Por
José Barba Caballero
Los sucesos de Chile que culminaron con el
derrocamiento y suicidio de Salvador Allende tienen una historia muy distinta
de como la cuentan los marxistas criollos y nuestros intelectuales de opereta. Hasta
1970 Chile era un país que había conquistado logros notables: educación básica
y media superior a la de cualquier país latinoamericano y un Parlamento que
estaba entre los más antiguos del mundo. Por esta conciencia cívica de respeto
y tolerancia a las ideas, los chilenos se sentían orgullosos de ser llamados
“los ingleses de América Latina”. Pero todo esto terminó con Salvador Allende.
Para comenzar, no es cierto que Allende recibió una
mayoría absoluta del voto popular. En las elecciones generales de 1970 sólo
obtuvo el 36.2%, contra el 34.9% de Jorge Alesandri y el 27.8% de Rodomiro
Tomic. Ante tales resultados (La Constitución chilena lo estipulaba así),
correspondió al Congreso el derecho a elegir al nuevo Presidente de la
República. Y entonces sucedió lo increíble; la Democracia Cristiana (en un
error histórico que todavía lloran) optó por Allende, comenzando así la
tragedia que traería un baño de sangre sobre Chile.
Lo primero que hizo Allende en su primer discurso
como Presidente de Chile fue romper la tradición democrática de este país
diciendo, para asombro de propios y extraños que él no sería el Presidente de
todos los chileno, sino que inspiraría su actuación “en los conflictos de clase
irreconciliables de la sociedad chilena”. En otras palabras, adelantó a todos
su intención de convertir a Chile en un país comunista a partir de un triunfo
electoral modesto y por demás precario.
De inmediato, el Partido Comunista, el Partido
Socialista, el MIR y el MAPU, entre otros, comenzaron a preconizar abiertamente
la inevitabilidad de una guerra civil. Con estos vientos cargados de caos e
incertidumbre, a nadie le llamó la atención que la inversión privada y
extranjera fuera cero y que a un año de gobierno allendista Chile tuviese que
declararse insolvente y pedir una moratoria sobre su deuda externa. Y para que
nadie tuviese dudas de hacia donde marchaba la Unidad Popular en el gobierno,
el mismo Allende le declaró nada menos que a Regis Debray, que sus diferencias
con el Ché Guevara eran sólo tácticas: “por requerir la situación chilena un
respeto transitorio a la legalidad burguesa”. En 1971, Fidel Castro visitó el
país y durante 30 días (como Pedro en su casa), lo recorrió de punta a punta
arengando a las multitudes hacia la revolución.
En 1972, Chile se convirtió en la Meca de los
Tupamarus y de todos los extremistas de América Latina, Ese mismo año
comenzaron a instalarse las famosas escuelas de guerrilleros y se inició la
importación clandestina de armas de todo tipo: desde ametralladoras y bombas de
alto poder explosivo, hasta morteros y cañones antitanques de procedencia Checa
y Soviética. Paralelamente la embajada de Cuba se transformó en un bunquer con
más de trescientos diplomáticos acreditados. Así las cosas, ningún hombre de
estado digno de ese nombre, puede sorprenderse de que sus enemigos se le
opongan y se preparen para devolverle el golpe. Gritar, como lo hizo Allende,
que aquellos a quienes se propuso destruir no lo apoyen, sólo revela
infantilismo de izquierda.
A pesar de lo que digan los propagandistas
marxistas y sus tontos útiles que pululan en nuestros medios periodísticos, la
unidad popular de Allende, fue y permaneció en todo momento como minoría en el
Parlamento, en los Municipios, en las Organizaciones Vecinales, Profesionales y
Campesinas. Para 1973 perdieron el control en los principales sindicatos
industriales y mineros. Aún así, plantearon la sustitución del Congreso por una
asamblea popular y la creación de Tribunales del Pueblo (algunos de los cuales
llegaron a funcionar). Así mismo, pretendieron transformar el sistema educativo
para convertirlo en un instrumento de concientización marxista. La Tercera y el
Mercurio, diarios democráticos, como opositores al gobierno marxista, fueron
clausurados por el “demócrata” Allende.
Frente a tales hechos, la Iglesia abandonó su
neutralidad y la Corte Suprema de Justicia, por unanimidad, censuró al gobierno
por el atropello sistemático de la legalidad vigente. La Contraloría rechazó
por ilegales innumerables actualizaciones y resoluciones del Ejecutivo. En un
acto insólito, el Presidente Allende se negó a promulgar las reformas
constitucionales del Congreso, y persistió en esta actitud a pesar de sucesivos
mandatos judiciales. De aquí la opinión del ex presidente Frei: “el gobierno
minoritario de Unidad Popular estaba resuelto a instaurar una dictadura
totalitaria y estaba dando los pasos para llegar a esa situación”.
El 7 de agosto de 1973, la Marina de Guerra de
Chile anunció haber frustrado un complot para sublevar la flota en Valparaíso y
Concepción, y acusó del gravísimo hecho a Carlos Altamirano, secretario general
del Partido Socialista y a otros líderes del MAPU y del MIR, exigiendo el
levantamiento de la inmunidad parlamentaria. El 9 de setiembre, dos días antes
del golpe, los acusados reconocieron su culpa… pero ya era demasiado tarde. La
destrucción de la democracia, de la economía y la negativa de las FFAA de
convertirse en víctimas del comunismo, terminó de prender la pradera y el
rostro de la muerte se enseñoreó de Chile. Aunque cabe agregar que sin Salvador
Allende y las monumentales torpezas políticas de la Unidad Popular, el mundo
jamás hubiera escuchado hablar de Augusto Pinochet.
Por todas estas razones, me niego a rendirle
homenaje a quien no fue un idealista sino un dogmático, a quien no fue un
demócrata sino un marxista que intentó convertir a Chile en una tiranía inmunda
como lo era Cuba. Si hoy recordamos a Allende, no debe ser para enaltecerlo
sino para censurarlo, y recordar, por siempre, que la gran lección que Chile nos
dejó no es otra que la evidencia incontrastable de que el marxismo – leninismo
es incompatible con la democracia.
Publicado en La Razón el 16 de setiembre de 2013