Carlos García (Hamburg) [carlos.garcia-hh@t-online.de]
¿Flamenco,
tango?
En un texto polémico de 1927, su aporte al conflicto cultural con España
surgido en relación con la cuestión del “Meridiano intelectual de
Hispanoamérica”, decía Borges (Textos
recobrados, I, 1997, 303): “Madrid no nos entiende. Una ciudad cuyas orquestas
no pueden intentar un tango sin desalmarlo...”.
En los últimos años ha habido, lamentablemente, algunas ocasiones de
comprobar la actualidad de ese drástico pero veraz aserto.
Basten como muestra dos ejemplos: Diego el Cigala: Cigala y Tango (2010); Rodolfo Mederos / Miguel Poveda: Diálogos (2013).
De aquí en más me ocuparé por economía de espacio principalmente del
segundo, si bien habría también mucho para decir acerca del primero (poco
bueno).
La orquesta en cuestión no es de Madrid, sino quizás de Buenos Aires. El
cantante tampoco es de Madrid, sino de Barcelona. Sin embargo, ambos cumplen
puntualmente el veredicto de Borges. Duele tener que decirlo, porque se trata,
en principio, de dos maestros en sus respectivos campos.
(Huelga mencionar aquí, por lo demás, mi aprecio por Madrid como ciudad, en
la que tengo excelentes amigos.)
Poveda es un eximio cantaor
flamenco, quizás algo amanerado y con una voz algo fina y meliflua, pero con
sentido del ritmo y buen gusto. Véanse, si no, dos de sus mejores
produccciones: Zaguán (2001), bajo la
dirección musical del también barcelonés tocaor
Chicuelo, y Tierra de calma (2006),
con piezas del excelso compositor y guitarrista onubense Juan Carlos Romero.
Últimamente, ya antes del disco que ahora nos ocupa, Poveda había exagerado
un poco sus manierismos al ocuparse de la copla española (“Coplas del querer”,
2009). En ese género, empero, la exageración y la casi caricatura son la regla,
y colaboran a su misterioso encanto.
A cambio, lo que Poveda hace con los tangos “Como abrazado a un rencor”,
“Cuesta abajo”, “Sus ojos se cerraron” o “Milonga sentimental” no tiene
perdón. Es cierto que algunos de esos textos no tienen mucho que envidiar a las
coplas más cursis, pero en el tango o la milonga eso está equilibrado, mitigado
por el deje canyengue – algo que no le sienta y no sale bien a Poveda.
Yo prefiero tanto en el flamenco como en el tango las voces “afillás”
(voces profundas, roncas, rajadas, en alusión a El Fillo, uno de los más
tempranos cantaores flamencos),
pero hay ejemplos de buenos cantores de voz fina. No es ese, pues, el problema
principal, sino el tono, el dejo, el sonsonete de Poveda, que no tienen nada de
tanguero. (Diego el Cigala, con una voz algo más idónea para estas lides, tampoco
emboca una.)
Ahora bien: a mi entender. Poveda es inocente. Hay que buscar la culpa por
otro lado.
Dicho rápidamente, la culpa de esta débacle
reside seguramente en los productores, guiados menos por motivos artísticos que
por la avidez del dinero. Pero no puede exculparse ni a Rodolfo Mederos ni al público.
Mederos es un as del bandoneón, con una trayectoria impoluta: sabe lo que
es el tango, tanto el antiguo, clásico, como el moderno. Ha descollado en ellos
como intérprete y como compositor o arreglador. No puede no saber, no puede no
haberse dado cuenta de que Poveda no hace justicia a ninguna de las piezas que
ejecuta.
El público que aplaude desenfrenadamente en los conciertos en vivo que
informan el disco, no lo hace porque tenga alguna capacidad para discernir. Sólo
lo hace porque Poveda ha alcanzado en los últimos cinco años una fama inmensa,
peligrosa.
Peligrosa, digo, porque entre tanto da casi igual lo que Poveda haga: todo
lo que toca se convierte en oro. Eso va en desmedro de su arte, que lo tiene
(o tenía).
Yo creo saber que Miguel Poveda es un artista serio (su trayectoria hasta
ahora lo demuestra). Es por eso de desear que renuncie a cantar tangos y se
concentre en lo que sabe hacer: flamenco, coplas y algunas canciones (como las
que grabó con poemas de Rafael Alberti en el año 2004). Cuando quiera saber
cómo se interpretan un tango o una milonga, que escuche por ejemplo a Julio
Sosa o a Roberto Goyeneche. A ninguno de ellos se le hubiera ocurrido cantar
una soleá, una siguiriya o una bulería.