace de los
ascensores como símbolos de modernidad (véanse Una tragedia yanqui y La
subconsciencia (Film)). Ambas máquinas sirven para el desplazamiento y
veremos cómo en los cuentos de Hidalgo siempre hay algo que se desplaza. O bien
los personajes viajan o son forasteros. Además, la quietud suele significar su
pérdida (como lo ilustra la impactante imagen final de El árbol sagrado).
Esta
tal vez sea una de las formas en las cuales Hidalgo expresaba su apoyo al
progreso sin que este significara la alienación total a causa del dinero (Una tragedia yanqui). El progreso
continuo es una de las actitudes propias de los movimientos de vanguardia, lo
cual hace coherente la poética de Hidalgo en su obra lírica con la que
despliega en su narrativa. Este afán también se expresa en la forma, como
demuestra el cuento La subconsciencia
(Film), escrito como una lista de escenas sucesivas y numeradas: un eslabón
perdido entre el poema narrativo y la prosa.
Esta
edición de Revuelta, sin embargo, pudo haber quedado mejor. Varias faltas
ortográficas y tipográficas que no existían en el original son una mácula en un
libro que podía haber llegado a ser la edición definitiva de Los sapos y otras personas. Tal vez una
de las fallas más graves sea haber omitido una palabra al final de El árbol sagrado. Más allá de haberle
hecho un favor al texto o no, el cuento tal como lo dejó escrito Hidalgo se ha
alterado. En el original, la frase final dice “…que inmortalizó Cervantes, y en
ellas reposa ahora bajo una…” y en esta edición: “…que inmortalizó Cervantes, y
en ellas reposa ahora una…” (pág. 96).
Algo
parecido sucede con el prólogo, en el que se alteran (no creemos que sea
intencionado) los nombres de algunos autores que el autor arequipeño usa como
referentes. Se escribe mal el nombre de pila de Nathaniel Hawthorne,
cambiándolo por ‘Nataniel’ y se juntan los apellidos de Andreiev y Hauff como
si se tratara de un solo escritor.
Estos
son errores que no se deben pasar por alto, sobre todo si se dispone de
ediciones anteriores en las que no aparecen, como aquella que editó Álvaro
Sarco (con el nombre de Alberto Hidalgo.
Cuentos en el 2005). Creemos que, si se quiere difundir una obra necesaria
—como la narrativa de Alberto Hidalgo—, se debe tener mucho cuidado con los
detalles básicos que permiten una comprensión cabal del texto original que
hablan mal del cuidado de la edición.
Pero
la energía de Alberto Hidalgo sigue intacta. Es diferente de la que exuda su
poesía más celebrada y, sin embargo, no carece del afán de originalidad que
caracterizó al creador del simplismo. Insular en su tradición, único poblador
de su ismo, Hidalgo ganó enemigos y seguidores sin que esto fuera lo más
importante para él, sino la total confianza en que la escritura es un quehacer
solitario. Certeza vigente y necesaria para aquellos escritores que renuncian a
un sentir propio para encajar en las modas literarias. La lectura de Hidalgo no
se agota.