Carlos García (Hamburg) [carlos.garcia-hh@t-online.de]
Dos Monumentos y una
lección de arte
Anoto algunos pensamientos que suelen invadirme al pasar
por un ensemble de dos monumentos,
construidos a lo largo de medio siglo, en las inmediaciones de la estación de
ferrocarril de Dammtor (en Hamburg), con motivo de la guerra.
(Digo “la guerra”, porque cualquier guerra es siempre
todas las guerras: la sangre, los inútiles heroísmos, las justas cobardías, los
saqueos y violaciones, las torturas: siempre la misma brutalidad, la misma
falta de imaginación, que exije de cada época que sea tan cruel como lo
permita la técnica de turno.)
El lector debe representarse el más antiguo de los
monumentos como un cubo gris. Las paredes ostentan un friso con soldados marchando
sin pausa alrededor del monumento, como burros alrededor de la noria. Una
escritura fraguada en caracteres notoriamente alemanes ordena: “Viva
Alemania, aunque muramos”.
Dos peticiones de principio asaltan al lector ante ese dictum: la primera aparece como la
ineluctable conclusión de un silogismo, pero se nos han escamoteado las premisas
que pudieran refrendarlo. La segunda da por sentado que Alemania debe vivir,
y decide en vez nuestra nuestro coraje y nuestro acuerdo. Presumo que no todos
los que murieron (y quizás morirán) por Alemania fueron debidamente consultados
acerca de su opinión al respecto. Más de uno, arriesgo, habría cambiado gustoso
el orden del breve discurso.
El monumento es, gracias a su imperdonable arquitectura,
la mejor impugnación de aquello a que fuera erigido. Para colmo, el inepto
artista hace marchar a los soldados con el arma al falso hombro, como si
fueran su propio negativo.
Pero lo realmente interesante está aún por ser dicho.
A pesar de la infructuosa custodia por órganos
policiales, militares retirados y fascistas activos, el monumento ostenta con
desprolija regularidad manchas de colores (rojo, en general), suscritas por
vendepatrias, izquierdistas, o por simples amantes del arte pop.
Mediante una argumentación que yo podría resignarme a
compartir, las autoridades municipales de Hamburg se rehusaron por decenios a
demoler la infausta reliquia construida en 1936, en pleno nazismo, en recuerdo
de antiguas victorias: adujeron que ese monumento era resumen y muestra de
una época histórica, afortunadamente concluída, pero no extirpable.
Menos coincido con sus esfuerzos por custodiar y / o limpiar
el monumento de las alegres afrentas que se le infieren, cifra también de
otra época histórica: la presente.
A comienzos de los 80, el gobierno de la ciudad tuvo una
idea que podría calificarse de genial: a pesar de las protestas de los grupos
liberales y de izquierda, el viejo monumento sería conservado, pero, para
demostrar que ahora se reprobaba oficialmente las tesis que ilustra, se encomendaría
a un escultor moderno la creación de un contra-monumento, un polémico
contrapunto a ubicar en las inmediaciones del cubo.
Así se hizo. El senado de la benemérita ciudad libre de Hamburg eligió por fin al escultor austríaco Alfred Hrdlicka (1928-2009) para llevar a cabo la obra. Debido a desaveniencias de orden burocrático y monetario, el artista se negó en su momento a concluir el encargo, pero instaló a mediados de la década alguno de los objetos que compondrían la serie por él diseñada, cuyos detalles no interesan ahora.
Poco me importa que el escultor o los expertos
disientan: a mí me alcanza con esa módica cuota, con ese adelanto. El monumento
me gusta o, como mínimo, me disgusta menos que el primero.
El lector debe imaginar ahora todo lo contrario de un
cubo: el objeto escultórico carece de forma reductible a alguna figura geométrica;
está compuesto en piedra blanca y en metal, y consta de una calavera, de un
par de piernas de soldado (incluídos los borceguíes, de excepcional
naturalismo minucioso), un cuerpo femenino, acéfalo y hendido, del que brota
algo desagradable, pululante y sanguinoliento, varios cuerpos magros y angustiados,
trozos de una svástica rota y otras lindezas por el estilo.
También este monumento es visitado a menudo por sus
contrincantes, que pretenden mancillarlo arrojando bombas de colores (en general,
rojo).
Por supuesto, quienes colaboran con el artista del contra-monumento
son partidarios del cubo, de lo que representa y añora y, presumo, enemigos
del arte moderno en general, que tampoco tiene en Hamburg demasiados
admiradores.
Creo que esta guerra entre facciones políticas y artísticas
es una bienvenida e inefable lección de arte, de la cual se pueden sacar conclusiones
valederas.
El olvidable escultor del viejo artefacto devocional ha
pergeñado una obra monumental en el peor sentido de la palabra: maciza,
pedante y sorprendentemente endeble. Ante tanta rigidez, basta con que una
descuidada paloma (que ni siquiera debe ser blanca o llevar una rama de olivo
en el pico) descargue en passant sus
entrañas para mancillar definitivamente el estático desfile y todo aquello que
representa: el militarismo, el nacionalismo, las pseudo-virtudes
masculinas, la negación del individuo, el orden, el inútil sacrificio en aras
de lo que no lo merece.
El contra-monumento, por su parte, no sólo ha captado
mejor qué es la guerra, sino también el sentido y el destino de un monumento
sobre el tema. Graffiti pro nazis y
manchas rojas, en vez de mancillarla, ennoblecen y refuerzan esta obra,
aumentan el caos diseñado por el creador, subrayan su acierto y su previsión.
Cualquier desmán que se cometa con el monumento le sentará bien y ahondará y
multiplicará su mensaje.
Si existiera esa impensable entidad oximorónica, “el derechista inteligente”, seguramente instaría a sus secuaces a ignorar de aquí en más la obra de Hrdlicka, para que no resultara embellecida por sus latrocinios.
A las autoridades aconsejaría, por mi parte,
desentenderse del asunto, y dejar ambos monumentos librados a la intemperie y
al libre juego de las facciones en pugna.
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