Por David Brooks
A los periodistas de Charlie Hebdo se les
aclama ahora justamente como mártires de la libertad de expresión, pero seamos
francos: si hubiesen intentado publicar su periódico satírico en cualquier
campus universitario estadounidense durante las dos últimas décadas, no habría
durado ni treinta segundos. Los grupos de estudiantes y docentes los habrían acusado
de incitación al odio. La Administración les habría retirado toda financiación
y habría ordenado su cierre.
La reacción pública al atentado en París ha puesto
de manifiesto que hay mucha gente que se apresura a idolatrar a quienes
arremeten contra las opiniones de los terroristas islámicos en Francia, pero
que es mucho menos tolerante con quienes arremeten contra sus propias opiniones
en su país.
Fíjense si no en todas las personas que han
reaccionado de manera exagerada a las microagresiones en los campus. La
Universidad de Illinois despidió a un catedrático que explicaba la postura de
la Iglesia católica respecto a la homosexualidad. La Universidad de Kansas
expulsó a un catedrático por arremeter en Twitter contra la Asociación Nacional
del Rifle. La Universidad de Vanderbilt retiró el reconocimiento a un grupo
cristiano que insistía en que estuviese dirigida por cristianos.
Puede que los estadounidenses alaben a Charlie
Hebdo por ser lo bastante valiente como para publicar viñetas que ridiculizaban
al profeta Mahoma, pero cuando Ayaan Hirsi Ali es invitada al campus, suele
haber peticiones de que se prohíban sus intervenciones.
Así que esta podría ser una ocasión para aprender
algo. Ahora que nos sentimos tan apenados por la masacre de esos escritores y
directores de periódico en París, es un buen momento para adoptar una postura
menos hipócrita hacia nuestras propias figuras controvertidas, provocadoras y
satíricas.
Supongo que lo primero que hay que decir es que,
independientemente de lo que uno haya publicado en su página de Facebook este
viernes, es inexacto que la mayoría de nosotros afirmemos “Je suis Charlie
Hebdo” o “Yo soy Charlie Hebdo”. La mayoría de nosotros no practicamos de
verdad esa clase de humor deliberadamente ofensivo en la que está especializado
ese periódico.
Puede que hayamos empezado así. Cuando uno tiene 13
años, parece atrevido y provocador épater la bourgeoisie [escandalizar a
la burguesía], meterle el dedo en el ojo a la autoridad, ridiculizar las
creencias religiosas de otros. Pero, al cabo de un tiempo, nos parece pueril.
La mayoría de nosotros pasamos a adoptar puntos de vista más complejos sobre la
realidad y más comprensivos con los demás. (La ridiculización se vuelve menos
divertida a medida que uno empieza a ser más consciente de su propia y
frecuente ridiculez). La mayoría tratamos de mostrar un mínimo de respeto hacia
las personas con credos y fes diferentes. Intentamos entablar conversaciones
escuchando en vez de insultando. Pero, al mismo tiempo, la mayoría de nosotros
sabemos que los provocadores y otras figuras estrafalarias cumplen una función
pública útil. Los humoristas y los caricaturistas exponen nuestras debilidades
y vanidad cuando nos sentimos orgullosos. Minan el autobombo de los
triunfadores. Reducen la desigualdad social al bajar a los poderosos de su
pedestal. Cuando son eficaces, nos ayudan a enfrentarnos a nuestras flaquezas
en grupo, ya que la risa es una de las experiencias cohesivas por antonomasia.
Es más, los expertos en provocación y
ridiculización ponen de relieve la estupidez de los fundamentalistas. Los
fundamentalistas son gente que se lo toma todo al pie de la letra. Son
incapaces de adoptar puntos de vista diversos. Son incapaces de ver que, aunque
su religión pueda ser digna de la más profunda veneración, también es cierto
que la mayoría de las religiones son un tanto extrañas. Los humoristas señalan
a quienes son incapaces de reírse de sí mismos y nos enseñan a los demás que
probablemente deberíamos hacerlo también. En resumen, al pensar en quienes
provocan y ofenden, deseamos mantener unas normas de civismo y respeto y, al
mismo tiempo, dejar espacio a esos tipos creativos y desafiantes que no tienen
las inhibiciones de los buenos modales y el buen gusto.
Cuando se intenta combinar este delicado equilibrio
con las leyes, las normas sobre el discurso y los ponentes vetados, se acaba
teniendo una censura pura y dura y unas conversaciones acalladas. Casi siempre
es un error tratar de silenciar el discurso, fijar normas sobre él y cancelar
las invitaciones de los ponentes.
Por suerte, los modales sociales son más maleables
y flexibles que las normas. La mayoría de las sociedades han logrado mantener
ciertas reglas de civismo y respeto a la vez que han dejado la vía abierta a
quienes son divertidos, descorteses y ofensivos.
En la mayoría de las sociedades, los adultos y los
niños comen en mesas separadas. La gente que lee Le Monde o las
publicaciones institucionales se sienta a la mesa de los adultos. Los bufones,
los excéntricos y las personas como Ann Coulter y Bill Maher están en la mesa
de los niños. No se los considera del todo respetables, pero se los escucha
porque, con su estilo de misil descontrolado, a veces dicen cosas necesarias
que nadie más dice.
Las sociedades sanas, en otras palabras, no
silencian el discurso, pero conceden un estatus diferente a los distintos tipos
de personas. A los eruditos sabios y considerados se los escucha con gran
respeto. A los humoristas se los escucha con un semirrespeto desconcertado. A
los racistas y a los antisemitas se los escucha a través de un filtro de
oprobio y falta de respeto. La gente que desea ser escuchada con atención tiene
que ganárselo mediante su conducta.
La masacre de Charlie Hebdo debería ser una
oportunidad para poner fin a las normas sobre el discurso. Y debería
recordarnos que, desde el punto de vista legal, tenemos que ser tolerantes con
las voces ofensivas, aunque seamos selectivos desde el punto de vista social.
Traducción de News Clips.
© The New York Times.