Por Eduardo
Montagut
Planteamos
la existencia de dos líneas de pensamiento y que tendrían una clara conexión
entre sí. En primer lugar, estaría el darwinismo social, que supuso la
aplicación de la teoría de la selección natural de Darwin a las sociedades y a
las relaciones entre Estados y pueblos. Estas relaciones eran concebidas por
los darwinistas sociales como luchas por la supremacía. Algunas “razas” o
pueblos eran considerados como superiores debido al proceso evolutivo, como
ocurriría en el mundo natural. Los más fuertes lograban imponerse. De ahí se
dio el paso de considerar que los más aptos y, por lo tanto los supervivientes
eran los que tenían el derecho moral de dominar a los demás. El darwinismo
social se aplicó a las políticas internacional y colonial a finales del siglo
XIX. El premier británico, Lord Salisbury, explicó esta idea en un discurso de
1898, año clave del triunfo de su país y de desastres para otras naciones
europeas en el ámbito colonial. La Revolución Industrial y sus aplicaciones
tecnológicas y militares habían producido una división entre los países del
mundo. Por un lado, estarían las naciones vivas, que se irían fortaleciendo
cada vez más y, por otro, las moribundas, cada día más débiles. Por distintas
razones –políticas, filantrópicas o económicas- las naciones fuertes
terminarían por apropiarse de los territorios de las moribundas, provocando
conflictos. No podemos olvidar, por otro lado y como apuntábamos más arriba,
que el darwinismo social también tuvo su aplicación en el seno del mundo desarrollado
para intentar explicar las diferencias sociales en pleno triunfo del
capitalismo. Estas interpretaciones tuvieron un evidente protagonismo en la
Inglaterra victoriana.
Por
otra parte, se desarrolló otra teoría que, aunque entroncaba con la anterior,
cargaba más las tintas en el concepto de raza. El escritor francés J.A. de
Gobineau publicó en 1853 Ensayo sobre la
desigualdad de las razas humanas, obra donde se recogían gran parte de sus
ideas. Para el autor el desarrollo tenía que ver con la raza.
Aquellos
pueblos que mantenían su pureza racial serían superiores. La raza superior por
antonomasia era la germana, que habitaba no sólo en Alemania, sino también en
el norte de Francia, los Países Bajos, Bélgica y el Reino Unido. Era una “raza
pura”, que procedía de los arios, frente a las “razas mestizas” del sur
europeo, mezcladas por su historia vinculada al Mediterráneo. Por debajo
estarían las “razas amarilla y negra”.
Pero
la teoría de Gobineau encontró su máximo desarrollo de la mano del escritor británico
H.S. Chamberlain, autor que influyó muchísimo más en Alemania que en su país
natal, especialmente gracias a que era suegro de Wagner, que se convirtió en
uno de sus más fieles seguidores. Su principal obra, Los fundamentos del siglo XX (1899) fue publicada en alemán.
Chamberlain
realizó una interpretación interesada de la teoría de Darwin para definir una
doctrina sobre la existencia de una raza de amos que habrían desarrollado sus
cualidades en un proceso de selección natural. Esa raza de amos tendría una
misión específica que cumplir. Había que conservar pura la sangre germánica
fuera de elementos extraños e impuros, como los que procedían del judaísmo pero
también del catolicismo.
Estas
ideas influyeron claramente en el cambio de la política exterior de Alemania en
tiempos del káiser Guillermo II, cuando se abandonó la diplomacia bismarckiana
por la welpolitik, que no era otra
cosa que actuar de forma agresiva porque Alemania tendría, efectivamente, una
misión que cumplir en el mundo por su potencia económica, cultural y política.
Aunque es innegable que las teorías raciales calaron con fuerza en el seno de
la burguesía alemana, ávida de encontrar nuevas metas una vez que se había
completado el proceso de unificación, bien es cierto que también tuvieron éxito
en otras potencias imperialistas, especialmente en la creencia de que la raza
blanca era superior al resto de las razas del mundo.
Estas
ideas terminarían influyendo en movimientos y partidos políticos del siglo XX
con las graves consecuencias que todos conocemos, cargando las tintas en el
componente antisemita.
Por
fin, mención aparte estarían los planteamientos ideológicos del racismo en los
Estados Unidos en el siglo en el que nos hemos centrado, y que por la dimensión
de dicha potencia y su influencia internacional merecen que nos detengamos en
los mismos. La economía del Sur se basaba en el sistema de plantaciones de
algodón y tabaco, sostenido con mano de obra esclava. Toda la riqueza de esta
parte de los Estados Unidos era generada gracias a la esclavitud. La economía y
la sociedad eran dominadas por una oligarquía de familias terratenientes,
inmensamente ricas. Este grupo se fue configurando durante el siglo XVIII y no
cuestionó el empleo de esclavos para mantener e incrementar su riqueza y poder.
Asociado a esto se fue generando una determinada mentalidad que se construyó
sobre una serie de supuestos: un origen aristocrático británico frente a los
blancos del norte que descenderían de los puritanos y radicales ingleses. La
supuesta aristocracia sureña elaboró, además, toda una construcción ideológica
para justificar no sólo sus diferencias con el Norte, sino, sobre todo, la
existencia de la esclavitud. Sus planteamientos mezclaban argumentos
pseudocientíficos con otros de tipo religioso. Los negros, siempre según esta
teoría, eran inferiores a los blancos en inteligencia, como demostraría la
incapacidad que habían manifestado para salir de la barbarie si no hubiera
intervenido el hombre blanco. La situación de dependencia establecida habría
sido bendecida por Dios. Por su parte, los blancos pobres del Sur también
defendían la existencia de la esclavitud porque les permitía mantener una
posición social superior en función del color de la piel.