sábado, 23 de junio de 2012

"Diario de mi sentimiento" de Alberto Hidalgo


Nota del editor : sesenta y nueve capítulos del Diario de mi sentimiento de Alberto Hidalgo. Obra de incuestionable valor para internarse en la estética, vida y época del escritor arequipeño. (Hidalgo, Alberto. Diario de mi sentimiento: 1922-1936. Buenos Aires: Edición privada, 1937. 371 p.)

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PRÓLOGO

“Diario de mi Sentimiento” no iba a llamarse así. En alguna lista de mis libros, éste salió anunciado con el título de “Novela”. Después le puse un adjetivo, y con tal adjetivo ha estado viviendo durante años en mi corazón: “Novela Activa”. Porque, en rigor, es una novela, la mía, o de mi vida. La novela de las existen­cias vulgares está hecha de amorcillos, de pequeñas tra­gedias, de contactos con todo lo pedestre del mundo, de acción, según se dice en el lenguaje de esa técnica. La novela de un hombre habituado a pensar, cliente ya in­curable del vicio de pensar, no puede estar hecha sino de pensamiento. Así ésta.
Pero siendo lo que es principalmente, o mejor dicho, dada la forma que afecta, su título no podía ser otro que el inscrito. Sin embargo, un sentimiento compasivo me prohibía ese bautizo: el saber que éste achicaría la importancia de todos los diarios que andan por el mun­do y en particular del de Enrique Federico Amiel, al cual debe toda su gloria. Porque el de Amiel es la obra de un pajero (nadie se alarme por mis vocablos: yo, dueño de todo el idioma, uso los que me da la gana), y el mío es cosa viva, máscula, fruto de un hombre que sabe emplear sus medios genitales en el momento opor­tuno y que ante la vida reacciona mostrándoselos. Claro está que yo también me he masturbado, pero de eso hace más de veinticinco años y, en cambio, el poeta suizo perseveró hasta los últimos de su existencia. Si, final­mente, me decidí a usar la palabra determinativa del género, fué para vindicarlo. Pues, a causa de Amiel, se ha estado creyendo que el diario podía ser el vehícu­lo de la acotación quejumbrosa, sentimentalona o cursi, del onanismo literario, en una palabra. Insisto en que ni el “Diario Íntimo” ni su autor merecen la fama que les han confeccionado los chirles, trapaceros, gárrulos, tontos y otros marañones.

Algunas de estas cosas las he publicado en diarios y revistas, unas veces con mi firma y otras sin ella o en ocasiones con seudónimo. Pero de todos modos su ver­sión no es la misma. Las empresas del periodismo no soportan adjetivos ni dicciones con tanta resignación co­mo los libros. El procedimiento de mi trabajo es siem­pre el inverso del que podría suponerse: escribo prime­ro para mi diario y luego, si es forzoso, acomodo para la prensa.
Hay aquí trabajo de quince años (1922-1936). Mas solamente la tercera parte de lo que llevo anotado. El resto saldrá después en dos entregas, o más, para la primera de las cuales reservo el apelativo primario “Novela Activa”. Nunca puse fechas en mis cuartillas, si bien, según las iba escribiendo, las metía en mis cajo­nes, de donde: un orden relativo. Pero como me place reírme de la cronología, les di un zangoloteo a mis originales, como quien revuelve tallarines, y luego extraje  los que forman este volumen. Sostengo que el lector inteligente, para el cual trabajo, en definitiva, sabrá ubicar estas cosas en su debido tiempo. Por otra parte, he querido dejar demostrada así la edad permanente de cuanto escribo.

A.H.

 

1

Arequipa es la ciudad que me nació. Esta ciudad usa en las casas de sus calles una arquitectura de estilo propio, con patios donde se empoza el cielo y balcones que dan sobre la tarde. La levantan paredes de cali­canto, y de eso su firmeza y su reciedumbre. Los silla­res de sus paredes son la estructuración de su autoctonía, su perseverancia en la estimativa del suelo. Por el sillar, la tierra se prolonga en los hombres; por el sillar, la urbe se compenetra con la tierra y recibe el influjo de su interior, rico en misterio. Es el sillar, es el calicanto lo que impermeabiliza la ciudad para la filtración de lo externo europeo o simplemente civi­lizado. El sillar es infranqueable barrera. Pero no es la única.
Arequipa reposa a las orillas de un río. Un río casi seco, cuyo torrente son las piedras y su bullicio. A lo forastero, persona, cosa o idea, eso es lo primero que lo recibe. Las ideas se quiebran, las cosas se rajan, las personas se duelen en el ruido de la piedra, del río casi seco.
            Arequipa está guarnecida por la cordillera de los An­des con algunos de sus picachos mejores. Yo no la he visto nunca desde un aeroplano, pero imagino que la ciudad ha de parecer una cosa, una pequeña cosa olvidada ahí, en sus faldas. La topografía de esos volca­nes debe obedecer a un propósito preconcebido. Y este no debe ser otro que el de establecer una muralla entre Arequipa y el mundo. Dios, según afirma la sapientí­sima gente que lo conoce, no da puntada sin nudo. Ha­ce las cosas con la plena conciencia de quien sabe por qué y para qué las hace. De tal modo imagino yo, por la voluntad divina, una deliberación geológica en el em­peño de esas montañas de estar quietas frente a Arequipa, enarbolando la vigilancia agreste de sus cum­bres.
Un choque de lo extranjero con lo innato se está li­brando en 1as veinticuatro circunferencias del día. Allí sólo arraiga lo exterior por la insistencia de su contumacia. Ahí hasta los automóviles sacrifican al­gunos de sus caballos de fuerza al trepar sus calles or­gullosas de 2200 metros de altura. La luz eléctrica sufre de hipertensión sanguínea y los fonógrafos con su voz excesiva causan alteraciones en el gran simpático de la ciudad. El sistema vegetativo, en los seres y objetos re­percute sobre actos y presencia, de una manera singu­lar y tremenda.
La naturaleza es cómplice o culpable exclusiva. Es ella lo que endurece los espíritus y petrifica la inteli­gencia. Mientras el hijo está en el vientre de la ma­dre, todo va bien. Pero el día que nace se inicia la obra de induración. Las montañas, el río, el calicanto de las cosas., empiezan a lanzar sobre el nuevo ser sus invisibles irradiaciones, formándole paulatinamente esa áspera corteza de su vida. Si se realizase un examen alerta de la fisiología de lo arequipeño, del arequipeño puro, del que no ha visto el mar ni ha trajinado el cielo se hallaría en sus órganos, en sus tejidos y en sus venas, recalcificaciones excesivas, pequeños estratos pé­treos, sedimentos de sillar. Y en cuanto a su alma, ella evidentemente está acementada, tiesa.
La ternura es lo primero que muere, si alguna vez aparece, en estos espíritus terráqueos, telúricos. Todos los otros sentimientos, desde la nobleza hasta la genero­sidad y el amor, pueden anidarse, están seguramente anidados en ellos; pero no la ternura. ¿Quién ha sen­tido el cariño de un muro, la caricia de una piedra?
Así es cómo, en Arequipa, los hombres crecen sin niñez. Yo, como los otros, no la tuve. Pero, en cambio, poseía un tío llamado Juan de la Cruz. Mi tío Juan de la Cruz no era, precisamente, mi tío. Su parentesco era una obligación que me sucedió. Muertos mis padres, me fueron postizos los afectos, la casa y los parientes.
Mi tío Juan de la Cruz era un hombre alto, moreno, de andares graves, profundamente adusto, la severidad de cuyas miradas quemaba el viento y propiciaba la fu­ga de las risas. Con sus grandes zapatos, unos zapatos que debían ser del número 80, y sus chaqués de fal­das inmensurables, parecía un cuco público, suerte de espantapájaros oficial, ejerciendo el ministerio de apa­gar los afectos y entorpecer las ternuras. Asustaba a las criaturas. Sus labios debían estar hechos de piedra, de mármol o de bronce, como en las estatuas, pues no sabían sonreír. Ni los chistes más sabrosos, ni las cosas más ridículas, ni las mismísimas cosquillas, si alguien se las hubiera hecho, tenían capacidad para extraerle una carcajada. Cuando pasaba a mi lado, yo lo miraba con el rabillo del ojo, temblando, no sabía si de miedo o de respeto. Quizás había mucho de lo último, pero es seguro que de lo primero había más cantidad. De cuando en cuando, una vez por semana a lo sumo, mi tío Juan de la Cruz me llamaba, me alzaba en alto y, sentándome sobre sus rodillas, me daba un beso en la frente, con algo que se parecía a la ternura pero no de­bía serlo. Quizá el hombre en su ignorancia sabía, o mejor dicho, presentía con la subconsciencia, que no hay cosa más terrible que el odio de los adultos origi­nado en la niñez; por eso hacía esas concesiones: quita­ba estímulos a mis odios posibles. Luego, a los dos o tres segundos, me soltaba, diciendo:
- Véte con tus hermanos.
            Según fuí creciendo, el miedo y el respeto que por él sentía se fueron tornando admiración. Yo oía decir en la casa, a todo el mundo, familiares, amigos y sirvien­tes; que mi tío Juan de la Cruz era un gran abogado, un hombre muy inteligente y honesto, de vasto predica­mento en el foro. Cuando mi tío Juan de la Cruz ga­naba un pleito para sus clientes, la noticia llegaba a casa en el indescriptible júbilo de sus ojos. Su afán de triun­far sobre las contrapartes, no era por los prosaicos hono­rarios que ingresaban a su faltriquera sino por acumular méritos en el legajo de su prestigio, para que algún día lo nombrasen fiscal de la Corte, vocal o, acaso, minis­tro de Justicia. El caso es que nos reunía a todos en el comedor, nos hacía poner de rodillas, y él, hincado so­bre una silla, previamente sacudida con el pañuelo para no molestar de polvo los pantalones, elevaba al cielo una acción de gracias en forma de padrenuestros y avemarías que los demás coreábamos a voz en cuello. Eso me hacía pensar que seguramente mi tío Juan de la Cruz debía de tener un contrato con Dios para ganar los pleitos, de modo que yo lo miraba como a un ser so­brenatural. Acaso mi inocencia imaginaba la totalidad de un proceso: el jurisconsulto de la contraparte debía estar pactado con el Diablo, y por eso perdía sus accio­nes.
Poco a poco, mi admiración se fué acendrando, enal­teciendo. Los días le sacaban punta, como yo a los lá­pices, y de allí que fuera cada vez más aguda, más com­pleta. Por otra parte, mi tío Juan de la Cruz, en persona, la fomentaba. Cada vez que me daba una paliza, lo cual sucedía diariamente, me decía:
- Te pego para que no seas bruto. ¿Por qué has roto esa copa, bestia? ¡A latigazos, mi padre me enseñó a no ser imbécil! ¡A palos, haré de ti un hombre de bien, como yo!
¿Y cómo no iba yo a tenerle admiración si me pega­ba en nombre de eso, si, pegándome, podría yo llegar a ser lo que era él? ¡El mejor abogado de Arequipa, un hombre inteligente y honesto, que tenía contratos con Dios, usaba unos zapatos del número 80 y unos faldones inconmensurables en el chaqué! Pero lo que más me lla­maba la atención en él era el modo como fumaba. Era mi tío Juan de la Cruz un fumador incorregible, y el saber que lo era le producía íntimo contento y extraño orgullo. Cada vez que había invitados en la casa, mos­traba su vicio como una mujer las piernas o su frescu­ra la mañana: la vanidad le salía a flote, contando que fumaba cotidianamente cincuenta cigarrillos, amén de los habanos con que finalizaba almuerzos y comidas. Fu­maba tanto que era raro, al ir a despertarlo por la ma­ñana, no encontrarlo dormido con una colilla entre los dedos. Pasaba las horas que el estudio de abogado le dejaba libres, muellemente tendido en un sofá, viendo deshacerse el humo en caprichosas espirales. ¡Lástima que no hubiese sido escritor, pues habría entregado la filosofía del humo! Todos sus males se los curaba fu­mando. Si tenía penas, las olvidaba bajo el influjo del cigarrillo. Los disgustos no alcanzaban a disgustado de­masiado, porque el tabaco lo solazaba como una amante. Se le veía dar vueltas al cigarrillo entre los dedos, con esa suavidad con que se les toca las piernas a las mu­jeres o se les acuna los senos en el calor de la mano. Ahora que soy grande, pienso que acaso mi tío Juan de la Cruz haya sido un metafísico, un artista, un poeta del tabaco. Estaba entregado a su pequeño vicio, no como al alcohol el borracho sino, más bien, como el sacerdote a su misa, como el pintor a sus colores.
Así, de tanto verlo fumar, se me antojó una tarde -¡no se me hubiera antojado nunca!- fumar también. Recogí, o mejor, como quien echa el anzuelo al estan­que y levanta una mojarrita, pesqué una colilla arro­jada por él y le dí todas las chupadas necesarias para terminarla y ocasionarme una quemazón de falanges. Desde entonces me dediqué a la pesca de colillas, cien­cia en la que hice tantos progresos que pronto estuve en aptitud de optar al doctorado. Demás está decir que estas hazañas las hacía a espaldas de mi tío. Caso curio­so de fumador impenitente, mi tío Juan de la Cruz era enemigo de los fumadores. La pasaba afirmando que el de fumar era un vicio inmundo, sucio, y otros ad­jetivos, aun más violentos, de su repertorio. En cuanto a que los niños fumasen, la cosa era más grave: mere­cían la muerte y, en seguida, el infierno. Por eso, yo me cuidaba muy bien de que me viera.
Pero mientras haya treinta dineros, habrá Judas en el mundo. En esta ocasión, Judas apareció en forma de sirvienta. Fuí vendido, no sé si justamente por treinta dineros, pero fuí vendido. ¡Gran maldad de ese Judas empollerado! ¡Mujer sin corazón, negada a la piedad, al silencio compasivo de las almas puras!
Mi tío Juan de la Cruz demostró eficacias de pes­quisa. No dió el menor indicio de que sabía ya mis nuevas costumbres. Con su secreto a cuestas -¡nunca le perdonaré semejante espionaje!-, empezó a seguir­me disimuladamente, ansioso de encontrarme con las ma­nos en la masa. Un día, aquí; otro, allá. Ya oculto en una parte; ya haciéndose el distraído en tal otra. Ora fingiendo salir a la calle; ora saliendo, para volver con insólita repentinidad. Quería ofrecerse el goce de los policías cuando descubren al ladrón atormentando la cerradura con su ganzúa. Y así, a la postre, me sor­prendió infraganti.
No tuve disculpa. Por argumentar algo y en la es­peranza de alcanzar, por audacia, su misericordia, avan­cé:
            - No creía que esto fuera malo. Como usted fuma tanto…
            De un bofetón en la cara me tiró bajo una mesa. Casi perdí el conocimiento. Inmediatamente recogió mi coli­lla, que estaba aún encendida, y, acercándose a mí, me la hundió en los labios por el lado del fuego, a punto que anunciaba:
            - ¡De esto vas a acordarte toda la vida!
            Y, en efecto, han pasado los años y no he podido olvidar aquello. Me acuerdo hasta de los pormenores de la dolorosa curación que por espacio de dos semanas hu­bo de hacerme el más reputado médico de la ciudad, porque mi tío Juan de la Cruz me hizo una quemadura horrorosa, que se gangrenó y pudo, incluso, producir­me la muerte. Mis labios tenían posibilidad de túnel, parecía mi boca un agujero por el que las moscas hubie­ran podido entrarse hasta el estómago, de no impedirlo la hilera de dientes. Sólo muy lentamente se fué hacien­do la obra del tiempo, ese artesano benigno: poco a poco volvió la carnadura, la cicatriz fué suavizándose y re­nacieron las formas con el concurso generoso de los años. Pero desde aquel día no he vuelto a dar una pitada, y cuando alguien enciende un cigarrillo en mi presencia, un escalofrío inquietante recorre mi cuerpo y siento una vaga comezón en la indeleble señal que dejara en mis labios el trágico rubí de esa colilla…

2

Hace siete años, de vuelta de Europa y como resulta­do de mis correrías por los cafetines literarios de Ma­drid escribí, en uno de mis libros, esta frase: “El Ultraísmo­ es un sport de andróginos”. Esto era exacto. Desde su Pontífice Mayor hasta su Secretario Perpetuo y muchos de sus ahijados, los ultraístas poseían una evidente sensibilidad posterior. Por un Larrea, un Gerardo Diego, y otras personas decentes, había media docena de jóvenes fácilmente catalogables en los archivos del proxenetismo masculino. Pero, en fin, esta calamidad del ultraísmo ha pasado definitivamente. En cambio, ya tenemos otra que me obliga a repetir la frase: El cato­licismo literario es un sport de andróginos. Nada más que eso. Y si la palabra resulta un tanto dura, a fuer­za de conocida, digo con más suavidad que el catolicismo literario es un sport de uranistas. Vocablo más delicado, menos vulgar, y sedoso y rosado, palabra con polvos de arroz y loción de Coty.
Sábese que en Francia Max Jacob y Jean Cocteau, públicos invertidos, convirtiéronse al catolicismo hace algún tiempo, haciendo de su conversión motivo de es­candalosa publicidad. Esta postura de los hablados es­critores franceses ha comenzado a ser profusamente imi­tada por jóvenes que ya habían fracasado en la literatura, que están definitivamente fracasados, aunque de cuando en cuando pongan su rimmel y su rouge y aun su andar onduloso en las columnas de algún diario o en las de ciertas revistas de dudoso renombre. Pero no irán con ello a ninguna parte. Ya las gentes los señalan con el dedo al pasar por la calle. Jóvenes católicos que respi­ran anchamente y entornados los ojos ante los mingi­torios, y jóvenes literatos, a quienes les indigna la vi­rilidad, aunque usen esposa para despistar, se han agre­miado últimamente en pretendidos círculos culturales y empiezan a ponerse un poco insolentes. Será preciso arrancarles la máscara. Son una vergüenza para las ideas católicas y hacen estragos en el gusto literario. Razón por la que será necesario inscribir sus nombres en carteles u hojas públicas, para evitar que engañen a los bobos o simplemente a quienes no los conocen. El peligro de los invertidos que se amparan o pretenden ampararse bajo el membrete de escritores católicos hay que conjurarlo a tiempo. Y lo he de hacer. Publicaré en su oportunidad, si fuera necesario, una columna de honor­. Una columna de honor que dará pena.

3

He sido, soy siempre, ante todo y sobre todo, un escritor beligerante. Me pasó la vida preguntando con­tra qué o contra quién se puede escribir, pues entiendo esa manera como la más adecuada para escribir a fa­vor de alguien o de algo. Esta mi beligerancia, de la que no quisiera desposeerme nunca, da un tono especial a mi producción, levantando mis adjetivos como aristas incómodas para cierta gente. Pero ese es el riesgo de la verdad. Y yo seré siempre un hombre que dice la verdad por lo menos la verdad que, yo, creo verdad.

4

No sé si será que me indispongo con la vejez. A medi­da que avanzo en el camino de los años, me exaspera la senilidad en que los demás han caído, como si con eso quisiera yo invitarme a no caer jamás en ella. Hubo tiem­po en que a los viejos los miraba con cierta simpatía, pero poco a poco les tomé fastidio, luego repugnancia y después odio. Fuí admirador de Bernard Shaw, y hoy lo siento ganar en mí los grados de la precedente esca­la. Me voy dando cuenta de que al fin y al cabo la ve­jez no es sino el instinto femenino del hombre que, al final de la vida, empieza a exacerbarse. Hay un mo­mento de la existencia en que la mujer vence al hombre en el hombre, y ese es el momento final. En la vejez todos los hombres parecen unas mujeres, es decir, unas viejas, pues son mujeres ya sin los encantos del sexo. No sé si fué Nietzsche quien sostuvo que el hombre es­tá compuesto de un 90 por ciento de mujer y sólo 10 por ciento de hombre, pero primando en su apariencia esta última calidad, a consecuencia de su ímpetu com­bativo. Y así debe ser. Por eso, cuando con los años se pierde el espíritu de lucha, el noventa por ciento que es la feminidad atrapa toda nuestra condición. Por eso los viejos hacen el ridículo, como las mujeres. Las re­cientes actitudes de Shaw pregonan la lógica de la te­sis anterior. Da la impresión de una anciana que se pusiera a bailar un candombe frenético en un tablado, sin conseguir excitar al público, porque éste apenas se desternillaría de risa contemplándole la mengua de las piernas.

5

Digo siempre América, en vez de decir Suramérica o América Latina, refiriéndome solamente a la mía, a la nuestra, con el mismo derecho con que los yanquis llaman América a la suya, que sólo es la del Norte. Y digo también, para dejar todo esto en claro, que Sur­américa empieza en los límites septentrionales de Mé­xico y termina después de Magallanes. Lenguaje más directo: Suramérica es todo lo que está al sur de Esta­dos Unidos.

6

Debemos creer que la muerte entra por la boca, como los alimentos. En cierta ciudad desapareció de su regi­miento un conscripto de pontoneros. Una breve carta suya aleccionó a sus buscadores sobre el carácter de su ausencia: iba a suicidarse. Estaban ya comenzando a llorarlo sus compañeros, dirigidos como batuta, por las lágrimas del capitán de la compañía, cuando irrum­pió en el cuartel el propio conscripto, y no sólo en alma sino también en cuerpo. Luego declaró que había te­nido, en efecto, el propósito de matarse, pero que, en el momento de ir a hacerlo, se acordó de su madre, (versión casi textual). Por eso digo que la muerte entra por la boca; cuando, sin calcular la temperatura de la sopa, nos llevamos una cucharada de ella a la boca y nos quemamos porque está demasiado caliente, quienes nos miran dicen que nos hemos acordado de nuestra ma­má. Con razón escribe San Anastasio en su “Tratado sobre la esencia del bien”, que la muerte es cálida y no fría, según la gente supone: “Entra, muerte, en mí, y abrásame con tu tremendo fuego, que si a otros como el infierno quema, a mí como el cielo ha de arderme, para purificarme. Entra, muerte caliente, en mí”.

7

Señores, pasen a ver mi barba. Es auténtica, con un color nocturno, que da miedo. La anchura de su vivir no es muy grande, o lo es: no hay aún compañías de seguros que garanticen la vida de las barbas. De todas las partes del cuerpo, ésta es la menos afianzada, la que más queda en el aire. Puede compararse con la clásica flor de un día: rómpese hoy en pimpollo, ardido de co­lor y de gracia, a la tarde se marchita, y mañana cae del gajo. Aún no se ha visto que un cristiano se saque un ojo de puro capricho, se ampute un brazo o se corte los labios; pero en cambio ¿quién podría sostener que tras una noche de sueño corriente no le amanecerán deseos de afeitarse por entero? Triste destino el de la barba, su vida depende de nada, está sujeta a los vaivenes del buen humor o de la fortuna. Como Damocles, es­tá amenazada por una navaja pendiendo de un hilo sobre ella. Conozco el caso de un señor a quien los negocios se le dieron vuelta, que se cortó la barba por entender que no era precisamente su mascota. A muchos les ha ocurrido enamorarse de una mujer que les im­puso como condición para entregarles sus encantos la extirpación de su capilaridad más querida. ¿Y por qué no pedir el holocausto de una pierna o de una oreja? ¿No sería más honorable el sacrificio de la nariz, tan, aficionada a meterse en cualquier parte, y cuya exis­tencia es bastante azarosa, pues es la que recibe las bo­fetadas y sufre las puertas cuando se cierran?
Eso equivale a declarar superfluo el uso de la barba. Y no lo es. ¿Cómo puede serlo, si desempeña un rol importantísimo, trascendente, en todo rostro? Vale más una buena barba que una frente ancha o unos lindos ojos. Una barba no pasa nunca inadvertida. Ella dice siempre “aquí estoy”. Es un punto de referencia: “¿Ve usted ese señor de barba? Bueno, pues ahí es el Correo”. Las descripciones comienzan por lo común así: “Estaban allí varios señores, uno de ellos con barba”. Por­que también es una jerarquía: un señor afeitado es solamente un señor, un señor con barba es un caballero. Pule las maneras y orienta la conducta de quien la porta. Conduce a los grandes hechos, no a las mezquinas acciones. Da el hábito del heroismo, del esfuerzo cora­judo y enérgico, nunca de lo pequeño y débil. Un bar­bado podrá ser asesino, pero no ladrón. Jamás se ha sabido que esos buenos sujetos que entran a robar en las casas o desvalijan los trenes sean barbudos. A lo sumo, algunos se desfiguran con una barba postiza. Es que no brota sino en las caras limpias y en las almas nobles; la irrigan la honradez y el decoro.
El propio respetable señor don Pedro Larousse cuen­ta en su famoso diccionario que caldeos, asirios y he­breos “cuidaban mucho sus grandes barbas, como si fueran una representación simbólica de la sabiduría” Sabemos que hubo tiempos en que era sagrada, cosa de respeto, sólo permitida a los nobles y a los inteligentes. Había tribunales encargados de otorgar permiso para llevarla. Era la Legión de Honor de aquellas épocas.
Además hay individuos, y eso es ya el paroxismo, que nacen con barba. Son los abanderados, los lugartenien­tes, mejor, los académicos de la barba. La tienen por derecho divino, y ejercen su ministerio con una suerte de religiosa austeridad. Ellos no pueden ver impasibles que cualquier quidam se la haga madurar. A esas bar­bas las consideran advenedizas, y sus miradas les pren­den fuego de una vereda a otra. Las odian como a in­trusos, como los reyes odian a las mujeres de los prín­cipes casados al margen de la nobleza. ¡Son barbas morganáticas! En el Río de la Plata hay un hombre nacido con pelos en el mentón. Muchos conocen su historia, que es esta: una partera fué llamada en cierta ocasión a atender un caso que le causó el susto mayor de su vida. Todo iba bien hasta el momento supremo, hasta el ins­tante, tan aliviador, del alumbramiento, en que el niño tuvo la: ocurrencia de sacar primero la barba. La buena mujer dió unos gritos de pánico y echó a correr hacia la calle, abandonando cobardemente a la madre. Cre­yó que el diablo nacía en persona. Y no. Era el cuentista uruguayo don Horacio Quiroga.
Quiroga es el ministro de todas las barbas en la Re­pública Argentina. No la tiene muy larga, pero sí fuer­te. Parece hecha con ramas de los árboles de Misiones, peinada con ungüentos de tuna de ese país de Anacon­da que él ha descrito con tanto acierto. Es fragante y pintoresca, pues huele a selvas y le da un aspecto de asesino simbólico que es su coquetería. Docenas de mu­jeres han dormido en su lecho sólo para olerle la barba. Con ella ha entrado a saco en la literatura; es su arma, junto con la péñola. Cuando duerme, la arropa bajo las sábanas, maternalmente, y en los días de frío la meta con prudencia entre los hierros del radiador de la calefac­ción.
La barba entra en las casas primero que su dueño, es su lazarillo o su embajador. Tiene experiencia de disi­mulo. No se sabe si un barbazo lleva los zapatos rotos, manchado el chaleco o remendado el pantalón. ¿Si sólo la miran a ella, cómo van a enterarse de esas flaquezas? Es la elegancia por excelencia, el arte de bien vestir. Y sobre todo y ante todo, la contraposición del desnudo. En las playas vemos cómo están formados los señores corrientes, medimos sus tóraxes y calculamos la capa­cidad de sus músculos; nunca hacemos lo mismo con los que lucen siquiera una pera. A éstos nuestra mirada les da atavíos. Y si alguna vez alcanzamos a darnos cuenta de su desnudez, no los miramos como a los otros, sino como a varones de la antigüedad o sátiros escapados de los cuadros. Porque una barba vale una época.
            Es un pasaporte, es lo único que abisma a los porte­ros, les hace cuadrarse con respeto y abrimos de par en par las puertas que dan a los despachos de los minis­tros. A los desprovistos, los conserjes y secretarios los obligan a exhibir sus credenciales y, según sean, los ha­cen esperar bravas horas en esos dormideros de las an­tesalas. Una barba pasa siempre; para eso es barba.
¡Y cómo pesan sus reverencias! Es el saludo que se tiene en mayor cuenta. Sólo a un barbón se le consiente que apenas se lleve la mano a la cabeza y haga una ve­nia. Las gentes tienen centímetros en los ojos para me­dir el tamaño de los saludos, a fin de pagarlos al mis­mo precio. Por eso cuando un barbado se inclina con el sombrero en la mano, se puede estar cierto de que el favorecido vale su peso en oro. Porque la columna vertebral de aquél es más rígida que las usuales.
Mas lo extraordinariamente grandioso de la barba, lo que la hace el más importante aditamento humano co­nocido hasta la fecha, es el poder sugestivo que tiene, el dominio sedentario que ejerce sobre la conciencia del hombre. Un hombre con barba se sabe superior a sí mismo, es decir, ignora su mensura, sin caer por ello en las debilidades de la egolatría. Cuando se mira al espejo le sucede lo que a cierta estrella cinematográ­fica de quien se dice que se desconoce. Pues a los dio­ses los pintan con barba, piensa que tiene algo de Dios, de modo que el espejo, según él cree, lo traiciona haciéndole notar que sólo es un hombre. No obstante, es fide­lísimo amante del espejo, está siempre observándose, ad­mirándose, acaso queriéndose descubrir. Ningún retrato suyo le satisface. No se considera bello, pero sí mejor. Jamás se ve; se interpreta.
En la barba, por otro lado, reside la inteligencia. La inteligencia y el sentimiento. El fondo de las personas, su revés, está permanentemente y sin error delatado por sus ademanes. El que piensa, sin quererlo se agarra la cabeza, y a veces, cuando las ideas no le acuden pronto, se tira de los cabellos como para atraparlas. Mas el bar­budo se acaricia la barba, le da unos pases de arriba a abajo, tiernos y comprensivos. Igual hace si sufre; allí se consuela y achica las penas. Barba, sendero de la meditación. ¡Cuántos grandes pensamientos, cuántas maravillosas imágenes no habrán bajado por sus he­bras hasta las plumas de sabios, escritores y poetas! Yo aseguro que Leonardo se fabricaba los pinceles con los pelos de plata de esa selva que llevaba en la cara: de lo contrario, no habría pintado para el tiempo.
Muchos que pudieron extraviarse, hallaron finalmen­te el camino de la gloria. En las tinieblas de la lucha tremenda que es el arte, nada hubieran visto, habrían rodado a los abismos por cualquier vericueto, si la al­bura de sus barbas no les hubiese alumbrado el camino. Homero, Tolstoi, Walt Whitman y tú Moisés, el del Decálogo, todos vosotros escribisteis vuestras obras con plumas de la barba.
Y escuchad mi confesión: yo me he dejado crecer la barba por ternura, presa de fiebre mística, por el amor de Cristo, que la tuvo…

8

Son varias las personas que me han preguntado qué es un poema de varios lados. Llamo yo lado del poema a cada uno de los versos que lo forman y alguna vez a los distintos asuntos que contribuyen a darle unidad. En una figura geométrica cualquiera, un lado es una parte del todo, pero un lado es un lado en sí, es decir, es una figura él también, tiene una personalidad, una individualidad exclusiva y aislada, y justamente eso afirma, sostiene la figura. Así por ejemplo un cuadrado, se le mire del lado que se le mire, es siempre un cuadrado. Cuando un hombre está de pie, es un hombre de pie; cuando está tendido, es un hombre tendido; cuan­do está sentado, es un hombre sentado. Nunca, pues, deja de ser un hombre. Son distintas sus posiciones, pe­ro su carácter es el mismo. Es porque el hombre está hecho de partes totales, inconfundibles entre sí, partes empeñadas en recordarnos a cada instante lo que ellas son, independientemente de lo que juntas llegan a ser. Preguntémosle al cerebro si se quiere cambiar por ro­dilla y nos responderá rotundamente que no. De no ser así, veríamos a ciertos escritores poner avisos en los diarios diciendo más o menos: “Cambio mis cuatro ma­nos por un cerebro”.
El poema, por lo que toca a su exterior, está formado de versos. Un verso en sí es una obra de arte. Y es obra de arte tanto más valiosa cuanto menos deja de serlo al hallarse solo en el desierto de una página. Hay mul­titud de versos que no lo son sino por la vida que les prestan sus compañeros. Yo pregunto si todo renglón de once sílabas es un verso, por el simple suceso de es­tar provisto de los “acentos tónicos” de que habla la retórica antigua. Se me dirá seguramente que no. Veá­moslo:

“La huerta con rosales y repollos”.

No parece ¿verdad? que eso sea un verso. Sin embar­go, lo es, cuando recibe la ayuda de otros:

“Sombra en el corredor y el campo ardiendo
La huerta con rosales y repollos.
Una gallina pasa, precediendo
Los puntos suspensivos de sus pollos”.

Esto es un poema. Inmediatamente decimos que es un poema de cuatro versos. O sea que damos calidad de tal al segundo renglón de once sílabas.
He aquí una demostración de que el verso habitual no tiene personalidad propia. El verso es el vehículo de la expresión poética, y no obstante los poetas le conce­den en su obra un lugar secundario, y, lo que es peor, contingente.
Para subsanar eso, es que yo he inventado el poema de varios lados, poema que puede leerse de arriba a abajo y viceversa, o comenzando del centro, o de donde uno se antoje, poema en el que cada uno de sus versos constitu­ye un ser libre, a pesar de hallarse al servicio de una idea o una emoción centrales.
Al poema corriente y moliente se le llama con bas­tante acierto una “composición”; del poema de varios lados se podrá decir que es una “construcción".
Hago un poema del mismo modo que edificaría una casa; pongo ladrillo por ladrillo, y si bien es lo más se­guro entrar en ella por la puerta del frente, también se puede hacerlo por la del rondo y aún por las ventanas. Un verso puede aparecer solo en una página o en todo un libro. Siempre dirá al lector que sepa entender, lo que yo quise decir, lo que seguramente dije.
Mi poema “ubicación de lenin” es otro tipo de poema de varios lados.

9

Muchos son los políticos que no han podido ni pue­den reprimir su pasión no por las letras, sino por las pequeñas vanidades que ocasionan. Algunas veces ocurre que los literatos se valen de la política para triunfar en literatura, pero lo más común es lo contrario. El litera­to vocacional ama generalmente su oficio por sobre todas las cosas, siente su suerte de apostolado, la necesi­dad de sacrificarse a él por entero. El literato vocacional no transige, no abarca otras actividades mentales; es solamente literato. En cambio, el político es el tipo del hombre orquesta. Nada le queda mal, y cualquier cosa cree que lo adorna. Por eso hace versos, pinta cuadros, simula erudición, ejerce la medicina, etc. Lo malo es que todas las cosas las ve con su prisma personal, y así el político supone que el que se le tenga por literato es un tilde más a su favor, cuando por lo general ocurre que el agregado constituye su ridículo, es el hazme reír de los que no están acostumbrados a la ingestión de anzue­los. De un literato que hace política, todo el mundo guiña el ojo; pero de un político que hace literatura, toda la gente se ríe.

10

En todas las épocas se formula recetas literarias con la misma facilidad que terapéuticas. Así como los males se curan con productos de farmacopea sujetos a un ré­gimen determinado, se hace versos, novelas, etc., a me­dida. Mejor dicho, las escuelas literarias no presuponen una vocación, sino que cualquiera puede participar en ellas con sólo someterse a ciertas exigencias. Es eviden­te, por ejemplo, que la época nuestra, llamada de “van­guardismo” -una palabra tan estúpida como otra cual­quiera,- es una de las más apropiadas al recetario. Cualquier muchacho que desee pertenecer a la nueva sen­sibilidad, no tiene sino que pedir a los expertos la dosificación de esa mercadería. El que no es vanguardista, o neosensible, es porque no quiere. Se puede vender fór­mulas al por mayor y al por menor. Esas fórmulas son las que han comprado, las que compran a menudo, cier­tos vejetes que de repente aparecen embanderándose en las nuevas tendencias, si bien se ve a la distancia lo postizo, lo falso de lo que fabrican.

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Pocas entidades tan perecederas como las palabras. Son aún más mortales que las personas. A las personas los médicos les cobran el alivio, postergan su desapari­ción, les aseguran una longevidad muchas veces tranqui­la. En cambio, las palabras nacidas para morir sucum­ben irrefragablemente. Con ellas no hay posibilidad de drogas salvadoras ni de quirúrgicas enmiendas. Su des­tino es inquebrantable, fatal. ¿Qué virus las toca? ¿Qué es lo que se las lleva por las avenidas del desuso, sin pena y sin llanto, en sepelios callados, inadvertidos, cual esos entierros medio clandestinos de los grandes miserables, realizados en hora de sombra, como serán, verbigracia, los de mis enemigos, que yo quisiera próximos?
Quizá las matan los hombres mismos, quizás les con­tagian sus males tremendos, sus lepras y sus tisis espi­rituales. La idea viene del hecho de que el desgaste de mu­chas palabras coincide con la alegrada ausencia de ciertos escritores, o sea con su muerte. Se diría que es lo único que se llevan de la vida; las palabras que ellos abusa­ron, que frecuentó su mal gusto y con las cuales edifi­caron su desprestigio. Su mortaja es su léxico, y es mor­taja pesada, porque bajo ella sus despojos poseen más insignificancia, son más polvo, más nada; ya desde la vida ella colgó sobre sus hombros como un cartel fúne­bre; sus vocablos surgían de su pluma con ritmo de ex­tinción, como los equilibristas sabedores de que el vacío a que se arrojan es el definitivo. A algunos poetas que han sabido, validos de éste o aquél hábil recurso, sobre­vivir a sus éxitos inexplicables, los hemos visto, los estamos viendo todavía pasearse por la literatura con den­gue de capilla ardiente. Ignorantes de que las ideas no tienen en verdad ninguna importancia en la íntima contextura de la obra literaria, cuando han querido, cuando quieren remozarse, pónense a tono con la épo­ca, que los avanza, se consagran a manejar los mis­mos motivos, las mismas interpretaciones de las ten­dencias nuevas. Mayúsculo disparate. No es el asunto lo que hace al poeta, no es el tema lo que da la tempe­ratura del arte, y ni siquiera la manera de tratarlo, ni siquiera el acento de su expresión. La edad del arte, su atmósfera, y de modo especial en la creación escri­ta, está regida, en este caso, por los elementos materia­les de su composición, es decir, por los vocablos, por los desaprensivos vocablos que la integran.
Cada generación, cada escuela, o mejor, cada orien­tación literaria se va con su léxico. Podría clasificarse a los autores por las palabras de su preferencia. Cuando no se sabe con exactitud a qué época o a qué escuela perteneció determinado poeta, basta examinar somera­mente su vocabulario para situarlo sin riesgo de yerro. La delación de su casta será hecha no sólo por los sus­tantivos, que, en fin, siendo nombres propios o comunes, partes fundamentales de la oración, pudieran ser suge­ridos por el ambiente, sino hasta por los adjetivos y por los verbos. Si hallamos a menudo las palabras lira, fre­nesí, ilusión, yerto, celaje, libar, dintel, lauro, pensil, ósculo, letal, caótico, tétrico, mustio, luengo, y otras de la familia, no dudamos un solo instante de que quien las empleó pertenece al período postromántico de nuestra poesía. Son vocablos sobre los cuales pesa una loza de cincuenta años. Están asegurados para el descanso. Na­die, con respeto de estilo, se atrevería a insertarlos hoy en una línea.
¿Necesitan los escritores usar palabras de fácil muerte? Seguramente, no. Pero es anzuelo que se emplea pa­ra atrapar adeptos, fosforescencia que deslumbra a los neófitos y los hace lanzarse en su zaga. Esa es la prime­ra esclavitud del discípulo: la esclavitud del léxico. Rubén Darío y Julio Herrera Reissig fueron, entre nos­otros, los primeros en entender el valor estratégico de esa maniobra. Fueron, pues, los primeros en sistemati­zarla. Rubén, para asegurarse la conquista de alumnos tan considerables como Leopoldo Lugones, Rufino Blan­co Fombona, Ricardo Rojas y Francisco Contreras o, en el plano de la mediocridad, José Fiansón, Bartolomé Galíndez y Carrasquilla Mallarino, no necesitó sino ho­jear el diccionario y extraer con las pinzas de sus de­dos los vocablos esenciales que pueblan las rimas de to­dos ellos. ¿Las rimas? Sí, ¡no los poemas! Ninguno de ellos ha escrito uno solo, no obstante de tener, especial­mente los dos primeros, y con más perseveración Lugones, cierta suerte de talento poético.
Van pasando los años, y de Rubén queda menos cada día. Nadie prolonga ya sus estrofas, como no sean las ri­dículas recitadoras de salón, las Berta Singerman y otras calamidades del histerismo. Sabemos, no más, sus palabras, que son lo único que las subvive. Ellas son su esqueleto, y su simple transcripción es su figura: má­gico, liróforo, olímpico, siringa, agreste, Panida, Pan, propíleo, sistro, tambor, púberes, canéforas, acanto, rocío, vino, miel, pámpano, Citeres, pífano, frescor, náyades, ninfas, sátiro, centauro, adusto, flauta, sidereo, espec­tral, etc. ¡Etcétera! Todos saben de qué poema se trata; es uno de los mejores de Darío. Se le reconoce por las palabras, no por lo que dicen, unas palabras que nadie puede volver a emplear sin ser punido, porque Rubén las entregó a la risa revelando su permanente oquedad.
Llegado después de Darío, Herrera Reissig se apresu­ró a imponer léxico propio. Y lo impuso. Muchos discí­pulos del primero cambiaron de profesor, entregándose al recién venido, entre ellos Lugones, quien lo siguió en algún momento, según es público, hasta los bordes de la copia. Es preciso confesar que la mayor parte de los poe­tas actuales comenzamos imitándolo. Alguien ha echado de ver sus huellas en la obra de Vicente Huidobro, co­mo otro las advirtió en Mauricio Baccarise. Mas apenas en el vocablo, justamente en ese aspecto de la estética reissiana que ahora nos da náuseas, en el adjetivo dispa­ratado o cursi y cuyo sólo encanto residía en la sorpre­sa. Como Puvis de Chavannes en la pintura francesa, Herrera introdujo en la poesía americana los colores lán­guidos: “Desenvainada de su guante crema”, “La senda en flor de tus ojeras lilas”, “En tu falda ilusión de rosa claro”. Los ejemplos pueden ser ausentados, por­que todo el mundo los conoce y ya no quiere sufrirlos. Y conste que no quiero citar a los imitadores de segunda mano, pues los hubo. Hubo o aún hay muchachos que creyeron seguir a Lugones en la sonetería de sus “Cre­púsculos del Jardín”, cuando en realidad seguían “Los parques abandonados” del uruguayo. Trasvasamiento triple que dió lugar a la existencia de lo infinitamente chirle, ya que si Lugones era colegial de Reissig, Reis­sig era estudiante de Albert Samain.
Nuestra generación, para su felicidad, no ha podido caer en idéntico error, a causa de que, por la acentuación fisonómica de nuestros países, las influencias locales son las solas que cuentan, de modo que ya no tenemos poe­tas universales dentro de América. En las letras, la Ar­gentina y el Uruguay forman una nación de estructura extraña a la que hacen México por un lado, Chile por otro, Perú por el suyo. Tenemos un mismo idioma, pero nuestra expresión es distinta. Es decir, hay igualdad de lengua y diversidad de sentimiento. América se abre cada vez más. La personalidad particular de cada re­pública se concreta tanto, que ha de llegar el día en que el Perú sea tan extranjero a la Argentina como Alemania lo es hoy de Francia o Rusia. No obstante, dentro de estas que llamaré provincias del idioma, al­gunos hombres han intentado el predominio de su lé­xico privado. Fernán Silva Valdés, seguido de cer­ca por Jorge Luis Borges, llenó la poesía del Río de la Plata de voces domésticas. Es él quien metió la compa­drada en el salón criollo, en la conversación elegante. El auge de ese vernáculo pasó. Pero Borges, ya independi­zado de Silva Valdés, se dió a fundar su escuela de palabritas. Las fué a buscar en Quevedo, en Torres Villarroel, a través de Macedonio Fernández, y las sembró con cautela en su media docena de segundones. Naturalmen­te, los secuaces, sin el talento ni el acento de convicción del maestro, sólo son episodios, episodios.
Mas la escuela suya no traspuso las fronteras argen­tinas. Repito, ya no hay universalidad de lo americano dentro de América. Los casos de un Chocano, un Darío, un Reissig, un Nervo, teniendo discípulos diseminados por todo el continente, sólo se han vuelto a dar una vez, y en seguida, lo señalaré. El propio Huidobro no ha teni­do una zona de influencia en América; se limitó a escla­vizar a su técnica a los españoles. El maestro más per­ceptible de los chilenos es Neruda, y diré que su ejem­plo es el más respetable, pues quienes lo siguieron o lo siguen en su patria, no le tomaron las palabras, sino sólo aprendieron a emocionarse como él se emociona.
Quizás, dije, modernamente ha habido un sólo caso de expansión internacional. Es el mío. Por lo demás, ya lo hice notar en el prologuito de mi libro “Descripción del Cielo”. Yo soy el culpable de que en América se estuviese escribiendo poemas “revolucionarios”. Fuí el primero que los hizo, aunque mi intención fuera dife­rente de la abrigada por quienes vinieron detrás mío. Al poco tiempo de ser publicada mi “Ubicación de Lenín”, aparecieron poetas en México, en Perú, en Centro Amé­rica, en otros países, conminando a la insurgencia al pro­letariado. “Biografía de la palabra revolución” y “En­vergadura del anarquista”, completaron luego la obra. Felizmente, el sarampión duró poco. Hoy se reconoce hasta como de mal gusto esa temática. Me alegro de esa fugacidad de mi reinado. Yo he tenido mala suerte en estas cosas del proselitismo. Se me ha dicho que cier­to crítico, en algo que escribió y no ha llegado a mis ojos, sostiene que soy responsable, también, de todos los malos poetas que hay en la Argentina. Esto es verdad igualmente. Pero me absuelvo de los pecados yo solo, porque sé que mi entero yo no está ni en los poemas “re­volucionarios” ni en lo que me tomaron algunos jóvenes de este país.       
De todos modos, se deberá reconocer que mis sugestio­nes no estuvieron fundadas en palabras de rebusca, co­mo en los casos a que me he referido y contra los cua­les me alzo. La violencia de los medios naturales de expresión malogra toda perspectiva. Un poema, aun el mejor, será de vida corta si en él hay inscrita aunque sea una sola palabra especiosa. La prosa ya es otro asunto. En la prosa entra, cual en bolsa sin fondo, todo el idioma. Pero en la poesía sólo caben combinaciones de emoción, de sentimiento o de imagen. Mas ellas de­ben realizarse con el número menor de palabras posible, con las palabras comunes, vulgares, con el lado, más bien plebeyo del lenguaje. Porque no existe un lenguaje poé­tico. Los que crean en él estarán irremediablemente per­didos. Las viejas coplas de Jorge Manrique continúan pareciéndonos hermosas, y eso por cuenta de los vocablos sencillos que las componen. Es posible, así, que en Góngora, tan intentado a la resurrección por cierta gen­te, haya más elementos poéticos que en Manrique, pero es innegable que su eternidad es ficticia. No se podrá alcanzar nunca sus poemas hasta lo profundo, que es lo no tornadizo de los tiempos, a causa de que están escritos con palabras mortales. Sólo las palabras corrientes son perdurables. Sólo ellas pueden alcanzar to­da su edad.

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Una revista francesa hace notar que el escritor fran­cés tiene ya, sobre los de otros idiomas, una enorme su­perioridad por el solo hecho de movilizarse, de viajar por todas las rutas del mundo. Su talento recibe así, dícese, como una influencia cósmica. En cualquier épo­ca del año, hay decenas de literatos franceses esparci­dos por la tierra. Mientras unos llegan a la Argentina, otros corren al Japón o al Canadá, al África o a Aus­tralia. Todo eso es cierto. Y debe aleccionarnos. Los suramericanos somos remolones. No abandonamos nues­tras minúsculas comodidades por nada. Nos pesan muchísimas pamplinas. Y nuestros espíritus son, por eso, muy limitados, muy limitados.

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La política no ha sido nunca tema de mis preferen­cias. No haya, pues, temor de que lo aborde. Esto no obstaculiza mi total derecho a sonreírme de los hombres públicos, cada vez que muestran la hilacha. Y hoy quie­ro hacerlo.
Me he reído hasta el punto de temer por la hernia que no tengo, cuando leí un decreto del gobierno ordenando el exilio de un opositor, siempre que éste prometiera bajo palabra de honor, no residir en países vecinos. Inte­ligente manera que un cazurro ministro ha hallado para gobernar el orbe entero. ¡Urbi et orbi! Desde la Argen­tina, él seguiría mandando fuera de sus fronteras. No sé cómo los gobiernos extranjeros no han presentado una reclamación diplomática por esa invasión de sus jurisdicciones. Ahora sí podemos hablar seriamente de imperialismo argentino...
Nada importaría que el gobierno de aquí no tuviese policías ni ejércitos obsecuentes en Alemania, por ejem­plo, si se reservara el honor como recurso del poder. Imaginemos que el opositor se hallase residiendo en Ber­lín. Desde el momento de pisar tierra teutónica se ha­llaría sujeto a las leyes alemanas, y éstas no le impedi­rían trasladarse en cualquier momento a Chile o Bra­sil. Pero en cambio, sí se lo impedida la palabra empeña­da con el ministro criollo. De donde resulta que el ho­nor sería una suerte de poder coercitivo que el gobierno argentino ejercería en territorio germano. He ahí algo que hubiera provocado un serio conflicto con Hitler. Este no habría permitido el establecimiento de otro go­bierno dentro del suyo.
Pero por lo que se ve, ese opositor y el gobierno tie­nen el mismo concepto del honor oficial. Pues aquél, al rechazar la imposición, ha aceptado tácitamente su com­promiso, o sea, que se habría deshonrado en caso de no cumplir su palabra. Lo cual me ha hecho reír otra vez agarrándome la barriga para evitar la estrangulación de la hernia que no tengo. Los generales que, como buenos militares, juran ser fieles a los gobiernos constitucionales, al hacerles revoluciones, ¿pierden su honor? Nunca se ha dicho semejante disparate. Así, el opositor pudo prometer no residir en país vecino, ra­dicarse luego en el Uruguay, volver clandestinamente a su patria y aún derrocar al gobierno, de serle posible. Su honor habría quedado incólume.
En los juicios de los diarios no he visto realizada esta argumentación. Por eso me place hacerla. Bueno; en el fondo debemos alegrarnos. La teoría del ministro equi­vale a un descubrimiento más importante que el del fo­nógrafo. En adelante bastará que los gobiernos llamen a sus enemigos y les hagan ofrecer, bajo palabra de ho­nor, que no les harán revoluciones. Los países también, podrían hacer lo mismo para evitar las guerras: jurar no hacérselas. Y el mundo será el mejor de los mundos posible.

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Hoy vengo a desvirtuar un mito. Y como América es por excelencia la patria de los mitos, habrá que ir poco a poco levantándoles el velo que los cubre, desnu­dándolos sin pudicia y sin pena, a riesgo de alarmar a timoratos y sorprender a incautos. Mis lectores tendrán que ir acostumbrándose a verme arrojar por la venta­na bustos de yeso o bronce. Lo haré de continuo con naturalidad, es decir, sin asomo de táctica. Y tendrán que ir acordando su juicio al mío, simplemente a causa de que yo escribo y ellos leen. Pues sustento la teoría de que entre dos que discuten, el más inteligente es siem­pre el dueño de casa. El que no esté de acuerdo con mi pragmática, que se calle, porque si protesta le parto la cabeza con un adjetivo.
He aquí el mito. Jóvenes de América: aprended ale­mán, no tengáis miedo. Yo os aseguro que es el idioma más fácil del mundo. La afirmación tan generalizada, de que el alemán es una lengua terrible, es una de las muchas mentiras que corren por ahí. Superchería de sabios importados, de filósofos de ocasión, de ciencistas de guardarropía. Viven con ello. Asustan a los chicos y a los grandes. Se marchan de aquí a nuestras ciudades americanas, con los pantalones desrayados, las corbatas torcidas y los zapatos sin lustrar. Así demuestran des­preocupación en el traje; pero en cambio se cuidan de que desde la pringue sus bolsillos atisben hacia fuera los caracteres góticos de los libros que llevan por cálculo. Como, por supuesto, saben alemán, ya tienen certeza de sabios. Pues así ocurre en América. El saber alemán da derecho a muchas cosas. Es una patente de sabiduría, que Keyserling ignora, y que proporciona cá­tedras en las universidades criollas, reverencias impor­tantes en los salones; miradas admirativas en las ca­lles.
Antiguamente, en América, cuanto no se entendía, se decía que estaba escrito en griego. “Esto es griego”, terminaban nuestros viejos en presencia de un manus­crito indescifrable. Hace años que esa frase ha pasado de moda. No se emplea, pero podría usarse si se suplan­tase el idioma de comparación con el alemán. Porque el alemán, por lo menos entre los ignorantes y los semile­trados -o sea los horteras y los universitarios,- ha adquirido fama de lengua indócil.          
Mas la dificultad de su aprendizaje es una leyenda. Y lo curioso, lo verdaderamente curioso, es que sean los propios alemanes los primeros en creerlo, y en sugerirlo a los demás. Todos recordamos la famosa redondilla:

                                                                         Admiróse un portugués
                                                                         al ver que en su tierna infancia
                                                                         todos los niños de Francia
                                                                         supiesen hablar francés.

Lo que en buen romance significa que por lo común el idioma más difícil es el que se ignora. Al menos en su apariencia. Lo cual no reza con los alemanes. Pues los alemanes ponen cara de susto oyendo hablar alemán a los niños de Berlín. Yo he podido comprobar en las ciudades porque he pasado, cómo los extranjeros que chamullan siquiera un poco el lenguaje de Goethe, se conquistan rápidamente toda la admiración germánica. Poco más y lo convidan a uno con chorizos y cerveza. Ya queda dicho: mientras en América al que habla alemán se le considera un sabio, en Alemania se le considera un genio. En consecuencia, aconsejo a los jó­venes americanos que estudien alemán y se vengan a Berlín. Es una manera de pasarla bien en ambas par­tes.
He sido de los incautos que se han pasado la vida asustándose con el alemán. Su terror me fué comuni­cado desde la infancia por los hombres y por las cosas. Mi pánico se hizo mayor el día que oí decir a Macedonio Fernández que él había aprendido a estar callado en alemán. Frase que el gran humorista lanzó con un respeto de veras atávico. En los círculos literarios de Buenos Aires, Jorge Luis Borges causa asombro, a más de por su talento, porque sabe alemán. Cuando cae por las tertulias nocturnas, lo primero que se recuerda en cuanto se le ve trasponer el umbral de la sala, es que tal hombre está ungido por el conocimiento de esa lengua brava. Cierta vez que lo tuve a mi derecha, y que él me citó en su texto original unos versos de Rainer María Rilke, yo casi me desmayo. Lo palpé de brazos, piernas y cabeza, para convencerme de que no era una aparición, le di un beso en la frente y le pagué un café con leche. Después, siempre lo vi como rodeado de un halo especial, a semejanza de las estampas de Nuestro Señor. Y pienso que todo hombre que habla alemán debe tenerlo. ¿No se lo han visto ustedes a José Ortega Gasset?
Hace menos de un mes, me embarqué en Buenos Ai­res, rumbo a París, en un vapor alemán. Mi propósito era llegar a puerto y tomar inmediatamente el tren pa­ra la capital de Francia. Mas el suceso que voy a refe­rir alteró mi itinerario. No había abierto la boca duran­te el viaje, cuando cierta mañana, según advirtiera que el barco se hallaba detenido, salí de mi camarote, y al primer mozo que encontré le pregunté en el más perfecto castellano, si había ocurrido algún accidente en la maquinaria. El mozo me contestó en alemán que los Estados Unidos no se han apoderado todavía de la Amé­rica del Sur, pero que ya la Standard Oil tiene sobornados a casi todos los presidentes de nuestras repúbli­cas. Suposición mía, basada en el derecho que otorgué al mozo, y que debió usar redondamente, de pensar que yo le había dicho lo que a él le había dado la gana de suponer. Este sencillo diálogo bilingüe me demostró de manera palmaria que dos personas que hablan idio­mas diferentes pueden con absoluta corrección no enten­derse. Volví a mi camarote, me puse a filosofar y resolví explorar las áridas tierras del alemán.
Al día siguiente llegamos a Río de Janeiro, en una de cuyas librerías adquirí una gramática teutónica. De­claro que a las pocas páginas de lectura me di cuenta de que podría digerir aquello en quince días, o en vein­te. Así lo afirmé en la mesa, a los vecinos de comedor. Se armó un escándalo. No faltó quien me creyera loco. Insistí en los mejores términos, y, seguro de lo que me traía entre manos, con el más decidido de mis contrincantes concerté una apuesta. Cien marcos. Al llegar a Hamburgo, yo debía hablar alemán, mal, por supuesto, pero debía hablarlo. La vida no está para perder cien marcos, me dije, y empecé a estudiar, dedicando a ello dos horas por la mañana y otras dos por la tarde. Al ca­bo de una semana, ya me daba el lujo de hilvanar unos parlamentos, con espanto de mi vecino, que palidecía oyéndome. Le tomé el gustito a la cosa, y agregué una o dos horas más al estudio, sin desperdiciar instante de las charlas ajenas, a fin de acostumbrar el oído. Bueno, pues, gané los cien marcos, y con ellos llegué hasta aquí. En homenaje a mi tenacidad, debo decir que los gané con exceso. Dos o tres días antes de tocar en Ham­burgo, mi contendor alzó bandera de rendición. Era visible que yo me desenvolvía solo, metiendo baza en las conversaciones y orillando de la manera más decorosa posible las dificultades de mi expresión.
Es tiempo de declarar que estoy aún muy lejos de lo que se llama saber un idioma. Me doy cuenta del es­fuerzo desarrollado por las buenas personas que quie­ren entenderme. Mis frases son todavía laboriosas y sa­len como con forceps. Pero es evidente que he colocado una pica en Flandes. Y descubierto que el idioma alemán es facilísimo. Por lo menos, veinte veces más que el inglés y diez más que el francés. Hace muchos años que conozco el último y aún lo hablo mal. El francés es una lengua de pronunciación bastante difícil, rica de modulaciones, de guturaciones, de secretillos fonéti­cos. Digo que sólo los franceses hablan bien el francés. El alemán es, por el contrario; un idioma liso, que se pronuncia de la misma manera que el castellano, o sea que su alfabeto posee idéntico valor musical. En verdad sólo la letra v tiene sonido diverso, pues se pronuncia como nuestra f. Las demás letras apenas tienen varia­ciones de gama.
El resto es embrollo, novelismo. Por ejemplo, aquello que causa tanto escalofrío, de las palabras kilométricas. Verbi gratia: dieübrigenwurdenbaldgeschienden. ¿Horrible? Nada de eso. Es la cosa más sencilla. Los ale­manes gustan de escribir varias palabras juntas… pero las separan para pronunciadas: Así: die übrigen wunder bald geschieden. Lo cual significa que el alemán es un idioma sin dificultades, pero con martinga­las. Uno de estos días iré al Telégrafo y haré un telegrama a mis amigos de América deseándoles todo género de felicidades. Será un telegrama muy extenso: sólo que para que me cueste menos, lo haré en alemán y en una sola palabra (1).
(1) El precedente capítulo de mi Diario ha merecido una curiosa réplica por parte de una señorita cubana, a la que supongo bonita. Entre otros diarios de América, el “Diario de Cuba”, del 6 de enero de 1931, publicó mi trabajo y el 12 ó 13 de los mismos mes y año, la señorita Rosario Puente se tomó la molestia de enjuiciarlo, en la misma tribuna. Acojo, con gusto el alegato. Y en cuanto a contestarlo, lo contesto callándome. Podría decirle, por ejemplo, que para destacar la costumbre alemana de escribir juntas las palabras, junté yo por mi cuenta las cinco que aparecen en mi texto; pero también podría decirle que fue innecesario, pues hasta en cualquier gramática se ven palabras pegadas, haciendo una tan vasta como “Wiederholungsübungen”; podría igualmente, decirle, como ella bien lo sabe, después de todo, que cuando un alemán se antoja de escribir en letras y no en números el nombre del año, o sea, 1932, escribe: “eintausendneunhunderzweiunddreiszig”; podría decirle todo eso., pero no quiero. Con sólo reproducir íntegramen­te la glosa de la linda cubana, yo quedo descargado. Así pues, esta po­lémica: consta de tres partes: 1a., mi escrito; 2a., su retruque, y 3a., mi si1encio. ¡No hay duda de que he ganado la batalla! He aquí esa glosa:

NO ES TAN FÁCIL EL ALEMAN

Sin querer aminorar el mérito lingüista del señor Alberto Hidalgo, ni tampoco asustar a aquellos quienes después de leer su artículo sobre la facilidad del alemán en el “Diario de Cuba”, del 6 de enero, tengan la intención de tirarse de lleno al estudio de la lengua teutónica, quiero, sin embargo, entrar en algunos detalles y amplificar algunas afirmaciones de su disertación, más bien humorística que instructiva. Catorce años de vida en Alemania y estudio de la lengua alemana en Osnabrück, Hamburgo y la Universidad de Jena, me dan derecho para ello.
El señor Hidalgo podrá tener como individuo, mucha facilidad para el alemán y quedar enterado en un viaje transatlántico de toda la gramática, según dice él. Pero, en general, el alemán es un idioma difícil, sobre todo para el latino que tiene que empezar por aprender los caracteres góticos, impresos como escritos. Aunque todo el mundo en Alemania usa también letras latinas para escribir, en general no se emplean más que las letras góticas. En las escuelas, solamente en el tercer grado, se les enseña a los niños a escribir con letras latinas, cuando comienza el estudio del francés (obligatorio en los colegios).
No siempre se pronuncia como se escribe, según dice el señor Hidalgo. La “V” y no la “Y” como erróneamente se imprimió es la letra que se pronuncia como “F”. La “Y” sobre todo en palabras derivadas del griego se pronuncia como la “U” francesa. La ÜE (es­crita con diéresis) la OE (ü) y la AE (A diéresis) se pronuncian como la U y la OE francesa y la última como la AI. La OH como una J castellana gutural y la H lo mismo como en inglés. Naturalmente como en todos los idiomas, la pronunciación depende del individuo, y hasta de sus condiciones físicas bucales, lingüáceas y laríngeas. Un buen oído que distinga y sepa diferenciar las más pequeñas modulaciones, es también un factor importante.
No hace mención el señor Hidalgo del artículo, de una de las travesuras del alemán. DER, DIE, DAS, Masculino, femenino y neutro. Se dice: “Der Mond” -el luna, die Sonnie -la sol, das pferd ­-lo caballo. -¡Verdad que por muy fácil que sea, tiene que pasar algún tiempo de práctica! Porque lo que para nosotros es masculino, para los alemanes puede ser femenino o neutro.
Y lo de las palabras kilométricas, nunca he podido comprender por qué ridiculizan tanto una cosa que no existe hasta tal grado. Todos los idiomas tienen sus palabras largas. Véase como ejemplo la palabra francesa: “afranchissement”, y en español: “descubrimiento” Sí, es verdad que en alemán se unen dos, lo más tres nombres. Por ejemplo: “kleiderschrank” (armario de ropa), “prinzessinnenpalais” (palacio de las princesas), “sonntagspredigt” (sermón del domingo) pero nunca he encontrado escrita, ni existe una palabra como el ejemplo del señor Hidalgo: “dieubrigenwurdenbaldgeschienden” que quiere decir: (las obras fueron pronto separadas).
Nos ha querido hacer comulgar con ruedas de molino.

ROSARIO PUENTE.

Santiago de Cuba
Enero 12 de 1931.

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Pocos países de América poseen un carácter tan ce­ñido, tan concreto, como el Perú. Pero es atribución de sus sierras, que algunas veces se desahoga en la costa y beneficia a sus ciudades, a Lima y los puertos. La personalidad de la nación anida en lo me­diterráneo, cuya recrudescencia es la sierra, pues ésta tiene a un lado la cadena volcánica y al otro la monte­ría, o montaña, como le decimos nosotros. La sierra es lo que está más en medio de tierras, lo mediterráneo ri­goroso. Los españoles que conquistaron el Perú y los demás europeos que lo siguen conquistando todavía, pu­dieron y pueden influir en los habitantes o injertarse, pero les ha sido imposible inocular su semen en las con­creciones telúricas. Y es del suelo, del cerro, del vol­cán, de donde parte la emanación constitutiva de la peculiaridad del peruano. Arequipa, Cuzco, Puno, Ca­jamarca, Ayacucho, etc., normatizan el resto del terri­torio. Y pues los hombres no pueden tener terremotos, hacen revoluciones; y pues no les es posible desleírse en el mar como las nieves de las cumbres, agujerean el cielo de interjecciones y de puños. ¡Yo soy serrano!

16

Me produce enorme desagrado oír hablar a un espa­ñol. El inglés, el italiano, el ruso, el árabe, el japonés, todas las lenguas que no entiendo, me dejan frío; pero el castellano de los españoles me indigna. La c, la z y esas s que arrastran al pronunciar; su énfasis y sus pronombres, el vosotros en vez del ustedes, el vuestro, en lugar del su; eso y otras muchas cosas, me dan una sensación, absurda, es cierto, pero me la dan: la sensa­ción de que ellos hablan mal el castellano y sólo nos­otros, los americanos, lo hablamos bien, De todas mane­ras, no debo, pero quiero creerlos extranjeros en nues­tro idioma.

17

Algunos muchachos de la literatura, escritores unos, y simples parásitos otros, esperan con impaciencia el libro que Paul Morand ha anunciado sobre América, con el título de “Aire Indiano”. Esperan los piropos con que el superficial escritor francés les devolverá las atenciones que le prodigaron, comidas, cigarros, etc. Pues esta es la verdad: en cuanto llega algún personaje de Europa, le forman corte de honor ciertos jóvenes ávidos de figuración. Se pasean con él por las calles, se sientan a su lado en los banquetes, y consigue que éste los tome por literatos. Esa es su gloria.


18

La mayoría de los hoteles de Montecarlo exhiben, co­mo una condecoración, este letrero sobre sus pechos de piedra: “Abierto todo el año”. Innecesario reclamo. Las calles tienen un rumbo de salud; por las ventanas mi­ran las flores y por encima de los cercos se empinan los árboles para atisbar a los caminantes; atrás, como conteniendo las casas, como apuntalándolas contra el vien­to, los Alpes se entregan a las nubes. Innecesario reclamo dije, porque es la naturaleza en persona la que ha establecido en medio del aire, frente a la patria del jue­go, la ganzúa de estas cuatro palabras: “Abierto todo el año”.
No puede ser una simple coincidencia que donde se cumple lo peor de las almas se celebre la armonía del tiempo. Frente al vicio canalla, la bondad de los cielos. Es una compensación o una conjuración. Certeramente, lo segundo. Martingala de las fuerzas que presiden los destinos del hombre para torturar sus ansias, o simple astucia de los fundadores del Casino, que hicieron in­tervenir a los elementos en el cálculo de sus posibilida­des. Alguien sostiene que el paraíso terrenal se hallaba situado en la Mesopotamia, pero es presumible que si Dios no lo hubiera colocado allí, lo habría establecido en este recodo del Mediterráneo. Quiero decir que es el sitio donde las plantas prefieren brotar, donde su cre­cimiento se realiza con un desarrollo de canto, así es de gradual y soberbio, y donde sus ramas y sus hojas reci­ben goce del aire, se entregan a sus caricias y se las ve cimbrarse de voluptuosidad. El mar da aquí su ti­bieza africana, se acuesta con lentitud sobre las rocas con que los Alpes le salen al encuentro. De las mon­tañas baja un viento frío, algunas veces historiado de nieves, pero cuando llega al suelo ya está manso, puesto en sazón, sabedor de que su misión no es otra que la de causar halago.
Montecarlo tiene, pues, el clima que de no tenerlo le faltaría. El uso que los hombres dan a esta ciudad y la temperatura de su atmósfera son partes de un todo único. Están hechos el uno para el otro, como el hom­bre y la mujer. La seguida observación lo demuestra. Montecarlo es la ciudad del mundo donde hay más viejos. Según es la patria del juego, es la patria de la senectud. Por lo menos, un ochenta por ciento de la población ha pasado ventajosamente de los cincuenta años. Los hay, por supuesto, que se acercan a la centu­ria, o aun la pasan. El espectáculo que proporcionan en las calles es casi desagradable. Vejetes valetudinarios, de piernas flaqueantes y manos sarmentosas, se arras­tran por los jardines, ante el escarnio de las rosas siem­pre jóvenes. Mujeres marchitas toman el sol en las te­rrazas públicas y causan una impresión lindera de la repugnancia con sus canillas secas, sus senos ajados y sus ojos sin luz. Allí se vive entre momias. Aquello es un laboratorio de la senilidad, una exposición retrospecti­va, una vidriera de declinaciones. Yo nunca he tenido más horror de la vejez ni más asco que en Montecarlo. Aún diré más: los viejos me han sido siempre simpáti­cos, los he querido y hasta les he encontrado cierta atracción, cierta belleza. Pero probablemente era porque los veía aislados, porque mi imaginación los rodeaba de un prestigio especial. Mas después de haber vivido en Montecarlo, de haber visto esa caravana de arterioescle­rósicos, así en legión, como formando mundo aparte, asociados en el desdentamiento y la anquilosis, entonces, he tenido espanto y he salido de allí corriendo y sacu­diéndome el polvo, obsesionado y nervioso, porque me parecía que por la ropa la ancianidad se me filtraba en el alma. Y ahora digo que la frecuencia de los viejos es peligrosa y que la sociedad debe precaverse de ellos co­mo de los locos o de los leprosos.
Para mejor servir los intereses de mi observación y dar una noción exacta de lo visto, me he tomado la mo­lestia de revisar los archivos policiales de Montecarlo. Trabajo en que he perdido varias tardes, pero cuyos re­sultados me han sido particularmente provechosos. En el año 1930 entraron en Mónaco 67.854 personas. De éstas, en números redondos, 28 mil eran mayores de setenta años, 32 mil mayores de cincuenta; 2500, me­nores de treinta, y el resto fluctuaba cerca del medio siglo. A esto hay que agregar dos detalles de suma im­portancia: 1° que la población fija del principa­do, o sea la población de edades normales, apenas alcanza veinte mil unidades, y 2°, que los alre­dedores de Mónaco reciben anualmente la visita de más de cien mil extranjeros, que si bien duermen en ciuda­des y pueblos aledaños de la Costa Azul, sin contar Ni­za, en verdad viven en Montecarlo y seguramente se hallan en las mismas condiciones de edad a que me estoy refiriendo, y, por supuesto, no están registrados por la policía de Mónaco, sino por la de Francia. Además, en Montecarlo se ve continuamente a la condesa de Noai­lles, a la Mistinguette, a Gabriela Robbine, a Cecil So­rel, a Rachilde, a Colette, y a otros ilustres plesiosau­rios.
Ya dentro del Casino, frente al tapete verde, el es­pectáculo se agrava. Allí no hay sino rostros cadavéri­cos, manos arrugadas que con ritmo paralítico empu­jan las fichas hacia las casillas de sus preferencias. La mayoría de los jugadores son mujeres y, cosa extraña, parece que ellas hicieran las más fuertes apuestas. ¿Quiénes son estos viejos y estas viejas entregadas a la tibia corrupción de la ruleta? ¡Ah! Esto es lo verdaderamente curioso. Estas viejas y estos viejos son grandes lores ingleses, príncipes italianos, magnates de la industria germánica, yanquis millonarios. Todos ellos son personas de seriedad y responsabilidad ilimitadas, seres de privilegio que dirigen los destinos del mundo. Allí en Londres, en Roma, en Berlín, en Nueva York, si alguien osa proponerles una modesta partida de poker, se llaman a ofensa; ellos, los inmaculados, los puritanos, viven entre cojines, consagrados a la ternura de los nietos y al cuidado de los deberes sociales que impone la aristocracia: su austeridad es tradicional. Pero todos los años dedican un mes o dos al Casino de Montecarlo; los respetables caballeros y damas van a echar su cana al aire.
Las disposiciones policiales francesas prohíben a los ciudadanos de Francia el ingreso al Casino. De esta ma­nera el Estado vela por su moralidad y guarda su ha­cienda. El 15 de junio de 1907 se dictó una ley autori­zando el juego en las ciudades balnearias o termales du­rante la “saison des etrangers”. Lo cual explica la exis­tencia de los casinos; sirven para que el Estado desplu­me a los extranjeros. Es, pues, un robo nacional, un la­trocinio jurídicamente organizado. La propia ley con­fiesa que la lucha de las ruletas es desigual, porque si no lo fuera, ¿por qué no permitir que los franceses jue­guen también, si sus probabilidades de ganar o perder serían iguales a las de la banca, que es el Estado mismo, cuando no sus concesionarios?
Naturalmente, Montecarlo es una ciudad muerta des­de cualquier punto de vista que no sea el vicio. Es el abrigo de las malas pasiones, y los peores instintos. Toda la industria que conocen sus habitantes es la especula­ción del prójimo. Además, es la tierra del agio. Allí hay más usureros que en los demás países juntos del mundo. No hay calle, cuadra diremos, en que no nos salgan al paso esos sombríos cartelillos: “Achat de bijoux”, “Pret sur bijoux”. El sarcástico “mont de pie­té”, la casa de préstamos, es el negocio monegasco o monaquense por excelencia. El bric-a-brac es una insti­tución pública en que reposan las bases de la economía estatal. La usura en Mónaco representa a la patria; podría simbolizarse con ella las armas de su escudo.
¿Hasta cuándo tendremos esta vergüenza? Francia no puede ya por más tiempo representar su comedia. La cuestión del protectorado de Mónaco es una pobre farsa. Mónaco es Francia misma. Viendo las cosas de lejos, puede creerse en esa historieta; pero acercándose a su organización, se advierte que allí el gobierno es francés. No hay aduana propia, ni moneda, ni ningún otro factor de la soberanía. El “príncipe soberano” tiene apenas un pequeño dominio municipal, es un actor de sainete, para quien el poder se reduce a multiplicar su efigie en las estampillas de correo, única coquetería que le tolera su poderoso vecino. Se dijera que Mónaco es la cloaca de Francia, la alcantarilla por donde ella despide sus vi­cios y de donde obtiene recursos inconfesables.

19

Quiero decir del baile que es la alegría del pie. Ríe, canta, goza el pie. Se mueve a izquierda y a derecha, gi­ra sobre sí mismo, salta y cada uno de sus movimientos es como una carcajada. Como la mueca que dicta el júbilo. Corre en los pisos, se desliza en el suelo, como la aguja de una bordadora, con entusiasmo, sobre la te­la. Hay algo en él de orfebre, de mosaiquista, de pin­tor, cuando danza; graba como un buril, ensambla co­mo una mano, lame como un pincel. ¡El pie cantor! Si hablase, diría que el suelo es el cielo invertido, el de aquí abajo, el paraíso suyo.          .
Los hombres somos unos bellacos. Consideramos que la Patagonia es una región sin importancia, y no es así. Buenos mozos o feos, inteligentes o torpes, sin los pies haríamos poco o nada. Reconozcámoslo. A ellos debemos nuestras mejores conquistas femeninas. Hay una línea de comunicación, acaso un telégrafo secreto, que va de los pies a los corazones. A un buen bailarín no hay mu­jer que se le resista. La prueba la tenemos en que las chicas conservan su entereza durante todo el año para sacrificarla en carnestolendas; bravamente se defienden de los embates de sus galanes, pero en el carnaval se en­tregan como mansos corderos a la guillotina de una son­risa. Y esto por culpa del baile.
Aprendamos todos a bien bailar, porque la danza es el vehículo de la vida y la gracia. Yo amo el baile sobre todas las cosas. Creo en él como se cree en Dios, irrazo­nablemente. Sólo tengo un enojo con él. Mi fastidio proviene de la alianza que he descubierto entre los pies y las entrañas femeninas. Es algo que la fisiología no lo registra y debieran explicamos los hombres de cien­cia. Sin que estalle el amor en las almas, o, por lo menos, sin saberse en qué momento ocurre, después de una buena jornada de danzas, resultan siempre en “estado interesante” las chicas. Y ellas son las primeras en sor­prenderse, porque jamás pierden su divina inocencia. ¡La culpa es de los pies!

20

Yo hubiera querido escribir contra esto y no contra aquello. Pero el hombre propone y la máquina dispone. La máquina, sí, la máquina. Ha de saberse que no soy un escritor de orden común. De mí no puede decirse, como de otros, que tenga una pluma magnífica. Ah, no: ¡yo escribo a máquina! Y la máquina, cuando uno se coloca ante ella y empieza a recorrer sus teclas con los ojos antes que con los dedos, la pequeña y querida máquina, se da a inventariar nuestras ideas y a acomo­darlas a la dura verdad. La máquina es la colaboradora más consecuente y eficaz del escritor moderno: ella le dicta algunos pensamientos, le refrenda otros y modifi­ca sus conceptos, si son erróneos.
Además, nos suple. Desempeña nuestro oficio con más honestidad y presteza que nosotros mismos. Los que estamos acostumbrados a vivir de la pluma, digo de la máquina, tenemos, según el resto de los mortales, momentos de fatiga. Sentimos, de repente, reducirse la ca­pacidad de nuestro sombrero, es decir, embotársenos la cabeza, agrandarse súbitamente y dolernos hasta la urgencia de las aspirinas. En esos momentos no somos aptos para pensar una sola cosa ni pergeñar una sola línea. Mas no pensar es un pecado leve, pero no escribir es un pecado grave, al menos para nosotros, gravísimo, mortal; si no escribimos, perecemos de hambre, pues vivimos de la pluma, digo de la máquina.
En tales circunstancias nos sentamos frente a la mesa en que, cordial y fiel, nos sonríe el teclado de la máquina. ¿Es una mujer? Seguramente hay algo de fe­menino en ella, pues nosotros, sin darnos cuenta, comenzamos a apretarle los pezones de las letras, primero con suavidad, luego con éxtasis. El lector sabe bien cuán verdad es todo esto, porque las veces que tiene una mu­jer entre las manos ha de tocarle con la punta de los dedos las teclas de los senos, cual si ella fuera a su vez una máquina de escribir. Y así como seguidos unos minutos, el amor acontece con las mujeres, así de pronto nos encontramos con los artículos hechos. Porque la máquina los piensa, los desarrolla y los escribe por cuenta propia. Según si se invirtieran los papeles, se­gún si ella fuese el escritor y nosotros el instrumento.
Cuándo nuestras escrituras son realmente fruto de nuestro caletre y cuándo lo son del procedimiento mecánico, es cosa que el agudo lector debe discriminar. Pe­ro quiero ayudarle. Y le digo que los trabajos más nuestros, los que mejor reflejan nuestro pensamiento, son aquellos que la máquina escribe y no nosotros. Por­que cuando los escritores pensamos lo que escribimos, hacemos un cálculo de consecuencia y posibilidades, nos ponemos al servicio de un interés X o Z, algunas veces noble, pero siempre predeterminado y horro de espontaneidad. Así me ha ocurrido hoy: he escrito contra esto y no contra aquello. Y lo que he escrito es lo contrario de cuanto pienso; lo ha escrito la máquina y es, desde luego, lo más exacto. Tal es el superrealismo.

21

A la legación de Lituania, país en que nació uno de los mayores poetas vivos de Francia, voy a ver a Milosz. Durante siete años ha sido su ministro en París, y ahora sólo tiene allí una pieza, recordada de libros y de ami­gos. Ya no posee cargo alguno de su patria, ni siquiera mínima sinecura, y pienso que acaso esta circunstancia le habrá hecho más frecuentes los libros y menos abun­dantes los amigos. Comprobación que dan las mesas don­de reposan las lecturas dispersas y esta soledad que rompe de pronto mi apretón de manos.
Hay un encanto especial en hablar de un hombre a quien nadie busca, pero cuyo tamaño se sabe posible desde la tierra al cielo. Hay un poco de voluptuosidad en ello. Las palabras mismas muestran de súbito una ternura de durazno, se hacen sedosas sin resbalo como la piel de los antílopes y caen luego en el papel con lentitud de curva. Todo adquiere horizontes de abrazo y virtudes de virginidad. Aun los conceptos banales, que es obligatorio transcribir, pues sin ellos el público se daría vuelta, se solidarizan con el entusiasmo, forman el íntimo canevás de la charla, el canevás donde los acier­tos pueden hacer piruetas para exhibirse.
Milosz tiene cara de santo, porque seguramente lo es. Hemos de ver su nombre inscrito en los calendarios. Sé que los años están revisando sus días para consagrarle uno. Sé que en las pequeñas iglesias de los alrededores de París, en esas iglesias sombrías, polvorosas y medio muertas de frío de las campiñas próximas, hay santos que si lo vieran entrar se caerían al suelo con toda su miseria de yeso para cederle el lugar. Sé que yo y tú, lector, le oraremos cualquier noche. Es alto, porque está probado que el misticismo no cabe en los bajos. Es flaco, porque exporta su corazón hacia los hombres y ellos nada le devuelven. Sus ojos miran con fijeza de clavos, con una mirada negra que evidentemente no es natural, sino que él ha aprendido en esas pinturas de monjes de los primitivos italianos. Sus manos, largas y magras, por lo general quietas, conocen el camino del rezo. En su rostro son sonrisas las arrugas.
Me habla inmediatamente del Perú, y mis ojos le en­dilgan una actitud de gracias por lo que yo supongo una obsecuencia adrede. Pero me engaño, pues a poco co­mienzo a enterarme de que este hombre sabe del Perú más que yo mismo. Y para que no me queden dudas, él lo afirma al punto:
-Conozco a fondo la historia de su país, sobre todo el capítulo precolombiano. Le digo a usted que tengo anotado al Perú entre los dos o tres países a los que tendré que ir algún día y por los que mi muerte será menos triste después de haberlos visto. Esa cosa vaga y como soñada que se conoce con el nombre de “edad de oro” del mundo, eso debe haber sido la época de los In­cas. Su cultura me parece tan pura como no hay otra entre las civilizaciones antiguas, ni siquiera la azteca. Su organización social es la más completa que hasta ahora hayan implantado los hombres. Y no sólo vale más que la actual, sino que acaso pudiera ser mañana la salvación del mundo. Los teorizantes del comunismo se ve bien que se inspiraron en la sociología incaica, aunque traicionando la esencia de su doctrina, pues mientras los quechuas practicaron un comunismo inte­gral, los rusos se han limitado a confeccionar un comu­nismo económico, lo que no puede ser más absurdo. Es lo que marca a todas luces su diferencia: el del Perú era un pueblo que se gobernaba a sí propio, casi con exclusión de autoridad, pues en el Inca más residía la religión que el poder; en tanto que en Rusia se ha ne­cesitado ir a la dictadura de una clase -el proletaria­do,- tan antipática como cualquier otra. ¿Y qué se ha hecho semejante al reparto de la propiedad en aquellas épocas?
La voz de Milosz se apaga cual una luz. Es tranquila. Viento no la mueve ni pasión la fatiga. Es dulce, pero firme y gruesa de algunos centímetros. Llena la habi­tación. Los rincones no la reproducen, porque le tienen respeto, mas en el aire queda flotando un buen rato, sin eco, es decir, muda, callada como la sombra. Todo lo que dice la voz contiene una afirmación, más no tiráni­ca no para que los demás la acepten, sino la crean. Es su verdad, y eso le basta. Es una voz que no habla, sino que predica, porque está llena de convicción. Mis preguntas dan un rodeo al cuarto, para llegar a lo que quie­ren, que es él, y él contesta:
 -No escribo más. He dicho todo lo que tenía que decir. Y he dicho bastante. Mi libro “Los Arcanos” es mi obra definitiva. Como lo hice seguro de su camino, al final de sus páginas asenté mi silencio. Sé que no debo hablar, como sé que mi obra es imperecedera, que me sobrevivirá, ¡y de qué modo! Cuando una obra se ha cumplido en la exactitud de su proyecto, no debe intentarse nuevas, porque ellas sólo alcanzan a turbar la magnitud de aquélla, y cada hombre sólo trae con­sigo una obra, una obra sola.
Tal afirmación, en otros labios, sabría a pedancia, a egolatría. Pero en los suyos, que saben costumbres de plegaria, tienen mucho de unción. Como que contagia: a la garganta me sube no sé qué angustia, a mis ojos arriba la ternura. Él no ve esto, y sigue:
-La poesía se busca con tiento. Salimos de nosotros, llegamos a las cosas, nos confundimos con los elementos, espiamos todo para encontrar ese secreto y no lo ha­llamos, pero a la vuelta, acaso tarde, nos damos cara a cara con él. ¿Dónde estaba? Vivía dentro de nosotros, y quizás hacía viajes para buscarnos, porque él también tenía su tragedia, pues todo secreto es triste y está a la espera de quien lo diga. Si Dios me concede la merced de mandarme otro dolor, entonces seguramente volveré a escribir. Pero no ha de llegar, porque cada hombre, igualmente, nace con un secreto, uno solo, nada más. Nuestra vida es sólo un mensaje, y yo he dado el mío. Lo demás es literatura, oficio. Para mí, el silencio es también una misión.
- ¿Celebridad?
- Ninguna. Soy un poeta desconocido. Recién hace dos años, a los cincuenta y dos de mi nacimiento, he encon­trado un editor para un libro de poemas, que es una antología de los míos. Yo he sufragado, siempre sin reembolso, el costo de mis ediciones, que por lo demás es lo que hace la mayoría de los poetas franceses. Y naturalmente, las he hecho cortas, pues no pasaron nunca de quinientos ejemplares, y algunas sólo tuvieron doscientos. Ya sabe usted que en Francia la poesía goza de un destino miserable.
Esta historieta del desvío público es en cierto modo una coquetería de Milosz. Hace pocos días ha sido representado en Bruselas, en el Teatro de Bellas Artes y con un éxito verdaderamente apoteósico, su misterio “Miguel Mañara”. El drama fué puesto en escena por la Compañía de Hermanos de San Lamberto, dirigida por un joven dominicano, el padre Fasbender. Un miem­bro de la Compañía había descubierto, hace dos años, en el escaparate de un librero de viejo, en París, el misterio de Milosz, una obra de misticismo e introspección, edita­da hace veinte años y olvidada desde entonces por la “Nouvelle Revue Francaise.” El sacerdote, maravilla­do de su hallazgo, llevó el pequeño libro a Bruselas, y debido a ese azar el nombre de Milosz anda en los vien­tos de la fama.
Le digo mi admiración por “Los Arcanos” y “La Confesión de Lemuel”, declarándole que prefiero este libro a aquél, por su purísima emoción poética; y como recuerdo cierta nota del primero, que parece encubrir una acusación de plagio al profesor Einstein, le hago en el acto una pregunta categórica.
-En efecto, desde un punto de vista de poesía pura, la “Confesión” es superior a “Los Arcanos”, por la interioridad de sus poemas, porque son más directos y desligados de lógica. Pero considerando “Los Arcanos” en conjunto y como tratado de metafísica pura, es fácil advertir que ese volumen es mi obra maestra. En cuan­to se refiere a las analogías, comprobadas por algunos, entre mi filosofía y la teoría de Einstein, creo que ellas son extrañas a toda influencia mía sobre el matemático, o viceversa. Las dos filosofías aparecieron simultánea­mente en 1916; yo no conocía ni el nombre de Einstein y él ignoraba probablemente el mío. Por otra parte, su teoría se apoya en ecuaciones, mientras la mía es resul­tado de la intuición pura. La analogía resulta de la fuente común, el espíritu mismo del tiempo, admirable y trágico, en que vivimos.
Lo empujo, con disimulo, hacia otros temas, de los cuales ya se me escapó temprano: el cómo juzga a sus contemporáneos. Conoce -afirma- a pocos o los co­noce mal. Pero yo insisto y echo a rodar el nombre de Paul Valery, condimentándolo con todos los horrores que acostumbro echarle encima. Milosz se sobresalta un poco, no mucho, por mi agresividad, me llama “Marat de los malos poetas”, y cae en el lazo:   ­
-No hay en Francia un gran poeta. Valery es poco, es nada. Mallarmé, su maestro, era por cierto un poeta grandioso, casi un monstruo, pero él no tiene miras de alcanzarlo, no obstante de que se le ven ganas de seguir­lo. Ahora, hasta empiezan a recitarlo las niñas en los salones de buena sociedad. El otro día una jovencita de­clamaba las estrofas del “Cementerio Marino” con una suerte de arrobamiento, de éxtasis de veras caracterís­tico. La poesía, compañero, es tal cosa, que apenas uno puede creerse gran poeta cuando ocurre un milagro: cuando el verbo hace danzar a las piedras. Sólo es poeta aquel que consigue ser entendido por ellas. Yo no sé si mis poemas abren las orejas de las piedras y si las ha­cen danzar, pero sí aseguro que ellas no danzan nunca con el señor Valery; con él danzan las jovencitas.
Y como su voz se apaga, la pieza se queda a oscuras, y yo salgo.

22

Quiero compadecerme de los nenes que el 29 de fe­brero vienen al mundo, es decir, de aquellos que nacieron en esa fecha el año pasado, por ejemplo. Se de­bería prohibir los nacimientos en ese día. Pobres infe­lices sin aniversario, a quienes está negado el pre­texto de que les hagan regalos y los feliciten. Son cual una irrisión, cual si en el fondo fueran inexistentes. ¿Pueden estar seguros de que han nacido los que no tienen onomástico? ¡Qué tragedia la suya! Cuando hayan crecido y tengan novia, ésta les prometerá darles el primer beso el día de su cumpleaños o hacerles un ob­sequio todavía más íntimo y apetitoso, y los pobres dia­blos se quedarán turulatos ante una perspectiva seme­jante.
- ¿Cuándo es tu santo?, -inquirirá la novia. - El 29 de febrero, -dirá el mancebo.
Y la doncella, sin darse cuenta exacta de lo que escuche, anotará en su carnet de apuntes la fecha histórica, la del día en que deberá entregarse a su amador. Llega­rá febrero, y el 28 la muchacha dormirá intranquila, pensando en los abrazos y otros amoríos del día siguien­te. Su despertar será tremendo, porque los calendarios le dirán que se halla en el 1° de Marzo. Su primera acti­tud consistirá en una autorrecriminación; querrá tirar­se de los cabellos o tomar cianuro, por haberse quedado dormida durante todo el día. Pero de pronto entablará con alguien un diálogo riguroso:
- ¿Ayer no fué lunes?
- Sí, lunes 28 de febrero.          
- Entonces hoy es martes 29.
- No. Hoy es martes 1° de marzo.
- ¿Y el 29?
- El 29 no existe.
Y cuando le expliquen que su novio nació el último día de febrero de un año bisiesto y no tiene cumpleaños, le parecerá un monstruo, un fenómeno de la, naturaleza, acaso un enviado del diablo, y entonces el amor que le tenía se disipará en su alma como el vuelo del humo en la anchura del cielo.
También debería prohibirse las muertes en ese día. No es justo que unos cristianos fallezcan sin la esperan­za de que serán recordados al cumplirse el año, y los subsiguientes, de su deceso. No sabiendo cuándo celebrar con congoja el día de su desaparición, sus deudos se acostumbrarán a no llevarles flores a sus tumbas. Y los muertos se sentirán más muertos, olvidados definitiva­mente, doblemente muertos, porque lo estarán hasta pa­ra el recuerdo.

23

Rara vez los escritores de genio se ocupan de política. Es más, la desprecian. Puede ser que en cuanto hombres tengan relaciones con ella, pero no en cuanto escritores. Un escritor nato puede estar afiliado a un partido, te­ner un credo político, asistir a los comités y aún salir a las calles en manifestaciones al lado de una bandera y hasta demostrar cierta facilidad para la acción, pero lanzarse al sostenimiento escrito de esta o aquella teo­ría, eso no lo hace nunca. La política es para él una cosa más o menos inconfesable, como algunas necesida­des domésticas, o privadas, como los afectos personales o las cuestiones de conciencia. Sino a él, a su obra, le repugna la política. En el fondo, como queda dicho, la desprecia. Ahora los políticos, según declara Paul Pain­levé, se ríen de la literatura. Magnífico. Ojalá que el desaire o el menosprecio de los políticos aparte para siempre a los escritores de la política. Saldrá ganando la literatura.

24

Pocos escritores franceses envían sus libros a colegas de América. Casi diría que sólo lo hacen los que se de­dican al estudio de letras castellanas, Larbaud, Mioman­dre, Martinenche, etc. Los demás, no tienen la menor preocupación por nosotros. Hasta nos ignoran, y los hay que se sorprenden de que ya haya escritores en América. Siguen pensando que sólo producimos trigo y ganado. Sin embargo, hace unos años, recibí un pequeño libro de un autor desconocido: Carlo Suarés. El libro se llamaba “La Nouvelle Creation”, y su lectura me produjo asombro. No era un poca cosa el principiante, sino que su obra anunciaba a un escritor de raza, a un temperamento tan personal y tan agudo que marca­ría época. Tiempos después, de paso por París, fui a verlo. Y mi primera pregunta fué el averiguarle por qué le había dado el naipe por enviar su libro a escrito­res de un idioma que él ignoraba. No era un simple pro­pósito de difusión de sus ideas, me dijo, lo que él había perseguido, sino el presentimiento de que en la Améri­ca del Sur estaba el porvenir de la inteligencia. Aquel hombre que así pensaba y cuyo porvenir alcanzó mi ol­fato, ha respondido a la espectativa. Poco tiempo des­pués dió a conocer unos impares poemas en los “Cahiers de l’Etoile”, y acaba de publicar un libro; “La Co­media Psicológica”, en el que estudia todos los proble­mas de la poesía con acuidad y fineza grandes. Digo que este libro de Carlo Suarés es una de las obras en que más profundamente queda investigado el misterio de la poesía moderna. Es un libro único.

25

El sombrero de Ricardo Rojas es su biografía. Si de unos escritores puede decirse perogrullescamente que escriben con la pluma, de Ricardo Rojas puede afirmar­se que ha escrito con el sombrero. Con el sombrero, el cuello militar, la corbata volandera, la tez enemiga del agua, y todo su aire, medio real, medio postizo, de santiagueño bravo y desaprensivo. No discípulo, sino apren­diz de Rubén Darío, nació, para su desgracia, en una época de indecisión literaria en la República Argentina. Y así, mientras por una parte tragaba las ruedas de molino del modernista nicaragüense, por la otra no se desposeía de la objetividad de maneras y traje que pa­ra los postrománticos eran atribución de la poesía. Aque­llos hombres se hacían crecer la melena y se colocaban bajo chambergos de alas solventes, porque imaginaban que sin eso sus personas, si no sus obras, podrían apa­recer menores ante profanos o neófitos. Rojas hizo eso. Y lo hizo con eficacia. Pues no él, sino su sombrero, con­quistó elevadas posiciones en las letras, en el periodis­mo, en la cátedra. A su sombrero, y no a él, se le nom­bró primero Decano de Filosofía y luego Rector de la Universidad.
Esto equivale a decir que Ricardo Rojas ha sido un mito en la literatura argentina. Como Yrigoyen en la política. ¿No habrá una predestinación en estas viruelas radicales que a la vejez achacan al autor de “Eurindia”? Ricardo Rojas ha ido hacia Hipólito Yrigoyen por ley de atavismo. Pero atavismo en el sentido zoológico de la palabra, o sea la “tendencia de los seres mestizos a volver al tipo originario.” Rojas es una estructuración de la mentira. Es el valor ficticio, convencional, el ente mítico. Ha alcanzado nombre y no figura. De ahí su patetismo.
Mal poeta, no: pésimo. Todavía peor. No es un poetón ni un poetastro. Es un vicepoeta, un subpoeta. Aún más, su calidad de nada, es decir su ausencia, sólo se puede representar de modo matemático, diciendo que es un menospoeta. Menos con el clásico signo: -. ¿Quién re­cuerda alguna estrofa suya? “Los lises del Blasón” es un libro tan malo que no puede citarse ni como ejemplo de lo peor. Cuanto cuentista, Rojas no llegó a serlo. Recogió algunas leyendas de tierra adentro, tentando la creación de una literatura vernácula, mas lo hizo tan con pies de plomo que su pesadez empachó a los audaces lectores que pudieron llegar hasta la página ciento y pico de su “Blasón de plata”. Crítico, todos sabemos que nadie lo escuchaba, decía pamplinas gramaticales, suspiraba conceptos didácticos, y naturalmente no ejer­ció la más liviana influencia. De su labor de historiador literario sólo se sabe que dedicó los varios tomos de su engendro a Jorge Mitre para obtener los favores de su diario, y eso en palabras latinas, a fin dé que los igno­rantes de lenguas clásicas, que somos los más, no nos enterásemos de su desvergüenza. Y finalmente, y sobre todo, quiero tener una palabra para su estilo. No quiero que se nombre al floripondio al hablar de Ricardo Ro­jas. Eso es una ofensa para el floripondio. El floripon­dio siquiera es imponente. Como que hasta alcanza cua­renta centímetros de anchura. Y un aire de majestad que Rojas no usa. El estilo de Rojas es el de la magno­lia. Pétalos carnosos como sus labios y su prosa enfática; olor no del todo desagradable, según sus adjetivos intrascendentes; colores cursis, gratos a las niñas, como su rimbombancia que oyen los bobos sin intuición ni le­tras. Ricardo Magnolio Rojas.
Desde que Rojas comenzó a dedicarse al magisterio, su calidad de escritor, que nunca fué alta, bajó aún mu­chos puntos. La docencia es una actividad mental muy respetable, pero es la menos literaria que existe, aunque parezca paradójico. El escritor no puede ser sino escri­tor. Por eso, serlo bueno supone serlo en absoluto, y serlo en absoluto es un heroísmo. Con todo, en la Ar­gentina, donde no hay la profesión virtual de la litera­tura, se promiscua a menudo. Hasta los mejores. Mas para lo que no hay perdón, es para el asalto de las si­tuaciones políticas. Cuando un escritor que jamás supo una jota de política se embarca en ella, y más si es vie­jo, hace eso porque él mismo se considera liquidado como escritor.
Este es el caso de Ricardo Rojas. Por lo cual, a fin de evitarle molestias a su cadáver, no tengo inconvenien­te en extender su partida de defunci6n.
Aquí reposa.

26

Nos entendemos Tristán Tzara y yo. Nos sacamos un pretexto de cualquiera parte de la conversación y lo acariñamos a la vez con nuestras manos. Hace un instante no nos conocíamos, pero ahora que nos miramos el pensamiento dejamos que las palabras se ocupen de nuestros años, con la total confianza de dos personas que después de haberse desnudado juntas tienen dere­cho a preguntárselo todo. Así, vimos el día anterior y nos adelantamos al siguiente, comprobando cómo las veinticuatro horas de su transcurso tenían para los dos los mismos sesenta minutos cada una. Sorpresivo. Sor­presivo, que habiendo sido casi posible que mientras el uno estuviera parado con la cabeza para abajo respecto del otro, pues esa es la distancia que en lo literario hay de América a Europa, las ideas de ambos se hubiesen mantenido de pie hacia la misma dirección. Mientras Tzara calla un momento, para lanzarse luego del des­canso sobre el propósito siguiente, yo me pregunto si no me habré vuelto transparente y este hombre no es­tará repitiendo lo que en mi ve. ¿Será un hombre de ojos de rayos X con los cuales descubre la ocupación de los cerebros vecinos? ¿Será un plagiario en potencia, un plagiario anterior a la existencia de lo plagiado? ¿Una nueva forma de plagio? Decididamente, esto lo ignora Oliverio Girando. Si lo aprende, ya no nece­sitará, para escribir sus poemas, tener ante los ojos sobre su mesa de trabajo los libros ajenos; los copiará antes de que se los haya escrito, y entonces yo pareceré un mentiroso, pues serán ellos los sustractores y él la víctima. No, me digo, no puede Tzara, no podrá nadie, sobrepasar a Oliverio Girondo en esas artes. Lo que ocurre es que yo tengo una fuerza magnética grandiosa, y le estoy trasmitiendo lo que debe decir. Antes de escribir estas cosas, me gusta oírlas con voz distinta de la mía para enjuiciarlas con independencia. Eso es lo que asegura la imparcialidad de mis alegatos y prueba la cuantiosa solvencia de mi espíritu crítico. Le paro a Tzara el tráfico de sus frases para comunicárselo inme­diatamente:
- Estoy escuchando su monólogo conmigo mismo.
            Tzara, tan perspicaz, tan inteligente, tan zahorí, buen estudiante como es del arte de madrugar de las alondras, me pone esta respuesta precipitada:
-El acuerdo de las inteligencias es un monólogo per­manente.
Después de una sentencia semejante, ya no me queda sino levantarlo a las alturas del respeto. Él lo nota, y aceptando de inmediato la categoría de padre que le regalo, empieza el ejercicio de su autoridad. Como yo suelto un aserto que disminuye un poco el valor de Breton, me ordena:
-No diga usted eso. Breton vale por lo menos tanto como Aragón. ¡No vuelva usted a declarar aquello!
Me entraron ganas de responderle: “Está bien, papito; ¡no lo volveré a decir!”; pero advierto que es más lucrativo aprender en silencio la lección, y que, por otra parte, ahí puede empezar la bifurcación de nues­tros pensamientos. Me resulta más provechoso asistir a sus opiniones y no a las mías, pues para escucharme no hacía falta haber salido de mi casa.
A Tzara no se le escapa nada; está siempre alerta al vuelo de los gestos o las miradas. Además, presume lo no acontecido aunque verosímil. Ha comprendido el carácter limosnero, dadivoso, de mi acatamiento, y ya a rechazarlo con toda energía. Para lo cual me insulta:
-Ustedes, los americanos, sí que son grandes poetas. ¿Pero es verdad que los mejores son Supervielle y Hui­dobro?
            Conozco los centímetros de la puñalada, porque ya me la habían dado en otra esquina, y la atajo con una serenidad y una elegancia dignas de aplauso:
- Huidobro y Supervielle son tan buenos poetas que en Francia misma, como a usted le consta, no son los peores. Entre nosotros gozan de estimación, mas a na­die se le ha ocurrido jamás considerarlos entre los pri­meros. Están bien, pero tenemos poetas más memorables.
- ¡Ah! -respira Tzara en otro tono,- hay que escribir eso. Esta misma noche les contaré a los superrea­listas que Supervielle y Huidobro no son los poetas más grandes de América. Teníamos que creerlo, porque ellos nos lo habían dicho.
- Por otro lado -le afirmo, dejando bien señalada la cuestión,- para nosotros, ambos son poetas fran­ceses. Es en este idioma que han acometido sus princi­pales obras. Y es extraño que ustedes no se resuelvan a aceptarlos definitivamente en su comunidad. De Su­pervielle sé que es ciudadano francés.
- Se lo explico. Jurídicamente, la ciudadanía es una cuestión de pura comodidad. Se pide la carta de naturaleza para gozar en el país de residencia de ciertos de­rechos civiles o políticos, mas de ninguna manera se la entiende como suplantación de la nacionalidad. Esto no lo niegan ni los reaccionarios. Tiene jerarquía de mueble, y se la usa: mientras se quiere. Es revocable por el que la otorga y renunciable por el que la obtiene, en cualquier instante, y aún es posible el aprovecha­miento de su duplicidad. En cambio, lo que modifica la nación, es el hábito exclusivo de un lenguaje. Sin es­tar establecido en leyes, hay una exigencia tácita de aban­donar para siempre el idioma de origen, si se desea ser con­siderado escritor de otra lengua. Nada de literatos bilin­gües. Es la norma, en Francia al menos. Heredia fué poeta francés, e ignoro si adquirió la ciudadanía, pero todos saben que nunca escribió en castellano. Yo soy poeta francés, y para serlo no uso el rumano y aun lo he olvidado, aunque si bien, contadas las razones que enuncié, me he convertido en ciudadano de Francia. En cambio, Milosz sigue siendo ciudadano de Lituania, y aquí nadie pone en duda su condición de poeta fran­cés, a causa de que sólo como francés se expresa. El idioma es la patria. En todas las artes es así: ¿no ha visto usted cómo Picasso y Chagall pintan en francés?
Y Tzara se levanta, me mira con fijeza unos segundos y abre la ventana con un gesto de arrojar fuera del pla­neta a Supervielle y a Huidobro. ¡A ver si los recogen el Uruguay y Chile!       
Tzara no es más pequeño de lo que parece. Ya lo pa­rece bastante. Es como yo, o como cualquier otro que pueda alcanzar el cielo con sólo mirado. Después de todo, tiene el tamaño más adecuado para no ser grande. También consigue mirar el piso sin esfuerzo. Habría podido ser más alto; él, de seguro, no se habría opuesto aun decímetro de yapa, ¿pero eso qué importa, si igual­mente sabe trazar unas magníficas elipses desde la tie­rra a los astros? Usa a menudo en sus versos las pala­bras grandes, la distancia, la eternidad, el fuego, y quizá a causa de la estatura que él posee, ellas se dejan manipular sin miedo, pues si se caen al suelo no hay riesgo de que se destrocen por entero. A otros poetas se les ve doblegarse bajo el peso de ciertos tópicos, los atra­pan por añadidura y con recelo y en seguida los suel­tan, cuando no declaran que hay que abolirlos porque es de mal gusto y antimoderno su usufructo. Anécdotas con que se encubre el disimulo. Tzara, no. Tzara se adentra en su amistad con bizarría de torero, con valor de hombre pequeñito, inmoble y bien clavado donde se halla.
Tzara habla como si se dejase hablar. Pone su charla sobre la mesa, sobre los libros, sobre los objetos; la co­loca en sitios determinados con el ademán de los ventrí­locuos, para que se la vea por si no se la oye con claridad. Los sordos no tendrían pretexto de queja con él; no obstante de que la extensión de su voz no es tanta que pueda salirse de la pieza, teniendo eso sí la suavi­dad aterciopelada de lo persuasivo. Entonces uno va viendo sus argumentos, gira alrededor de ellos para contemplarlos por todos sus costados y convencerse de su solidez. Si alguno es débil, si le falta esa consistencia de lo que no está vacío, se le puede tomar en la mano y desmenuzarlo con los dedos. En ese caso, Tzara se apo­dera de él, pero no para salvarlo o corregirlo sino lisa y llanamente para echarlo al canasto. No es hombre que defienda lo quebrantado.
Se discrimina a sí mismo, deslinda las posiciones de ayer y abre interrogaciones sobre sus posibilidades si­guientes. Rechaza, si por descuido le cae desde nuestra ingenuidad, el mote de vanguardista. No, ¿qué es eso? Su invención del dadaísmo la deja situada en el punto de la exportación de la conciencia. El súper realismo o la escuela de la acción literaria, no dé la obra literaria. Amigo personal de todos ellos y admirador de algunos. Ahora, él escribe para comprenderse a sí mismo. Vuelta a los temas eternos, a las palabras comunes. Retorno a la claridad de las formas, pero entendiendo que ellas deben reflejar la oscuridad de lo profundo, que es por naturaleza oscuro. La imagen como recurso sin obliga­ción, mas aguzando el cuidado de sus peligros. ¿Su ca­rrera? La que se inicia con “El Hombre aproximativo”.
Nos desprendemos dándonos las manos.

27

Oigo hablar de decadencia de la poética, de que la poesía desaparece y que, dentro de pocos años más, ya no se escribirá versos. Ayer me lo dijo, categóricamen­te, un poeta de mérito; me dijo que la poesía, ya no funciona y que está convencido de la ninguna eficacia expresiva, en nuestro tiempo, de ese arte. Disiento, di­siento en absoluto.
No es el arte el que está chico, sino los hombres. Ya en nosotros no hay verdadero sentimiento poético. Y nos preocupan más las formas, lo pasajero, que pene­trar el misterio, el gran misterio, de la poesía. Por eso, por esa preocupación formal, es que están volviendo a tomar auge entre algunos jóvenes los moldes tradicio­nales de la retórica española: el soneto, el romance. Los imitadores de Góngora han dado en propalar que hay que volver a “las formas” para dar mejor la medida de las almas. Y no confiesan que lo que falta es imagina­ción, porque las formas no afectan en lo más mínimo a la poesía. Esta puede darse en sonetos o en versos li­bres, pero no hay que deliberar sobre la conveniencia de una u otra.
Sostengo que esto, también, obedece a una cuestión de pura política. Como en España se ha vivido los últi­mos años imitando a América (primero los modernistas copiando a Darío, y los ultraístas, luego, copiando a Huidobro), los españoles, para independizarse de nosotros, se lanzaron sobre Góngora, es decir, fueron a buscar su tradición española. La génesis de este mo­vimiento tiene pues una base más política que estética.

28

¡Ah! La muerte es la publicidad definitiva de los escritores, lo que les abre de par en par las puertas del triunfo, su más barata y su más certera propagandista. Los editores pueden devanarse los sesos buscando el modo de atraer la curiosidad del público sobre un es­critor vivo, pero es en vano: sus libros, al menos, entre nosotros, en América, no se venden. Mas si a ese escri­tor un buen día se lo lleva la muerte, entonces, se agotan los tirajes y la consagración de la crítica aureola la memoria del desaparecido. Es lo que ha ocurrido con Güiraldes, Ricardo Güiraldes fué, en vida, un literato casi inédito. Sus libros circulaban apenas entre sus amigos y los editaba a costa de su peculio personal. Nunca tuvo editor. Además, no solamente la crítica silenciaba su obra sino que cuando la juzgaba, su fallo era adverso. Uno de sus libros de poemas y variedades sirvió muchas veces para el comentario burlón. Las fie­recillas literarias reían aquello de “la luna, pulcro bo­tón de calzoncillo”. Pero he ahí que un día Güiraldes cae para siempre. Esa desgracia, irreparable para las letras argentinas, coincide casi con la publicación de “Don Segundo Sombra” que ya estaba teniendo más o menos la suerte de sus anteriores volúmenes.
Y lo que fué silencio se tornó algazara; lo que fué in­diferencia se volvió entusiasmo; lo que fué frío se con­virtió en admiración. El libro corrió la suerte que todos conocemos. Se dijo entonces que Güiraldes había dado su obra maestra, que aquel libro dejaba muy por detrás a los otros. Mas el éxito, que usa táctica de cadena, atrajo la atención sobre los restantes libros de Güiral­des. Aparecieron los editores, se multiplicaron los co­mentarios. Y poco a poco se llegó a descubrir que “Don Segundo Sombra” no era un valor aislado, que ni si­quiera es el mejor trabajo de su autor, pues por lo me­nos tan buenos como; ese son “Xaimaca”, los cuentos y los poemas. El milagro estaba operado. Hacía falta que aquel hombre desapareciera de entre los vivos para que se reconociese la importancia de su labor. ¿Con cuántos otros ocurrirá lo mismo?

29

No suelo tener en cuenta la edad de las palabras. Esa es pericia de filólogos, desdeñable a mi ver. Siempre creí que el estudio de lenguas y gramáticas es manera mejor o peor de aburrirse. Y todavía no conozco ese estado. Mas hoy se me ocurre pensar en los años que tiene la palabra libertad. Ignoro su cifra, pero supongo que ha de ser más vieja que la condesa de Noailles. A pesar de ello, todos la perseguimos por calles y mundos, la regalamos nuestros mejores años y a algunos cual­quier madrugada nos cortarán la cabeza por ella. ¡Es una vaina! El día que se funde un partido antiliberta­rio, me embarco en él. Y reclamo para mí el honor de redactar los estatutos. ¡Qué goce el mío cuando esté escribiendo el capítulo de las prohibiciones! Ese será el de mayor importancia y uno de los más difíciles de apli­car. Mas no haya temor, que si el partido conquista el poder, me haré nombrar guardián del orden público. Ya se me verá en una esquina, enarbolando mi varita roja al paso de transeúntes indeseables. Si acierta a pasar por mis dominios algún desertor de las convicciones, le gritaré: “¡Prohibido lugonizar!" Y lo pasaré nomás al calabozo.           

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Los días que llevo en Alemania me sugieren tales con­sideraciones. Pues si Alemania no es la tierra de la li­bertad, es la tierra de las no prohibiciones, o del anti­prohibicionismo. Se puede hacer aquí cuanto se desee. Nada está prohibido, ni lo ridículo. Este concepto liber­tario de la existencia, es algo tan germánico, tan in­manente, tan profundamente enraizado en la conciencia de los alemanes, que hasta está contenido en el espíri­tu de su lengua. Tienen, por supuesto, el verbo prohi­bir -verboten;- pero no lo emplean o casi no lo usan. Una sencilla observación lo demuestra. Mientras en América los coches de tranvías están florecidos de cartelillos que rezan: “Está prohibido fumar”, corres­pondientes a los “Defense de Fumer”, de los france­ses, en Alemania jamás se ve eso. Cual si se compren­diera lo malo que es coartar la libertad ajena aun en sus detalles, los tranvías en que no se puede fumar no llevan ningún letrero, pero aquellos en que sí se puede hacerlo, ostentan la inscripción de “Für rau­chen". Y lo dicho de tranvías está dicho de teatros, con­fiterías, etc. Ese llano procedimiento de declarar lo que se puede hacer, pero no lo que no se puede hacer, es simplemente hablando uno de los más vehementes sig­nos de una civilización superior.

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Confieso que para un paisano -empleando la pala­bra en ese sentido especioso que se le acuerda en el Nuevo Mundo,- la libertad es bastante incómoda. Y aún quita tiempo: el necesario para observarla. Al me­nos, mientras se adquiere su costumbre. Nosotros somos gente de prejuicios. Por eso los audaces tenemos que realizar, en la acción y en el pensamiento, verdaderas carreras de obstáculos, pues esto no lo podemos hacer ni aquello lo podemos decir. Sólo a saltos nos tragamos la perspectiva. Resulta que en Alemania se hace naturalmente lo que a nosotros nos está prohibido en Amé­rica. Y no sólo por la ley, sino por una tradición mile­naria, por un sentimiento tan íntimo de las cosas que está en nosotros mismos, que forma parte de nuestro propio ser. Sé, claro es, que todo se reduce a una fór­mula: el americano vive dentro del mundo y el alemán sólo dentro del suyo.    
Con otras palabras se puede decir que el alemán es determinista y el americano no lo es. Para un peruano o un argentino, por ejemplo, lo que regula su acción es la influencia de su persona sobre la acción. En un ale­mán, la acción está regida por las condiciones emergentes de la acción misma. Cuando el segundo va a aco­meter un acto cualquiera, lo primero en que piensa, con deliberación o automatismo, es en el ambiente, o sea en su persona, por cuanto lo integra. En cambio, el am­biente no existe para el teutón; el acto es todo para él e irá hasta donde, en su desenvolvimiento natural, lo lleve el acto.

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Debo aclarar el punto para que lo entiendan los más torpes de mis lectores. Hace dos días paseaba por el Tiergarten, cuando de pronto diviso en el recodo de una de las principales alamedas, sentada en un banco, una pareja. La colocación de los amantes era tan próxima y el grado de sus ademanes tan preciso, que yo, paisano siempre, me paré en seco, a diez metros de distancia, seguro de presenciar un espectáculo inolvidable. Aque­llos jóvenes impertérritos no me defraudaron. Mas de­bo decir que fuí el único testigo del acontecimiento, pues muchos otros transeúntes que allí había, pasaban de largo o sólo consagraban al suceso el gancho de una mirada de reojo. Seguramente no hay nada que absor­ba tanto el juicio de dos personas que se aman o sim­plemente se desean, como el preludio de ciertas cosas. Pero jamás un suramericano las consuma al aire libre y ante los demás. Y no ha de ser muchas veces porque le falten intenciones, sino sólo a causa de que sus ojos tienen el hábito de mirar hacia afuera. Allá todos te­nemos miradas vigilantes para el vecino, somos mutua­mente policías de nuestras conductas. Aquí al uno no le importa lo que hace el otro. Vive para sí mismo y se mueve dentro del impulso de sus sentidos o de sus gus­tos.

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El extranjero recién llegado a Alemania no necesita­ría ir a teatros y cinemas para divertirse. En las calles tiene a su alcance uno más barato: el espectáculo de la libertad. Pues ésta tiene caracteres tan pronunciados, que parece ser ejercida con ostentación. Los señores que se pasean por las veredas enastando una auténtica plu­ma de gallina en el sombrero y una zanahoria o una lechuga en el ojal de la solapa, ¿qué significan sino decir: “llevo esto porque me da la gana”? Hay hombres que visten como niños, sin equivocar siquiera las rodillas, pues las lucen gordetas y rojizas cual las de los nenes. Mujeres visten de hombres y hombres de mujeres, sin que nadie les confunda y ose impedírselos. Hay una niña peripatética que usa todas las tardes Un­ter den Linden para pasearse, desnudo por entero el pecho, en un magnífico “Rolls Royce” de su propiedad. Entre nosotros, ya estaría recluída en un manicomio. Aquí apenas la consideran una muchacha millonaria y caprichosa, ganosa de alarmar a forasteros.
Cada quien es dueño de su antojos, a condición de no estorbar los ajenos. No tienen los alemanes nuestros instintos carniceros. En Lima, en Montevideo, en Bue­nos Aires, los ciudadanos se paran en medio de las pla­zas para desearles la muerte a los políticos. ¡Muera Le­guía! ¡Muera Batlle! ¡Muera Irigoyen! En Berlín ja­más he oído un muera, pero constantemente se escucha vivar a todo cristo. Lo cual es también una forma de libertad.
Y finalmente, este es el único país del mundo en que cualquier felón, cualquier filibustero, tiene la libertad de serlo. A esos poetillas, poetones y poetastros –tres categorías distintas y un solo asno verdadero- que hoy adulan a un presidente y mañana al que le sucede, a esos no los dejamos vivir en América. Nos reímos de ellos, les pegamos apodos y les escupimos en los bigotes. Aquí, en cambio, se les deja hacer su juego. Han in­tercambiado el estómago y la cabeza. Son fenómenos de anatomía, y eso ya ni a los sabios les interesa.

30

Para Perogrullo la izquierda es siempre la izquierda y la derecha es siempre la derecha. Para mí, no. Por el contrario. Ocurre que a veces la izquierda es la derecha y viceversa. Hay momentos en que las manos confun­den su posición y momentos en que la trastrocan. A causa de ello, hay gente que pierde el concierto, y res­bala, naturalmente.         
Hubo tiempo en que se creía que el izquierdismo li­terario debía andar de bracero con el político. Entonces, los escritores al servicio de las ideas sociales eran con­siderados izquierdistas y ellos mismos se tenían por avanzados. Pero de repente se vió que podían ser so­cialistas, comunistas y aun anarquistas, si querían, pero que eso, de ninguna manera, representaba la famosa re­comendación policial: “Conserve su izquierda”, pues, al revés, aquellos individuos no hacían, no hacen otra co­sa, que conservar su derecha. En seguida se advirtió que los derechistas, es decir, los niños bien, la gente rica, pasó a ocupar la mano que está del lado del corazón. Jó­venes católicos fueron tenidos por izquierdistas litera­rios. Y para reafirmar su dialéctica, salían a relucir, como fundamentándola, los nombres de los más conspi­cuos vanguardistas franceses, pues desde Pierre Reverdy hasta Max Jacob, pasando por Saint Leger-Leger y Jean Cocteau, los mejores en determinado instante, poetas de Francia, eran y continúan siendo militantes del catolicismo, de Claudel abajo.          
¿Qué pasaba? ¿Cómo era posible que los ateos fueran derechistas e izquierdistas los vulgares cristianos? Ha­bía que discriminar las causas del asunto. Y es lo que ha hecho, magistralmente, un joven escritor, Manuel Berl. Según él, el fondo de los asuntos no tiene nada que ver con la posición del escritor. Lo que lo sitúa es el procedimiento que emplea. Dice: “La izquierda lite­raria significa solamente una manera de componer, que no se halla de acuerdo con, las reglas académicas. Y ella es de tal especie que empuja a los autores hacia la parte más refinada del público, los aparta de la gente pobre, aun a su pesar, y los introduce, sin que se den cuenta, en los salones elegantes, porque es en ellos donde se reclutan los abonados a las revistas caras y los subs­criptores de las ediciones de lujo. Antes que todo, ha de entenderse que la izquierda literaria significa un disconformismo moral, toda vez que la obra no tiende a justificar las enseñanzas recibidas. Así las heroínas de Jorge Sand fueron heroínas de izquierda, puesto que encontraban un cierto encanto en engañar a sus mari­dos”.            
Quedan avisados ciertos izquierdistas. Lo esencial, en arte, no son las cosas que se dice, sino la forma como se las dice. En eso reside la posición literaria. Y además, a veces, en lo que dice Berl.

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Muy a menudo suele preguntarse a hombres eminen­tes cuáles son sus libros preferidos. Su contestación, sincera o no, no sirve absolutamente para nada. Pero cuando esa pregunta es hecha a hombres desprejuiciados o inocentes de ideas preconcebidas, entonces suele des­cubrirse la utilidad de la literatura. Porque se llega a comprobar que las buenas lecturas contribuyen poderosamente a la formación espiritual de los hombres bue­nos.
Del mismo modo, la respuesta sincera de los crimina­les, de los delincuentes, sobre los libros que más quieren, permite saber que invariablemente ellos devoran libros perniciosos. Justamente, acabo de leer que un periodis­ta ha interrogado sobre el particular al terrible V., ase­sino de casi toda su familia. V, solamente ha leído un libro en toda su vida, un libro que ha releído muchas veces: “Los Pulpos”, de Marcel Peyret, aquel joven al que se llevó la tuberculosis y al que una revista de menor cuantía le hizo una propaganda desmesurada y por poco no lo consagra genio literario. Alguien ha di­cho alguna vez que la mala literatura no es otra cosa que pornografía. Pornografía, en efecto, no es solamen­te describir obscenidades, presentar escenas de crudeza erótica: no. Pornografía es también escribir mal, no tener talento, ser una bestia; pornografía es la de las novelitas fáciles que gustan a las mucamas, y las hacen llorar al leerlas, después de haber sacado el tarro de basura a la puerta de calle; pornografía es el sen­timentalismo ramplón; pornografía hacen los que, como Peyret, dedican sus libros a “los fracasados de la vida, a los que ya nada deben esperar, a los que ya no tienen ilusión”. Marcelo Peyret fué, pues, en este sentido, un escritor pornográfico. Y como la pornografía es mala, como ejerce pésima influencia sobre los espíritus débiles, esta pornografía, la pornografía de lo cursi, tuvo que determinar un asesino del tipo de ese V.

32

Por supuesto, se está formando en América una raza que tiene ya bien pocos puntos de enlace con la de los hombres que conquistaron a nuestros antepasados. Las corrientes inmigratorias de ingleses, alemanes, italianos, rusos, etc., nos están salvando. Pero de todos modos, el proceso es lento, muy lento. La ciencia debería disponer de un procedimiento que permitiera realizar transfusiones totales de sangre ¡Oh! Hoy mismo me arrojaría en una cama de operaciones para que, mien­tras por un lado me extrajesen toda la sangre españo­la, hasta la última gota de esa sangre pequeña, por otra me infiltrasen sangre alemana o, aunque fuera, china.

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Ciertas cosas que escribo son especiales para provin­cianos. Tienen un sabor peculiar, una cosa sui géneris, capaz de confundir a 1as personas acostumbradas a leerme en otros climas. A su vez, los metropolitanos se desconciertan cuando sus ojos las reparan. Estos las juzgan con ligereza, a causa de su inhabilidad para en­tender el alma de la provincia y califican de delezna­bles mis trabajos más enjundiosos o encomian los más livianos. No son ellos culpables; es una cuestión de geometrías lo que hay en todo esto.
Es el espíritu de la urbe frente al sentimiento par­ticular de la aldea. La capital es la geometría elemen­tal; la provincia, la geometría superior. Más lejos voy aún: aseguro que la capital es sólo una parte de la geo­metría, y la provincia la geometría entera. El hombre de la metrópoli es unidimensional, sólo ve de los cuerpos la superficie; el nacido en las pequeñas ciudades cata línea, superficie y volumen, y aun esa cuarta dimensión de las cosas que sería el tiempo. De allí ese concepto epidérmico de las emociones y de la vida que tiene el cortesano; jamás adentra, jamás profundiza como nos­otros.
Como nosotros he dicho, porque ha de saberse que soy provinciano. Nací en Arequipa, una ciudad menor, a la cual en uno de mis poemas he llamado, como podría llamarse a las demás, “capital con educación de cha­cra”, y me mantengo como nací. Vivo, por lo común, en capitales, y he recorrido las principales del mundo, pe­ro no me he dejado pulir la piel del alma con el brillo barato de las urbes tentaculares. Yo soy un embajador de las provincias en toda metrópoli.
Y estoy seguro de que hasta conservo ese ácido olor­cillo característico de los provincianos, el cual no se va ni con los baños ni los perfumes y es el mayor encanto de las niñas mediterráneas, cuyas axilas pregonan pa­tria.
¡Unámonos, compañeros! Formemos una logia o, más bien, una maffia contra los organismos macrocefálicos. La tarea no es ni siquiera difícil. Un día cualquiera, o mejor, una noche, les prenderemos fuego. Como pertene­cen a la geometría elemental, como sus partes se asien­tan todas en un mismo plano, su destrucción será cosa de instantes. Nuestra indignación pasará sobre ellas co­mo una goma sobre las letras de una cuartilla, borrándolas para siempre. Y entonces, frente a sus ruinas, sólo quedará erguido el espíritu provinciano, hecho de altu­ra y profundidad.

···

Pero no haya temor de que, al arrasar, por ejemplo, con Buenos Aires, otra ciudad argentina, Rosario qui­zás, Córdoba acaso, pretenda reemplazar a la capital, erigirse en cabeza del país. No. Las ciudades provincia­nas, aunque algún día, por circunstancias determinadas, se conviertan en capitales de naciones, continúan siendo provincianas, de la misma manera que sus habitantes no pierden nunca el olor característico a que he hecho mención. Es algo que está en lo más íntimo de su conciencia y forma parte integrante de su fisonomía, co­mo el oxígeno y el hidrógeno entran de modo insepara­ble en la composición del agua.
Además, el espíritu capitolino no comporta en mane­ra alguna el mandato de ser capital de país. Muchas ciudades no son sede de gobiernos y sin embargo repre­sentan con toda excelencia el repugnante espíritu metropolitano. El ejemplo típico de ellas sería Nueva York, como él ejemplo típico de lo contrario sería Washington. Washington, según habrán tenido ocasión de compro­barlo aquellos de mis lectores que hayan corrido hasta allí, es una tranquila ciudad provinciana, con ni siquie­ra medio millón de habitantes, y a pesar de eso es la capital de los Estados Unidos. La capital por derecho propio, porque desde su recogimiento tiende líneas a lo profundo del alma yanqui y donde la necedad, signo evidente de la atribución de capitalía, es una ausencia de sus personas.
No digo que la provincia sea una condena sino un premio, mas quiero sí recalcar su carácter de perpetuidad, cierto fatalismo que hay en serlo. Inútil sería que las provincias aspirasen a abandonar su jerarquía. Se les notaría en seguida, como a los militares se les ad­vierte el encartonamiento sobre las ropas cuando se disfrazan de civiles, o se denuncian los italianos que para adquirir patente de criollismo apréndense unas palabras gauchas, con lo que resultan hablando solamen­te cocoliche.
Tampoco reside lo fundamental en la cantidad de los habitantes ni en la importancia de la edificación. Hay ciudades más grandes y mejor construídas que algunas capitales de repúblicas suramericanas y, no obstante, aquéllas no tienen la desfachatez, la estulticia, la bella­quería de éstas. Asimismo, hay ciudades peruanas y chilenas, aunque pequeñas y pobres, con tanta solven­cia espiritual que tampoco se encuentra en ellas la des­fachatez, la estulticia, la bellaquería de las capitales. Ro­sario, Córdoba, Tucumán; Arequipa, Cuzco, Trujillo; Valparaíso, Concepción, Temuco, vosotras sois aldeas mayores de edad, y eso es lo que os salva. Representáis la civilización, y Buenos Aires y Lima y Santiago sola­mente el progreso. Sois el volumen frente a la super­ficie. Para vosotras yo escribo más a gusto, mientras las capitales, como lo he dicho de París, son los lugares del mundo donde hago mis necesidades corporales con más encono.

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Permítaseme una pequeña vanidad. La de afirmar que he sido de los primeros que en América hablaron de Alfred Jarry. Un día descubrí su pequeño libro sobre la “Patafísica” y me di un susto mayúsculo, trabando amistad en seguida con ese genio maravilloso, el más auténtico inventor de la “greguería”, sistematizada por Max Jacob en su “Cubilete de dados”, y luego popu­larizada como propia por Ramón Gómez de la Serna. Ver­dad que la fervorosa recomendación de los dadaístas me incitó a la lectura de Jarry, pero con todo, en aquellos años era audacia admirarlo. En su país, todos callaban su nombre, salvo los hombres de la juventud y algún espíritu tan generoso como Rachilde, siempre leal a la admiración del poeta y quien más tarde escribió su magnífico volumen: “Alfred Jarry, le surmale des let­tres”. Y no obstante, Jarry había tenido en su tiempo una existencia que podríamos llamar radiosa. La prime­ra representación del “Ubu-Roi” significó uno de los mayores escándalos literarios de que haya memoria; la cosa terminó a silletazos, hubo desmayos, tiros y hasta un muerto entre los espectadores. Mas la terminología francamente escatológica del “Pere Ubu” pudo más que sus puros valores artísticos, y la obra cayó en desme­dro, aunque secretamente sus ejemplares circularon con tal celeridad que pronto se agotaron y fueron después de las más codiciadas piezas que husmean y pagan a pre­cio de oro los bibliómanos. Pero he aquí que de pronto renace la gloria de Jarry. Francia ha vuelto los ojos a él, y lo reconoce uno de sus genios más vastos, insinuan­do, para medirlo, el nombre de Rabelais.
Se envanece, uno, con estas confirmaciones de su buen gusto; parece que triunfase uno, también.

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La incontinencia no solamente es una enfermedad de la vejiga, sino un tremendo vicio literario. Pocos saben callarse a tiempo. No obstante de estar seguros de no tener nada que decir, hay hombres empeñados en seguir escribiendo y en publicar lo que escriben, lo cual es, por cierto peor. Parece que tienen miedo de per­der el título, y para que la gente los llame siempre “poetas” segregan de cuando en cuando unas versa­das. Mal pensado. En esto nos parecemos a los franceses, que no conocen la partícula “ex”, y por lo tanto no apean jamás a las personas de los membretes que un día poseyeron. Allí se sigue diciendo presidentes, sena­dores, ministros, etc., a los que ya no lo son. Aun des­pués de muertos continúan el tratamiento. Porque los franceses conocen la fuerza de la vanidad. Allá se dice “el presidente Tal”, “el ministro Cual”, a los que nos­otros diríamos “el ex-presidente Tal”, “el ex-ministro Cual”, etc. ¿No tendrán miedo ciertos hombres de que les vayan a llamar ex-poetas si dejan de escribir?

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Es triste, pero es cierto que los tiranos de América fueron los que establecieron la costumbre de encargar la diplomacia a los poetas. Primero fueron los mejicanos, luego los de Venezuela, después los del Perú y Bo­livia. Porfirio Díaz tuvo de embajadores a muchos poe­tas, y así Castro, y así otros varios. Actualmente, el analfabeto dictador de Venezuela tiene escritores repar­tidos en cargos diplomáticos y consulares por todo el mundo: hasta a la Argentina le ha tocado uno en suer­te: es Pedro César Dominici. El dictador de Bolivia tie­ne de ministros, o cosa así, por ahí, a Alcides Argue­das, Chirveches y Reynolds. El del Perú acaba de tomar a su servicio a los hermanos Francisco y Ventura Gar­cía Calderón; aquél está en París y éste en Río de Ja­neiro. Uno de los tantos dictadores de México, hace al­gún tiempo, nombró su ministro en cualquier parte a Alfonso Reyes, y éste ha perdurado en el cargo en cual­quier parte también. Estuvo en España, en Francia, en la Argentina y ahora lo soporta el Brasil. Sobre Reyes tengo que decir algunas cosas.
Casi todos los lacayos de los tiranos cumplen su de­ber a las mil maravillas, el cual, como es lógico, no pue­de ser otro que justificar en el extranjero las atrocida­des cometidas en sus países por sus patrones. Uno de los que menos se han distinguido en eso -es justo con­fesarlo, para su honra- es Alfonso Reyes. Este, más o menos, se ha hecho siempre el tonto, y ha rehuído las ocasiones de santificar la política de los gobiernos a que sirve. Pero ha usado el cargo en beneficio propio. Es taimado y cazurro el pequeño Reyes.
Reyes, es, literariamente, por lo menos tan insignificante como su aspecto físico. ¡Como se sabe, mide 98 centímetros de estatura! Pero con el cargo de embajador ha conseguido hacerse de una extensa reputación li­teraria. Da despatarrantes comidas, pródigas de buenos vinos, a los críticos y periodistas que pueden repartir famas. Además, la gente se siente muy satisfecha de que a menudo la inviten a recepciones oficiales. Y todas esas finas atenciones, a Reyes se las han pagado en todas partes con ditirambos a su obra literaria, que es tan pequeñita como él.
En Buenos Aires, con comilonas y otros excesos, Reyes se metió bajo el ala a muchos jóvenes, que para mejor explotarlo lo llamaban maestro. Pero él lo tomaba tan en serio, que aún ahora continúa hablando de “mis dis­cípulos argentinos”. Durante los dos últimos años ejer­ció, hay que confesarlo con cierta pena, una especie de autoridad sobre algunos jóvenes que, por cierto, siem­pre valieron más, pero mucho más que el anfitrión. Ca­si les imponía la norma de cómo debían escribir. A al­gunos, especialmente a cierto moreno muy aficionado a imitar a los mexicanos, les indicaba hasta las palabras que debían pronunciar en sus conversaciones particula­res. Y les decía: “Camine así o asá, no se dé vuelta para atrás, y en su alimentación prefiera éstas o aque­llas cosas”.
Los franceses son hombres listos para explotar a in­dividuos como Reyes. En cuanto le descubrieron la debilidad le sacaron beneficio. Iban a la legación mexica­na, le comían los guisos, le saboreaban los manjares, le bebían los vinos, y naturalmente, a la salida se reían de él. Pero en los periódicos lo proclamaban desfachatada­mente el “primer poeta de América”. ¡A ellos, qué les importaba que fuese cualquiera! Para eso, tenían la disculpa de no haberlo leído, pues ni siquiera sabían castellano. Y si alguno, como le ocurrió a Blanco-Fom­bona, en un palique con un literato de renombre, les preguntaba por qué consideraban a Reyes el primer poe­ta de América sin haberlo leído, respondían: “Si no lo es, puede o merece serlo, porque en su casa se come bien”. Mas un día el gobierno de México resolvió tras­ladar a Reyes. Lo pasó primero a la Argentina y luego al Brasil. Se acabaron en Francia, los elogios para él. Jamás una revista volvió a publicar sus cosas ni ningún diario a mencionar su nombre. Pero ahora, el último número de “Les Nouvelles Litteraires” trae un artículo de Reyes, con un gorro, naturalmente, muy elogioso, de Mathilde Pomés. ¿Qué habrá pasado? me pregun­to. Y una noticia llegada de México me da la clave del asunto: la representación mexicana en París va a ser confiada nuevamente a Alfonso Reyes…

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Las primeras cosas que oye nombrar en España el escritor recién llegado, son las “peñas”. ¿Qué son las peñas? La peña, en fin de cuentas, es una forma de parlamentismo, un congreso de inteligentes, en el que sólo se debate temas que atañen a la belleza o involucran determinados procesos cerebrales. Mas simplemente, la peña es una tertulia de artistas, casi siempre escritores, agrupados alrededor de una figura central, que en cier­ta forma goza de los atributos del maestro, del apóstol, del pontífice literario: el jefe.
En España casi no se concibe literatura sin “peña”. De las peñas han salido los grandes autores; en las peñas se forma, adquiere relieve, se tonifica y se acendra el talento de los más jóvenes, como se consolida y ensancha el prestigio de los maestros. Luego, también, la peña ejerce una influencia decisiva en la obra de unos y de otros. Apacigua los temperamentos demasiado exal­tados, algunas veces hasta trunca las aristas hirientes de los espíritus. Así, los escritores agrupados en “pe­ñas”, tienen harto desarrollado el sentido de la propor­ción, de la mesura. En cambio, los reacios a la camara­dería, los que se fueron de la peña, los solitarios, se ca­racterizan por un concepto personal, arbitrario, instin­tivo, de las cosas y de la vida. Ejemplo de los primeros, ejemplo concluyente, irrefragable, es Azorín. Azorín, en su provincia, allá en la mocedad, todos lo saben, fué revolucionario. Escribía libelos, era corajudo, batalla­dor, insolente. Después, lo contrario. Su estilo se torna dulce, suave, enemigo de la sonoridad, hijo del equili­brio, de la eutrapelia. Y su alma es según su estilo. El cambio puede atribuirse a la influencia del ambiente. Azorín es un vicioso de la peña. Las horas que le dejan libres sus ocupaciones, las pasa allí. Ejemplo de los se­gundos es Baroja. También ejemplo incontestable. Pío Baroja, cuando era tertuliano, cuando vivía en su peña de Madrid, era muy otra cosa de lo que es ahora. Por aquella época escribió nada menos que “La Casa de Aisgorri”, esa novela suya en que todos creyeron des­cubrir un discípulo, un continuador de Maeterlinck. El alma indisciplinada, convulsiva, increpante, rampante y atrabiliaria por momentos que es Baroja, esa se ha formado en su espelunca de “Itzea” en la solitaria aldea de Vera del Bidasoa.
Muchas son las peñas de Madrid y su enumeración sería larga y por ende monótona. Apenas un literato ad­quiere renombre, por escaso que sea, tiende a aislarse, a independizarse de la peña donde creció y ser a su vez jefe de una. Felizmente, pueden más que su rebeldía los intereses creados, el espíritu de conservación, el respeto a lo establecido, a lo inveterado. De lo contrario, aquello sería el desprestigio, la muerte de las peñas, porque ca­da cual se iría por su lado.
He oído decir que es más fácil imponer un nombre o una obra, ganar la admiración del público o adquirir celebridad en breve tiempo, que afianzar el renombre de una peña.

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El Café Regina es uno de los cafés más elegantes de Madrid. Está situado en la calle de Alcalá, frente a la de Canalejas, es decir, en el “Picadilly” de Madrid, en el punto de cita de los alegres “niños bien” y las “da­mas bien”, o mal, pero alegres a su vez. En este café se reúnen algunos de los más reputados escritores espa­ñoles: Azorín, Ramón del Valle Inclán, Enrique Diez Canedo, Luis Aranquistain, Manuel Pedroso, el mexi­cano Icaza, algún orador parlamentario, más de un ad­mirador de los contertulios. No se sabe quién es el jefe de esta peña, si bien pudiera decirse que su presidencia es bi-personal, pues la desempeñan conjuntamente Mar­tínez Ruiz y Valle Inclán. Cuando no va Azorín, cuando no va Valle Inclán, “el viejo Valle”, como le dicen los muchachos cariñosamente, algo falta en la peña del Café Regina. Los espíritus se inquietan. Las conversaciones se vuelven algo insípidas. Y no es que ellos intervengan demasiado en la charla. Si Valle Inclán es conversador, un poco parlanchín, Azorín guarda un silencio rayano en la mudez. Este hombre extraño suele pasarse tardes en­teras sin decir esta boca es mía. Con sus pequeños ojos claros, sus maneras suaves y calmosas y su actitud de colegial en clase, las palmas de las manos puestas sobre las rodillas, produce la impresión de que fuese no pre­cisamente a escuchar las pláticas sino a verlas, y es que no oye las palabras sino las mira. Parece como que persiguiera la huella de las palabras, como si fuera si­guiendo la estela que dejan en el aire, desde la boca que las pronuncia al oído que las recibe. El mejicano Ica­za, buen poeta, buen crítico, sesudo cervantista, es uno de los más divertidos, porque se pasa las horas ha­blando mal del mundo entero. Es uno de los mayores “alacranes” de Madrid. Cada día destripa a una nueva persona. No respeta ni la vida íntima de sus propios amigos. Todos lo escuchan azorados, extrañados de que un hombre de tan bondadosa apariencia -ojos tranquilos, barba jesucrística- pueda tener tanto veneno almace­nado en el alma. Pero como es inteligente, ágil, inge­nioso, distrae, distrae...

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En el Café Oriental, también situado en la calle de Alcalá, está la peña de los ultraístas. Es una peña bulliciosa, llena de manos que hienden el espacio en distintas direcciones, de chillidos, de melenas al viento, de voces estridentes. El capitán del grupo es Rafael Cansi­nos Assens.

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Jacinto Benavente tiene su peña en el Café Lisboa. Con raras excepciones, sólo concurren a ella actores, empresarios teatrales y de cuando en cuando actrices. Es esta una tertulia que pudiera llamarse especializada, porque allí sólo se habla de enredos mujeriles, de esca­moteos de técnica dramática, de fracasos y de éxitos, en fin, de todo aquello que constituye la complicada tras­tienda del escenario.

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Los “nouveaux riches” de la literatura, mejor dicho, los literatos adinerados, poseen un recinto en consonan­cia con sus bolsillos. El Café se les antojó demasiado de­mocrático, demasiado al alcance de cualquiera. Ellos se reúnen en el gran hall del suntuoso Palace Hotel. Los jefes son Ramón Pérez de Ayala y Eduardo Marquina. Marquina está casado con la hija de uno de los banque­ros más poderosos de Barcelona. Pérez de Ayala en un viaje que hizo a los Estados Unidos, logró conmover el corazón de una millonaria newyorkina. Con lo cual que­da dicho que ésta es una peña de ricos, de burgueses amigos de la opípara comida y el buen tabaco…

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De intento he dejado para el último la más famosa peña de Madrid: Pombo. Pombo ha quedado ya erigido como un momento nacional. Es el monumento, el mejor baluarte de la cultura española. Compite con el Ateneo y lo supera en esto: en que es la mayor agrupación de gente selecta que se conoce. También supera a la Real Academia de la Lengua. Es más honroso ser “pombia­no” que ser académico.
La gloria de su renombre ha traspuesto los linderos de la patria. En Francia, en Inglaterra, en Bélgica, en Italia, en América, se sabe lo que es Pombo, se tiene interés en ir a Pombo, se sueña con Pombo. Eso más le debe España a Pombo: el que en los centros literarios de Europa se la tenga en cuenta. Pombo no es solamente por eso, un café, una peña. Pombo es una institución. Pombo es tan respetable, al menos, como la Suprema Corte de Justicia o el Senado de la Nación. Es una fuerza.
Todo hombre de letras que llega a Madrid, tiene ne­cesariamente que ir a Pombo, como el viajero que arri­ba a Egipto está obligado a visitar las Pirámides y quien va a París, pasea el Louvre; y a Grecia, las ruinas del Parthenon; y a Roma, San Pedro; y a Nueva York, la Quinta Avenida. Pombo les ha restado importancia al Museo del Prado, al Palacio de Oriente, a la Cibeles, porque la gente, a falta de tiempo, entre conocer aque­llas cosas y acudir un sábado a Pombo, se queda con lo segundo.
Pombo otorga el espaldarazo a los neófitos del arte. Por Pombo ha desfilado cuanto más grande ha pisado el suelo de Madrid, desde Maeterlinck hasta Maurice Ba­rrés, desde Zuloaga hasta Picasso. Es digno de notar que los jefes de las otras peñas, Azorín, Valle Inclán, Can­sinos, Benavente, Ayala, van de tiempo en tiempo a sen­tarse a las mesas de Pombo, sin emulación ni enojo por el desmedro que a sus peñas les acarrea y más bien como si aún quisieran consagrarlo más con su autoridad.
Pombo se diferencia de las otras peñas en que está sujeta a leyes que nadie más que su jefe puede alterar. En Pombo está prohibido gritar, decir palabras rudas o de mal gusto, nombrar a ciertas mediocridades. Pom­bo tiene un sabor como de iglesia, un aspecto litúrgico de veras impresionante.
¿A qué se debe esto? Ramón Gómez de la Serna, jefe absoluto de Pombo, era hasta hace unos años un escri­tor ignorado del gran público. Sólo los literatos conocían su existencia y lo admiraban en secreto. Ramón, desde su peña, fué lanzando año tras año libros que le aca­rrearon luego una crecida fama. Y su fama la ha comu­nicado a su tertulia.

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El sentimiento de patria es instintivo, brutal, como el de la carne. Nos avisan que la mujer que nos gusta es sifilítica o leprosa, y nos acostamos con ella. He ido cien veces con las más sospechosas rameras de la calle, y si el Perú se viera envuelto en guerra, creo que tomaría las armas, no obstante de que odio la guerra, a pesar de que condeno toda guerra. 

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En la balanza de los beneficios y daños causados en la literatura por las tendencias vanguardistas de postguerra, es posible que algún día, cuando el fiel sea impar­cial, pesen más los primeros que los segundos. Entre aquellos, uno de los grandes bienes que ellas han hecho, es la proscripción de la sinceridad. El arte ha sido des­humanizado y así queda como herencia para los que vengan. La sinceridad fué arrojada como un trasto vie­jo en el canasto de lo inservible; era un artículo propio para conmover a las mucamas, fácil para el sentimiento de las niñas lánguidas. Ahora todo se inventa, se simula o se finge. Ya los pintores no necesitan salir al campo para pintar un paisaje de campo; lo confeccionan a su arbitrio, y por eso el paisajismo contemporáneo es su­perior al clásico. El escritor hace las novelas sin obser­var el mundo: trascribe lo que crea.

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André Gide es un hombre torcido y equívoco, pero es un escritor estupendo; quizá sea el más grande escritor que Francia tiene actualmente, acaso el más grande que haya tenido en los últimos años. Superior a France, por cierto; superior a Proust, desde luego. Lástima que sea un hombre equívoco y que tantos equívocos se amparen de su nombre para justificarse. A veces, Gide asume gestos de una hombría que tira de espaldas. Últimamente se ha revelado que a fines del año anterior una institución francesa le pidió autorización a fin de soli­citar para él el premio Nobel de literatura. Además se le hizo saber que varios académicos suecos habrían ma­nifestado la certeza de que nadie podría disputarle tal recompensa, si se presentaba su nombre. André Gide contestó negando su consentimiento y además declaran­do que si se le diese el premio Nobel lo rechazaría. Ni si­quiera puede decirse que se trata de una postura o de un reclame, pues al hecho no se le dió publicidad y si ha dejado de ser un secreto no ha sido por culpa de Gi­de, precisamente. Por esto, se le puede perdonar lo otro.

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Creo que no debe llamarse castellano al idioma que hablan los argentinos, e igualmente creo que no debe decírsele nacional, porque el término no especifica na­da. Es categórico, pero no genérico. El español en Es­paña, es idioma nacional, como el francés, en Francia, y el chino, en China. Se debería decir idioma argentino. Pero si el idioma argentino todavía no existe integral­mente, un día no muy remoto existirá con personería propia en el cuadro de las lenguas.
No soy, justamente, argentino, pero, quiero estimular con mi adhesión, como una de las más bellas cosas de este país, el esfuerzo que realiza por recrearse un idioma suyo. Y lo tendrá, antes de mucho tiempo. Llegará época en que un español no se entienda con un criollo. El argentino es un idioma que se está formando de mez­cla, es un río en el que afluyen el ruso, el italiano, el alemán, el hebreo, el turco, el japonés y todos los demás idiomas de inmigración. ¿No nacen de esa manera los idiomas? ¿El castellano no está atiborrado de raíces y aun de palabras extranjeras? Las altas clases sociales ar­gentinas hablan ahora castellano, pero el pueblo, el pueblo profundo, no; el pueblo ya está hablando ar­gentino, un argentino en formación. Y de las clases po­pulares subirá lentamente a las letradas y aristocráti­cas. ¡Si ese es el camino que han hecho todas las len­guas!

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Un crítico ha escrito que mientras no se invente una sintaxis propia, no se puede hablar de idioma nacional. Tremendo yerro. La sintaxis no hace al idioma. Lo hace la fonética. El italiano y el castellano tienen sobre poco más o menos la misma sintaxis, y son dos idiomas distin­tos. Lo que hace la lengua es la fonética, repito. Lo que vale es el sonido de las palabras. Y, lógicamente, habrá un idioma argentino, puesto que la preocupación más importante que hay aquí es introducir voces extranjeras en la conversación y en la escritura.

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Yo -y soy un gran escritor- creo que no escribo en castellano, y cada vez trato de perjudicar más ese idio­ma, de transgredirlo atiborrándolo de neologismos, justa­mente para ayudar a la formación de una nueva len­gua. ¡Vivan el neologismo, el extranjerismo!, he ahí las palabras de orden de los americanos. Para mí, un escri­tor de América es tanto más grande mientras peor es­cribe en castellano, y mientras más rabiosamente se pro­duce en esta especie de esperanto que es el idioma de los americanos del Sur...

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Delteil me escribe de Pieusse, donde vive: “Usted debe­ría ver a mi amigo Delaunay, el pintor, 19 boulevard Malesherbes. Es un tipo de nuestra especie”. ¡Zas! Justamente, una cosa que yo quería hacer, de lo prime­ro, en París. Escribí a Delaunay, comunicándole el con­sejo del inventor de Juana de Arco, y dos días después, munido con el santo y seña -sin el cual es imposible franquear las puertas- que tuvo la bondad de enviar­me la mujer del artista, otra artista, Sonia Delaunay, me instalé en un sillón de su casa.
            No habían pasado dos o tres minutos, cuando de re­pente siento, más allá de mis espaldas, un mugido:
            - ¡Muááá!
            Me doy vuelta, y me encuentro frente a frente de un ternero, un enorme ternero rubio, crecido cual un toro, pero con una frescura y con una alegría retozona de ternero mamór.
- ¿Delaunay?
Y otro mugido me abre las orejas:
- Muá memmmme.
Pasamos al comedor. Las frases que siguen me reve­lan que estamos entrando imperceptiblemente en el es­pacio de la vulgaridad. Afilo mis sentidos para rom­perla, y en efecto, en cuanto se me presenta la ocasión, agarro el protocolo por el cuello y lo echo a rodar bajo la mesa, con una tosquedad casi inverosímil.
­- ¿Le ha gustado a usted París?
- Absolutamente nada. París es un chantage francés. Es, si usted quiere, una gran ciudad del siglo XIX, pe­ro no una gran ciudad del siglo XX. Las grandes ciu­dades de nuestra época están en América: Nueva York, Buenos Aires, Río de Janeiro...
Mis frases producen matemáticamente el efecto perse­guido, porque Delaunay da un puñetazo sobre la mesa, que hace saltar los platos y pintar el terror en el rostro de su mujer, se pone rojo de ira y pronuncia catorce veces seguidas la palabra que hoy usan más los escrito­res y artistas franceses, que está en todos los libros modernos, que es de buen tono decir en los salones an­te las damas y que es ya una especie de obsesión: mierda.
- Nueva York, Buenos Aires, Río de Janeiro y Pa­rís, todo eso es mierda. Hace falta abandonar las ciuda­des y retornar al campo. No a sembrar papas, como di­cen los idiotas, sino a cosechar crepúsculos y auroras, y cortar luz, y romper color, y sacudir sol, y moler viento.
Delaunay habla con una aristocracia de imágenes asombrosa. Parece un literato, por como baraja adje­tivos y mueve ideas. En las discusiones es simplemente magnífico: combate como hombre que ha hecho la gue­rra. Poco a poco va ganando terreno, hasta que consi­gue meter una cuña en la conversación, una cuña incon­movible, algo como si se clavara él mismo, de cabeza, dentro del contendor. Algunas veces siente que le fla­quean las piernas, que pisa en hueco, y entonces erige un grito y llena los agujeros de interjecciones y de pa­labras gruesas. Porque Delaunay es rabelesiano. No le importa quien le escucha, pues ante el más pintado voci­fera, vomita auténticos horrores. Una noche, en su casa, ante una docena de mujeres aristocráticas y respetables, levantó una verdadera columna de improperios. No exa­gero si digo que alzó una Torre Eiffel con la palabra que hoy usan más los escritores y artistas franceses, con esa palabra obsesionante. ¡Trescientos metros de aque­llo!
¡Ah! Pero sabe el secreto del cálculo. Como que no da puntada sin nudo. Todo aquel edificio lo aprovechó en el acto para enterrar bajo sus ruinas al grande e imponderable Pablo Picasso. Cada vez que yo le inte­rrumpía en favor del genio malagueño, lanzaba el ad­jetivo en que cifra más esperanzas para derribar la gloria del creador del cubismo:
- ¡Es un pintor académico! ¡Picasso es académico!
            Casi todos los pintores franceses de renombre hablan así de Picasso. Parece una palabra de orden, una conjuración. No le quieren perdonar que haya cambiado la fisonomía artística del mundo. Además, están un poco furiosos porque son tres extranjeros los pintores más célebres de París: el español Picasso, el ruso Chagall y el italiano di Chirico. Delaunay, que es un gran pintor, con toda verdad uno de los pintores actuales que han realizado obra más perdurable, no tiene, pues, claro el juicio en este asunto. Es siempre el instante en que disentimos.
La verdad es que entre Picasso y Delaunay hay un abis­mo. Mientras el español cuando crea inventa, el francés cuando crea descubre. Para Picasso el arte es una aven­tura; para Delaunay, una destreza. Este, así en sus relaciones pictóricas cuanto en sus actitudes vitales, ma­nifiesta espíritu de linterna: se alumbra la ruta para pescar lo mejor que ella oculta. Tiene alma de conquistador. Muchas veces le hemos visto emprender la mar­cha hacia lo inexplorado, pero sabido. Y hemos de decla­rar que en más de una oportunidad ha logrado plantar su bandera de arraigo a mucha altura.
¿No ha sido Delaunay el hombre que descubrió en París la Torre Eiffel? Desde el año 1889, en que el in­geniero que le dió nombre la colocó en aquél sitio, los artistas pasaron por su lado sin verla. A lo sumo apa­recía de cuando en cuando en las tarjetas postales gra­tas a los turistas. Delaunay ha sido quien le otorgó car­ta de ciudadanía en óleos, acuarelas y carbones. Lo que para otros habría sido asunto monótono y baladí, fué para él fuente inagotable de gracia y de belleza. Él la ha pintado en varias posiciones, vistiéndola con los to­nos del día y enriqueciéndola de ambiente. En sus cua­dros, la torre hace juegos de acrobacia y reverencias de salón. Hay momentos en que se la ve sostener la altura, contener ella sola todo el azul, dando la sensación de que sin su apoyo se podría caer el firmamento. No se lo he preguntado, pero tengo entendido que durante una larga jornada de su vida no hizo otra cosa que To­rres Eiffel. La ha querido, la quiere aún como a una mujer. Las largas piernas de acero que la levantan, co­nocen de fijo la innumerable caricia de sus ojos. Si al­gún día la torre se viene abajo, ha de ser porque Delau­nay la hace el amor desde el suelo y ella se le entrega. Será preciso que vayamos pensando en cambiarle nom­bre. O en alargárselo. La torre Eiffel-Delaunay, o la Torre Eiffel de Delaunay. Porque la gloria de su he­chura está ya para siempre innegablemente comparti­da por el artista.
Hace poco no más, -él tenía que ser- Delaunay ha descubierto a dos pasos de París una selva. Una sel­va verídica, de árboles espesos y tierras quebradas, con fuentes que yerguen chorros y álamos y pinos salvajes que incendian el aire con sus perfumes. Yo la he ido a ver. A veinte minutos de París, se encuentra aquella maravilla. El automóvil nos saca de las calles negras, barrosas y brumosas de la ciudad, y de golpe, en el tiem­po que se necesita para contarlo nos echa allí como si nos echase en las proximidades del Amazonas. Según vamos recorriendo bosques y canteras, Delaunay me cuenta su empresa. Ha adquirido la mayor parte de aquellas tierras, y ha resuelto fundar allí una pequeña ciudad de artistas, una comunidad que, a semejanza de ciertas abadías de la Edad Media, sirva de refugio o de atelier a escritores, artistas y sabios. Habla muy suave, para que no lo oigan los campesinos que vamos cruzando, pues si se enteran -dice Delaunay- no venderán más: ¡Y hay que comprar todavía! Él mismo no sabe ex­plicarse cómo han podido quedar en estado salvaje tan cerca de París estos parajes. Como, es muy rico, cede a los amigos los lotes al mismo precio que los paga. Por cierto que para poder adquirir una parcela, es preciso contar con la adquiescencia de la mitad más uno de los congregados. Porque, ya es necesario decirlo, se trata de un círculo cerrado, rigurosamente selecto, que sólo se abre para el talento y para la fama. Lentamente visita­mos las pertenencias en que se alzarán inmediatamente las casas de Marc Chagall, de Joseph Delteil, de Gleize, de Hans Harp, de Ciacielli, del doctor Briard. Delaunay ha bautizado el futuro pueblo con el nombre de “Vallée des Artistes”. Él es, naturalmente, el dictador.
No sé si existe la borrachera de la invención. Quizás no. Acaso el que hace un invento, no haga dos. Pero a quien algo descubre, le nacen en seguida ganas de hallazgos nuevos. A Delaunay le estamos viendo emprender la ruta por otros mares. Sus cuadros últimos vienen de distintos caminos. De caminos de sol y de color. Yo, que lo quiero y le tengo fe, estoy seguro de que Delaunay volverá pronto de sus viajes trayendo sobre los hombros fuertes una nueva América.

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Max Daireaux, ha encontrado pretexto en el libro de un hispanoamericano para reeditar una vez más la serie de mentiras convencionales sobre América que circu­lan por el mundo y que forman la sustancia de su “Pa­norama de la Literature Hispano-Americaine”. Dair­eaux es de esos franceses que gustan de hablar de Amé­rica con simpatía, pero sin conocerla, a causa de lo cual nos hacen mucho daño. Cada vez que se ocupa de nosotros, desbarra lindamente.
Daireaux desbarra a causa de que vive con atraso. Así, por ejemplo, juzga nuestra literatura a través de su generación, que por supuesto es ya cuaternaria. Di­ce que “mejor que en los libros construídos, en los cua­les su espíritu se afecta, los escritores jóvenes de la América española se revelan en sus volúmenes de cróni­cas, de las que son pródigos”. Eso es, pues, vivir con atraso; la generación troglodita de nuestras letras, no la moderna, fué aficionada a la crónica. Los Rojas, los Ugarte, los Sierra, los Rodó, es decir, nuestros fósiles, los baluartes de nuestra paleontología, nunca pudieron darse sino en crónicas.
Mas ahora, la gente moza se siente con fuerzas pa­ra arremeter con obras de extensión, como la novela. ¡Si justamente se puede asegurar que la nueva gene­ración americana, desde Méjico hasta la Argentina, es casi ahincadamente novelística!
           
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Pero en lo que más se equivoca el señor Daireaux es en su juicio sobre nuestros hombres. Este señor Dai­reaux cree también que nuestros mejores hombres son los “exportados”.
Todo lo contrario, don. Esos son los que no pueden subsistir aquí y se van a otros mercados a los cuales conquistan, aunque sea a fuerza de copetines y de pa­garles opíparas cenas a los comentaristas benévolos, co­mo el señor Daireaux. Ya en su libro, en su Panorama, le vi tratar con una suerte de fetichismo a nuestros ma­tusalenes, a esos de los cuales nosotros nos les reímos en las propias barbas.

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Aunque no lo crean ni siquiera lo sospechen noventa y nueve de cada cien poetas americanos, hay un proble­ma poético. Sólo el uno por ciento de ellos está en­terado y se angustia por su resolución. Para la casi to­talidad, toda la cuestión se reduce a hacer unos poemi­nes más o menos bien rimados y con una mayor o menor dosis de fácil sentimentalismo de antecocina. Su más importante preocupación es la de gustar, cuando por el contrario, dadas las características del ambiente -in­sensibilidad de los críticos e incomprensión y hasta tor­peza de los lectores,- lo verdaderamente jerárquico sería no gustar. No es bueno generalizar y menos en to­no dogmático, pero, aquí, se puede asegurar sin riesgo de yerro que el simple hecho de escribir poemas que no gusten al público es de por sí un signo de evidente ta­lento poético. ¿Mas, quién renuncia a gustar? A los hombres les place el elogio, y sólo por buscarlo son capaces de abdicar de sus más entrañadas convicciones. De allí resulta que ser poeta moderno, entre nosotros, representa un estupendo heroísmo. En primer lugar, nadie lo comenta, nadie lo lee y por supuesto no tiene cotización en plaza. Además, ocurre un fenómeno cu­rioso: la incomprensión que como vergüenza debía ocul­tarse, se la muestra por ahí sin pudicia. Hay críticos que tienen la coquetería de su torpeza. Recientemente, uno de ellos empezaba un juicio sobre un libro de poemas diciendo: “Confesamos ingenuamente que no entende­mos estas cosas”. ¡Entonces no hable de ellas, hombre; oculte su ignorancia con cualquier calzoncillo!

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Nuestros poetas no escriben versos sino los segregan. Echan afuera sus emociones, si alcanzan a merecer tal nombre, como la saliva las mucosas de la boca. La pro­ducción suya, es inconsciente y hasta están contentos de ello. No obstante, en nuestro tiempo ya no es posible ser poeta así. Hay que tener conciencia de lo que se ha­ce, y poseer una sólida cultura general, pero especial­mente filosófica y científica. No es concebible, en el campo de la dignidad literaria, que se escriba sin tener un sentido estético definido. Hay que saber lo que se quiere hacer antes de empezar a hacerlo. Y eso no es la desaparición de la espontaneidad. En Europa, en cierta medida, el poeta sabe donde va; se le ve preocupado por descubrir algo y sobre todo por alcanzar el conocimiento de la verdad poética. ¡Aquí, quién piensa en eso! Pero debe reaccionarse contra esa pereza de la inteligencia. ¡Ya se acabó la época de la intuición y de su natural secuela: los poetas ignorantes!

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Ya no voy al cementerio, no voy más a cubrirle de flores el ataúd. O mejor dicho, suelo ir, sí, a veces, car­gado de ramos, pero no en días como hoy, en que se cumple un nuevo aniversario de su óbito. Su cadáver no me parece tan de ella, tan ella, como las cosas suyas que conservo, sus trajes, sus zapatos, sus guantes, sus pañuelos pequeñitos, sus agujas y su dedal. Hay más presencia, más perduración, más vida, en los objetos de los que se fueron, que no en su tumba, pues en ella, precisamente, todo es muerte. Sí, y no me explico cómo con tanto afán van las gentes a las necrópolis a recordar a los suyos, a visitarlos, siendo así que en sus casas, en un baúl o en un retrato, en una carta o en el sillón donde se sentaban a menudo, está más memoriada su existen­cia.
Ahora reviso sus papeles, y a cada instante le digo: “¿Por qué moriste?” La poesía de América perdió con ella tanto como no tiene reparación. Pues Elvira Martí­nez de Hidalgo, mi mujer, se hizo finada cuando recién se inauguraba el alba de su expresión. Nunca quiso es­cribir versos; pero yo, que durante tantos años como la edad del Niño Jesús asistí a la gracia imponderable de su espíritu y fui espectador de su inteligencia y su penetrabilidad de todo lo exquisito y lo sutil, me pasaba las horas incitándola a darse en verso. Obedeció mi con­sejo, por fin, ya muy al último de sus días.
Sólo alcanzó a escribir siete, ocho poemas. Hoy los leo, y pienso que seis de ellos son seis de los más hermo­sos que se haya escrito en idioma castellano. Quiero sa­carlos de lo inédito y despegarlos del olvido para que los recoja en sus páginas alguna antología de la poesía ar­gentina, a la cual Elvira enriqueció, ¡y cuánto y tanto! El postrero salió oloroso de presentimientos.
Lector de mi diario: contempla esos pequeños poe­mas, aunque no lo harás con lágrimas, como yo. Pero recógete para mirarlos:
           
DISTANCIA

Tu ausencia no es irte.

El temor de verte partir
hace que te espere,
aunque estés a mi lado.

Te vas.
Y a ese infinito
lo lleno de versos para que vuelvas.

TRISTEZA

Por el camino vamos juntos
yo, la tristeza y el camino mismo.
¡Qué indolente es el tiempo!

En la herida que llevamos
siempre escondemos una pena.
Y ella nos deja pasar.

Camino, que me acompañas.
Tristeza, que no me alejas.
Entre los dos está mi alma,
clavada en forma de cruz.

Pasante, tú también sé triste.

PAISAJE

Cielo: vago, celeste, pálido.
Color: imaginación de niño.
Momento: entre la nada y la sabiduría.

Devolvamos a Dios el paisaje.

FE

Recuerdo estilizado
en impresión de pena.
Horas, días, años
esfumados por tiempo.
Sueño, pero no vida,
porque lo que tú encierras
tiene forma de canto.
Ojos encanecidos
esperando milagro,
oración balbuceada,
alivio de ternura.
¡Consérvame, Señor,
toda la fe de tu palabra: Dios!

FUGACIDAD

La carretera blanca se lleva al viento.
El viento, espía de rincones,
va con nubes al hombro.

Fueza que gira, fuerza que aleja,
¿se llevará, también, estos versos?

TIEMPO

Entre tú y yo
siempre estuvo mi vida.

Entre tú y yo
siempre estuvo mi llanto.

Mañana, entre tú y yo
sólo estará el recuerdo.

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A mis libros les he dejado practicar la costumbre de incluir en una de sus primeras páginas la lista de to­dos ellos. No son sino esos. Es preciso que funcione esta declaración, pues en Madrid, y con la complicidad de Rufino Blanco-Fombona, se ha publicado mi libro “Muertos, Heridos y Contusos”, cambiándose su título por el de “La Linterna de Diógenes” y reemplazando mi firma habitual con un seudónimo: Alberto Guillén. Todo el mundo sabe, especialmente en cuanto lo lee, que ese libro es mío; pero como se ha hecho cortes y agrega­ciones a “Muertos, Heridos y Contusos” considero al­terada su esencia y, por lo tanto, le quito mi paternidad. Ruego, pues, a mis lectores y amigos estimar apagada esa linterna.

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El hombre más pedestre del mundo es el doctor Scholl.

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Este hombre ha llegado a la ciudad y he ido a verlo. La impresión que hace es extraña, muy extraña.

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En cuanto el doctor Scholl aparece en la habitación, uno siente la necesidad de sacarse el zapato y darle el pie, en vez de darle la mano.

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Bueno; lo cierto es que se le saluda con los pies, pues éstos inician en seguida un movimiento de cordialidad, manifestado por un curioso escozor, especialmente en los lugares que un día ocuparon los “zino-pads”.

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El doctor Scholl, por su parte, es lo primero que mi­ra, y tiene sobre ellos una experiencia tan dilatada, que de un solo vistazo descubre cuántos ojos de gallo, callo­sidades, juanetes y demás alteraciones geográficas tenemos en nuestros extremos inferiores.

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Pero he dicho que se trata de una rápida mirada; na­da más. No se detiene mucho en ellos; porque el doctor Scholl se conoce demasiado: sabe que si continuase mi­rándolos, podría enternecerse hasta las lágrimas.

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Él quiere a los pies como la gente buena quiere a los animales.

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Los acaricia imaginariamente, y ellos le pagan tanto afecto. Desde el suelo en que reposan, elevan hasta sus narices un tufillo especial, que es como el lenguaje de los pies, como el apretón de manos que éstos dan a su benefactor.

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Si bien se mira, la cabeza es también pie. La cabeza y los pies valen lo mismo porque son extremos. Los pies son la cabeza de abajo, como la cabeza los pies de arriba.

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Por otra parte, es fácil probar que los pies valen más que la cabeza: ellos otorgan un seguro de felicidad, pues bien sabemos que quienes nacen de pie serán afortuna­dos en la vida.     

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Los animales no tienen pies sino patas, y, en cambio, tienen cabeza igual que nosotros. Por aquéllos, de ellos nos diferenciamos, y en cambio por ésta nos les pare­cemos.

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El pie es una honradez, una prueba de autenticidad. De allí que en los libros no pueda faltar nunca el “pie de imprenta”.

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Del hombre que no tiene pies se dice que es un invá­lido, y si estudiamos la etimología de esa palabra, lle­gamos a la conclusión de que inválido es lo que no vale nada.

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El doctor Scholl es el hombre que más pies ha olido en el mundo, y asegura que es coleccionista de sus perfumes: tiene clasificadas 64.329 clases de olores, que a su vez se subdividen en géneros y subespecies, hasta lle­gara cada persona.

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El olor del pie podría ser un medio de identificación más exacto que la dactiloscopia.

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La personalidad reside en tales extremos. Dime como huelen tus pies y te diré quién eres..

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¡Qué buen gusto demuestran las personas que termi­nan sus cartas diciendo: “Beso a usted los pies”!

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Es innegable la sabiduría de esos hombres que cuan­do conocen a una dama, al despedirse de ella, le dicen: “A los pies de usted, señora”. Pues es evidente que quien consigue ponerse a los pies de una mujer, acaso llegue a alcanzar con ella otras posiciones.

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El pie no admite hipocresías. Delata las malas artes de los individuos, Por eso, cuando alguien pretende en­gañamos sobre sus verdaderas cualidades, le respon­demos: “Yo sé dónde te aprieta el botín”.

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Jesús les lavó los pies a los pobres y los obispos con­tinúan imitando ese acto, no sólo por humildad, como se dice, sino, también, por el respeto que sienten por los pies: quieren que todos los tengan limpios.

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No se podría entrar al cielo con los pies sucios.

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El pie es tan importante, tan esencial para la jerar­quía de los seres, las cosas y las ideas, que cuando no lo tienen, no sirven para nada, y así se dice de los mama­rrachos, que no tienen ni pies ni cabeza.

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De los héroes se dice que mueren “al pie del cañón”.

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Sólo lo grande sirve de punto de comparación; es re­ferencia del tamaño: las casas, las calles, la estatura de las personas, la longitud de los géneros y, todo en gene­ral, se mide por pies. El metro es una medida artifi­cial, y no llegará jamás a sustituir al pie, que es la me­dida natural.

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Además es el nombre de la verdad. De todo lo exacto decimos que se hizo “al pie de la letra”.

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Vale tanto, que nos sirve hasta para castigar a los miserables: les damos un puntapié en el sitio más ade­cuado.

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Queda, pues, probado que los pies representan la ma­yor dignidad de la especie. El doctor Scholl consagran­do su vida a ellos, les ha rendido justicia, por lo cual debemos levantarle un altar en el corazón... de nues­tros pies.

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Leo por ahí la afirmación de que Paul Claudel con­sidera el poema en prosa “El soguero”, de Jean de Boschere, como el más hermoso de cuantos se ha hecho. La aseveración no es nada tímida, según se vé, espe­cialmente si se recuerda los maravillosos poemas en pro­sa de Charles Baudelaire, los de Aloysius Bertrand, los de Arthur Rimbaud en sus “Iluminaciones”, los de Mar­cel Schow en “El 1ibro de Monnelle”, los de Max Jacob, en el “Cubilete de dados” -de donde salieron las “greguerías” de Ramón Gómez de la Serna- y final­mente los de Pierre Reverdy en “La guitarra dormida”. El poema en prosa es un género típicamente francés. En castellano se hace muchos, pero la verdad es que no de muy superior calidad. ¿Hay en nuestro idioma alguna dificultad para que ellos sean bien logrados? Por lo pronto, es bueno que se sepa que algunos exper­tos en estética opinan que el poema en prosa es el más difícil de los géneros literarios, desmintiendo así su apa­rente facilidad. Afirman que está sujeto a leyes fijas, permanentes, y sin embargo no establecidas, por don­de resulta que sólo podemos tener presentimiento de ellas. Dice un crítico que “la brevedad del poema en prosa no es la menor de sus exigencias; tiene otras: la exacta precisión de los vocablos, un sentido muy estric­to de la composición, una progresión apretada y dura y una terminación por aquello que se conoce con el nom­bre de la ‘frase alta’, es decir, aquella más allá de la cual nada es posible”. Por cierto, todas esas cosas suponen en quien haya de hacer poemas en prosa una gran disciplina literaria, una austeridad y un control de palabras y emociones, que no es corriente hallar.
Jean de Boschere es un gran poemista en prosa. Ma­ravilloso, en efecto. Pero disiento con Claudel en su estimativa de “El soguero”. Me gusta más “El fabrican­te de zuecos”. Y lo traduzco, para que también tenga eternidad en castellano:

“El fabricante de zuecos hace la bota del pobre. Trabaja para el hombre que vive en el barro. Ha imitado al constructor de navíos, pues un zueco es una barca ambulante en el pantano.
Y el viejo zueco vuelve a su destino: el muchacho le pone un mástil y lo conduce por el arroyo”.

Me lo sé de memoria. Y quiero que otras memorias lo recojan.

49

En algunas cosas, los americanos estamos por encima de los europeos, indudablemente. Por ejemplo, en que aquí sólo los papanatas y los románticos escriben sus originales a mano, hacen manuscritos. El escritor mo­derno, el escritor del tiempo, en quien toda tardanza manual puede significar un peligro para el ritmo de su producción, ese escribe a máquina. Yo, por ejemplo. La reciente exposición de manuscritos de autores vivos, organizada en Londres con tanto éxito, ha permitido hacer una observación bastante curiosa. Sobre sesenta originales, no hubo sino dos que estuviesen escritos a máquina, el de Aldous Huxley, el autor de “Contra­punto”, y el de J. B. Priestley, éste correspondiente a su novela “En la noche”. El mismísimo Arnold Bennet, que; según sus contratos, debe producir diariamente seis mil palabras, escribe a mano.     
Pero esto de que los escritores modernos escriban sus originales a máquina comporta la necesidad de que de una vez se halle la palabra para designar todo aquello que el autor realiza directamente sobre el teclado. Al­gunos piensan que debe decirse, dactilograma. Se me ocurre que la palabra más adecuada sería dactiloscrito. Ella contradice mejor al manuscrito de los trogloditas.

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Etimológicamente, aristocracia es el gobierno de los mejores. Pero en la práctica es lo contrario o, más bien, algo que sin ser lo contrario se opone a eso. Pues la aristocracia es un aislamiento. El espíritu aristocrático es solitario, señero. No admite ser gobernado, mas tam­poco le interesa gobernar. El aristocratismo es sólo una variante de la actitud individualista. Al fin y al cabo, igual al anarquismo. De éste se sabe que, en último análisis, es la extrema izquierda del individualismo; el espíritu de aristocracia es su extrema derecha. De lo cual: nada de raro verlos juntos. Los artistas, los escritores de genio, los políticos de garra, todo hombre cimero, en general, son aristócratas y anarquistas a la vez, anarco-aristócratas, individualistas, en suma.
Extraño que, de pronto, haya personas que no se ex­pliquen unas u otras conductas mías en la gestión exis­tencial.

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Suiza era uno de los raros países del mundo que no contaban con una Academia. Pero en esas cosas, el que no cae, resbala. Cuando se llega al fin de la vida y sobre todo cuando se agotan los medios expresivos no hay más remedio que ser académico. Ejemplos, Pio Baroja, Paul Claudel. Los hombres de letras de la república helvética, ya viejos, se aprestan a ceñirse ese postrer laurel. Pero van muy lejos. Pues no quieren crear una simple Aca­demia de lengua y literatura, sino que aspiran a consti­tuirse en mentores del gobierno federal, al que ofrecen prodigarle toda suerte de consejos en materia de sabi­duría política. ¡Verdaderamente, cuando hay gente que tiene asco de los intelectuales, muchas veces tenemos ganas de darle la razón!

52

Se equivocan quienes creen que los dioses de las mito­logías griegas y romanas han desaparecido de sobre la haz de la tierra. Se equivocan. Aún existen. Sin Olimpo, probablemente, pero existen. ¿A quién atribuir, si no a un Júpiter, a un Hércules, la misteriosa transforma­ción del pobre Noé?
Tulio Noé, hombrecín de un poco más de un metro de estatura, barbilindo y lampiño, elegantón y mimoso, pulido y remilgado, era un joven muy agradable. Muy educado. Muy inteligente. Muy erudito. Dirigía una de las revistas mensuales más renombradas de Pedantópolis ¿La dirigía? No: la co-dirigía.
Su compañero de timón, Alfredo Tallarín, conocido proxeneta de los arrabales -carne de gendarme-, era un zonzo. Un zonzo, en toda la extensión de la palabra. Andaba siempre con la baba afuera. La gente o no le ha­cía caso o le hacía el caso que se les hace a los dementes. Por eso necesitaba un colega que le sirviera de tutor. Lo tuvo desde la fundación de la revista: un tal Ro­berto Guarango, habilidoso, instruído, zahorí. Guarango sufrió la carga muchos años. Al fin, se cansó. No podía ser menos. Presentó su renuncia. Los chicos de “Pro­nombre” -tal el mote de la revista-, le dieron un ágape de despedida. En el banquete corrieron vinos y discursos. Pocos vinos, muchos discursos. Hasta el mismísimo Pepe Médico -médico y no ingeniero-, quien no faltaba jamás a estas fiestas, a fin de ganarse las simpatías de los escritores imberbes, largó una ristra de ditirambos. Él, que la daba de sociólogo, de hombre de peso, de sábelo todo, y que era ilustre, famoso y una punta de cosas por el estilo, tenía que sobarles la pantorrilla a aquellos mozalbetes. ¡No fuese que les die­ra por hacerlo víctima de sus apetitos iconoclastas! A los postres, Tallarín anunció que Guarango sería reem­plazado por Noé. Tulio, que se hallaba sentado allí cer­ca, se hundió, pudoroso, en el asiento. La púrpura tiñó sus mejillas. Los ojos le lagrimearon de emoción. Algunas malas lenguas preguntaron por lo bajo:
- ¿Quién es ese? ¿Quién lo conoce?
            - ¡Silencio! -respondieron otros, también por lo ba­jo. - ¡Silencio! ¡Tiene plata! ¡Mucha plata! ¡La revis­ta andará bien!
Noé se levantó temblando. No acertaba a abrir la boca. Brazos y piernas tiritaban de miedo. De pronto, con voz leve, humilde, apenante, dijo:
- “Señores: no encuentro palabras en mis depósitos gramaticales…”.
            Unos necios quisieron reír a carcajadas. Se les chistó.
            - “Señores: -repitió.- No encuentro palabras en mis depósitos gramaticales para agradecer el inmerecido honor que se me dispensa al confiarme la dirección de “Pronombre”. Bien sabéis vosotros que Guarango es un crítico insigne, un humanista sapientísimo, un nota­ble domeñador del idioma del manco inmortal. Y pues lo sabéis, sabéis que soy indigno de sucederle”.
- ¡Claro que lo sabemos! -dijo un guaso.
- “Algunos de vosotros estáis más llamados que yo a ocupar la silla vacante del eminente Guarango. Algunos de vosotros. Pero mi amigo Tallarín, con su gentileza habitual, ha querido que sea yo quien le acompañe en “Pronombre”. Y no quiero rechazar tan valioso obse­quio. ¡Lo acepto!”
Habló luego de “rumbos nuevos”, de “arte moderno”, de “respeto a los maestros”. Dijo que prometía com­prarse unas buenas y formidables tijeras para tener a los pedantopolitanos al corriente de las últimas manifes­taciones de la estética. Siguió ensartando sandeces y vul­garidades de parecido calibre, hasta que advirtió que algunos comensales se habían entregado a las delicias de Morfeo. Callóse. Una salva de aplausos estridió en el co­medor. Noé, orondo como un pavo, creyendo que las pal­mas eran por su discurso, las agradeció. No eran por eso. ¡Eran por haber terminado!

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Desde aquel momento, Tulito Noé fué el árbitro lite­rario de Pedantópolis. Repartía reputaciones con la mis­ma facilidad que besos su señora esposa. Andaba bien con Dios y con el Diablo. En todas las polémicas de intelec­tuales de la ciudad, metía su cuchara, en la creencia de que el puchero fuera del Estado. Dogmatizaba a diestra y siniestra. Como tenía dinero, los poetillas le llamaban “talento” y le dedicaban sus “odas”. Una jota antes de la o, eran lo que merecían aquellas lucubraciones. Aun teniendo dinero, se las habrían dedicado igualmente: bas­taba con que les diese cabida en "Pronombre".
Otros había, no poetillas sino buenos escritores, que lo adulaban. En Pedantópolis los literatos o eran malos o eran sinvergüenzas. ¡Qué lástima! Los que tenían cacumen no sabían de la altivez, la dignidad, el propio res­peto. Pruebas al canto: a Noé lo seguían como perros, pagaba las copas a la hora del vermú; las perdices, a la hora de la cena. ¿De qué otra manera iba a agradecer su amistad a los hombres célebres? ¿No se paseaba, no se exhibía con ellos por calles y plazas?
“Pronombre” tenía sus oficinas ¿sus oficinas? en un cuartucho de un quinto piso. Administración, Dirección y Redacción, todo en una pieza. ¿Para qué más para un periódico cuyo tiraje no pasaba de quinientos ejemplares y del que se regalaba las dos terceras partes? Allí se reunían los neófitos, ávidos de fama, ayunos de buenas intenciones. Noé tomaba asiento frente a una mesa, no una mesa, una tabla colocada sobre dos caballetes, y repleta de libros: para plagiarlos; de originales: para no leerlos: de diccionarios de la rima: para pescar con­sonantes. Los demás posaban las nalgas donde podían: unos en sillas, otros en las esquinas de las mesas, quiénes sobre pilas de números rezagados, cuáles en los umbrales de las puertas. Uno había que se sentaba sobre su bastón: le placían las cosquillas en el ano... Y comen­zaba la tertulia.          .
Apuro Lagorio, crítico de profesión, es decir, imbécil, era el tipo del pedante. Se metía en todo, sin saber de nada. Sus amigos, tomándole el pelo, descomponían su nombre de esta guisa: a puro lago, río. Ello significaba que Lagorio llenaba de “lagos”, o sea de banalidades y ausencias sus escritos.       ­
Anibal Nover Toponce era otro crítico. Este no era de profesión sino de beneficio. Cuando salía un libro, co­rría donde el autor y le pedía prestados cinco pesos. Si el sableado paraba el golpe o urdía una finta, Aníbal Nover Toponce le atizaba un palo en “Pronombre”. Inú­til decir que si el sablazo tenía eficacia, el juicio salía con ritmo de tambor batiente. A más gordo el préstamo más rotundo el elogio. Era racial en él esta bulimia de dinero. ¿Su padre no había alquilado a su mujer, la ma­dre de Aníbal, varias veces, por unos centavos?
Lucio Pasarela, antiguo cloaquero y sirviente de fon­da, era -en Pedantópolis muchos los son- otro crítico. Pasarela no era esto solamente. Había escrito un no­velín titulado “El Conventillo”. Por haber nacido y vivir aún en conventillos, poseía sobre esas viviendas una erudición monstruosa. De allí su novela.
P. Eme Ombligado. Este merece un recuerdo más lar­go y un retrato. Ombligado era de mediana estatura. Gordito. Carantón. Rosadote. Sus mejillas brillaban de “rouge”; sus labios, de bermellón; sus cabellos, de vase­lina; sus ojeras, de belladona; sus manos, de almidón. En sus pestañas no era difícil columbrar partículas de “rimmel”; en su piel, de “cold cream”. ¡Qué miradas las suyas! Torcía los ojos, languidecía. Su voz, haciendo jue­go con sus miradas, era suave, cariciosa, romántica. Se habrá comprendido fácilmente que éste era el que gus­taba de sentarse sobre el bastón… Ombligado era poeta. No mal poeta, a pesar de todo. Por cierto que Alfredo Tallarín lo llamaba “el divino Ombligado”.
Roberto Hache, el bufo de la manada. A éste también, al igual de Lagorio le hacían bromas con el apellido. Lo aludían estornudando: ¡Hache! ¡Haache!
El más querido de todos, por Tulio, era Manuel Tal­vez, novelista, de a dos por cinco centavos, sordo y peri­llán. Tal vez, como sordo, se creía más importante que Beethoven; como novelista, esperaba el premio Nobel. ¿No se lo habían dado a Wells?
Lo que estos imbéciles, y otros más, solían conversar, no merece la pena de historiarse.

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Bueno, Noé no cabía dentro de su pellejo al sentirse amo de tanto “literato”. Les imponía sus opiniones; les acortaba sus artículos; les cambiaba consonantes a sus versos; les trastrocaba los adjetivos. Ellos aguantaban.
Un día cayó por allí un peruano. Apellidaba Pocas Pulgas. Le habían dicho que “Pronombre” era la mejor revista de Pedantópolis, y quiso ver aquello. ¡Cuánto gusto de conocerlo! ¡Ya lo conocían de nombre! Abra­zos. Lagorio y Pasarela le engarzaron unas hipérboles en el anillo de su vanidad. Toponce lo mismo, con la espe­ranza de pedirle prestado al día siguiente. Ombligado, por su parte, no pudo menos que suspirar muy hondo, mirarle la entrepierna y sonreírle, cual una Gioconda con pantalones, o mejor, cual un Giocondo. Tal vez lo invitó a su casa. Hache le hizo chistes. Todos, pues, rin­diéronle pleitesía, menos Tulio: Noé se mantuvo a la altura de sus zapatos; era el director y tenía que aparen­tar parquedad, gravedad, circunspección.
La charla continuó en común. A poco, Noé pretendió magisteriar, cual de costumbre. Pocas Pulgas lo atajó:
- ¡Vaya a dogmatizar a su casa!
            - ¡Esta es mi casa y no la suya! ¡Es usted quien se va a ir!
            Pocas Pulgas avanzó, y de un manotón metió a Noé bajo la mesa. Luego, como viese que los demás se le fue­ran encima, desembuchó un Smith Wesson. Unos por las puertas, otros por las ventanas, los contertulios desapare­cieron en un abrir y cerrar de ojos. Quedó sólo. Y salió de allí, riendo.
Mientras, Tulio Noé corría calle abajo, como un loco. Lloraba a moco tendido. El dolor que el traumatismo le produjo, aún seguía. En uno de sus instantes de mayor indignación, prorrumpió:
- ¡Malditos sean los Dioses! ¡Malditos por haber con­sentido a Pocas Pulgas venir a Pedantópolis! ¡Malditos sean!
En ese instante quedó convertido en burro.
No se asustó de su nueva catadura ni le pesó por ella. Por el contrario, holgóse. Enderezó los relucientes cas­cos hacia las afueras de la ciudad, rumbo al campo. Al galope, al galope. ¡Cómo sonaban sus herrajes en el ado­quinado! ¡Sonaban con ritmo de verso de Ombligado y prosa de Talvez! No paró hasta divisar una recua de co­legas que se daban un banquete -¡también ellos!- ­en un cortijo de pienso pródigo.

···

Poniente. Cielo despejado, claro, luminoso. Unos cien borricos, en el corral, discuten. Se trata de mejorar la situación de la especie. Los asnos han advertido que los hombres trabajan solamente ocho horas diarias y gozan del “sábado inglés”. Por si fuera poco, están opípara­mente comidos y cubiertos de gruesos trajes. En cam­bio ellos, cada día peor. Aquello no puede seguir así. Al­gunos exaltados opinan que se organice una matanza de hombres: “A coces, hay que fenecerlos a coces”. Otros opinan como lo más cristiano pedir a los dioses que los libere de la condición de burros y los vuelva hombres. Pronto la idea gana terreno y alcanza unánime aproba­ción. Sin embargo, se piensa, conviene oír al recién lle­gado. Es preciso escucharlo.
Tulio Noé, ya hecho un precioso jumentito, está en­cantado de la vida. Cierto que todos los días tiene que llevar sobre el lomo, cien, doscientos kilos de trigo, y comer pasto, en lugar de los escabeches y milanesas a que estaba acostumbrado. Cierto. Pero también lo es que no debe dirigir revistas, darla de literato sin haber ga­rrapateado jamás una cuartilla, ni resistir trompadas de Pocas Pulgas. ¡El rebenque del arriero le sabe menos amargo!
Alza las patas delanteras. Hace una venia. Y empieza a hablar. Despotrica contra los hombres. Todos son unos canallas, unos indecentes. Los burros son los hombres, y no los burros. Los burros son los reyes de la creación. ¡Felices animales! Todo lo tienen: el aire, el cielo, el agua, el campo. Todo lo ignoran: la literatura, la polí­tica, la democracia, la economía doméstica. ¿Para qué más? Y si se quiere más, ahí están las burras, las ver­daderas, las únicas encarnaciones de la belleza. Él está enamorado de una burrita. La ama con frenesí. No le haría gracia cambiarla por una mujer. ¡Qué dientes, qué orejitas, qué belfos los suyos! Por todo eso opina que los burros deben seguir siendo burros. Él con ellos, y muy a gusto.
Con una tempestad de rebuznos se le responde. No se le deja continuar. El presidente lo llama al orden, diciéndole que es un ingrato. Ellos no esperaban, no creían que un burro pudiera tener un espíritu tan ser­vil, tan bajo, tan esclavo. Hasta su novia, la burrita de los bellos dientes, orejas y belfos, le hace un mohín de desprecio y declara roto su compromiso. Todos los bu­rros le gritan:
- ¡Burro! ¡Burro!

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            La coceadura que siguió a la rechifla fue contundente. Tulio Noé abandonó el cortijo, rumbo a la ciudad. Burro, no podía vivir entre los burros, como, cuando hombre, no lo pudo entre los hombres. Afeitóse, disimuló el hocico, calzó botines y guantes, y volvió a la revista. Los chicos de “Pronombre” celebraron su retorno con grandes algazaras.

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En cierto diario de provincia hallo mi nombre al pie de un artículo anónimamente publicado por mí en el pe­riódico en que escribo. Habrá gustado, y por eso se lo reprodujo. Pero al hacerlo se ha cometido -seguramen­te sin malicia, mas no por eso perdonable- un gravísi­mo pecado: se lo realza con una firma que en el origi­nal no tenía. ¿Cómo sabe ese diario que el autor de ese artículo era yo? ¿Cómo es posible que por malicias, sospechas o deducciones se haga a un hombre padre de un hijo anónimo? Seguramente el colega no ha meditado en la grave responsabilidad en que incurría, especial­mente ante la historia. Imagínese que el escritor a quien obsequió esa paternidad, yo, llegue a ser célebre. Den­tro de unos siglos, supongamos diez o doce, podría ocu­rrir que mis obras hubiesen sido estudiadas hasta el ago­tamiento por críticos, filósofos y poetas. Podría ocurrir que se hubiese dedicado verdaderas enciclopedias a su comentario. Podría ocurrir que los eruditos y sabios es­tuvieran seguros, y eso los hiciera muy felices, de que no se había dejado un sólo punto de mi obra maravillo­sa por comentar. Mas he ahí que de repente un buen día, uno de ellos, revolviendo unos papeles del año 1933, se encuentra con un ejemplar de ese diario, y en él con la media columna atribuida a mi gloriosa pluma. ¡Qué patatús, compañero! ¡Qué patatús le daría a ese crudito aquella rarísima pieza! Seguramente habría que llamar a un médico y éste le recetaría una buena dosis de bro­muro y valeriana. El sabio publicaría luego su descubrimiento, pero la cadena de patatuses sería enorme, porque a los otros sabios el corazón se les pararía de en­vidia.
En vista de esta contingencia, en cuya posibilidad no había pensado hasta ahora, me siento obligado a decirle a mi posteridad que sólo son míos los trabajos que forman mis libros. Nada de considerar así otros trabajos, ni aun siquiera aquellos de los que realmente se supie­se que fueron hechos por mí. Si no los firmé, por algo sería. Esta es mi voluntad.

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La estruendosa adjetivación con que se ha recibido a García Lorca, es la más acabada prueba de la ternura que aquí se siente por todo lo extranjero. Somos así los criollos; bailamos siempre al compás de lo que nos llega. En estos países, la guerra de los xenófobos y los xenófilos está ganada por los segundos. Forasteridad y perfección son sinónimos en el diccionario de los americanos. Es por esto que el adjetivo más breve sonado para Lorca es el de “grande”. ¿Es García Lorca un gran poeta? No le acortemos tampoco los méritos, pero digamos sí que en América, hay por lo menos una docena de hombres que tienen la misma medida del poeta español, y sin embargo a éstos se les mezquina los adjetivos. En inten­sidad de valores, García Lorca puede compararse con toda exactitud con el uruguayo Fernán Silva Valdés. Ambos son poetas de entonación muy chica, pero de éxito muy grande, porque ambos han entrado en la poesía con estrategia: Silva Valdés tuvo la viveza de aplicar los procedimientos ultraístas a los temas locales y así fundó la criolledá; García Lorca tuvo la viveza de apli­car esos mismos procedimientos ultraístas a los temas lo­cales de su país y así hizo el cante jondo, la copla an­daluza de entonación moderna. Es decir, que los dos tuvieron el sentido de lo brillante, de lo alborotador. Las personas a quienes el deslumbramiento de lo directo les anubla el juicio, son por ellos conquistados. Sus pasio­nes las provocan entre las inteligencias superficiales. Recuerdo, por ejemplo, haber leído un artículo en que se proclama como el primer poeta de América a Silva Valdés, y no es siquiera el décimo. En España ha de haber muchos aficionados a lo fácil, que a García Lorca concedan esa jerarquía dentro de su territorio; pero en España hay algunos poetas de mayor altura. Ni Sil­va Valdés ni García Lorca son grandes poetas, entre otras cosas porque uno y otro ignoran el misterio, y sólo es gran poeta el que vive de él. Desde luego, el español tiene sobre el uruguayo el sentido de la palabra. Hay poemas suyos vacíos de trascendencia o con una emoción chabacana, que sin embargo, se llevan toda la admira­ción del lector. Como en las “jitanjáforas”, pudiera García Lorca emocionar sin decir nada, porque sabe jugar con la palabra, ha nacido con la gracia de ella.

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¿Las palabras tienen un valor determinado por sí mismas o tienen el que se les da? Lo último, seguramen­te. Ninguna palabra vale más de lo que nosotros que­remos que valga. Por eso es que la lingüística es una ciencia siempre un poco risible. Y por eso es también que las academias sólo pueden ser tenidas en cuenta como centros recreativos. Las academias están para fi­jarles el valor a las palabras y los grandes escritores para quitárselo o suplantarlo. ¿De qué sirve, por ejemplo, que la Academia diga que un mueble de madera sos­tenido por uno o varios pies se llama mesa, si a un cual­quier literato se le antoja llamarle zapato, y al revés? Es posible que al principio sus lectores quedaran un poco perplejos, pero a las pocas páginas sabrían darse cuenta de que el escritor trastroca con deliberación los nombres de las cosas: ni siquiera los insultos tienen un valor fijo. Para insultar a un político, sus enemigos lo apodaron “el Peludo”, pero sus partidarios empezaron de repente a usar esa palabra tan familiarmente, que hasta se hizo una expresión de cariño. Ahora se ha pues­to de moda la palabra “reaccionario” para vejar a las personas. Pero pronto tendrá valor de elogio, pues cier­ta gente comienza a exigir que se la llame así. Ahí ha aparecido, verbigracia, en Bruselas, una publicación cu­yo título es todo un desafío, lucido sobre la tapa y en la cumbre de todas sus páginas con verdadero orgullo. Se llama “Revue Reactionnaire”. Su gente se envanece del insulto; el insulto es su ditirambo. Y eso es prueba de que el valor de las palabras lo impone el rumbo de las ideas, no el arbitrio de las academias. Asimismo, ocu­rre ahora que para agraviar a ciertas personas se las llama “comunistas”. Pienso que un día ese adjetivo valdrá como loa, honrará a quien lo apliquen.

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En un diario francés leo un pequeño artículo del que se me ocurre sacar unas consecuencias referidas a nuestro medio. Está hecho el breve trabajo para protes­tar de que a toda idea pueril o absurda se la llame “idea de poeta”. Transcribo: “Ha llegado el tiempo de de­clarar que la expresión ‘idea de poeta’ no debe to­marse en sentido peyorativo. Que ciertos poetas sean inaptos a las necesidades cotidianas, nada quiere decir. Otros, por el contrario, se adaptan heroicamente a un segundo oficio, penan, para alimentar a las musas, en las ocupaciones del sentido común. Y todavía hay unos más hábiles quizás, que establecen que el amor, o mejor dicho, la utilización de la poesía, no impide a un hom­bre, ocupar su lugar en el mundo corriente y moliente”. Pues sí, digo yo ahora, aquí también existe muy difun­dida la creencia de que el poeta vive sólo en la luna y por eso no lo dejan meter baza en todo aquello que no sea poesía. Un político amigo mío, cuando le doy alguna opinión sobre asuntos de la vida pública, me responde invariablemente: “Cállese, usted es un poe­ta, usted, no sabe ni medio de política”. ¿Pero es que realmente los poetas no sabemos nada más que de poe­sía? Creo que la gente está equivocada; la hemos en­gañado nosotros mismos. Los poetas, muchas veces, lan­zamos a la circulación ideas disparatadas con el sólo pro­pósito de desconcertar a terceros, o por el simple goce de hablar sin sentido común, goce que los burgueses son incapaces de entender ni sentir. Pero, al margen de eso, ¡cuánta cordura en nosotros, a veces! A veces hasta somos vulgares, hombres.      .

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Creo que debería fundarse una Logia Poética. Podría llamarse Orden, Concilio, Convivio, Academia, Ateneo, Barra, Senadoconsulto, Cámara, Bolsa o si se quiere, más vulgarmente, Círculo, Sociedad o Club, cualquier cosa, el nombre es lo de menos, pero lo esencial, lo im­perioso, lo impostergable es fundar la institución. Hay que crear cuanto antes la institución poética, el hogar de los poetas. Algo que nos agrupe a todos y nos defienda, no en un sentido gremial, que eso ya no hay, sino en un sentido afectivo, un poco prepotente y pe­dante. Por ejemplo, para hacerle entender a la gente, y hacérselo entender a golpes, si es preciso, que la ca­lidad de poeta, comporta una de las más altas jerarquías a que puede aspirar la especie humana. Para que cuan­do a un poeta le falte alguien por ahí al respeto, la ins­titución lo vengue, verbigracia, designando a cuatro o cinco de sus miembros a fin de que le coman los hí­gados al insolente. Además, debemos llegar al rito, a la reverencia especial, al saludo convenido, es decir, poco más o menos, al santo y seña. Que cuando dos poetas que no se conocen y se descubren por arte de los secretos tejemanejes sobre que oportunamente nos aleccionemos, se presten la colaboración necesaria para cualquier cosa, como hacían los cristianos de las catacumbas; o como en el hermoso juego criollo del truco se comunica la po­sesión de tales o cuales cartas mediante tal guiñada o cual sacada de lengua o aqueste movimiento de la ore­ja. ¡Sí, señores, a eso hay que llegar!

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Albert Samain anduvo muy en boga en América ha­ce buen número de años. De modo indirecto. La gente común no conocía sus versos, pero su nombre llamaba con insistencia a los oídos de todos. Fué en la época en que Rufino Blanco Fombona acusara a Leopoldo Lugo­nes de haber plagiado a Herrera Reissig. La palabra plagio era excesiva, pero asimismo no faltaron quienes se dispusieran a averiguar lo que había de cierto. Las investigaciones demostraron que Herrera Reissig era un imitador de Albert Samain. Lugones, el Lugones de “Los crepúsculos del Jardín”, quedaba en las mismas condiciones. Mucho tiempo se estuvo discutiendo tam­bién una fórmula contraria: Herrera Ressig había sido discípulo de Lugones. En resumidas cuentas, no se de­bió perder el tiempo en inquisicionar si Lugones seguía a Reissig, o si Reissig seguía a Lugones. Más corto era preguntar de quién eran discípulos ambos. Ambos eran, en aquel momento de sus obras, aprovechados alumnos de Albert Samain. Cuál de los dos suramericanos había imitado primero al poeta francés, era cosa de tonta dilucidación. Lo importante era la certeza de que am­bos lo habían imitado. A todo esto, el nombre de Sa­main circulaba profusamente entre nosotros. No se leía sus obras, o se las leía indirectamente a través de sus dos epígonos criollos. Ahora bien: Herrera Reissig y Lugones han ejercido a su vez, una poderosa influencia sobre la juventud americana, precisamente con aquel la­do sameniano de su poesía. Más Lugones que Reissig. Hubo momento en que todos, incluso yo, estuvimos in­fectados por eso. Desde México hasta la Patagonia se hacía sonetos a la manera de Lugones, es decir, de Sa­main. Con haber sido grande la influencia de Verlaine y de los parnasianos en América, a través de Darío, se puede afirmar que ningún poeta francés ha influido tanto en nuestro continente como Albert Samain. Aho­ra se está revalorando a Samain en Francia. Pero sus críticos no consignan referencias a la poderosa influencia ejercida por él en América. Acaso ignoran el dato. Que lo sepan.

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Jean Giraudoux es anterior a Jesucristo. Niño aún, volviendo del almacén a su casa, se introdujo un huevo de gallina al bolsillo y al ir a sacarlo, llegado ya, se en­contró con que el huevo había hecho eclosión: Napoleón I nació en una de sus faltriqueras. Ese señor Homero escribió “La Ilíada” calzándose unos guantes de Girau­doux. El abuelo Víctor Hugo, ¿abuelo de quién es? De Giraudoux no es más que biznieto. Todas las tragedias le fueron por él sugeridas a Shakespeare en una noche de insomnio. Es Giraudoux un tipo fabuloso, taumatúr­gico. Es un prestidigitador de la inteligencia. El día que le dio la gana se sacó de una oreja a Max Jacob, co­mo si hubiera sido una pizca de cera. Toda la obra de Marcel Proust se le ocurrió a él una tarde que se anudaba la corbata, y, caritativo como pocos, lo sentó a la máquina de escribir y se la dictó de corrido. Él está antes que todos en el tiempo y en la distancia. Es el precursor de todos y de todo. Baste decir que es mayor que Dios en unos cuantos años.
Yo trabé conocimiento con él en París de una manera que merece historiarse. Iba yo por la rue Lyautey, que no existe, caminando desganadamente, mientras el cielo se mudaba de traje minuto a minuto. Era un día incierto. Un viento cansado se sentaba de cuando en cuan­do en las veredas. Las casas se rascaban las cornisas. No había nadie en la calle. De repente advertí que un señor iba delante mío. ¿De dónde salió? Lo ignoro. Estoy se­guro de que no se abrió ninguna puerta, ninguna ven­tana. Empezaba ya a hacer mil y una conjeturas sobre su insólita aparición, cuando le vi quitarse el sombrero. Entre la coronilla y la nuca, dejó al descubierto una puertecita de oro, que los discretos cabellos tenían disimulada. En la siniestra irguió una llave, y luego con ella dió vuelta en la cerradura. Giró la breve puerta sobre sus goznes, y entonces se le fué esta golondrina de la cabeza: “Con su mano derecha, él batía un poco la claridad delante de sus ojos, como se ensaya un baño”. Cerró la puerta del cerebro y se enhebró el tocado. Unos metros más allá repitió la escena. Pero esta vez, no una, sino tres fueron las golondrinas que se escapa­ron: “El cielo ha tomado una decisión: será azul dentro de diez minutos”. –“Amarrarle las manos con una co­rrea, sería juntarle sus dos pelos”. –“Alcanzamos el grueso nubarrón que partiera dos horas antes que nos­otros, y que todas las tardes recogía nuestro sol en su algodón”. De nuevo clausuró la salida, para volver a abrirla instantes después, durante los cuales fué una verdadera bandada la que emigró de él en un vuelo prodigioso: “Las hojas de las palmeras se abrían cru­jiendo todas, como las manos de un esqueleto que resu­cita”. –“Era la luz tan pura que un moscardón pare­cía la burbuja de un vidrio”. –“Buscando con los len­tes la firma de la noche”. –“Para que todo malenten­dido quedara disipado entre la Providencia de los per­fumes y yo, la brisa vaporizó los olores de la isla”. –“Nieva sobre febrero toda la quinina del cielo”. –“Me izo sobre la plataforma del promontorio del mar en que me baño”.
Yo me precipité hacia él y le cubrí la cabeza con las manos para evitar que se le fueran las metáforas. Entonces, entre nosotros amaneció un abrazo.
El cerebro de Jean Giraudoux es una jaula poblada de alas y de trinos. Es el Arca de Noé de las aves. Es­tán allí representadas todas las especies. Hay imáge­nes, metáforas simples, y duples, y cuádruples, y tota­les; comparaciones, símiles, alegorías. Muchas le han sido raptadas, y otras han ido a contener el vuelo, aca­so subconsciente, en las páginas de algunos libros bien­amados. En mí mismo, yo he hallado cierta vez un ver­so que piaba en tono suyo...
Es la suya una prosa llena de respiración, una pro­sa que se está viendo que tiene grandes los pulmones y ancho el tórax. En sus renglones hay salpicaduras de sol. Todas sus letras están llenas de salud. Cada una de sus palabras es una ventana; por donde se entra el viento a la carrera. Jugador de rugby, deportista de los más completos, él ha aireado la literatura contempo­ránea.
Jean Giraudoux es uno de los mayores escritores que ha dado el mundo. Actualmente, no hay un espíritu joven sobre la tierra en el que no se cate, siquiera dis­frazada, la influencia yiroduciana. ¡Tiene grandezas de adjetivo! Como se dice que una obra es simbolista, o cubista, o dadaísta, o superrrealista, se puede decir que hay un género yirodú; un estilo yirodú; un sentimiento yirodú. Su nombre quedará incorporado a la retórica para calificar un estado de alma de la multitud.
Por último, Giraudoux es tan grande que ha creado el cielo, y ha creado el mar, y ha creado el mundo. Cris­tóbal Colón lo único que hizo fué descubrir América: Giraudoux la ha inventado. Su libro “Suzana y el Pa­cífico” es una prueba incontrovertible de que él ha fabricado ese océano y este continente. Es preciso que a los niños se 1es enseñe bien la geografía, pero para ello urge que los geógrafos la aprendan a su vez. He aquí la primera lección: El mundo se divide en seis partes: Europa, Asia, África, América, Oceanía y Gi­raudoux.

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Me entero por un catálogo de que alguien ha publi­cado un libro sobre la “poesía vulgar” de su país. Temo que sólo se trate de la poesía popular. Pero sería muy interesante que alguien se ocupase de la vulgar, de aquella que se hace en celebración de los cumplea­ños, del nacimiento de un hijo, de la llegada de un pró­cer, etc. Una antología de toda la poesía vulgar ameri­cana sería también interesante. En ella podría incluir­se esas verseadas que las revistas semanales obligan a escribir a nuestros mejores poetas, en ocasión del arri­bo del príncipe de Gales, de la muerte de un aviador, o de los vuelos de Ítalo Balbo. Yo mismo, muchas ve­ces, he pensado hacer algo parecido. En cierta ocasión me propuse publicar una, “Desantología”, es decir una colección de los peores poemas que se ha escrito en idioma castellano. Pero la magnitud de la obra me abru­mó, y tiré la esponja. ¡Hubiese necesitado dos mil gran­des y prietos tomos e incluir casi todo lo que se ha escrito en nuestra lengua!

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Así como hay antropófagos, hay también papelófagos, es decir, hombres que comen papel. Ciertos eruditos, ciertos empedernidos lectores, especialmente aquellos que se dedican con pasión a la historia, los buscadatos, pa­decen, indudablemente, de una disimulada bibliofagia. Leen los libros sin asimilarlos, no se sabe para qué, pe­ro los leen velozmente y por docenas, los devoran. La pa­labra es de gran justeza, los devoran. Por eso se les llama “ratas de biblioteca”. Ellos mismos no saben con exactitud por qué leen tanto libro; se imaginan que es porque les gusta la historia, y están equivocados: es sólo porque les gusta el papel. Un día acabarán co­miéndoselo derechamente. Hay otros sujetos que devo­ran el texto de los libros: son los plagiarios. Se tragan con gran naturalidad lo que leen, lo digieren y luego lo repiten. Por cierto, ellos piensan que están pensando por cuenta propia; por eso tienen ese aire de desfacha­tez que nos abruma. Nos alarmamos viendo que algu­nos, plagian sin ficción, pero no debíamos alarmarnos, porque los plagiarios no saben que son plagiarios. Es el canibalismo papelístico el que los impulsa inconscientemente a repetir lo que tragaron.
Me entero, por un diario extranjero, de datos tan su­gestivos que vale la pena transcribir en su integridad. De ellos se desprende que los papelófagos puros comen el papel sin más trámite. Precisamente, acaba de morir en Inglaterra el capitán Stephen Wood, a quien le ocu­rrió lo que sigue. Durante la gran guerra cayó en poder del enemigo, pues su navío fué capturado por un sub­marino. Entonces, él devoró su carnet de notas, a fin de que los documentos secretos que contenía no llegaran a manos de los alemanes.

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El duque de Saxe creyó, y le asistía en eso toda la razón, que el papel tragado en regular cantidad es de una digestión trabajosa y difícil. De allí que com­prendiera, también con razón, que debía ser una fina tortura para los intelectuales. Un panfletario de su épo­ca insultó groseramente al duque, y entonces el duque hizo prender al autor, lo paseó por las calles durante varias horas con el panfleto entre los dientes y final­mente, en una plaza y ante numeroso público, le obligó a que se lo tragara. Por un semejante delito, Philipus Andrea Oldenburger, fué azotado el año 1668 y con­denado a despacharse hasta las tripas un ejemplar de su libro. Era el volumen algo pequeño, pero, después de haber masticado dos hojas, consiguió que los jueces le perdonaran el resto.

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Hay casos de bibliofagia voluntaria. Ogier de Bus­becq aseguraba que los tártaros tenían la costumbre de comer libros, con la esperanza de que así adquirirían la ciencia contenida en ellos. Además, hay animales pa­pelófagos. El año 1626 se encontró un pequeño libro en el interior de un pescado, en Cambridge. Era un breve volumen de ensayos de John Frith, el cual fué reedi­tado por orden del vice canciller bajo el título de “Vox Pincis”.

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El castigo de la bibliofagia me parece que sería el más apropiado para los correctores de imprenta. Por lo menos, es lo primero que se nos ocurre a los autores, cuando vemos nuestros trabajos, en libros o diarios, pla­gados de erratas, muchas veces estropeados en forma que los torna ininteligibles. ¡Da ganas de hacerles comer en seguida el cuerpo del delito!

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La dedicatoria de “Grabinoulor”, en el ejemplar con que Pierre Albert-Birot ha caminado hacia mí el puen­te de amistad que le tendiera enviándole “Actitud de los años”, ha yugulado los vagos propósitos de reconci­liación, que a veces alimento, con este miserable idioma castellano. Ella dice: “Para Alberto Hidalgo con los mejores recuerdos de un poeta desolado por no saber leer el español”. Conque es semi-imposible hallar en el extranjero espíritus de excepción que comprendan este lenguaje. En toda Francia, sólo hay un gran escritor sapiente de él: Valery Larbaud. ¿Con qué fin los hombres superiores habrían de aprender una lengua in­capaz de comunicar cultura y ni siquiera ilustración? Sólo hay un remedio: hacer entender al mundo que América está fagocitando los últimos componentes de la heredad -o abyección- española; que germinamos una nueva cultura; que nuestra psicología es otra, dis­tinto nuestro idioma y, acaso, hasta diferente nuestra fisiología, nuestra composición anatómica. Los americanos, ahora, estamos cerca de los europeos, pero no de los españoles. Estos constituyen otra especie zoológi­ca, como las gallinas o los conejos. Pronto, muy pron­to, se ha de ver enumeradas las principales lenguas así: alemán, francés, inglés, italiano, ruso, húngaro, ameri­cano, etc. En otro orden, vendrán el castellano, el ca­fre, el esquimal, el hotentote y demás.

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También, como Albert-Birot, me siento desolado, mas por distinto motivo: ver cómo se inadvierte los libros cumbreros. No he leído aún sobre “Grabinoulor” el jui­cio que merece. ¿Se está esperando lluvias de tiempo para hacerla? Es nuestra “Ilíada”, o sea la epopeya instantánea, el poema épico de esta época. En Francia ¿hay poetas mayores que él? Mayores, no; de otro tono solamente, más gratos a mi paladar, más próximos a mi corazón: Milosz, en primer término; Claudel, Tzara, Reverdy, Eluard. Pero en Albert-Birot hay mucha altura, según en ellos. “Grabinoulor” se lee con fatiga, lo cual es un elogio, pues fatiga como la “Divina Come­dia”. He tardado quince días para leerlo, y he guardado cuarenta de cama, con bolsa de hielo en la cabeza y ali­mentación ictiofágica, pues me gasté el cerebro admi­rándolo y fué preciso reponer sus fósforos. Hay otros libros de tamaño crecido, pero ninguno más grande, en la poesía moderna. El clima es diverso. “Grabinoulor” casi no es leído; se lo respira, o se lo lee, con los pul­mones, y éstos no son dos sino cuatro, diez, veinte. Uno, se hace todo pulmón para leerlo. Pues su aire es pesado, en el sentido de grandioso.

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Sé que se ha organizado en Nueva York una exposi­ción de cartas de amor, firmada por hombres ilustres. Se ve allí a Benjamín Franklin pedir al cielo que le diera alas de pájaro para posarse sobre la ventana de su amada. Edgard Poe confiesa que se dedica al whis­ky para consolarse de un mal incurable de su mujer. Nelson hace el ridículo haciéndole unas declaraciones tipo estudiantil a lady Hamilton. El gran lírico Kyats invita a desear que se le hubiera dado un puntapié en salva sea la parte, por las idioteces en que incurre es­cribiéndole a una novia frívola y coqueta que le cupo en suerte. Da espanto vivir en tiempos tan impúdicos, en que se entrega a la curiosidad maligna de la gente cosas que debería mantenerse en el más estricto secre­to, como que hasta en muchas ocasiones pueden dis­minuir el respeto que ciertos hombres merecen. Los hombres superiores tenemos derecho, también a ser dé­biles, pequeños o abyectos en ocasiones; tenemos de­recho, como cualquier hortera, a estremecernos de placer y emporcarnos de vicio con la prostituta que por cinco pesos nos hace conocer el paraíso de las perversiones; pero eso no debe publicarse, ¡nadie debe saberlo!

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Podría decirse que soy un hombre blanco y negro. Cada verano tuesta mis carnes con más ahínco. Pero me entrego al sol únicamente de cara al cielo, en po­sición decúbito dorsal, y así mi cuerpo se ha puesto oscuro por delante, mientras atrás conserva su blan­cura natural. No podía ser de otro modo, pues consi­dero que hay algo de inversión, más claro, de uranis­mo, en cuantos se tienden boca abajo en las playas. Como que el sol los penetra por detrás y ellos, gusto­sos, se dejan perforar por sus rayos so pretexto de sa­lud. ¡Mentira! Esa postura no es de hombres. Son pe­derastas a su manera.

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En situación de dislate se hallan quienes enjuician el estilo como una cosa sin importancia, prescindible y algunas veces estorbosa para la realización de la obra. Sin embargo, es postura muy socorrida de críticos. Ad­mito que si se juntan fondo y estilo buenos, más subi­dos son los quilates del diamante, digo del fruto intelec­tual. Pero lo exterior, el estilo, las formas, pueden, y los ejemplos abundan, llenar los vacíos de ideas, de gran­des sentimientos, el movimiento de las pasiones y hasta el tamaño de los argumentos. El arte es sólo formal. Todo lo demás que dentro de él se pone, es apenas relleno, con el cual el arte no gana, aunque sí pruebe las posibilidades del artista para otros trabajos de la inteligencia. Soy partidario del arte por el arte, el arte al servicio de nada, el arte al servicio de sí mismo.

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Quiero decir la historia de unas barbas. Los mozos de la novísima generación de escritores argentinos las tienen largas. Parece como que fuera el santo y seña del grupo. En general, es lo que basta hoy para merecer la estimación de las revistas juveniles. Si no se tiene barba, es inútil pretender patente de poeta moderno, de la misma manera que los hombres de la generación rubendariana debían ser necesariamente borrachos y los de la anterior usar melena hasta los hombros. La barba es el distintivo de la época, el botón de solapa de la literatura actual. ¿Pero quién la ha impuesto?
Hace un par de años me enamoré súbitamente de Victoria Ocampo. La veía pasar por las calles como un hermoso sargento, alta y oscura como un árbol de los caminos nocturnos, y temblaba, entero, de emoción. A todas partes la seguía cual un can. Cuanta estratagema es dable imaginar, puse en práctica para atraer su aten­ción, pero fué en vano. La conocida editora no me da­ba ni cinco de corte. Entonces recordé su performance: Ansermet, Rabindranath Tagore, Keyserling, quién sa­be cuántas barbas más. Y me dejé crecer la mía.
Busqué de inmediato el encuentro. Y sólo recuerdo de él, que la mujer de mis sueños, así de golpe, miró mi barba con ternura y sorpresa, pero a mí no me vio. Además, fué sólo un instante, una mirada rápida como el vuelo de un ave sesgando el aire de cualquier tarde. Nada más. Victoria no quiso aceptar nunca el amor que mis tímidos ojos le ofrecían. Y entonces yo, un buen día, cegado por el despecho, me amputé la barba y la arrojé en el sitio más callable de los domicilios. En seguida tiré: la cadena.
Esto es lo mismo que ocurre con la novísima genera­ción. Todos están enamorados de Victoria Ocampo, y ella merece esa ofrenda, porque es una mujer erectante y caliente, una negra magnífica que le da celos a la noche y huele como los ángeles africanos, pues imagino que en el reino de Dios los haya también de tinte oscu­ro. Si Horacio Quiroga es el precursor de la barba en este país, Victoria Ocampo es quien la ha sistematiza­do sin proponérselo, sólo por efecto de la devoción que provoca, de los entusiasmos que enciende. ¡Arruinado­ra de las máquinas de afeitar! Pero, ¿no les estará reser­vado a las barbas juveniles el mismo silenciable porve­nir que a la mía?

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Es tan oscuro que no se le ve. Pinta de negro la parte que debía ser más clara en el mapa político de toda la América y, a merced de su niebla, medra de dis­tracción este piojo siniestro. La tierra de que partió la libertad del continente, se abre por él, semejante a una rosa de las ignominias. Como de la de los vientos, de allí se expanden todas las sombras que dan vergüenza al sentimiento de nuestros pueblos, ¡de la tierra de Bolívar sale la mancha!
Da mal olor como un estantino. Se llama Juan Vicente Gómez, y es un zullón. Sus emanaciones nos alcanzan a todos, y hasta que por fin no lo hayamos cubierto con tapa impermeable, no podremos alzar la frente para la altura del cielo, porque los hombres libres nunca lo son hasta que todos sus hermanos no son esclavos. Mientras Venezuela lo sufre, la América lo soporta. Deberíamos organizar una cruzada para libertarla, aunque sólo fue­ra por pagarle la deuda a Bolívar.
Nos hemos ido acostumbrando a olvidarlo. Como es tan opaco, a veces no lo advertimos. Y él saca provecho de esta negligencia perpetuándose en el poder y propo­niendo su ejemplo a otros países. Pues estimo que él es el estímulo de cuanta tiranía padecemos. Cualquier ga­lafate con hombros de charretera y uniforme de ultra­je le tiene envidia, y se siente impulsado a imitarlo. Sí. Somos culpables si lo olvidamos. Debemos martirizarnos con el recuerdo de su presencia. Por eso, de cuando en cuando, yo lo señalo con este dedo que apunta a todo baldón.

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Haya Delatorre mira con el cielo. Sus retratos miran con el infierno; pero no es cierto. Él ha aprendido eso, lo mismo que sus letras, en las escuelas de todas partes. Los libros enseñan que la mirada adusta es otra obliga­ción de los políticos, y por eso, cuando se entrega a la cámara, birla la atención del fotógrafo y en el tiempo de un disimulo se coloca una piedra en cada ojo. Mas esa estratagema no es para mí. Yo he visto alzarse sus párpados cual un telón, y allá en el fondo de sus pupi­las pardas amontonarse el amor por las cosas y por los hombres. De sus ojos la ternura sale en caudal, una ternura joven, pues para eso es máscula. Quien quiera que lo vea, advertirá que este hombre tiene capacidad de abrazo. Su frente, su mentón, sus mejillas y sus ca­bellos, todo da la mano. Esto es decir que está dotado de ese misterio que ciñe la cabeza de los apóstoles, un mag­netismo especial para atraer a las masas y domeñarlas.
El conocimiento de Haya Delatorre, y mejor, su fre­cuentación, tienen valor de espectáculo. Se entra en su amistad como en un cine. Su voluntad abre la puerta y nos pone frente a su frente. Una frente con generosi­dad de pampa, abierta a vientos y habitada de tempes­tades. Es un ecrán: vemos pasar sus ideas una tras de otra, fuertes y sin premura, con firmeza de paso que sabe el camino y adivina la meta. No habla, mueve la voz; la lleva de aquí para allá con una impostación apos­tólica, suprahumana. A veces la coloca en la altura y da la sensación de que el techo se parte o de que el vecino de arriba pasa sus imprecaciones por un aguje­ro, como si en truco ilusionista nos agüeitase con la garganta. Alzamos la vista para ver esa voz y no ha­llamos nada, naturalmente, pero en este momento un grito de Haya nos llama desde un rincón de la pieza. Y nuestras miradas ruedan en su busca por el suelo, según dos pobres monedas. Sus pensamientos flamean junto a nosotros, se los ve agitarse un minuto hacia el norte, ha­cia el sur, a la manera de esas llamas que usan los in­cendios para decorar cualquier tarde. De cuando en cuando, Haya subraya sus frases con un golpe de bra­zo. Su mano larga sacude los últimos vocablos, para entregarlos limpios del polvo de las malas interpreta­ciones, por lo que algunas veces su exceso de profilaxia les arranca las letras finales. Y esa mutilación les asegura un encanto especial. Mas presumo que en las tribunas públicas, donde arenga a sus huestes, debe haber cierto peligro en colocarse a sus costados, porque sus brazos han de causar resfríos al batir el viento como dos alas.
La función comienza sobre el tambor. Haya Delatorre, sentado en el interior del sillón, los hombros de una sola pieza con el respaldo, recibe de pronto, dada por un fotógrafo inexistente, la orden de no moverse, de mirar recto hacia el objetivo. El objetivo somos nos­otros, y nosotros lo vemos de tres cuartos, manera adop­tada para los próceres. Pues resulta que él es en todo momento, además de su propia persona, el retrato de sí mismo. Su gesto recuerda el del protagonista de las grandes películas, cuando antes de empezar éstas, apa­rece solo, solo y enorme en el lienzo, dando ocupación al romanticismo de las niñas. Mas no hay dislocación ni pose en su actitud. Él es así. Y esta es la causa: los individuos llamados a porvenir extenso tienen una es­pecie de subconsciencia de los ademanes, están siempre posando para los años venideros. Haya se asombrará quizás de que yo haya descubierto este secreto de su predestino.
Si los films deben comenzar por el título, es bueno darlos a tiempo. Este podría llamarse “Presentación de un apóstol”. Pues sí. Haya Delatorre es, sin proponér­selo y acaso a disgusto, el apóstol del tipo clásico. No ha crecido entre las patas del caballismo militar ni se ha formado al conjuro de fortunas tradicionales. Él sale del fervor de las lecturas bien digeridas y del dolor mascado entre las migas cotidianas. Es el conductor, por excelencia, de los tiempos nuevos, el hombre que lleva a los pueblos el mensaje de los libros. Ha apren­dido la lección y va a repetirla o a aplicarla. Porque la hora suena de que el apóstol surja del aula. Haya es el tipo que Oxford manda a la América virgen.
Este hombre, a quien he visto vivir unos días las veredas oblicuas de Berlín con las mismas pupilas con que hace catorce años lo vi multiplicar de esperanzas las sierras cuzqueñas; este hombre parado en la tempestad de los años con madura serenidad de otoño; este hom­bre que frecuenta a Shakespeare y puede deletrear los campos de su tierra; este hombre es algo más que un político común. Yo digo que es el brazo que ha escogido la historia para mover los aires de toda la América. Su alma y su carne son de la pasta que formó los cuer­pos de los directores de épocas, de los grandes sacrifi­cados, que entre quebrar su felicidad o degollarse las ideas, optaron sin dudas por lo primero. Los pueblos gustan de corromper a esos hombres, padecen la vo­luptuosidad de corromperlos. El Perú gira ahora hacia Haya Delatorre. ¿Le entregará la presidencia de la re­pública? No es imposible. Pero sus intenciones, de acuer­do con su sentido corruptor, son aviesas, puesto que el poder es siempre una tentación al sensualismo y al la­trocinio. Mas Haya Delatorre puede ser el otro filo de la espada. Hace reverdecer las ilusiones y purificar las ansias. Yo aseguro que él también se lavará su vajilla y comerá pan duro.
Haya Delatorre tiene hábitos de termómetro. Su con­versación principia en el sur, hacia los treinta y cinco grados del mercurio. Según su memoria sube la geo­grafía, su voz se encrespa hinchada de canto. Chile y Argentina dan pábulo a su verbo. Sabe todo su andar y lo diserta con cariño. Países donde la hoguera empieza a vislumbrarse. Justifica su presente porque lo juzga amanecer. Si hubieran continuado con los gobiernos li­berales que tenían, habrían quedado en rezago para el albor social; pero el militarismo hará el precipitado, y el pueblo auténtico, un día no remoto, catará los vinos del triunfo. Uruguay, la paradoja del continente, por­que llamándose república oriental representa en su to­talidad el occidentalismo, es el baluarte de la civiliza­ción europea, el spécimen de la vieja democracia. Para­guay, Ecuador, Colombia, Venezuela y Brasil, salen de sus labios dibujados de fe. Revienta en rayo al balbucear a Nicaragua, y el relámpago llega a México con resplandor que alcanza a Cuba. Su recuerdo turista re­corre el continente y enciende afectos a lo largo del viaje. Es acaso el primer político universal de Améri­ca, el que atisba los problemas particulares de cada país y entiende la amistad cual un conocimiento.
Pero al pasar por el Perú su temperatura alcanza cuarenta grados, amenazando la integridad de la columna. ¡Perú! Extrae esta palabra querida desde el fondo del pecho y la coloca sobre la mesa con una ternura persuasiva y sublime. Juega con ella, le da vueltas, la moldea con la pasión ardida del escultor. En su boca, el nombre de la patria se torna arcilla y recibe todas las formas que da el calor. La descompone, y entonces una por una va acariciando sus cuatro letras, las acerca al beso y las alza en vilo para mirarlas contra la luz. ¡Pe­rú!, la palabra cae en los vasos para beberla, y la be­bemos. Es la comunión de los proscriptos. Todos los somos: a unos, a él, los han exilado las torpes mañas de la política criolla; a otros, a mí, nos tiene en exilio la vida. No quiero historiar las lágrimas. Sólo diré que nuestros corazones se abren caminos hasta los ojos. Ha­ya se para, levanta ese brazo que sacude el aire, lo inflama de ímpetus de bandera y recoge en el hueco de la mano la angustia de tal instante, largo y significativo como un trémolo. Allí su índice graba el espacio: tie­rras, mares y cielos peruanos quedan inscritos. Y una exclamación muestra el sendero.
He dicho que está parado en la tempestad de los años. Su edad suma certeza de juego de azar: oscila entre 30 y 40. Década promisoria o siniestra, en que lo subcons­ciente se hace presente en la vida, imponiendo sin sos­pecha el predominio de una de las formas del ser y ob­turando con rigor las rutas que parecían seguras. Edad que es eje de conversión de los caminos, estación de la inteligencia, donde se queda a soslayar los esfuerzos ya hechos. Muchas tuercen el rumbo, porque ahí se ofrece también, como en los parques de entretenimiento, el es­pejismo ambiguo de lunas violentadas. A Víctor Raúl Haya Delatorre se le está viendo en lo alto del abra medir con avidez el tamaño de la perspectiva, esclavizando con sus propósitos los puntos cardinales, mientras los vientos de la rosa golpean su cara. No hay riesgo alguno. Escogerá la senda propicia. Por donde el piso sea duro y blando el aire, por ahí irá. Su paso hará crecer con entusiasmo de álamo las ideas nuevas en la América nuestra. Y su llegada será saludada con un aleteo de campanas.

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Piura amanece todos los días en el norte peruano. Por entre el abra de unos montes aparece el sol y viola la estrechez ingenua de las calles. Unas calles tendidas de largo a largo con ocio provinciano. Calles sencillas en que el pasto es una costumbre de la humildad y en que las acequias son hábito del agua. Calles cardíacas donde las mujeres, unas morenas con ojos de encrucijada, pa­cen el rebaño de sus miradas ante la timidez de los muchachos o la insolencia de los abogadines. En Piura comienza el cielo y crece el día. La luz es suave como las curvas. Y el viento blando y tornadizo como las banderas. Piura entero, desde cuando le muestra sus montañas de músculos al Ecuador hasta cuando le pone el pecho al mar para que se estrelle y regrese, todo el Departamento es una bandera. Es la bandera peruana que le grita al mundo, en el amanecer del norte: ¡Viva el Perú!
En ese ambiente beato de los días piuranos y en una de esas casas anchas de paz y de concordia hogareña, con ventanas para que se meta el cielo y patios donde retozan las horas, vivía la familia Sánchez-Cerro. Una familia ni oscura ni ilustre, pero a la que el conocimien­to vestía con prendas de honradez. Cuando el señor y la señora salían de paseo, los saludos del pueblo sesgaban las veredas para ellos. Las damas se inauguraban de sonrisas, y los sombreros de los señores caían de las cabezas hasta el recogimiento de las manos. Aun los mozos menos educados se urbanizaban a su paso. Porque de los Sánchez-Cerro emergía el respeto, como las aves salen del crepúsculo.
Eran jóvenes y para los días de este relato, aún no habían enterado tres años de su matrimonio. Todavía el amor lo encendían a las noches, por las mañanas y en los rincones. Él era un cholo fuerte, musculoso y gallardo. No se sabía de dónde le venía la altivez, mas las veredas resistían apenas la contun­dencia de su marcha. Ella era una zamba magnífica, de caderas redondas y movedizas como un oleaje, de senos duros y erectos que disparaban deseos a las personas como dos armas. En sus cabellos, por lo negros, cabía toda la noche, y sus labios carnosos, dibujados en rojo de tentación, eran una apariencia de promesa, una iniciativa de pacto.
El matrimonio poseía una criada y la casa tenía una huerta. En la huerta, grande con solvencia de chacra, había unas gallinas, unos conejos y un cerdo. La sirvienta corría con las labores de la cocina y el aseo general; la señora cuidaba de las plantas y los animales. Cuando Sánchez se iba a su trabajo, su mujer mermaba el tiempo de la espera en la aten­ción de sus pupilos. Para las aves era el maíz, el choclo que sus dedos desgranaban cándidamente uno a uno; para los roedores, el haz de alfalfa que llevaba bajo el brazo; para el paquidermo, la sucu­lenta mezcla de frutas, papas, cáscaras y residuos familiares que allí mismo juntaba su solicitud. Mientras la señora efectuaba su trabajo, el puerco la miraba de reojo, veía el cielo a su alcance y gruñía de gozo. Después hundía el hocico en su manjar hasta el fin, y su postura de panza arriba constituía la expresión de su agradecimiento. La señora, para cerciorarse de su hartazgo, le palpaba la panza, se la acariciaba un momento.
Todo fué así hasta que otro día sucedió de otro modo. La respetable dama, inclinada sobre el balde, preparaba pacientemente aquel revuelto nutricio, cuando de pronto el chancho se arrojó sobre ella, presa de extraña furia. Quiso, acaso, gritar, pero el susto le apagó la garganta como una luz. El animal con sus cuatro patas y el enorme peso de su cuerpo, bien tenido de frutas, papas, cáscaras y residuos familiares, había neutralizado todos sus movimien­tos. La trompa hurgaba entre los senos túrgidos, duros y amenazantes como dos armas. Luego, cuando la mujer quedó desvanecida, exáni­me no se sabe si de asco o de vergüenza, el cerdo, con mañas insospechadas le alzó las piernas, los redondos y gloriosos muslos, y la poseyó con una voluptuosidad indescriptible y única.
El sexo atirabuzonado del marrano penetró en la re­signación de aquellas carnes como si perforase una mon­taña. Eyaculó. Sus espermatozoides atravesaron la va­gina con una velocidad de cien caballos; anduvieron per­didos en aquel recinto nuevo para sus ansias, y uno por fin, con perspicacias de felino y acometido de genial intuición, se lanzó a galope contra el cuello del útero y empezó a golpearlo para que cediese. Cedió, y entonces de un salto sólo ganó las profundidades de la matriz, el lugar más cálido y recóndito. Nueve meses después nació Luis María Sánchez-Cerro.

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Tal tenía que ser su origen. Engendro de la naturaleza; aborto de la pasión; fruto del espasmo robado y no advertido; producto de aberración sexual; injerto de lo irracional y de lo humano; hijo híbrido como la flor, y también como el mulo, resultancia de dos especies dis­tintas, entroncadas, para sarcasmo de la biología, a base de violación y de horror, la vida de Sánchez-Cerro tenía que ser la justificación de su origen. Una vida de mons­truo, teratológica y tremenda.
La más cara perspectiva de su latría fué siempre un sueldo reemplazando la testa de Cristo. Al soborno le pone culto, fabrícale altar y le gasta cirios. Su bulimia de dinero lo hubiera llevado a empleado de Banco sólo para propiciarles a los dedos el goce de contarlos. Por eso alquila la espada y con la espada la conciencia, del mismo modo que hubiese alquilado el cuerpo de habér­sele presentado locatario. Según todo alquilón de oficio, es un invertido latente. Su mariconería está en poten­cia, y eso se probará cuando se escriba, si se escribe, la historia de sus pantalones. Por una mísera adehala le bailó zarambeques al tirano Leguía; por reducida sine­cura le sirvió de padrillo a uno de sus ministros; por la posibilidad de entrar a saco en las arcas del estado, trató comercialmente con los civiles de Arequipa su in­greso en la conspiración de agosto, y luego les arrebató el triunfo de una revolución que él no hizo, de la misma manera que el experto lleva a las afueras a los bisoños para, asaltarlos en el nocturno de una emboscada.
En punto a ideas representa el lado de la ausencia. Allá en sus mocedades, huido de su tierra por el rubor ofensivo de su nacimiento que todos le memoriaban lla­mándole con malicioso equívoco “el hijo de la chancha”, arribó a Lima. Las veredas de la patria del civilismo, de esa ciudad que no es capital del Perú sino de las fa­milias que adulteró el ardor cabrío de Bolívar, liberta­dor de América y macho de sus hembras, recogieron piadosas el sonambulismo de sus pasos y de su extra­vío. Habitante de zahurda y comensal de fonda con gui­sos de zulla, estuvo un tiempo fluctuando entre abrazar el anarquismo o enrolarse en el ejército. Tomó el ca­mino de lo más lucrativo. Pero como era un mequetrefe, un blanducho, un lampiño, con formas de doncella y an­dar de chulo, seguramente su ano pagó el tributo de la conscripción. Ahora es el verdugo de los anarquistas, el fusilero de los revolucionarios, el asesino de los rebel­des.
Es la personificación de la inmundicia. Por él gloglo­tean las cloacas con más deleite y le exhiben los excretos que arrastran, como si le presentasen armas militarmen­te. Es el abanderado de los barriles de la basura, el pre­sidente de los desperdicios. Su nombre no se graba con tinta sino con repugnancia, y es lo que resta sobre el papel higiénico en la reserva de las letrinas, pues no hay trasero que no sepa escribirlo. Sánchez-Cerro, o el excremento. Se lo lleva siempre la bondadosa cadena de los W. C.
Antes del robo de las elecciones, antes del fraude pagado por las familias que recibieron el semen, pero no la grandeza, de Bolívar, Sánchez-Cerro parecía sola­mente un enfermo cuyos ataques de epilepsia frustrada lo hacían soñar con el asalto del poder. Después de ha­ber hundido a centenares de peruanos en el pavor siniestro de la selva, de haber mandado bacterizar los ali­mentos de los presos políticos, de haber fusilado a los marineros y haber ordenado a sus forajidos el llano ase­sinato de los opositores en las calles de tantas ciudades peruanas, ya no se le puede juzgar sino como a un cri­minal. Es el hombre que de veras ha polarizado la igno­minia. Como una antena, recoge la abyección de quienes lo rodean y la centraliza en su ser. Hasta la infamia siente náuseas cuando se le entrega.
Por los siglos de los siglos, su recuerdo será llevado y traído como un trapo, como un trapo sucio, como el hediondo paño que habrá contenido las menstruaciones de su madre. No en vano lleva vividos ya tantos años de impudicia. Su lardácea cabeza de palaciego crónico conoció desde temprano la costumbre del agachamiento ante el patrón que todavía lo ultrajaba con la propina. A su amo, a Leguía, con la mano derecha le hacía un telegrama de albricias, y con la izquierda -la suya no es izquierda sino siniestra- se tapaba la mueca del complot. Un brazo del zámbigo no es exacto que esté más corto por haber despertado el afecto de una bala; eso es mentira: se le pudrió una tarde que en la inconcien­cia de una borrachera lo fué a meter por yerro en la gangrenada vulva de la mujer del cerdo y de su pa­dre.

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Esto es mucho. Basta ya de él. Hay que darle de una vez, como a los toros, el golpe de puntilla. En cuanto lo nombro, siento bajarme hasta la pluma, desde todos los extremos del alma, un tropel de adjetivos para califi­carlo mental, física y moralmente. Recitador de los dis­cursos que otros escriben, Sánchez-Cerro es el esfínter por donde se evacúa la estupidez de los secretarios. Por eso es chato, anodino, difuso, cursi, adocenado, digresi­vo, soporífero, ecoico, diluente, huero, ripioso, enriscado, banal, estólido, estulto, filatero, gárrulo, fruselero, gedeónico, blando, ezquerdeado, gelatinoso, vacío, hila­rante, burdo, bellaco, ignorante, charlatán, majadero, chirle, dengoso, zafio, diárrico, inane, cándido, latero, inconcino, minúsculo, nulo, insípido, farragoso, nescien­te, orillero, remedón, trefe, volatero, insignificante y ramplón. Es roñoso, pestilente, grosero, pusilánime, cochino, adefésico, eclámptico; fétido, escolimoso, hirsuto, fotófobo, zullón, lechuguino, currutaco, sotreta y huevón. Es arribista, pícaro, rapaz, trepador, venal, avieso, pi­llo, tunante, gregario; fanfarrón, embustero, tenebroso, hipócrita, taimado, escatológico, marrajo, cenagoso, men­daz, cínico, cocador, nocivo, atrabiliario, coccígeo, estú­pido, zorronglón, intruso, inmoral, deyectado, nepótico, zolocho, ambidextro, equívoco, zopenco, dingolondango­so, ruin, falaz, trapacero, fraudulento, lacroso, lúteo, intérlope, pravo, fecal, mazorral, lordósico, infando, im­púdico, histrión, siniestro, simulador, rastrero, pérfi­do, vitando, esquizofrénico, perillán, abyecto, mezquino, torpe, miserable, necio, ridículo, truhán, bribón, vene­noso, turbio, adulón, artero, apostático, servil, alevoso, epiléptico, perverso, funesto, protervo, cobarde y cana­lla. Todavía le hacen falta unos sustantivos: es un ba­cín, un microbio, un rufián, una bazofia, una calamidad, un cacaseno, un estropajo, un bufón, un cachivache, un sirle, un turiferario, un camaleón, una úlcera., una cloa­ca, un carnaval, un juglar, un Rigoletto, un insulto, un agravio, un cabrón, un comodín, un fariseo, una cu­caracha, un estantino, un gargajo, un piojo, un homini­caco, un monigote, un payaso, una posma, un vituperio, un ultraje, un galafate, un parásito, un sayón, un esbi­rro, un sátrapa, un fronterizo, un retardado, un esqui­zoide, un traidor, un degenerado, un baldón, un lacayo, un impostor y un perro.
Sé que lo he muerto. Sé que este artículo es su tum­ba. Ahora, encima de esos adjetivos y sustantivos que lo retratan de cuerpo entero, para que le sirva de lápida pongo una capa de mierda. Y luego, a fin de que el pa­sante advierta su presencia y se descubra, si quiere, planto una cruz sobre su fosa.

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