lunes, 13 de enero de 2014

Cuaderno de notas, II

Carlos García (Hamburg) [carlos.garcia-hh@t-online.de]


¿Flamenco, tango?

En un texto polémico de 1927, su aporte al conflicto cultural con España surgido en relación con la cuestión del “Meridiano inte­lectual de Hispanoamérica”, decía Borges (Textos recobrados, I, 1997, 303): “Madrid no nos entiende. Una ciudad cuyas or­questas no pueden intentar un tango sin desal­marlo...”.

En los últimos años ha habido, lamentablemente, algunas ocasiones de comprobar la actualidad de ese drástico pero veraz aserto. 

Basten como muestra dos ejemplos: Diego el Cigala: Cigala y Tango (2010); Rodolfo Mederos / Miguel Poveda: Diálogos (2013).

De aquí en más me ocuparé por economía de espacio principalmente del segundo, si bien habría también mucho para decir acerca del primero (poco bueno).

La orquesta en cuestión no es de Madrid, sino quizás de Buenos Aires. El cantante tampoco es de Madrid, sino de Barcelona. Sin embargo, ambos cumplen pun­tual­mente el veredicto de Borges. Duele tener que decirlo, porque se trata, en principio, de dos maes­tros en sus respectivos campos. 

(Huelga mencionar aquí, por lo demás, mi aprecio por Madrid como ciudad, en la que tengo excelentes amigos.)

Poveda es un eximio cantaor flamenco, quizás algo amanerado y con una voz algo fina y meliflua, pero con sentido del ritmo y buen gusto. Véanse, si no, dos de sus mejores produccciones: Zaguán (2001), bajo la dirección musical del también bar­celonés tocaor Chi­cuelo, y Tierra de calma (2006), con piezas del excelso com­po­sitor y guitarrista onubense Juan Carlos Romero. 

Últimamente, ya antes del disco que ahora nos ocupa, Poveda había exa­gerado un poco sus manierismos al ocu­parse de la copla española (“Coplas del querer”, 2009). En ese género, empero, la exageración y la casi caricatura son la regla, y colaboran a su misterioso encanto.

A cambio, lo que Poveda hace con los tangos “Como abra­zado a un rencor”, “Cuesta abajo”, “Sus ojos se cerraron” o “Milonga sen­timental” no tiene perdón. Es cierto que algunos de esos textos no tienen mucho que envidiar a las coplas más cursis, pero en el tango o la milonga eso está equilibrado, mitigado por el deje canyengue – algo que no le sienta y no sale bien a Poveda. 

Yo prefiero tanto en el flamenco como en el tango las voces “afillás” (voces pro­fun­das, roncas, rajadas, en alusión a El Fillo, uno de los más tempranos cantaores fla­men­cos), pero hay ejem­plos de buenos cantores de voz fina. No es ese, pues, el pro­blema principal, sino el tono, el dejo, el sonsonete de Poveda, que no tienen nada de tanguero. (Diego el Cigala, con una voz algo más idónea para estas lides, tam­poco emboca una.)

Ahora bien: a mi entender. Poveda es inocente. Hay que buscar la culpa por otro lado.

Dicho rápidamente, la culpa de esta débacle reside seguramente en los productores, guiados menos por motivos artísticos que por la avidez del dinero. Pero no puede exculparse ni a Rodolfo Mederos ni al pú­blico.

Mederos es un as del bandoneón, con una trayectoria impoluta: sabe lo que es el tango, tanto el antiguo, clásico, como el moderno. Ha descollado en ellos como intérprete y como compositor o arreglador. No puede no saber, no puede no haberse dado cuenta de que Poveda no hace justicia a ninguna de las piezas que ejecuta.

El público que aplaude desenfrenadamente en los conciertos en vivo que informan el disco, no lo hace porque tenga alguna capacidad para discernir. Sólo lo hace porque Po­veda ha alcanzado en los últimos cinco años una fama inmensa, peligrosa. 

Peli­grosa, digo, porque entre tanto da casi igual lo que Poveda haga: todo lo que toca se con­vierte en oro. Eso va en desmedro de su arte, que lo tiene (o tenía).

Yo creo saber que Miguel Poveda es un artista serio (su trayectoria hasta ahora lo de­muestra). Es por eso de desear que renuncie a cantar tangos y se concentre en lo que sabe hacer: flamenco, coplas y algunas canciones (como las que grabó con poe­mas de Rafael Alberti en el año 2004). Cuando quiera saber cómo se interpretan un tango o una milonga, que escuche por ejemplo a Julio Sosa o a Roberto Go­yeneche. A ninguno de ellos se le hubiera ocurrido cantar una soleá, una siguiriya o una bulería.