Por
Florencio del Mármol
Batalla de Tacna (1880)
Amaneció el
memorable día 26. El ejército aliado preparaba su rancho para el desayuno cuando a eso de las 9 a.m.
se presentan a su vista sus avanzadas y algunos cuerpos que no habían llegado
al campamento de regreso de la marcha de la noche anterior, peleando en
retirada con las descubiertas del enemigo cuyas negras y compactas masas
aparecieron enseguida cubriendo todo nuestro frente. Acto continuo se rompió,
por ambas partes, el fuego de cañón que duró como dos horas pero interrumpido
por intervalos varias veces. Al eco de sus detonaciones, Tacna fue puesta otra
vez en alarma y la bronca campana de San Ramón empezó a pregonar vivamente el
peligro.
Así como el 22,
dejé también ahora la cama e hice lo posible por conseguir una cabalgadura,
diligencias que en el primer momento fueron infructuosas. Había resuelto esta
vez no dirigirme al campamento sino cuando el fuego del cañón se sintiese
acompañado por el de la infantería. Este momento no se hizo esperar. Como a las
11 a.m. estaba vestido y recostado en mi
cama cuando fui llamado por el ecónomo para hacerme advertir un ruido que no
sabía si era producido por un carro al galope, sobre el empedrado de una lejana
calle, o si realmente sería el fuego de la infantería.
Al principio
albergué también mis dudas. Sin embargo eran aquellos ecos tan precipitados,
tan terribles, tanto era su fragor que no podían ser sino la repercusión de las
palabras mortíferas con que los aliados y los chilenos hablaban entre sí en el
campamento. La campana de San Ramón continuaba pregonando su alarma. Salgo a la
calle y veo agrupados en las esquinas adyacentes a los soldados enfermos
mirando hacia las alturas del campamento que hasta entonces no ofrecían otra cosa
que los contornos superiores de las densas columnas del humo de la batalla. Desesperado
de verme a pie en aquellas circunstancias, me dirigí a la Plaza de Armas para
tratar de conseguir un animal. No andado una cuadra cuando tuve la felicidad de
ver entrar en un corralón varias mulas de carga que un jefe peruano y algunos
arrieros traían del campamento para volverlas con agua. Me dirigí a él y a
fuerza de instancia conseguí un raquítico macho, en el que, una vez ensillado,
me puse en camino hacia el campo de batalla acompañado de un joven empleado del
hospital.
General Narciso Campero, Jefe Supremo del Ejército Aliado |
Las calles
estaban llenas de ciudadanos que armados se dirigían al alto, de mujeres,
entusiastas unas, llorando otras, y de niños que ofrecían el mismo contraste.
Al pasar por una esquina veo, entre otros, al dueño del cuarto en que había
vivido y aproveché la oportunidad para cancelar el alquiler del último mes. Mi
huésped y sus compañeros trataron de retenerme, pero me despedí agradeciéndoles
el interés que me demostraban.
Cuando ascendía
la cuesta, era verdaderamente conmovedor el espectáculo que ofrecían unas 300 a
500 rabonas, descendiendo hacia Tacna con sus hijos a la espalda, sus ollas de
comida en la mano, las lágrimas en los ojos y una queja dolorida en los labios.
Media hora después llegaba al campo de batalla.
Me dirigí al
costado izquierdo y me coloqué en la fila exterior del batallón Sucre, 2° de
línea, sin otra intención que la de exponerme como todos, pero no para
desempeñar un papel activo, absolutamente imposible en el estado de mi salud y
la extenuación de mis fuerzas. En aquel hervidero de balas, peor que tostadera,
como decían los bolivianos, parecía imposible que un solo hombre pudiera
salvarse ileso. Las balas cruzaban sin cesar, silbando al oído, o picaban al
frente, a los costados, a retaguardia, levantando cada una su grano de arena
para formar esa espesa nube que por todas partes nos rodeaba confundida con el
humo.
En aquel costado
estaban también los Colorados, llegados de la derecha en protección de la
izquierda. Conteniendo y rechazando unas veces, avanzando y arrollando otras,
llegando hasta apoderarse de prisioneros y tomar una batería que luego
abandonaban acosados por las masas que, cada vez más compactas, oponía el
enemigo ante cuya superioridad de número y de elementos era materialmente
imposible alcanzar un resultado feliz.
El batallón Buin,
afamado de los chilenos, avanzaba resuelto y se oía en sus filas el grito:
¿dónde están los Colorados? Estos no eran hombres de hacerse esperar en tales
ocasiones. Avanzaban también y después de un nutrido fuego, ganando terreno,
esgrimen la bayoneta y cargan con admirable denuedo. Pudo verse allí en tierra
y bañado en sangre un grupo formado por un Colorado y uno del Buin, cuya
bayoneta la tenía aquel clavada en el pecho cerca del hombro izquierdo,
mientras el Colorado había introducido la suya en la ingle derecha del chileno,
encontrándose ahí ambos recíprocamente inutilizados. Entre el cholaje chileno
había también algunos hermosotes. Uno que quizá estaba herido, manteniéndose
con una rodilla en tierra, se clavó la bayoneta en el pecho con sus propias
manos, volvió a arrancarla y la introdujo de nuevo, encontrando lo que tal vez
buscaba: el corazón y la muerte.
Otro cuerpo
chileno, que tenía a su frente a los jóvenes del Murillo, gritaba a medida que
se fusilaba con ellos: Sostenete, bolivianito. Los bolivianitos decentes de La
Paz, Sucre, Cochabamba, Potosí y Santa Cruz se sostenían con heroica
intrepidez. El batallón Chorolque hacía prodigios de valor. Sus soldados, aun
heridos, no cesaban de mandarle balas al chileno. Idéntica era la conducta del
Canevaro, Ayacucho y otros batallones peruanos. Los Amarillos, 2° de línea,
recibieron carga de caballería que rechazaron. Los fuegos que de todos partes
le venían hicieron sufrir a este cuerpo más que otro alguno. Pero todo esfuerzo
era imposible. Las líneas chilenas se prolongaban, aumentándose siempre,
formando un círculo que tendía a cerrarse por nuestra izquierda. La artillería
boliviana se sostuvo mortífera e inconmovible hasta el último momento. Por
desgracia el número y calidad de sus piezas era algo menos que cero comparado
con los 60 o 70 Krupp del enemigo, aunque sus proyectiles no nos causaban mayor
estrago por el lecho de arena en que caían. Así se sostuvo este imposible hasta
más de las 3 p.m. Momentos antes habían caído sucesivamente el coronel Camacho
y el general Pérez, herido el primero en la región del vientre y el segundo en
la parte superior izquierda de la nariz. Poco después la derrota empezó. Entre
los batallones que pasaron del costado derecho, en protección de la izquierda,
estaba el Victoria del ejército
peruano. Al entrar en línea lo hizo en desorden. Rompió una descarga sobre el
enemigo y no se sabe cómo se infundió tanto pavor en sus filas que acto
continuo se le vio dar media vuelta y declararse en dispersión. No recuerdo qué
cuerpo siguió el ejemplo del Victoria. Los jefes aliados en este instante
hicieron proezas de valor. La idea de la derrota los desesperaba. Recorrían la
línea blandiendo la espada, exhortando a todos al sacrificio. Al propio tiempo
el general Campero, con una bandera peruana en la mano, trataba en vano de
contener la dispersión. Era ya tarde. El imposible había llegado a su colmo. La
retirada en derrota se declaró en toda la línea. Los Coraceros que estaban a la
derecha con sus inservibles rifles no esperaron mucho para abandonar el campo.
Ya no había soldados. Los mismos bolivianos lo dicen: No hay valor que aventaje
al de nuestros soldados, y es cierto, pero una vez que han vuelto la espalda,
ya nada ni nadie los detiene y no paran hasta llegar a su casa, y también es
cierto.
Lizardo Montero Flores, comandante del Primer Ejército del Sur. |
¡Todo el mundo emprendió
la desastrosa retirada! ¡En vano los cornetas se reventaban el pecho llamando a
reunión a los dispersos! La retirada continuaba. ¡Cuántos cayeron en ella!
Un jovencito de
los Libres del Sur, ya en el descenso de la barranca hacia Tacna, recibió un
balazo en el brazo derecho - continúa su marcha - Momentos después, otra bala
le hiere en la pierna del mismo lado - continúa su marcha. - Pero en seguida, y
como si desobedeciera a un mandato superior que le ordenaba quedar en el campo,
cae de bruces traspasado el pulmón por una bala.
Los chilenos,
llegados a la ceja de la barranca, nos fusilaban por la espalda.
Media hora
después, las calles de Tacna ofrecían el cuadro más extraordinario. Principalmente
la plaza de Armas y la calle del Comercio, estaban materialmente repletas de
soldados, oficiales y jefes de todos los cuerpos, bolivianos y peruanos, en la
mayor confusión, cubiertos de polvo, bañados de sudor, muchos ensangrentados. Jinetes,
infantes, artilleros - fusiles, espadas, lanzas, - todo mezclado. Aquí entraba
en una casa a examinar sus heridas - allí, en las mismas aceras, se vendaban
piernas y brazos baleados; -de todas partes, principalmente de las casas del
comercio extranjero, salían a la puerta para ofrecernos agua, refrescos,
cerveza.
También por todas
partes se oía el llanto de las mujeres tacneñas, recriminando a los soldados
bolivianos de haber sido ellos la causa de la derrota. Hablaban sin saber. El Victoria las desmentía. No obstante, los
aliados no pueden hacerse semejante inculpación;
y cuando ésta fuera proferida por alguien de elevado rango político, no solo carecería
de razón, sino que reuniría el carácter de una indisculpable ligereza.
En aquellos
momentos, llenas ya las calles por nuestro ejército derrotado, desembocó el
general Montero a la calle del Comercio, seguido de sus ayudantes. Minutos después
encontré en la misma calle al mayor Gelabert con el brazo suspendido de un
pañuelo: “¡Paisano! me dijo, ya no hay más remedio que volver a nuestra tierra".
En toda la calle había
cundido la voz de ¡a Pachia!
Varios jefes y
oficiales me manifestaron que no nos quedaba otro oriente que la Paz. Recién entonces
pensé en las consecuencias de la derrota y en el camino que yo seguiría. En
Tacna era imposible organizar una resistencia. No había nada preparado de antemano
- los restos del ejército se hallaban dispersos y desmoralizados por la derrota
- y en tales condiciones, en vano hubiera sido toda tentativa, habiendo ya
asomado a la ceja de la cuesta la boca de los cañones enemigos, que acto continuo
empezaron a arrojar sus balas sobre la ciudad.
Aquella masa de
soldados, oficiales y jefes empezó a evacuar Tacna en dirección a Pachia; pero
sin orden y sin que nadie tratara de imponerlo - cada cual marchaba a su
antojo.
(Del libro “Recuerdos
de viaje y de guerra” de Florencio del Mármol -1880).