lunes, 3 de enero de 2011

Sin lugar para los débiles (cuento)

Por Álvaro Sarco


    El ingeniero Vega clavó la mirada en Quispe, y le ordenó, apuntándole con el dedo:
    - Tú, anda a apoyar en Cámara.
    Eran cerca de las cinco de la tarde. Ramírez, Cruz y Quispe estaban recostados en el camión con el que habitualmente salían a ruta. Repartían los productos de la Empresa por toda Lima. Ese día habían salido muy temprano, a las seis de la mañana, y se sentían realmente cansados.
    Lo que llamaban Cámara era un enorme cobertizo en donde se cargaban los camiones y se guardaban en un frigorífico los pavos, pollos y embutidos que vendía la Empresa. Los huevos se almacenaban en otro lugar, en una granja avícola que se conocía como la Campiña, y en donde estaba, también, el comedor del personal.
    El ingeniero Vega se dirigió esta vez a Ramírez y a Cruz:
    - ¡Ustedes, corran a cargar a la Campiña, y luego vayan a esta dirección! –mandó y le entregó al chofer Ramírez una factura - ¡Vamos! ¡Muévanse! ¡No quiero verlos por aquí!- añadió el ingeniero y regresó a la Base.
    Los tres subieron al camión.    
    Quispe empezó a buscar sus guantes mientras Ramírez y Cruz maldecían a Vega. Era sábado y les tocaba cobrar. Hinostroza, el cajero, comenzaba a entregar los sobres a partir de las cinco de la tarde.
    - Definitivamente se la ha agarrado con nosotros –se quejó Ramírez frente al volante.
    - Caballeros, nomás -dijo resignadamente Cruz-. Vamos de una vez para regresar temprano.
    Ramírez replicó:
    - ¿Temprano? Por los menos volveremos a las siete.
    - Qué se va a hacer -contestó Cruz-. Así es el trabajo.
    Ramírez encendió el camión.
    - ¿No te das cuenta? –señaló-. Sólo nosotros trabajamos hasta tarde. A ver, ¿por qué el ingeniero no choca con los otros carros?
    - No sé -respondió Cruz mirando la hilera de camiones estacionados frente a la Base.
    Ramírez aclaró:
    - Porque Díaz le ha metido el cuento al ingeniero de que no hacemos nada, de que paramos corriéndole a la chamba. Pero ya se fregó conmigo ese sobón y maletero.
    Cruz se quedó pensativo. Quispe no le daba la razón ni a uno ni a otro.
    El camión se puso lentamente en marcha.
    - Me bajo en Cámara -recordó Quispe.
    - Vamos los tres a cargar a la Campiña -le dijo Ramírez-. No le hagas caso al ingeniero.
    - Claro -subrayó Cruz-, para terminar más rápido.
    - No -respondió Quispe-. De repente el ingeniero se entera y me hace venir domingo.
    La Cámara quedaba tres cuadras más allá y Ramírez se dirigió hacia allí. El camión se detuvo frente a ella. Ramírez le aconsejó a Quispe:
    - No te mates, flaco.
    - Hasta el lunes -dijo Quispe, y bajó.

    Se quedó mirando por unos segundos cómo el camión se alejaba echando humo negro. Ingresó a Cámara. La entrada era una especie de hangar que recibía enormes camiones que debían llenarse día y noche de productos congelados. Todo el lugar estaba como inmerso en una neblina que era en verdad un humo frío que iba minando hasta los pulmones del más fuerte. Los que trabajaban permanentemente en Cámara lo hacían en dos turnos de doce horas. Cuando ingresaban al frigorífico de la planta usaban unos trajes especiales muy semejantes a los de los astronautas. Sin embargo, el frío siempre se colaba y no había quien se pudiera mantener ahí por mucho tiempo sin enfermar. Terminaban marchándose con problemas respiratorios, y sin dinero, porque además eran los peor pagados.
    Quispe caminó sobre el piso mojado. El lugar tenía una pésima iluminación y eso le inspiró un sentimiento lúgubre. Varios operarios estaban llenando un gigantesco camión, que salía para provincia, con jabas de pollos congelados. Había un gran ajetreo y una confusión de voces llegó a los oídos de Quispe. El temido supervisor Briceño era quien dirigía todo. Quispe caminó hacia él y le informó:
    - Señor, el ingeniero Vega me manda a apoyar.
El supervisor, sin mirarlo, le gritó a los que llenaban el camión:
    - ¡Aquí hay otro serranito!
    - ¡Que suba! -respondió alguien.
    Quispe llevaba puestas sus botas de hule, pero sus guantes no eran los más apropiados para manipular en el agua. Con gran dificultad subió al camión. Miró su interior y le pareció que no tenía fin. Ahora eran cuatro -muchachos recién llegados de la Sierra- los que subidos en el vehículo, tenían que recibir las pesadas jabas y acomodarlas dentro de su larga cabina frigorífica. Los de abajo, los que simplemente alcanzaban las jabas, eran muchos más, así que el trabajo de los de arriba no tenía tregua. Quispe sintió que se le empezaban a congelar las manos. Después de un buen rato de incesante faena le preguntó a uno de los que estaban con él arriba:
    - ¿Desde qué hora estás aquí?
    - Hace rato.
    - ¿Sabes hasta qué hora nos quedaremos?
    - No sé. Trabaja nomás.
    A Quispe empezaron a abandonarle las fuerzas; más por un cansancio físico, por un desánimo fundamental que lo abatía moralmente. Escuchaba que todos le decían:
    - ¡Más rápido, serrano!
    Hasta el más simple operario lo arreaba como a un animal. Se había convertido en el último y más despreciado eslabón de la empresa.
    Casi no sentía sus dedos porque se encontraban agarrotados. El frío se filtraba hasta sus huesos. Cada vez eran más los que alcanzaban las resbalosas jabas, pero no aumentaba el número de los que acomodaban arriba. A cierta distancia, el supervisor y el chofer del camión reían a carcajadas, y de cuando en cuando, incitaban a los de arriba a que trabajen más aprisa con gruesos insultos.
    Quispe ya había estado muchas veces en ese mundo gélido. Llevaba casi dos meses haciendo diversas labores en la Empresa, a parte de sus diarias salidas por la ciudad.
    - En la chacra también se trabajaba duro -se repetía en su pesado ir y venir.
    Quiso olvidarse de su desaliento exigiéndose más y más, y comenzó a trabajar mecánicamente, como si fuera un autómata. Ya no sabía cuánto tiempo llevaba acomodando jabas; había perdido hasta la noción del tiempo. Sentía sus pulmones saturados de aire frío y empezó a toser. En medio de sus insoportables trabajos pensar en que más adelante –con sus ahorros- podría ponerse a estudiar le dio nuevas fuerzas y se dijo que no podía renunciar.
    Los que ayudaban allá arriba seguían sin aumentar y los de abajo les exigían al unísono que se apuraran. Las risotadas del supervisor y el chofer eran ahora tan fuertes, que Quispe sacudió la cabeza como para despabilarse de una pesadilla. Visualizó esta vez a su tío, que estaría esperándolo ya furioso, y que no le creería que se había quedado trabajando hasta tan tarde.  
    Quispe vio que todo a su alrededor se iba poniendo borroso. Estaba llegando al agotamiento. Sus músculos se movían atendiendo a una voluntad indeterminada. Sus ojos, algo perdidos, no se detenían ya en la multitud amenazante que le alcanzaba cajas y le cubría de agravios.
    Quispe alzó una jaba y por primera vez se le doblaron las piernas. Caminó hasta el interior del camión y acomodó lo mejor que pudo su carga. Respiraba por la boca. Descansó un instante, apoyando la cabeza en la hilera de jabas. Las voces del exterior lo incitaron violentamente a que siga trabajando, pero al intentar volver a la tarea se desplomó.

    En su desvanecimiento se vio en un lugar muy semejante a su pueblo. Caminaba por una alameda junto a un perro de la infancia. Conversaba animadamente con su mascota, como si ella entendiera perfectamente sus palabras. El pueblo era pequeño. Estaba situado en la Ceja de Selva y lo rodeaba un fantástico y tupido bosque de eucaliptos.
    Se sentía bien. El día era magnífico, con el cielo totalmente despejado y un suave aroma de eucalipto que vivificaba a todas las criaturas. Llevaba una mochila. La alameda era la avenida principal del pueblo. El perro caminaba alegremente junto a él. Visitaron la plaza, el mercado, y alguna que otra residencia notable que indicaba una antigua y perdida prosperidad. Lentamente fueron aproximándose a un río muy caudaloso. La alameda llegaba hasta un puente que franqueaba el río. Lo cruzaron. Del otro lado estaba un cerro cubierto de vegetación que tenía en su cima unas ruinas, y algunas cabañas desperdigadas aquí y allá.  
    Ni bien empezaron a ascender el cerro notó que su perro ya no lo seguía con el buen ánimo de antes. Iban por una trocha que serpenteaba caprichosamente el bosque de eucaliptos. En un tramo solitario se sentó sobre una piedra a descansar. De su mochila extrajo una cantimplora y tomó un poco de agua. También sacó algunas frutas y las compartió con su mascota. Después volvió a ponerse en camino. Se sentía muy ágil y decidido y no tuvo problemas en seguir ascendiendo por el cerro. Vio un zorrillo, un zorro, y otros animales que le parecieron igual de graciosos. Llegó a una bifurcación, y al azar, tomó el camino que estaba a su derecha.
    Avanzó presa de una determinación vehemente. Aves de mil colores y de las más extrañas formas y cantos revoloteaban a su alrededor. Avanzaba la mañana, y los matices del día causaban en él una sensación placentera. Se detuvo ante la visión de una cabaña. Era una construcción de madera de dos pisos. La precedía un jardín o huerto infestado de calabazas. El pésimo estado de la cabaña lo conmovió. Algunos troncos de eucaliptos talados la envolvían y un hacha descansaba en uno de los muñones. Fue acercándose a ella con el fin de inspeccionarla. Su perro no lo siguió y quedó mirándolo de lejos un instante, para luego regresar por donde habían venido. Lo alarmó esa asustadiza reacción, pero igual abrió del todo la puerta entreabierta.
    Sus padres estaban almorzando. Su padre siguió comiendo como si no hubiera advertido la irrupción. Su madre alzó la vista de inmediato.
    - ¿Dónde has estado, muchacho? –le preguntó con ligera reconvención-. Tu comida se está enfriando. Entra, apúrate.
    Quispe asintió con la cabeza, pero no pudo ingresar a la cabaña porque los ruidos de la realidad lo dejaron sobre la camilla de un Centro Médico.
    - ¿Cómo estás? –le preguntó secamente el ingeniero Vega.
    - Bien, señor –respondió confundido Quispe.
    - Ya llamamos a tu tío –le informaron-. Debe estar por llegar. Sólo tuviste un desmayo. No estás hecho para este trabajo. Busca a Hinostroza el lunes para que te liquide.
    Sonó el celular del ingeniero Vega, y tras responder, se retiró sin despedirse. Un niño lloraba en brazos de su madre y los demás pacientes lo miraban disgustados. Quispe sólo pensaba en lo furioso que se pondría su tío ahora que se enterara que lo habían echado del trabajo.