Carlos García (Hamburg) / [carlos.garcia-hh@t-online.de]
Una incómoda teoría
La refutabilidad de una hipótesis certifica su condición de científica. Desde un punto de vista estético, sin embargo, considero superior aquella imparcial hipótesis que no consiente ni prueba ni refutación, y cuyo mejor atributo es la insidia o la inutilidad.
En el decurso de
su inimitable evolución, el universo produjo una serie de explicaciones más
o menos atrevidas acerca de su origen. Una de ellas, la bulliciosa teoría del
"Big-Bang", propone que el universo se encuentra desde su impresenciado
nacimiento en permanente expansión.
Poco importa
ahora cuál variante de esa aturdidora noción es más plausible o menos
desorientadora: si la que atribuye a ese desmandado proceso reversibilidad,
o la que, alérgica a las simetrías o a las vanas repeticiones, la niega. De un
modo u otro, y por un momento de inimaginable duración, cada punto del cielo
se aleja de todos los demás a progresiva velocidad. (Desdeño recalcar que hay
aquí una paradoja espeluznante: el universo, infinito desde el principio,
crece sin dejar de serlo).
Ignoro si alguien se siente tangido por semejante hipótesis, aunque creo entender que nos atañe medularmente. Si me fuese permitido depositar una nota al pie de esa formidable conjetura, intentaría iluminar un detalle de creciente importancia: si convenimos en que cada punto del espacio se aleja de todos los demás, no cabe suponer que esa vertiginosa ley haga precisamente con nosotros una excepción. Ese mordaz asterisco recordaría que la hipótesis nos convierte en desmesurados Gargantúas entre inmensos Pantagrueles, en cósmicos Polifemos, en raudos Titanes que usurpan un cielo inmerecido sin encontrar resistencia. La aviesa explicación del mundo trasmuta la más delicada intimidad de nuestros cuerpos o mentes en estelar grosería, aumenta nuestros órganos, nuestras caries, nuestras culpas. Al separar cada átomo de todos los demás, nos enajena, por añadidura e imperceptiblemente, de nosotros mismos.
El mismo
principio desaconseja, sin embargo, entregarse al desconsuelo; puesto que
crecemos a la misma velocidad que nuestro entorno, somos a cada segundo, en
términos absolutos, más grandes, pero, en términos relativos, permanecemos
iguales. El jactancioso Metro de Platino, conservado en París como honesto e
imparcial garante de nuestros cálculos y negocios, es voluble y falaz hasta
el escarnio, pero cumple puntualmente su tranquilizadora función, ya que
crece a la par nuestro y en la misma escala. Nuestras miserias pululan sin
tregua y se acrecientan geométricamente, pero lo mismo sucede con la estolidez
que nos permite soportarlas.
Igual que la
lanza del héroe griego, que, según relata Homero, restañaba las heridas que
abría, esta acelerada y vasta hipótesis nos asoma irresponsablemente a un
abismo incalculable, pero nos agiganta al mismo tiempo los ojos para que
podamos sostener mejor la mirada.