Nota del editor : sesenta y nueve capítulos del Diario de mi sentimiento de Alberto Hidalgo. Obra de incuestionable valor para internarse en la estética, vida y época del escritor arequipeño. (Hidalgo, Alberto. Diario de mi sentimiento: 1922-1936. Buenos Aires: Edición privada, 1937. 371 p.)
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PRÓLOGO
“Diario
de mi Sentimiento” no iba a llamarse así. En alguna lista de mis libros, éste
salió anunciado con el título de “Novela”. Después le puse un adjetivo, y con
tal adjetivo ha estado viviendo durante años en mi corazón: “Novela Activa”.
Porque, en rigor, es una novela, la mía, o de mi vida. La novela de las existencias
vulgares está hecha de amorcillos, de pequeñas tragedias, de contactos con
todo lo pedestre del mundo, de acción, según se dice en el lenguaje de esa
técnica. La novela de un hombre habituado a pensar, cliente ya incurable del
vicio de pensar, no puede estar hecha sino de pensamiento. Así ésta.
Pero siendo lo que es
principalmente, o mejor dicho, dada la forma que afecta, su título no podía ser
otro que el inscrito. Sin embargo, un sentimiento compasivo me prohibía ese
bautizo: el saber que éste achicaría la importancia de todos los diarios que
andan por el mundo y en particular del de Enrique Federico Amiel, al cual debe
toda su gloria. Porque el de Amiel es la obra de un pajero (nadie se alarme por
mis vocablos: yo, dueño de todo el
idioma, uso los que me da la gana), y el mío es cosa viva, máscula, fruto de un hombre
que sabe emplear sus medios genitales en el momento oportuno y que ante la
vida reacciona mostrándoselos. Claro está que yo también me he masturbado, pero
de eso hace más de veinticinco años y, en cambio, el poeta suizo perseveró
hasta los últimos de su existencia. Si, finalmente, me decidí a usar la
palabra determinativa del género, fué para vindicarlo. Pues, a causa de Amiel,
se ha estado creyendo que el diario podía ser el vehículo de la acotación
quejumbrosa, sentimentalona o cursi, del onanismo literario, en una palabra.
Insisto en que ni el “Diario Íntimo” ni su autor merecen la fama que les han
confeccionado los chirles, trapaceros, gárrulos, tontos y otros marañones.
Algunas de estas cosas las he publicado en diarios y
revistas, unas veces con mi firma
y otras sin ella o en ocasiones
con seudónimo. Pero de todos modos su versión no es la misma. Las empresas del
periodismo no soportan adjetivos ni dicciones con tanta resignación como los
libros. El procedimiento de mi trabajo es siempre el inverso del que podría
suponerse: escribo primero para mi diario y luego, si es forzoso, acomodo para la prensa.
Hay aquí trabajo de quince años (1922-1936). Mas solamente la tercera
parte de lo que llevo anotado. El resto saldrá después en dos entregas, o más,
para la primera de las cuales reservo el apelativo primario “Novela Activa”.
Nunca puse fechas en mis cuartillas, si bien, según las iba escribiendo, las
metía en mis cajones, de donde: un orden relativo. Pero como me place reírme
de la cronología, les di un zangoloteo a mis originales, como quien revuelve
tallarines, y luego extraje los que forman
este volumen. Sostengo que el lector inteligente, para el cual trabajo, en
definitiva, sabrá ubicar estas cosas en su debido tiempo. Por otra parte, he
querido dejar demostrada así la edad permanente de cuanto escribo.
A.H.
1
Arequipa es la ciudad que me nació. Esta
ciudad usa en las casas de sus calles una arquitectura de estilo propio, con
patios donde se empoza el cielo y balcones que dan sobre la tarde. La levantan
paredes de calicanto, y de eso su firmeza y su reciedumbre. Los sillares de
sus paredes son la estructuración de su autoctonía, su perseverancia en la
estimativa del suelo. Por el sillar, la tierra se prolonga en los hombres; por
el sillar, la urbe se compenetra con la tierra y recibe el influjo de su
interior, rico en misterio. Es el sillar, es el calicanto lo que impermeabiliza
la ciudad para la filtración de lo externo europeo o simplemente civilizado.
El sillar es infranqueable barrera. Pero no es la única.
Arequipa reposa a las orillas de un río. Un
río casi seco, cuyo torrente son las piedras y su bullicio. A lo forastero,
persona, cosa o idea, eso es lo primero que lo recibe. Las ideas se quiebran,
las cosas se rajan, las personas se duelen en el ruido de la piedra, del río
casi seco.
Arequipa
está guarnecida por la cordillera de los Andes con algunos de sus picachos
mejores. Yo no la he visto nunca desde un aeroplano, pero imagino que la ciudad
ha de parecer una cosa, una pequeña cosa olvidada ahí, en sus faldas. La
topografía de esos volcanes debe obedecer a un propósito preconcebido. Y este
no debe ser otro que el de establecer una muralla entre Arequipa y el mundo.
Dios, según afirma la sapientísima gente que lo conoce, no da puntada sin
nudo. Hace las cosas con la plena conciencia de quien sabe por qué y para qué
las hace. De tal modo imagino yo, por la voluntad divina, una deliberación
geológica en el empeño de esas montañas de estar quietas frente a Arequipa,
enarbolando la vigilancia agreste de sus cumbres.
Un choque de lo extranjero con lo innato se
está librando en 1as veinticuatro circunferencias del día. Allí sólo arraiga
lo exterior por la insistencia de su contumacia. Ahí hasta los automóviles
sacrifican algunos de sus caballos de fuerza al trepar sus calles orgullosas
de 2200 metros de altura. La luz eléctrica sufre de hipertensión sanguínea y
los fonógrafos con su voz excesiva causan alteraciones en el gran simpático de
la ciudad. El sistema vegetativo, en los seres y objetos repercute sobre actos
y presencia, de una manera singular y tremenda.
La naturaleza es cómplice o culpable
exclusiva. Es ella lo que endurece los espíritus y petrifica la inteligencia.
Mientras el hijo está en el vientre de la madre, todo va bien. Pero el día que
nace se inicia la obra de induración. Las montañas, el río, el calicanto de las
cosas., empiezan a lanzar sobre el nuevo ser sus invisibles irradiaciones,
formándole paulatinamente esa áspera corteza de su vida. Si se realizase un
examen alerta de la fisiología de lo arequipeño, del arequipeño puro, del que
no ha visto el mar ni ha trajinado el cielo se hallaría en sus órganos, en sus
tejidos y en sus venas, recalcificaciones excesivas, pequeños estratos pétreos,
sedimentos de sillar. Y en cuanto a su alma, ella evidentemente está
acementada, tiesa.
La ternura es lo primero que muere, si
alguna vez aparece, en estos espíritus terráqueos, telúricos. Todos los otros
sentimientos, desde la nobleza hasta la generosidad y el amor, pueden
anidarse, están seguramente anidados en ellos; pero no la ternura. ¿Quién ha
sentido el cariño de un muro, la caricia de una piedra?
Así es cómo, en Arequipa, los hombres
crecen sin niñez. Yo, como los otros, no la tuve. Pero, en cambio, poseía un
tío llamado Juan de la Cruz. Mi tío Juan de la Cruz no era, precisamente, mi
tío. Su parentesco era una obligación que me sucedió. Muertos mis padres, me
fueron postizos los afectos, la casa y los parientes.
Mi tío Juan de la Cruz era un hombre alto,
moreno, de andares graves, profundamente adusto, la severidad de cuyas miradas
quemaba el viento y propiciaba la fuga de las risas. Con sus grandes zapatos,
unos zapatos que debían ser del número 80, y sus chaqués de faldas
inmensurables, parecía un cuco público, suerte de espantapájaros oficial,
ejerciendo el ministerio de apagar los afectos y entorpecer las ternuras.
Asustaba a las criaturas. Sus labios debían estar hechos de piedra, de mármol o
de bronce, como en las estatuas, pues no sabían sonreír. Ni los chistes más
sabrosos, ni las cosas más ridículas, ni las mismísimas cosquillas, si alguien
se las hubiera hecho, tenían capacidad para extraerle una carcajada. Cuando
pasaba a mi lado, yo lo miraba con el rabillo del ojo, temblando, no sabía si
de miedo o de respeto. Quizás había mucho de lo último, pero es seguro que de
lo primero había más cantidad. De cuando en cuando, una vez por semana a lo
sumo, mi tío Juan de la Cruz me llamaba, me alzaba en alto y, sentándome sobre
sus rodillas, me daba un beso en la frente, con algo que se parecía a la
ternura pero no debía serlo. Quizá el hombre en su ignorancia sabía, o mejor
dicho, presentía con la subconsciencia, que no hay cosa más terrible que el
odio de los adultos originado en la niñez; por eso hacía esas concesiones:
quitaba estímulos a mis odios posibles. Luego, a los dos o tres segundos, me
soltaba, diciendo:
- Véte con tus hermanos.
Según
fuí creciendo, el miedo y el respeto que por él sentía se fueron tornando
admiración. Yo oía decir en la casa, a todo el mundo, familiares, amigos y
sirvientes; que mi tío Juan de la Cruz era un gran abogado, un hombre muy
inteligente y honesto, de vasto predicamento en el foro. Cuando mi tío Juan de
la Cruz ganaba un pleito para sus clientes, la noticia llegaba a casa en el
indescriptible júbilo de sus ojos. Su afán de triunfar sobre las contrapartes,
no era por los prosaicos honorarios que ingresaban a su faltriquera sino por
acumular méritos en el legajo de su prestigio, para que algún día lo nombrasen
fiscal de la Corte, vocal o, acaso, ministro de Justicia. El caso es que nos
reunía a todos en el comedor, nos hacía poner de rodillas, y él, hincado sobre
una silla, previamente sacudida con el pañuelo para no molestar de polvo los
pantalones, elevaba al cielo una acción de gracias en forma de padrenuestros y
avemarías que los demás coreábamos a voz en cuello. Eso me hacía pensar que
seguramente mi tío Juan de la Cruz debía de tener un contrato con Dios para
ganar los pleitos, de modo que yo lo miraba como a un ser sobrenatural. Acaso
mi inocencia imaginaba la totalidad de un proceso: el jurisconsulto de la contraparte
debía estar pactado con el Diablo, y por eso perdía sus acciones.
Poco a poco, mi admiración se fué
acendrando, enalteciendo. Los días le sacaban punta, como yo a los lápices, y
de allí que fuera cada vez más aguda, más completa. Por otra parte, mi tío
Juan de la Cruz, en persona, la fomentaba. Cada vez que me daba una paliza, lo
cual sucedía diariamente, me decía:
- Te pego para que no seas bruto. ¿Por qué
has roto esa copa, bestia? ¡A latigazos, mi padre me enseñó a no ser imbécil!
¡A palos, haré de ti un hombre de bien, como yo!
¿Y cómo no iba yo a tenerle admiración si
me pegaba en nombre de eso, si, pegándome, podría yo llegar a ser lo que era
él? ¡El mejor abogado de Arequipa, un hombre inteligente y honesto, que tenía
contratos con Dios, usaba unos zapatos del número 80 y unos faldones
inconmensurables en el chaqué! Pero lo que más me llamaba la atención en él
era el modo como fumaba. Era mi tío Juan de la Cruz un fumador incorregible, y
el saber que lo era le producía íntimo contento y extraño orgullo. Cada vez que
había invitados en la casa, mostraba su vicio como una mujer las piernas o su
frescura la mañana: la vanidad le salía a flote, contando que fumaba
cotidianamente cincuenta cigarrillos, amén de los habanos con que finalizaba
almuerzos y comidas. Fumaba tanto que era raro, al ir a despertarlo por la mañana,
no encontrarlo dormido con una colilla entre los dedos. Pasaba las horas que el
estudio de abogado le dejaba libres, muellemente tendido en un sofá, viendo
deshacerse el humo en caprichosas espirales. ¡Lástima que no hubiese sido
escritor, pues habría entregado la filosofía del humo! Todos sus males se los
curaba fumando. Si tenía penas, las olvidaba bajo el influjo del cigarrillo.
Los disgustos no alcanzaban a disgustado demasiado, porque el tabaco lo
solazaba como una amante. Se le veía dar vueltas al cigarrillo entre los dedos,
con esa suavidad con que se les toca las piernas a las mujeres o se les acuna
los senos en el calor de la mano. Ahora que soy grande, pienso que acaso mi tío
Juan de la Cruz haya sido un metafísico, un artista, un poeta del tabaco.
Estaba entregado a su pequeño vicio, no como al alcohol el borracho sino, más
bien, como el sacerdote a su misa, como el pintor a sus colores.
Así, de tanto verlo fumar, se me antojó una
tarde -¡no se me hubiera antojado nunca!- fumar también. Recogí, o mejor, como
quien echa el anzuelo al estanque y levanta una mojarrita, pesqué una colilla
arrojada por él y le dí todas las chupadas necesarias para terminarla y ocasionarme
una quemazón de falanges. Desde entonces me dediqué a la pesca de colillas,
ciencia en la que hice tantos progresos que pronto estuve en aptitud de optar
al doctorado. Demás está decir que estas hazañas las hacía a espaldas de mi
tío. Caso curioso de fumador impenitente, mi tío Juan de la Cruz era enemigo
de los fumadores. La pasaba afirmando que el de fumar era un vicio inmundo,
sucio, y otros adjetivos, aun más violentos, de su repertorio. En cuanto a que
los niños fumasen, la cosa era más grave: merecían la muerte y, en seguida, el
infierno. Por eso, yo me cuidaba muy bien de que me viera.
Pero mientras haya treinta dineros, habrá
Judas en el mundo. En esta ocasión, Judas apareció en forma de sirvienta. Fuí
vendido, no sé si justamente por treinta dineros, pero fuí vendido. ¡Gran
maldad de ese Judas empollerado! ¡Mujer sin corazón, negada a la piedad, al
silencio compasivo de las almas puras!
Mi tío Juan de la Cruz demostró eficacias
de pesquisa. No dió el menor indicio de que sabía ya mis nuevas costumbres.
Con su secreto a cuestas -¡nunca le perdonaré semejante espionaje!-, empezó a
seguirme disimuladamente, ansioso de encontrarme con las manos en la masa. Un
día, aquí; otro, allá. Ya oculto en una parte; ya haciéndose el distraído en
tal otra. Ora fingiendo salir a la calle; ora saliendo, para volver con
insólita repentinidad. Quería ofrecerse el goce de los policías cuando
descubren al ladrón atormentando la cerradura con su ganzúa. Y así, a la
postre, me sorprendió infraganti.
No tuve disculpa. Por argumentar algo y en
la esperanza de alcanzar, por audacia, su misericordia, avancé:
- No
creía que esto fuera malo. Como usted fuma tanto…
De un bofetón en la cara me tiró bajo
una mesa. Casi perdí el conocimiento. Inmediatamente recogió mi colilla, que
estaba aún encendida, y, acercándose a mí, me la hundió en los labios por el
lado del fuego, a punto que anunciaba:
- ¡De
esto vas a acordarte toda la vida!
Y, en
efecto, han pasado los años y no he podido olvidar aquello. Me acuerdo hasta de
los pormenores de la dolorosa curación que por espacio de dos semanas hubo de
hacerme el más reputado médico de la ciudad, porque mi tío Juan de la Cruz me
hizo una quemadura horrorosa, que se gangrenó y pudo, incluso, producirme la
muerte. Mis labios tenían posibilidad de túnel, parecía mi boca un agujero por
el que las moscas hubieran podido entrarse hasta el estómago, de no impedirlo
la hilera de dientes. Sólo muy lentamente se fué haciendo la obra del tiempo,
ese artesano benigno: poco a poco volvió la carnadura, la cicatriz fué
suavizándose y renacieron las formas con el concurso generoso de los años.
Pero desde aquel día no he vuelto a dar una pitada, y cuando alguien enciende
un cigarrillo en mi presencia, un escalofrío inquietante recorre mi cuerpo y
siento una vaga comezón en la indeleble señal que dejara en mis labios el
trágico rubí de esa colilla…
2
Hace siete años, de vuelta de Europa y como
resultado de mis correrías por los cafetines literarios de Madrid escribí, en
uno de mis libros, esta frase: “El Ultraísmo es un sport de andróginos”. Esto
era exacto. Desde su Pontífice Mayor hasta su Secretario Perpetuo y muchos de
sus ahijados, los ultraístas poseían una evidente sensibilidad posterior. Por
un Larrea, un Gerardo Diego, y otras personas decentes, había media docena de
jóvenes fácilmente catalogables en los archivos del proxenetismo masculino.
Pero, en fin, esta calamidad del ultraísmo ha pasado definitivamente. En
cambio, ya tenemos otra que me obliga a repetir la frase: El catolicismo
literario es un sport de andróginos. Nada más que eso. Y si la palabra resulta
un tanto dura, a fuerza de conocida, digo con más suavidad que el catolicismo
literario es un sport de uranistas. Vocablo más delicado, menos vulgar, y
sedoso y rosado, palabra con polvos de arroz y loción de Coty.
Sábese que en Francia Max Jacob y Jean
Cocteau, públicos invertidos, convirtiéronse al catolicismo hace algún tiempo,
haciendo de su conversión motivo de escandalosa publicidad. Esta postura de
los hablados escritores franceses ha comenzado a ser profusamente imitada por
jóvenes que ya habían fracasado en la literatura, que están definitivamente
fracasados, aunque de cuando en cuando pongan su rimmel y su rouge y aun su
andar onduloso en las columnas de algún diario o en las de ciertas revistas de
dudoso renombre. Pero no irán con ello a ninguna parte. Ya las gentes los
señalan con el dedo al pasar por la calle. Jóvenes católicos que respiran
anchamente y entornados los ojos ante los mingitorios, y jóvenes literatos, a
quienes les indigna la virilidad, aunque usen esposa para despistar, se han
agremiado últimamente en pretendidos círculos culturales y empiezan a ponerse
un poco insolentes. Será preciso arrancarles la máscara. Son una vergüenza para
las ideas católicas y hacen estragos en el gusto literario. Razón por la que
será necesario inscribir sus nombres en carteles u hojas públicas, para evitar
que engañen a los bobos o simplemente a quienes no los conocen. El peligro de
los invertidos que se amparan o pretenden ampararse bajo el membrete de
escritores católicos hay que conjurarlo a tiempo. Y lo he de hacer. Publicaré
en su oportunidad, si fuera necesario, una columna de honor. Una columna de
honor que dará pena.
3
He sido, soy siempre, ante todo y sobre
todo, un escritor beligerante. Me pasó la vida preguntando contra qué o contra
quién se puede escribir, pues entiendo esa manera como la más adecuada para
escribir a favor de alguien o de algo. Esta mi beligerancia, de la que no
quisiera desposeerme nunca, da un tono especial a mi producción, levantando mis
adjetivos como aristas incómodas para cierta gente. Pero ese es el riesgo de la
verdad. Y yo seré siempre un hombre que dice la verdad por lo menos la verdad
que, yo, creo verdad.
4
No sé si será que me indispongo con la
vejez. A medida que avanzo en el camino de los años, me exaspera la senilidad
en que los demás han caído, como si con eso quisiera yo invitarme a no caer
jamás en ella. Hubo tiempo en que a los viejos los miraba con cierta simpatía,
pero poco a poco les tomé fastidio, luego repugnancia y después odio. Fuí
admirador de Bernard Shaw, y hoy lo siento ganar en mí los grados de la
precedente escala. Me voy dando cuenta de que al fin y al cabo la vejez no es
sino el instinto femenino del hombre que, al final de la vida, empieza a
exacerbarse. Hay un momento de la existencia en que la mujer vence al hombre
en el hombre, y ese es el momento final. En la vejez todos los hombres parecen
unas mujeres, es decir, unas viejas, pues son mujeres ya sin los encantos del
sexo. No sé si fué Nietzsche quien sostuvo que el hombre está compuesto de un
90 por ciento de mujer y sólo 10 por ciento de hombre, pero primando en su
apariencia esta última calidad, a consecuencia de su ímpetu combativo. Y así
debe ser. Por eso, cuando con los años se pierde el espíritu de lucha, el
noventa por ciento que es la feminidad atrapa toda nuestra condición. Por eso
los viejos hacen el ridículo, como las mujeres. Las recientes actitudes de
Shaw pregonan la lógica de la tesis anterior. Da la impresión de una anciana
que se pusiera a bailar un candombe frenético en un tablado, sin conseguir
excitar al público, porque éste apenas se desternillaría de risa contemplándole
la mengua de las piernas.
5
Digo siempre América, en vez de decir
Suramérica o América Latina, refiriéndome solamente a la mía, a la nuestra, con
el mismo derecho con que los yanquis llaman América a la suya, que sólo es la
del Norte. Y digo también, para dejar todo esto en claro, que Suramérica
empieza en los límites septentrionales de México y termina después de
Magallanes. Lenguaje más directo: Suramérica es todo lo que está al sur de Estados
Unidos.
6
Debemos creer que la muerte entra por la
boca, como los alimentos. En cierta ciudad desapareció de su regimiento un
conscripto de pontoneros. Una breve carta suya aleccionó a sus buscadores sobre
el carácter de su ausencia: iba a suicidarse. Estaban ya comenzando a llorarlo
sus compañeros, dirigidos como batuta, por las lágrimas del capitán de la
compañía, cuando irrumpió en el cuartel el propio conscripto, y no sólo en
alma sino también en cuerpo. Luego declaró que había tenido, en efecto, el
propósito de matarse, pero que, en el momento de ir a hacerlo, se acordó de su
madre, (versión casi textual). Por eso digo que la muerte entra por la boca;
cuando, sin calcular la temperatura de la sopa, nos llevamos una cucharada de
ella a la boca y nos quemamos porque está demasiado caliente, quienes nos miran
dicen que nos hemos acordado de nuestra mamá. Con razón escribe San Anastasio
en su “Tratado sobre la esencia del bien”, que la muerte es cálida y no fría,
según la gente supone: “Entra, muerte, en mí, y abrásame con tu tremendo fuego,
que si a otros como el infierno quema, a mí como el cielo ha de arderme, para
purificarme. Entra, muerte caliente, en mí”.
7
Señores, pasen a ver mi barba. Es
auténtica, con un color nocturno, que da miedo. La anchura de su vivir no es
muy grande, o lo es: no hay aún compañías de seguros que garanticen la vida de
las barbas. De todas las partes del cuerpo, ésta es la menos afianzada, la que
más queda en el aire. Puede compararse con la clásica flor de un día: rómpese
hoy en pimpollo, ardido de color y de gracia, a la tarde se marchita, y mañana
cae del gajo. Aún no se ha visto que un cristiano se saque un ojo de puro
capricho, se ampute un brazo o se corte los labios; pero en cambio ¿quién
podría sostener que tras una noche de sueño corriente no le amanecerán deseos
de afeitarse por entero? Triste destino el de la barba, su vida depende de
nada, está sujeta a los vaivenes del buen humor o de la fortuna. Como Damocles,
está amenazada por una navaja pendiendo de un hilo sobre ella. Conozco el caso
de un señor a quien los negocios se le dieron vuelta, que se cortó la barba por
entender que no era precisamente su mascota. A muchos les ha ocurrido
enamorarse de una mujer que les impuso como condición para entregarles sus
encantos la extirpación de su capilaridad más querida. ¿Y por qué no pedir el
holocausto de una pierna o de una oreja? ¿No sería más honorable el sacrificio
de la nariz, tan, aficionada a meterse en cualquier parte, y cuya existencia
es bastante azarosa, pues es la que recibe las bofetadas y sufre las puertas
cuando se cierran?
Eso equivale a declarar superfluo el uso de
la barba. Y no lo es. ¿Cómo puede serlo, si desempeña un rol importantísimo,
trascendente, en todo rostro? Vale más una buena barba que una frente ancha o
unos lindos ojos. Una barba no pasa nunca inadvertida. Ella dice siempre “aquí
estoy”. Es un punto de referencia: “¿Ve usted ese señor de barba? Bueno, pues
ahí es el Correo”. Las descripciones comienzan por lo común así: “Estaban allí
varios señores, uno de ellos con barba”. Porque también es una jerarquía: un
señor afeitado es solamente un señor, un señor con barba es un caballero. Pule
las maneras y orienta la conducta de quien la porta. Conduce a los grandes
hechos, no a las mezquinas acciones. Da el hábito del heroismo, del esfuerzo
corajudo y enérgico, nunca de lo pequeño y débil. Un barbado podrá ser
asesino, pero no ladrón. Jamás se ha sabido que esos buenos sujetos que entran
a robar en las casas o desvalijan los trenes sean barbudos. A lo sumo, algunos
se desfiguran con una barba postiza. Es que no brota sino en las caras limpias
y en las almas nobles; la irrigan la honradez y el decoro.
El propio respetable señor don Pedro
Larousse cuenta en su famoso diccionario que caldeos, asirios y hebreos
“cuidaban mucho sus grandes barbas, como si fueran una representación simbólica
de la sabiduría” Sabemos que hubo tiempos en que era sagrada, cosa de respeto,
sólo permitida a los nobles y a los inteligentes. Había tribunales encargados
de otorgar permiso para llevarla. Era la Legión de Honor de aquellas épocas.
Además hay individuos, y eso es ya el
paroxismo, que nacen con barba. Son los abanderados, los lugartenientes,
mejor, los académicos de la barba. La tienen por derecho divino, y ejercen su
ministerio con una suerte de religiosa austeridad. Ellos no pueden ver
impasibles que cualquier quidam se la haga madurar. A esas barbas las
consideran advenedizas, y sus miradas les prenden fuego de una vereda a otra.
Las odian como a intrusos, como los reyes odian a las mujeres de los príncipes
casados al margen de la nobleza. ¡Son barbas morganáticas! En el Río de la
Plata hay un hombre nacido con pelos en el mentón. Muchos conocen su historia,
que es esta: una partera fué llamada en cierta ocasión a atender un caso que le
causó el susto mayor de su vida. Todo iba bien hasta el momento supremo, hasta
el instante, tan aliviador, del alumbramiento, en que el niño tuvo la:
ocurrencia de sacar primero la barba. La buena mujer dió unos gritos de pánico
y echó a correr hacia la calle, abandonando cobardemente a la madre. Creyó que
el diablo nacía en persona. Y no. Era el cuentista uruguayo don Horacio
Quiroga.
Quiroga es el ministro de todas las barbas
en la República Argentina. No la tiene muy larga, pero sí fuerte. Parece
hecha con ramas de los árboles de Misiones, peinada con ungüentos de tuna de
ese país de Anaconda que él ha descrito con tanto acierto. Es fragante y
pintoresca, pues huele a selvas y le da un aspecto de asesino simbólico que es
su coquetería. Docenas de mujeres han dormido en su lecho sólo para olerle la
barba. Con ella ha entrado a saco en la literatura; es su arma, junto con la
péñola. Cuando duerme, la arropa bajo las sábanas, maternalmente, y en los días
de frío la meta con prudencia entre los hierros del radiador de la calefacción.
La barba entra en las casas primero que su
dueño, es su lazarillo o su embajador. Tiene experiencia de disimulo. No se
sabe si un barbazo lleva los zapatos rotos, manchado el chaleco o remendado el
pantalón. ¿Si sólo la miran a ella, cómo van a enterarse de esas flaquezas? Es
la elegancia por excelencia, el arte de bien vestir. Y sobre todo y ante todo,
la contraposición del desnudo. En las playas vemos cómo están formados los
señores corrientes, medimos sus tóraxes y calculamos la capacidad de sus
músculos; nunca hacemos lo mismo con los que lucen siquiera una pera. A éstos
nuestra mirada les da atavíos. Y si alguna vez alcanzamos a darnos cuenta de su
desnudez, no los miramos como a los otros, sino como a varones de la antigüedad
o sátiros escapados de los cuadros. Porque una barba vale una época.
Es un
pasaporte, es lo único que abisma a los porteros, les hace cuadrarse con
respeto y abrimos de par en par las puertas que dan a los despachos de los
ministros. A los desprovistos, los conserjes y secretarios los obligan a
exhibir sus credenciales y, según sean, los hacen esperar bravas horas en esos
dormideros de las antesalas. Una barba pasa siempre; para eso es barba.
¡Y cómo pesan sus reverencias! Es el saludo
que se tiene en mayor cuenta. Sólo a un barbón se le consiente que apenas se
lleve la mano a la cabeza y haga una venia. Las gentes tienen centímetros en
los ojos para medir el tamaño de los saludos, a fin de pagarlos al mismo
precio. Por eso cuando un barbado se inclina con el sombrero en la mano, se
puede estar cierto de que el favorecido vale su peso en oro. Porque la columna
vertebral de aquél es más rígida que las usuales.
Mas lo extraordinariamente grandioso de la
barba, lo que la hace el más importante aditamento humano conocido hasta la
fecha, es el poder sugestivo que tiene, el dominio sedentario que ejerce sobre
la conciencia del hombre. Un hombre con barba se sabe superior a sí mismo, es
decir, ignora su mensura, sin caer por ello en las debilidades de la egolatría.
Cuando se mira al espejo le sucede lo que a cierta estrella cinematográfica de
quien se dice que se desconoce. Pues a los dioses los pintan con barba, piensa
que tiene algo de Dios, de modo que el espejo, según él cree, lo traiciona
haciéndole notar que sólo es un hombre. No obstante, es fidelísimo amante del
espejo, está siempre observándose, admirándose, acaso queriéndose descubrir.
Ningún retrato suyo le satisface. No se considera bello, pero sí mejor. Jamás
se ve; se interpreta.
En la barba, por otro lado, reside la
inteligencia. La inteligencia y el sentimiento. El fondo de las personas, su
revés, está permanentemente y sin error delatado por sus ademanes. El que
piensa, sin quererlo se agarra la cabeza, y a veces, cuando las ideas no le
acuden pronto, se tira de los cabellos como para atraparlas. Mas el barbudo se
acaricia la barba, le da unos pases de arriba a abajo, tiernos y comprensivos.
Igual hace si sufre; allí se consuela y achica las penas. Barba, sendero de la
meditación. ¡Cuántos grandes pensamientos, cuántas maravillosas imágenes no
habrán bajado por sus hebras hasta las plumas de sabios, escritores y poetas!
Yo aseguro que Leonardo se fabricaba los pinceles con los pelos de plata de esa
selva que llevaba en la cara: de lo contrario, no habría pintado para el
tiempo.
Muchos que pudieron extraviarse, hallaron
finalmente el camino de la gloria. En las tinieblas de la lucha tremenda que
es el arte, nada hubieran visto, habrían rodado a los abismos por cualquier
vericueto, si la albura de sus barbas no les hubiese alumbrado el camino.
Homero, Tolstoi, Walt Whitman y tú Moisés, el del Decálogo, todos vosotros
escribisteis vuestras obras con plumas de la barba.
Y escuchad mi confesión: yo me he dejado
crecer la barba por ternura, presa de fiebre mística, por el amor de Cristo,
que la tuvo…
8
Son varias las personas que me han
preguntado qué es un poema de varios lados. Llamo yo lado del poema a cada uno
de los versos que lo forman y alguna vez a los distintos asuntos que
contribuyen a darle unidad. En una figura geométrica cualquiera, un lado es una
parte del todo, pero un lado es un lado en sí, es decir, es una figura él
también, tiene una personalidad, una individualidad exclusiva y aislada, y
justamente eso afirma, sostiene la figura. Así por ejemplo un cuadrado, se le
mire del lado que se le mire, es siempre un cuadrado. Cuando un hombre está de
pie, es un hombre de pie; cuando está tendido, es un hombre tendido; cuando
está sentado, es un hombre sentado. Nunca, pues, deja de ser un hombre. Son
distintas sus posiciones, pero su carácter es el mismo. Es porque el hombre
está hecho de partes totales, inconfundibles entre sí, partes empeñadas en
recordarnos a cada instante lo que ellas son, independientemente de lo que
juntas llegan a ser. Preguntémosle al cerebro si se quiere cambiar por rodilla
y nos responderá rotundamente que no. De no ser así, veríamos a ciertos
escritores poner avisos en los diarios diciendo más o menos: “Cambio mis cuatro
manos por un cerebro”.
El poema, por lo que toca a su exterior,
está formado de versos. Un verso en sí es una obra de arte. Y es obra de arte
tanto más valiosa cuanto menos deja de serlo al hallarse solo en el desierto de
una página. Hay multitud de versos que no lo son sino por la vida que les
prestan sus compañeros. Yo pregunto si todo renglón de once sílabas es un
verso, por el simple suceso de estar provisto de los “acentos tónicos” de que
habla la retórica antigua. Se me dirá seguramente que no. Veámoslo:
“La
huerta con rosales y repollos”.
No parece ¿verdad? que eso sea un verso.
Sin embargo, lo es, cuando recibe la ayuda de otros:
“Sombra en el corredor y el campo ardiendo
La huerta con rosales y repollos.
Una gallina pasa, precediendo
Los puntos suspensivos de sus pollos”.
Esto es un poema. Inmediatamente decimos
que es un poema de cuatro versos. O sea que damos calidad de tal al segundo
renglón de once sílabas.
He aquí una demostración de que el verso
habitual no tiene personalidad propia. El verso es el vehículo de la expresión
poética, y no obstante los poetas le conceden en su obra un lugar secundario,
y, lo que es peor, contingente.
Para subsanar eso, es que yo he inventado
el poema de varios lados, poema que puede leerse de arriba a abajo y viceversa,
o comenzando del centro, o de donde uno se antoje, poema en el que cada uno de
sus versos constituye un ser libre, a pesar de hallarse al servicio de una
idea o una emoción centrales.
Al poema corriente y moliente se le llama
con bastante acierto una “composición”; del poema de varios lados se podrá
decir que es una “construcción".
Hago un poema del mismo modo que edificaría
una casa; pongo ladrillo por ladrillo, y si bien es lo más seguro entrar en
ella por la puerta del frente, también se puede hacerlo por la del rondo y aún
por las ventanas. Un verso puede aparecer solo en una página o en todo un
libro. Siempre dirá al lector que sepa entender, lo que yo quise decir, lo que
seguramente dije.
Mi poema “ubicación de lenin” es otro tipo
de poema de varios lados.
9
Muchos son los políticos que no han podido
ni pueden reprimir su pasión no por las letras, sino por las pequeñas
vanidades que ocasionan. Algunas veces ocurre que los literatos se valen de la
política para triunfar en literatura, pero lo más común es lo contrario. El
literato vocacional ama generalmente su oficio por sobre todas las cosas,
siente su suerte de apostolado, la necesidad de sacrificarse a él por entero.
El literato vocacional no transige, no abarca otras actividades mentales; es
solamente literato. En cambio, el político es el tipo del hombre orquesta. Nada
le queda mal, y cualquier cosa cree que lo adorna. Por eso hace versos, pinta
cuadros, simula erudición, ejerce la medicina, etc. Lo malo es que todas las
cosas las ve con su prisma personal, y así el político supone que el que se le
tenga por literato es un tilde más a su favor, cuando por lo general ocurre que
el agregado constituye su ridículo, es el hazme reír de los que no están
acostumbrados a la ingestión de anzuelos. De un literato que hace política,
todo el mundo guiña el ojo; pero de un político que hace literatura, toda la
gente se ríe.
10
En todas las épocas se formula recetas
literarias con la misma facilidad que terapéuticas. Así como los males se curan
con productos de farmacopea sujetos a un régimen determinado, se hace versos,
novelas, etc., a medida. Mejor dicho, las escuelas literarias no presuponen
una vocación, sino que cualquiera puede participar en ellas con sólo someterse
a ciertas exigencias. Es evidente, por ejemplo, que la época nuestra, llamada
de “vanguardismo” -una palabra tan estúpida como otra cualquiera,- es una de
las más apropiadas al recetario. Cualquier muchacho que desee pertenecer a la
nueva sensibilidad, no tiene sino que pedir a los expertos la dosificación de
esa mercadería. El que no es vanguardista, o neosensible, es porque no quiere.
Se puede vender fórmulas al por mayor y al por menor. Esas fórmulas son las
que han comprado, las que compran a menudo, ciertos vejetes que de repente
aparecen embanderándose en las nuevas tendencias, si bien se ve a la distancia
lo postizo, lo falso de lo que fabrican.
11
Pocas entidades tan perecederas como las
palabras. Son aún más mortales que las personas. A las personas los médicos les
cobran el alivio, postergan su desaparición, les aseguran una longevidad muchas
veces tranquila. En cambio, las palabras nacidas para morir sucumben
irrefragablemente. Con ellas no hay posibilidad de drogas salvadoras ni de
quirúrgicas enmiendas. Su destino es inquebrantable, fatal. ¿Qué virus las
toca? ¿Qué es lo que se las lleva por las avenidas del desuso, sin pena y sin
llanto, en sepelios callados, inadvertidos, cual esos entierros medio
clandestinos de los grandes miserables, realizados en hora de sombra, como
serán, verbigracia, los de mis enemigos, que yo quisiera próximos?
Quizá las matan los hombres mismos, quizás
les contagian sus males tremendos, sus lepras y sus tisis espirituales. La
idea viene del hecho de que el desgaste de muchas palabras coincide con la
alegrada ausencia de ciertos escritores, o sea con su muerte. Se diría que es
lo único que se llevan de la vida; las palabras que ellos abusaron, que
frecuentó su mal gusto y con las cuales edificaron su desprestigio. Su mortaja
es su léxico, y es mortaja pesada, porque bajo ella sus despojos poseen más
insignificancia, son más polvo, más nada; ya desde la vida ella colgó sobre sus
hombros como un cartel fúnebre; sus vocablos surgían de su pluma con ritmo de
extinción, como los equilibristas sabedores de que el vacío a que se arrojan
es el definitivo. A algunos poetas que han sabido, validos de éste o aquél
hábil recurso, sobrevivir a sus éxitos inexplicables, los hemos visto, los
estamos viendo todavía pasearse por la literatura con dengue de capilla
ardiente. Ignorantes de que las ideas no tienen en verdad ninguna importancia
en la íntima contextura de la obra literaria, cuando han querido, cuando
quieren remozarse, pónense a tono con la época, que los avanza, se consagran a
manejar los mismos motivos, las mismas interpretaciones de las tendencias
nuevas. Mayúsculo disparate. No es el asunto lo que hace al poeta, no es el
tema lo que da la temperatura del arte, y ni siquiera la manera de tratarlo,
ni siquiera el acento de su expresión. La edad del arte, su atmósfera, y de
modo especial en la creación escrita, está regida, en este caso, por los
elementos materiales de su composición, es decir, por los vocablos, por los
desaprensivos vocablos que la integran.
Cada generación, cada escuela, o mejor,
cada orientación literaria se va con su léxico. Podría clasificarse a los
autores por las palabras de su preferencia. Cuando no se sabe con exactitud a
qué época o a qué escuela perteneció determinado poeta, basta examinar someramente
su vocabulario para situarlo sin riesgo de yerro. La delación de su casta será
hecha no sólo por los sustantivos, que, en fin, siendo nombres propios o
comunes, partes fundamentales de la oración, pudieran ser sugeridos por el
ambiente, sino hasta por los adjetivos y por los verbos. Si hallamos a menudo
las palabras lira, frenesí, ilusión, yerto, celaje, libar, dintel, lauro,
pensil, ósculo, letal, caótico, tétrico, mustio, luengo, y otras de la familia,
no dudamos un solo instante de que quien las empleó pertenece al período
postromántico de nuestra poesía. Son vocablos sobre los cuales pesa una loza de
cincuenta años. Están asegurados para el descanso. Nadie, con respeto de
estilo, se atrevería a insertarlos hoy en una línea.
¿Necesitan los escritores usar palabras de
fácil muerte? Seguramente, no. Pero es anzuelo que se emplea para atrapar
adeptos, fosforescencia que deslumbra a los neófitos y los hace lanzarse en su
zaga. Esa es la primera esclavitud del discípulo: la esclavitud del léxico.
Rubén Darío y Julio Herrera Reissig fueron, entre nosotros, los primeros en
entender el valor estratégico de esa maniobra. Fueron, pues, los primeros en
sistematizarla. Rubén, para asegurarse la conquista de alumnos tan
considerables como Leopoldo Lugones, Rufino Blanco Fombona, Ricardo Rojas y
Francisco Contreras o, en el plano de la mediocridad, José Fiansón, Bartolomé
Galíndez y Carrasquilla Mallarino, no necesitó sino hojear el diccionario y
extraer con las pinzas de sus dedos los vocablos esenciales que pueblan las
rimas de todos ellos. ¿Las rimas? Sí, ¡no los poemas! Ninguno de ellos ha
escrito uno solo, no obstante de tener, especialmente los dos primeros, y con
más perseveración Lugones, cierta suerte de talento poético.
Van pasando los años, y de Rubén queda
menos cada día. Nadie prolonga ya sus estrofas, como no sean las ridículas
recitadoras de salón, las Berta Singerman y otras calamidades del histerismo.
Sabemos, no más, sus palabras, que son lo único que las subvive. Ellas son su
esqueleto, y su simple transcripción es su figura: mágico, liróforo, olímpico,
siringa, agreste, Panida, Pan, propíleo, sistro, tambor, púberes, canéforas,
acanto, rocío, vino, miel, pámpano, Citeres, pífano, frescor, náyades, ninfas,
sátiro, centauro, adusto, flauta, sidereo, espectral, etc. ¡Etcétera! Todos
saben de qué poema se trata; es uno de los mejores
de Darío. Se le reconoce por las palabras, no por lo que dicen, unas palabras
que nadie puede volver a emplear sin ser punido, porque Rubén las entregó a la
risa revelando su permanente oquedad.
Llegado después de Darío, Herrera Reissig
se apresuró a imponer léxico propio. Y lo impuso. Muchos discípulos del
primero cambiaron de profesor, entregándose al recién venido, entre ellos
Lugones, quien lo siguió en algún momento, según es público, hasta los bordes
de la copia. Es preciso confesar que la mayor parte de los poetas actuales
comenzamos imitándolo. Alguien ha echado de ver sus huellas en la obra de
Vicente Huidobro, como otro las advirtió en Mauricio Baccarise. Mas apenas en
el vocablo, justamente en ese aspecto de la estética reissiana que ahora nos da
náuseas, en el adjetivo disparatado o cursi y cuyo sólo encanto residía en la
sorpresa. Como Puvis de Chavannes en la pintura francesa, Herrera introdujo en
la poesía americana los colores lánguidos: “Desenvainada de su guante crema”,
“La senda en flor de tus ojeras lilas”, “En tu falda ilusión de rosa claro”.
Los ejemplos pueden ser ausentados, porque todo el mundo los conoce y ya no
quiere sufrirlos. Y conste que no quiero citar a los imitadores de segunda
mano, pues los hubo. Hubo o aún hay muchachos que creyeron seguir a Lugones en
la sonetería de sus “Crepúsculos del Jardín”, cuando en realidad seguían “Los
parques abandonados” del uruguayo. Trasvasamiento triple que dió lugar a la
existencia de lo infinitamente chirle, ya que si Lugones era colegial de
Reissig, Reissig era estudiante de Albert Samain.
Nuestra generación, para su felicidad, no
ha podido caer en idéntico error, a causa de que, por la acentuación fisonómica
de nuestros países, las influencias locales son las solas que cuentan, de modo
que ya no tenemos poetas universales dentro de América. En las letras, la Argentina
y el Uruguay forman una nación de estructura extraña a la que hacen México por
un lado, Chile por otro, Perú por el suyo. Tenemos un mismo idioma, pero
nuestra expresión es distinta. Es decir, hay igualdad de lengua y diversidad de
sentimiento. América se abre cada vez más. La personalidad particular de cada
república se concreta tanto, que ha de llegar el día en que el Perú sea tan
extranjero a la Argentina como Alemania lo es hoy de Francia o Rusia. No
obstante, dentro de estas que llamaré provincias del idioma, algunos hombres
han intentado el predominio de su léxico privado. Fernán Silva Valdés, seguido
de cerca por Jorge Luis Borges, llenó la poesía del Río de la Plata de voces
domésticas. Es él quien metió la compadrada en el salón criollo, en la
conversación elegante. El auge de ese vernáculo pasó. Pero Borges, ya independizado
de Silva Valdés, se dió a fundar su escuela de palabritas. Las fué a buscar en
Quevedo, en Torres Villarroel, a través de Macedonio Fernández, y las sembró
con cautela en su media docena de segundones. Naturalmente, los secuaces, sin
el talento ni el acento de convicción del maestro, sólo son episodios,
episodios.
Mas la escuela suya no traspuso las
fronteras argentinas. Repito, ya no hay universalidad de lo americano dentro
de América. Los casos de un Chocano, un Darío, un Reissig, un Nervo, teniendo
discípulos diseminados por todo el continente, sólo se han vuelto a dar una
vez, y en seguida, lo señalaré. El propio Huidobro no ha tenido una zona de
influencia en América; se limitó a esclavizar a su técnica a los españoles. El
maestro más perceptible de los chilenos es Neruda, y diré que su ejemplo es
el más respetable, pues quienes lo siguieron o lo siguen en su patria, no le
tomaron las palabras, sino sólo aprendieron a emocionarse como él se emociona.
Quizás, dije, modernamente ha habido un
sólo caso de expansión internacional. Es el mío. Por lo demás, ya lo hice notar
en el prologuito de mi libro “Descripción del Cielo”. Yo soy el culpable de que
en América se estuviese escribiendo poemas “revolucionarios”. Fuí el primero
que los hizo, aunque mi intención fuera diferente de la abrigada por quienes
vinieron detrás mío. Al poco tiempo de ser publicada mi “Ubicación de Lenín”,
aparecieron poetas en México, en Perú, en Centro América, en otros países,
conminando a la insurgencia al proletariado. “Biografía de la palabra
revolución” y “Envergadura del anarquista”, completaron luego la obra.
Felizmente, el sarampión duró poco. Hoy se reconoce hasta como de mal gusto esa
temática. Me alegro de esa fugacidad de mi reinado. Yo he tenido mala suerte en
estas cosas del proselitismo. Se me ha dicho que cierto crítico, en algo que
escribió y no ha llegado a mis ojos, sostiene que soy responsable, también, de
todos los malos poetas que hay en la Argentina. Esto es verdad igualmente. Pero
me absuelvo de los pecados yo solo, porque sé que mi entero yo no está ni en
los poemas “revolucionarios” ni en lo que me tomaron algunos jóvenes de este
país.
De todos modos, se deberá reconocer que mis
sugestiones no estuvieron fundadas en palabras de rebusca, como en los casos
a que me he referido y contra los cuales me alzo. La violencia de los medios
naturales de expresión malogra toda perspectiva. Un poema, aun el mejor, será
de vida corta si en él hay inscrita aunque sea una sola palabra especiosa. La
prosa ya es otro asunto. En la prosa entra, cual en bolsa sin fondo, todo el idioma.
Pero en la poesía sólo caben combinaciones de emoción, de sentimiento o de
imagen. Mas ellas deben realizarse con el número menor de palabras posible,
con las palabras comunes, vulgares, con el lado, más bien plebeyo del lenguaje.
Porque no existe un lenguaje poético. Los que crean en él estarán
irremediablemente perdidos. Las viejas coplas de Jorge Manrique continúan
pareciéndonos hermosas, y eso por cuenta de los vocablos sencillos que las
componen. Es posible, así, que en Góngora, tan intentado a la resurrección por
cierta gente, haya más elementos poéticos que en Manrique, pero es innegable
que su eternidad es ficticia. No se podrá alcanzar nunca sus poemas hasta lo
profundo, que es lo no tornadizo de los tiempos, a causa de que están escritos
con palabras mortales. Sólo las palabras corrientes son perdurables. Sólo ellas
pueden alcanzar toda su edad.
12
Una revista francesa hace notar que el
escritor francés tiene ya, sobre los de otros idiomas, una enorme superioridad
por el solo hecho de movilizarse, de viajar por todas las rutas del mundo. Su
talento recibe así, dícese, como una influencia cósmica. En cualquier época
del año, hay decenas de literatos franceses esparcidos por la tierra. Mientras
unos llegan a la Argentina, otros corren al Japón o al Canadá, al África o a
Australia. Todo eso es cierto. Y debe aleccionarnos. Los suramericanos somos
remolones. No abandonamos nuestras minúsculas comodidades por nada. Nos pesan
muchísimas pamplinas. Y nuestros espíritus son, por eso, muy limitados, muy
limitados.
13
La política no ha sido nunca tema de mis
preferencias. No haya, pues, temor de que lo aborde. Esto no obstaculiza mi
total derecho a sonreírme de los hombres públicos, cada vez que muestran la
hilacha. Y hoy quiero hacerlo.
Me he reído hasta el punto de temer por la
hernia que no tengo, cuando leí un decreto del gobierno ordenando el exilio de
un opositor, siempre que éste prometiera bajo palabra de honor, no residir en
países vecinos. Inteligente manera que un cazurro ministro ha hallado para
gobernar el orbe entero. ¡Urbi et orbi! Desde la Argentina, él seguiría
mandando fuera de sus fronteras. No sé cómo los gobiernos extranjeros no han
presentado una reclamación diplomática por esa invasión de sus jurisdicciones.
Ahora sí podemos hablar seriamente de imperialismo argentino...
Nada importaría que el gobierno de aquí no
tuviese policías ni ejércitos obsecuentes en Alemania, por ejemplo, si se
reservara el honor como recurso del poder. Imaginemos que el opositor se
hallase residiendo en Berlín. Desde el momento de pisar tierra teutónica se hallaría
sujeto a las leyes alemanas, y éstas no le impedirían trasladarse en cualquier
momento a Chile o Brasil. Pero en cambio, sí se lo impedida la palabra empeñada
con el ministro criollo. De donde resulta que el honor sería una suerte de
poder coercitivo que el gobierno argentino ejercería en territorio germano. He
ahí algo que hubiera provocado un serio conflicto con Hitler. Este no habría
permitido el establecimiento de otro gobierno dentro del suyo.
Pero por lo que se ve, ese opositor y el
gobierno tienen el mismo concepto del honor oficial. Pues aquél, al rechazar
la imposición, ha aceptado tácitamente su compromiso, o sea, que se habría
deshonrado en caso de no cumplir su palabra. Lo cual me ha hecho reír otra vez
agarrándome la barriga para evitar la estrangulación de la hernia que no tengo.
Los generales que, como buenos militares, juran ser fieles a los gobiernos
constitucionales, al hacerles revoluciones, ¿pierden su honor? Nunca se ha
dicho semejante disparate. Así, el opositor pudo prometer no residir en país
vecino, radicarse luego en el Uruguay, volver clandestinamente a su patria y
aún derrocar al gobierno, de serle posible. Su honor habría quedado incólume.
En los juicios de los diarios no he visto
realizada esta argumentación. Por eso me place hacerla. Bueno; en el fondo
debemos alegrarnos. La teoría del ministro equivale a un descubrimiento más
importante que el del fonógrafo. En adelante bastará que los gobiernos llamen
a sus enemigos y les hagan ofrecer, bajo palabra de honor, que no les harán
revoluciones. Los países también, podrían hacer lo mismo para evitar las
guerras: jurar no hacérselas. Y el mundo será el mejor de los mundos posible.
14
Hoy vengo a desvirtuar un mito. Y como
América es por excelencia la patria de los mitos, habrá que ir poco a poco
levantándoles el velo que los cubre, desnudándolos sin pudicia y sin pena, a
riesgo de alarmar a timoratos y sorprender a incautos. Mis lectores tendrán que
ir acostumbrándose a verme arrojar por la ventana bustos de yeso o bronce. Lo
haré de continuo con naturalidad, es decir, sin asomo de táctica. Y tendrán que
ir acordando su juicio al mío, simplemente a causa de que yo escribo y ellos
leen. Pues sustento la teoría de que entre dos que discuten, el más inteligente
es siempre el dueño de casa. El que no esté de acuerdo con mi pragmática, que
se calle, porque si protesta le parto la cabeza con un adjetivo.
He aquí el mito. Jóvenes de América:
aprended alemán, no tengáis miedo. Yo os aseguro que es el idioma más fácil
del mundo. La afirmación tan generalizada, de que el alemán es una lengua
terrible, es una de las muchas mentiras que corren por ahí. Superchería de
sabios importados, de filósofos de ocasión, de ciencistas de guardarropía.
Viven con ello. Asustan a los chicos y a los grandes. Se marchan de aquí a
nuestras ciudades americanas, con los pantalones desrayados, las corbatas
torcidas y los zapatos sin lustrar. Así demuestran despreocupación en el
traje; pero en cambio se cuidan de que desde la pringue sus bolsillos atisben
hacia fuera los caracteres góticos de los libros que llevan por cálculo. Como,
por supuesto, saben alemán, ya tienen certeza de sabios. Pues así ocurre en
América. El saber alemán da derecho a muchas cosas. Es una patente de
sabiduría, que Keyserling ignora, y que proporciona cátedras en las
universidades criollas, reverencias importantes en los salones; miradas
admirativas en las calles.
Antiguamente, en América, cuanto no se
entendía, se decía que estaba escrito en griego. “Esto es griego”, terminaban
nuestros viejos en presencia de un manuscrito indescifrable. Hace años que esa
frase ha pasado de moda. No se emplea, pero podría usarse si se suplantase el
idioma de comparación con el alemán. Porque el alemán, por lo menos entre los
ignorantes y los semiletrados -o sea los horteras y los universitarios,- ha
adquirido fama de lengua indócil.
Mas la dificultad de su aprendizaje es una
leyenda. Y lo curioso, lo verdaderamente curioso, es que sean los propios
alemanes los primeros en creerlo, y en sugerirlo a los demás. Todos recordamos
la famosa redondilla:
Admiróse
un portugués
al
ver que en su tierna infancia
todos
los niños de Francia
supiesen
hablar francés.
Lo que en buen romance significa que por lo
común el idioma más difícil es el que se ignora. Al menos en su apariencia. Lo
cual no reza con los alemanes. Pues los alemanes ponen cara de susto oyendo
hablar alemán a los niños de Berlín. Yo he podido comprobar en las ciudades
porque he pasado, cómo los extranjeros que chamullan siquiera un poco el
lenguaje de Goethe, se conquistan rápidamente toda la admiración germánica.
Poco más y lo convidan a uno con chorizos y cerveza. Ya queda dicho: mientras
en América al que habla alemán se le considera un sabio, en Alemania se le
considera un genio. En consecuencia, aconsejo a los jóvenes americanos que
estudien alemán y se vengan a Berlín. Es una manera de pasarla bien en ambas
partes.
He sido de los incautos que se han pasado la
vida asustándose con el alemán. Su terror me fué comunicado desde la infancia
por los hombres y por las cosas. Mi pánico se hizo mayor el día que oí decir a
Macedonio Fernández que él había aprendido a estar callado en alemán. Frase que
el gran humorista lanzó con un respeto de veras atávico. En los círculos
literarios de Buenos Aires, Jorge Luis Borges causa asombro, a más de por su
talento, porque sabe alemán. Cuando cae por las tertulias nocturnas, lo primero
que se recuerda en cuanto se le ve trasponer el umbral de la sala, es que tal
hombre está ungido por el conocimiento de esa lengua brava. Cierta vez que lo
tuve a mi derecha, y que él me citó en su texto original unos versos de Rainer
María Rilke, yo casi me desmayo. Lo palpé de brazos, piernas y cabeza, para
convencerme de que no era una aparición, le di un beso en la frente y le pagué
un café con leche. Después, siempre lo vi como rodeado de un halo especial, a
semejanza de las estampas de Nuestro Señor. Y pienso que todo hombre que habla
alemán debe tenerlo. ¿No se lo han visto ustedes a José Ortega Gasset?
Hace menos de un mes, me embarqué en Buenos
Aires, rumbo a París, en un vapor alemán. Mi propósito era llegar a puerto y
tomar inmediatamente el tren para la capital de Francia. Mas el suceso que voy
a referir alteró mi itinerario. No había abierto la boca durante el viaje,
cuando cierta mañana, según advirtiera que el barco se hallaba detenido, salí
de mi camarote, y al primer mozo que encontré le pregunté en el más perfecto
castellano, si había ocurrido algún accidente en la maquinaria. El mozo me
contestó en alemán que los Estados Unidos no se han apoderado todavía de la América
del Sur, pero que ya la Standard Oil tiene sobornados a casi todos los
presidentes de nuestras repúblicas. Suposición mía, basada en el derecho que
otorgué al mozo, y que debió usar redondamente, de pensar que yo le había dicho
lo que a él le había dado la gana de suponer. Este sencillo diálogo bilingüe me
demostró de manera palmaria que dos personas que hablan idiomas diferentes
pueden con absoluta corrección no entenderse. Volví a mi camarote, me puse a
filosofar y resolví explorar las áridas tierras del alemán.
Al día siguiente llegamos a Río de Janeiro,
en una de cuyas librerías adquirí una gramática teutónica. Declaro que a las
pocas páginas de lectura me di cuenta de que podría digerir aquello en quince
días, o en veinte. Así lo afirmé en la mesa, a los vecinos de comedor. Se armó
un escándalo. No faltó quien me creyera loco. Insistí en los mejores términos,
y, seguro de lo que me traía entre manos, con el más decidido de mis
contrincantes concerté una apuesta. Cien marcos. Al llegar a Hamburgo, yo debía
hablar alemán, mal, por supuesto, pero debía hablarlo. La vida no está para
perder cien marcos, me dije, y empecé a estudiar, dedicando a ello dos horas
por la mañana y otras dos por la tarde. Al cabo de una semana, ya me daba el
lujo de hilvanar unos parlamentos, con espanto de mi vecino, que palidecía
oyéndome. Le tomé el gustito a la cosa, y agregué una o dos horas más al
estudio, sin desperdiciar instante de las charlas ajenas, a fin de acostumbrar
el oído. Bueno, pues, gané los cien marcos, y con ellos llegué hasta aquí. En
homenaje a mi tenacidad, debo decir que los gané con exceso. Dos o tres días antes
de tocar en Hamburgo, mi contendor alzó bandera de rendición. Era visible que
yo me desenvolvía solo, metiendo baza en las conversaciones y orillando de la
manera más decorosa posible las dificultades de mi expresión.
Es tiempo de declarar que estoy aún muy
lejos de lo que se llama saber un idioma. Me doy cuenta del esfuerzo
desarrollado por las buenas personas que quieren entenderme. Mis frases son
todavía laboriosas y salen como con forceps. Pero es evidente que he colocado
una pica en Flandes. Y descubierto que el idioma alemán es facilísimo. Por lo
menos, veinte veces más que el inglés y diez más que el francés. Hace muchos
años que conozco el último y aún lo hablo mal. El francés es una lengua de
pronunciación bastante difícil, rica de modulaciones, de guturaciones, de
secretillos fonéticos. Digo que sólo los franceses hablan bien el francés. El
alemán es, por el contrario; un idioma liso, que se pronuncia de la misma
manera que el castellano, o sea que su alfabeto posee idéntico valor musical.
En verdad sólo la letra v tiene sonido diverso, pues se pronuncia como nuestra
f. Las demás letras apenas tienen variaciones de gama.
El resto es embrollo, novelismo. Por
ejemplo, aquello que causa tanto escalofrío, de las palabras kilométricas.
Verbi gratia: dieübrigenwurdenbaldgeschienden. ¿Horrible? Nada de eso. Es la
cosa más sencilla. Los alemanes gustan de escribir varias palabras juntas…
pero las separan para pronunciadas: Así: die übrigen wunder bald geschieden. Lo
cual significa que el alemán es un idioma sin dificultades, pero con martingalas.
Uno de estos días iré al Telégrafo y haré un telegrama a mis amigos de América
deseándoles todo género de felicidades. Será un telegrama muy extenso: sólo que
para que me cueste menos, lo haré en alemán y en una sola palabra (1).
(1) El precedente capítulo de mi Diario ha merecido
una curiosa réplica por parte de una señorita cubana, a la que supongo bonita.
Entre otros diarios de América, el “Diario de Cuba”, del 6 de enero de 1931,
publicó mi trabajo y el 12 ó 13 de los mismos mes y año, la señorita Rosario
Puente se tomó la molestia de enjuiciarlo, en la misma tribuna. Acojo, con
gusto el alegato. Y en cuanto a contestarlo, lo contesto callándome. Podría
decirle, por ejemplo, que para destacar la costumbre alemana de escribir juntas
las palabras, junté yo por mi cuenta las cinco que aparecen en mi texto; pero
también podría decirle que fue innecesario, pues hasta en cualquier gramática
se ven palabras pegadas, haciendo una tan vasta como “Wiederholungsübungen”;
podría igualmente, decirle, como ella bien lo sabe, después de todo, que cuando
un alemán se antoja de escribir en letras y no en números el nombre del año, o
sea, 1932, escribe: “eintausendneunhunderzweiunddreiszig”; podría decirle todo
eso., pero no quiero. Con sólo reproducir íntegramente la glosa de la linda
cubana, yo quedo descargado. Así pues, esta polémica: consta de tres partes:
1a., mi escrito; 2a., su retruque, y 3a., mi si1encio. ¡No hay duda de que he
ganado la batalla! He aquí esa glosa:
NO ES TAN FÁCIL EL ALEMAN
Sin querer aminorar el mérito lingüista del
señor Alberto Hidalgo, ni tampoco asustar a aquellos quienes después de leer su
artículo sobre la facilidad del alemán en el “Diario de Cuba”, del 6 de enero,
tengan la intención de tirarse de lleno al estudio de la lengua teutónica,
quiero, sin embargo, entrar en algunos detalles y amplificar algunas
afirmaciones de su disertación, más bien humorística que instructiva. Catorce
años de vida en Alemania y estudio de la lengua alemana en Osnabrück, Hamburgo
y la Universidad de Jena, me dan derecho para ello.
El señor Hidalgo podrá tener como
individuo, mucha facilidad para el alemán y quedar enterado en un viaje
transatlántico de toda la gramática, según dice él. Pero, en general, el alemán
es un idioma difícil, sobre todo para el latino que tiene que empezar por
aprender los caracteres góticos, impresos como escritos. Aunque todo el mundo
en Alemania usa también letras latinas para escribir, en general no se emplean
más que las letras góticas. En las escuelas, solamente en el tercer grado, se
les enseña a los niños a escribir con letras latinas, cuando comienza el
estudio del francés (obligatorio en los colegios).
No siempre se pronuncia como se escribe,
según dice el señor Hidalgo. La “V” y no la “Y” como erróneamente se imprimió
es la letra que se pronuncia como “F”. La “Y” sobre todo en palabras derivadas
del griego se pronuncia como la “U” francesa. La ÜE (escrita con diéresis) la
OE (ü) y la AE (A diéresis) se pronuncian como la U y la OE francesa y la
última como la AI. La OH como una J castellana gutural y la H lo mismo como en
inglés. Naturalmente como en todos los idiomas, la pronunciación depende del
individuo, y hasta de sus condiciones físicas bucales, lingüáceas y laríngeas.
Un buen oído que distinga y sepa diferenciar las más pequeñas modulaciones, es
también un factor importante.
No hace mención el señor Hidalgo del
artículo, de una de las travesuras del alemán. DER, DIE, DAS, Masculino,
femenino y neutro. Se dice: “Der Mond” -el luna, die Sonnie -la sol, das pferd -lo
caballo. -¡Verdad que por muy fácil que sea, tiene que pasar algún tiempo de
práctica! Porque lo que para nosotros es masculino, para los alemanes puede ser
femenino o neutro.
Y lo de las palabras kilométricas, nunca he
podido comprender por qué ridiculizan tanto una cosa que no existe hasta tal
grado. Todos los idiomas tienen sus palabras largas. Véase como ejemplo la
palabra francesa: “afranchissement”, y en español: “descubrimiento” Sí, es
verdad que en alemán se unen dos, lo más tres nombres. Por ejemplo:
“kleiderschrank” (armario de ropa), “prinzessinnenpalais” (palacio de las
princesas), “sonntagspredigt” (sermón del domingo) pero nunca he encontrado
escrita, ni existe una palabra como el ejemplo del señor Hidalgo:
“dieubrigenwurdenbaldgeschienden” que quiere decir: (las obras fueron pronto
separadas).
Nos ha querido hacer comulgar con ruedas de
molino.
ROSARIO PUENTE.
Santiago de Cuba
Enero 12 de 1931.
15
Pocos países de América poseen un carácter tan
ceñido, tan concreto, como el Perú. Pero es atribución de sus sierras, que
algunas veces se desahoga en la costa y beneficia a sus ciudades, a Lima y los
puertos. La personalidad de la nación anida en lo mediterráneo, cuya
recrudescencia es la sierra, pues ésta tiene a un lado la cadena volcánica y al
otro la montería, o montaña, como le decimos nosotros. La sierra es lo que
está más en medio de tierras, lo mediterráneo rigoroso. Los españoles que
conquistaron el Perú y los demás europeos que lo siguen conquistando todavía,
pudieron y pueden influir en los habitantes o injertarse, pero les ha sido
imposible inocular su semen en las concreciones telúricas. Y es del suelo, del
cerro, del volcán, de donde parte la emanación constitutiva de la peculiaridad
del peruano. Arequipa, Cuzco, Puno, Cajamarca, Ayacucho, etc., normatizan el
resto del territorio. Y pues los hombres no pueden tener terremotos, hacen
revoluciones; y pues no les es posible desleírse en el mar como las nieves de
las cumbres, agujerean el cielo de interjecciones y de puños. ¡Yo soy serrano!
16
Me produce enorme desagrado oír hablar a un
español. El inglés, el italiano, el ruso, el árabe, el japonés, todas las
lenguas que no entiendo, me dejan frío; pero el castellano de los españoles me
indigna. La c, la z y esas s que arrastran al pronunciar; su énfasis y sus pronombres, el vosotros en vez del ustedes, el vuestro, en
lugar del su; eso y otras muchas
cosas, me dan una sensación, absurda, es cierto, pero me la dan: la sensación
de que ellos hablan mal el castellano y sólo nosotros, los americanos, lo
hablamos bien, De todas maneras, no debo, pero quiero creerlos extranjeros en
nuestro idioma.
17
Algunos muchachos de la literatura,
escritores unos, y simples parásitos otros, esperan con impaciencia el libro
que Paul Morand ha anunciado sobre América, con el título de “Aire Indiano”.
Esperan los piropos con que el superficial escritor francés les devolverá las
atenciones que le prodigaron, comidas, cigarros, etc. Pues esta es la verdad:
en cuanto llega algún personaje de Europa, le forman corte de honor ciertos
jóvenes ávidos de figuración. Se pasean con él por las calles, se sientan a su
lado en los banquetes, y consigue que éste los tome por literatos. Esa es su
gloria.
18
La mayoría de los hoteles de Montecarlo
exhiben, como una condecoración, este letrero sobre sus pechos de piedra:
“Abierto todo el año”. Innecesario reclamo. Las calles tienen un rumbo de
salud; por las ventanas miran las flores y por encima de los cercos se empinan
los árboles para atisbar a los caminantes; atrás, como conteniendo las casas,
como apuntalándolas contra el viento, los Alpes se entregan a las nubes.
Innecesario reclamo dije, porque es la naturaleza en persona la que ha
establecido en medio del aire, frente a la patria del juego, la ganzúa de
estas cuatro palabras: “Abierto todo el año”.
No puede ser una simple coincidencia que
donde se cumple lo peor de las almas se celebre la armonía del tiempo. Frente
al vicio canalla, la bondad de los cielos. Es una compensación o una
conjuración. Certeramente, lo segundo. Martingala de las fuerzas que presiden
los destinos del hombre para torturar sus ansias, o simple astucia de los
fundadores del Casino, que hicieron intervenir a los elementos en el cálculo
de sus posibilidades. Alguien sostiene que el paraíso terrenal se hallaba
situado en la Mesopotamia, pero es presumible que si Dios no lo hubiera
colocado allí, lo habría establecido en este recodo del Mediterráneo. Quiero
decir que es el sitio donde las plantas prefieren brotar, donde su crecimiento
se realiza con un desarrollo de canto, así es de gradual y soberbio, y donde
sus ramas y sus hojas reciben goce del aire, se entregan a sus caricias y se
las ve cimbrarse de voluptuosidad. El mar da aquí su tibieza africana, se
acuesta con lentitud sobre las rocas con que los Alpes le salen al encuentro.
De las montañas baja un viento frío, algunas veces historiado de nieves, pero
cuando llega al suelo ya está manso, puesto en sazón, sabedor de que su misión
no es otra que la de causar halago.
Montecarlo tiene, pues, el clima que de no
tenerlo le faltaría. El uso que los hombres dan a esta ciudad y la temperatura
de su atmósfera son partes de un todo único. Están hechos el uno para el otro,
como el hombre y la mujer. La seguida observación lo demuestra. Montecarlo es
la ciudad del mundo donde hay más viejos. Según es la patria del juego, es la
patria de la senectud. Por lo menos, un ochenta por ciento de la población ha
pasado ventajosamente de los cincuenta años. Los hay, por supuesto, que se
acercan a la centuria, o aun la pasan. El espectáculo que proporcionan en las
calles es casi desagradable. Vejetes valetudinarios, de piernas flaqueantes y
manos sarmentosas, se arrastran por los jardines, ante el escarnio de las
rosas siempre jóvenes. Mujeres marchitas toman el sol en las terrazas
públicas y causan una impresión lindera de la repugnancia con sus canillas
secas, sus senos ajados y sus ojos sin luz. Allí se vive entre momias. Aquello
es un laboratorio de la senilidad, una exposición retrospectiva, una vidriera
de declinaciones. Yo nunca he tenido más horror de la vejez ni más asco que en
Montecarlo. Aún diré más: los viejos me han sido siempre simpáticos, los he
querido y hasta les he encontrado cierta atracción, cierta belleza. Pero
probablemente era porque los veía aislados, porque mi imaginación los rodeaba
de un prestigio especial. Mas después de haber vivido en Montecarlo, de haber
visto esa caravana de arterioesclerósicos, así en legión, como formando mundo
aparte, asociados en el desdentamiento y la anquilosis, entonces, he tenido
espanto y he salido de allí corriendo y sacudiéndome el polvo, obsesionado y
nervioso, porque me parecía que por la ropa la ancianidad se me filtraba en el
alma. Y ahora digo que la frecuencia de los viejos es peligrosa y que la
sociedad debe precaverse de ellos como de los locos o de los leprosos.
Para mejor servir los intereses de mi
observación y dar una noción exacta de lo visto, me he tomado la molestia de
revisar los archivos policiales de Montecarlo. Trabajo en que he perdido varias
tardes, pero cuyos resultados me han sido particularmente provechosos. En el
año 1930 entraron en Mónaco 67.854 personas. De éstas, en números redondos, 28
mil eran mayores de setenta años, 32 mil mayores de cincuenta; 2500, menores
de treinta, y el resto fluctuaba cerca del medio siglo. A esto hay que agregar
dos detalles de suma importancia: 1° que la población fija del principado, o
sea la población de edades normales, apenas alcanza veinte mil unidades, y 2°,
que los alrededores de Mónaco reciben anualmente la visita de más de cien mil
extranjeros, que si bien duermen en
ciudades y pueblos aledaños de la Costa Azul, sin contar Niza, en verdad
viven en Montecarlo y seguramente se hallan en las mismas condiciones de edad a
que me estoy refiriendo, y, por supuesto, no están registrados por la policía
de Mónaco, sino por la de Francia. Además, en Montecarlo se ve continuamente a
la condesa de Noailles, a la Mistinguette, a Gabriela Robbine, a Cecil Sorel,
a Rachilde, a Colette, y a otros ilustres plesiosaurios.
Ya dentro del Casino, frente al tapete
verde, el espectáculo se agrava. Allí no hay sino rostros cadavéricos, manos
arrugadas que con ritmo paralítico empujan las fichas hacia las casillas de
sus preferencias. La mayoría de los jugadores son mujeres y, cosa extraña,
parece que ellas hicieran las más fuertes apuestas. ¿Quiénes son estos viejos y
estas viejas entregadas a la tibia corrupción de la ruleta? ¡Ah! Esto es lo
verdaderamente curioso. Estas viejas y estos viejos son grandes lores ingleses,
príncipes italianos, magnates de la industria germánica, yanquis millonarios.
Todos ellos son personas de seriedad y responsabilidad ilimitadas, seres de
privilegio que dirigen los destinos del mundo. Allí en Londres, en Roma, en
Berlín, en Nueva York, si alguien osa proponerles una modesta partida de poker,
se llaman a ofensa; ellos, los inmaculados, los puritanos, viven entre cojines,
consagrados a la ternura de los nietos y al cuidado de los deberes sociales que
impone la aristocracia: su austeridad es tradicional. Pero todos los años
dedican un mes o dos al Casino de Montecarlo; los respetables caballeros y
damas van a echar su cana al aire.
Las disposiciones policiales francesas prohíben
a los ciudadanos de Francia el ingreso al Casino. De esta manera el Estado
vela por su moralidad y guarda su hacienda. El 15 de junio de 1907 se dictó
una ley autorizando el juego en las ciudades balnearias o termales durante la
“saison des etrangers”. Lo cual explica la existencia de los casinos; sirven
para que el Estado desplume a los extranjeros. Es, pues, un robo nacional, un
latrocinio jurídicamente organizado. La propia ley confiesa que la lucha de
las ruletas es desigual, porque si no lo fuera, ¿por qué no permitir que los
franceses jueguen también, si sus probabilidades de ganar o perder serían
iguales a las de la banca, que es el Estado mismo, cuando no sus
concesionarios?
Naturalmente, Montecarlo es una ciudad
muerta desde cualquier punto de vista que no sea el vicio. Es el abrigo de las
malas pasiones, y los peores instintos. Toda la industria que conocen sus
habitantes es la especulación del prójimo. Además, es la tierra del agio. Allí
hay más usureros que en los demás países juntos del mundo. No hay calle, cuadra
diremos, en que no nos salgan al paso esos sombríos cartelillos: “Achat de
bijoux”, “Pret sur bijoux”. El sarcástico “mont de pieté”, la casa de
préstamos, es el negocio monegasco o monaquense por excelencia. El bric-a-brac
es una institución pública en que reposan las bases de la economía estatal. La
usura en Mónaco representa a la patria; podría simbolizarse con ella las armas
de su escudo.
¿Hasta cuándo tendremos esta vergüenza?
Francia no puede ya por más tiempo representar su comedia. La cuestión del
protectorado de Mónaco es una pobre farsa. Mónaco es Francia misma. Viendo las
cosas de lejos, puede creerse en esa historieta; pero acercándose a su
organización, se advierte que allí el gobierno es francés. No hay aduana
propia, ni moneda, ni ningún otro factor de la soberanía. El “príncipe
soberano” tiene apenas un pequeño dominio municipal, es un actor de sainete,
para quien el poder se reduce a multiplicar su efigie en las estampillas de
correo, única coquetería que le tolera su poderoso vecino. Se dijera que Mónaco
es la cloaca de Francia, la alcantarilla por donde ella despide sus vicios y
de donde obtiene recursos inconfesables.
19
Quiero decir del baile que es la alegría
del pie. Ríe, canta, goza el pie. Se mueve a izquierda y a derecha, gira sobre
sí mismo, salta y cada uno de sus movimientos es como una carcajada. Como la
mueca que dicta el júbilo. Corre en los pisos, se desliza en el suelo, como la
aguja de una bordadora, con entusiasmo, sobre la tela. Hay algo en él de
orfebre, de mosaiquista, de pintor, cuando danza; graba como un buril,
ensambla como una mano, lame como un pincel. ¡El pie cantor! Si hablase, diría
que el suelo es el cielo invertido, el de aquí abajo, el paraíso suyo. .
Los hombres somos unos bellacos.
Consideramos que la Patagonia es una región sin importancia, y no es así.
Buenos mozos o feos, inteligentes o torpes, sin los pies haríamos poco o nada.
Reconozcámoslo. A ellos debemos nuestras mejores conquistas femeninas. Hay una
línea de comunicación, acaso un telégrafo secreto, que va de los pies a los
corazones. A un buen bailarín no hay mujer que se le resista. La prueba la
tenemos en que las chicas conservan su entereza durante todo el año para
sacrificarla en carnestolendas; bravamente se defienden de los embates de sus
galanes, pero en el carnaval se entregan como mansos corderos a la guillotina
de una sonrisa. Y esto por culpa del baile.
Aprendamos todos a bien bailar, porque la
danza es el vehículo de la vida y la gracia. Yo amo el baile sobre todas las
cosas. Creo en él como se cree en Dios, irrazonablemente. Sólo tengo un enojo
con él. Mi fastidio proviene de la alianza que he descubierto entre los pies y
las entrañas femeninas. Es algo que la fisiología no lo registra y debieran
explicamos los hombres de ciencia. Sin que estalle el amor en las almas, o,
por lo menos, sin saberse en qué momento ocurre, después de una buena jornada
de danzas, resultan siempre en “estado interesante” las chicas. Y ellas son las
primeras en sorprenderse, porque jamás pierden su divina inocencia. ¡La culpa
es de los pies!
20
Yo hubiera querido escribir contra esto y
no contra aquello. Pero el hombre propone y la máquina dispone. La máquina, sí,
la máquina. Ha de saberse que no soy un escritor de orden común. De mí no puede
decirse, como de otros, que tenga una pluma magnífica. Ah, no: ¡yo escribo a
máquina! Y la máquina, cuando uno se coloca ante ella y empieza a recorrer sus
teclas con los ojos antes que con los dedos, la pequeña y querida máquina, se
da a inventariar nuestras ideas y a acomodarlas a la dura verdad. La máquina
es la colaboradora más consecuente y eficaz del escritor moderno: ella le dicta
algunos pensamientos, le refrenda otros y modifica sus conceptos, si son erróneos.
Además, nos suple. Desempeña nuestro oficio
con más honestidad y presteza que nosotros mismos. Los que estamos
acostumbrados a vivir de la pluma, digo de la máquina, tenemos, según el resto
de los mortales, momentos de fatiga. Sentimos, de repente, reducirse la capacidad
de nuestro sombrero, es decir, embotársenos la cabeza, agrandarse súbitamente y
dolernos hasta la urgencia de las aspirinas. En esos momentos no somos aptos
para pensar una sola cosa ni pergeñar una sola línea. Mas no pensar es un
pecado leve, pero no escribir es un pecado grave, al menos para nosotros,
gravísimo, mortal; si no escribimos, perecemos de hambre, pues vivimos de la
pluma, digo de la máquina.
En tales circunstancias nos sentamos frente
a la mesa en que, cordial y fiel, nos sonríe el teclado de la máquina. ¿Es una
mujer? Seguramente hay algo de femenino en ella, pues nosotros, sin darnos
cuenta, comenzamos a apretarle los pezones de las letras, primero con suavidad,
luego con éxtasis. El lector sabe bien cuán verdad es todo esto, porque las
veces que tiene una mujer entre las manos ha de tocarle con la punta de los
dedos las teclas de los senos, cual si ella fuera a su vez una máquina de
escribir. Y así como seguidos unos minutos, el amor acontece con las mujeres,
así de pronto nos encontramos con los artículos hechos. Porque la máquina los
piensa, los desarrolla y los escribe por cuenta propia. Según si se invirtieran
los papeles, según si ella fuese el escritor y nosotros el instrumento.
Cuándo nuestras escrituras son realmente
fruto de nuestro caletre y cuándo lo son del procedimiento mecánico, es cosa
que el agudo lector debe discriminar. Pero quiero ayudarle. Y le digo que los
trabajos más nuestros, los que mejor reflejan nuestro pensamiento, son aquellos
que la máquina escribe y no nosotros. Porque cuando los escritores pensamos lo
que escribimos, hacemos un cálculo de consecuencia y posibilidades, nos ponemos
al servicio de un interés X o Z, algunas veces noble, pero siempre
predeterminado y horro de espontaneidad. Así me ha ocurrido hoy: he escrito
contra esto y no contra aquello. Y lo que he escrito es lo contrario de cuanto
pienso; lo ha escrito la máquina y es, desde luego, lo más exacto. Tal es el
superrealismo.
21
A la legación de Lituania, país en que nació
uno de los mayores poetas vivos de Francia, voy a ver a Milosz. Durante siete
años ha sido su ministro en París, y ahora sólo tiene allí una pieza, recordada
de libros y de amigos. Ya no posee cargo alguno de su patria, ni siquiera
mínima sinecura, y pienso que acaso esta circunstancia le habrá hecho más
frecuentes los libros y menos abundantes los amigos. Comprobación que dan las
mesas donde reposan las lecturas dispersas y esta soledad que rompe de pronto
mi apretón de manos.
Hay un encanto especial en hablar de un
hombre a quien nadie busca, pero cuyo tamaño se sabe posible desde la tierra al
cielo. Hay un poco de voluptuosidad en ello. Las palabras mismas muestran de
súbito una ternura de durazno, se hacen sedosas sin resbalo como la piel de los
antílopes y caen luego en el papel con lentitud de curva. Todo adquiere
horizontes de abrazo y virtudes de virginidad. Aun los conceptos banales, que
es obligatorio transcribir, pues sin ellos el público se daría vuelta, se
solidarizan con el entusiasmo, forman el íntimo canevás de la charla, el
canevás donde los aciertos pueden hacer piruetas para exhibirse.
Milosz tiene cara de santo, porque
seguramente lo es. Hemos de ver su nombre inscrito en los calendarios. Sé que
los años están revisando sus días para consagrarle uno. Sé que en las pequeñas
iglesias de los alrededores de París, en esas iglesias sombrías, polvorosas y
medio muertas de frío de las campiñas próximas, hay santos que si lo vieran
entrar se caerían al suelo con toda su miseria de yeso para cederle el lugar.
Sé que yo y tú, lector, le oraremos cualquier noche. Es alto, porque está
probado que el misticismo no cabe en los bajos. Es flaco, porque exporta su
corazón hacia los hombres y ellos nada le devuelven. Sus ojos miran con fijeza
de clavos, con una mirada negra que evidentemente no es natural, sino que él ha
aprendido en esas pinturas de monjes de los primitivos italianos. Sus manos,
largas y magras, por lo general quietas, conocen el camino del rezo. En su
rostro son sonrisas las arrugas.
Me habla inmediatamente del Perú, y mis
ojos le endilgan una actitud de gracias por lo que yo supongo una obsecuencia
adrede. Pero me engaño, pues a poco comienzo a enterarme de que este hombre
sabe del Perú más que yo mismo. Y para que no me queden dudas, él lo afirma al
punto:
-Conozco a fondo la historia de su país,
sobre todo el capítulo precolombiano. Le digo a usted que tengo anotado al Perú
entre los dos o tres países a los que tendré que ir algún día y por los que mi
muerte será menos triste después de haberlos visto. Esa cosa vaga y como soñada
que se conoce con el nombre de “edad de oro” del mundo, eso debe haber sido la
época de los Incas. Su cultura me parece tan pura como no hay otra entre las
civilizaciones antiguas, ni siquiera la azteca. Su organización social es la
más completa que hasta ahora hayan implantado los hombres. Y no sólo vale más
que la actual, sino que acaso pudiera ser mañana la salvación del mundo. Los
teorizantes del comunismo se ve bien que se inspiraron en la sociología incaica,
aunque traicionando la esencia de su doctrina, pues mientras los quechuas
practicaron un comunismo integral, los rusos se han limitado a confeccionar un
comunismo económico, lo que no puede ser más absurdo. Es lo que marca a todas
luces su diferencia: el del Perú era un pueblo que se gobernaba a sí propio,
casi con exclusión de autoridad, pues en el Inca más residía la religión que el
poder; en tanto que en Rusia se ha necesitado ir a la dictadura de una clase
-el proletariado,- tan antipática como cualquier otra. ¿Y qué se ha hecho
semejante al reparto de la propiedad en aquellas épocas?
La voz de Milosz se apaga cual una luz. Es
tranquila. Viento no la mueve ni pasión la fatiga. Es dulce, pero firme y
gruesa de algunos centímetros. Llena la habitación. Los rincones no la
reproducen, porque le tienen respeto, mas en el aire queda flotando un buen
rato, sin eco, es decir, muda, callada como la sombra. Todo lo que dice la voz
contiene una afirmación, más no tiránica no para que los demás la acepten,
sino la crean. Es su verdad, y eso le basta. Es una voz que no habla, sino que
predica, porque está llena de convicción. Mis preguntas dan un rodeo al cuarto,
para llegar a lo que quieren, que es él, y él contesta:
-No
escribo más. He dicho todo lo que tenía que decir. Y he dicho bastante. Mi
libro “Los Arcanos” es mi obra definitiva. Como lo hice seguro de su camino, al
final de sus páginas asenté mi silencio. Sé que no debo hablar, como sé que mi
obra es imperecedera, que me sobrevivirá, ¡y de qué modo! Cuando una obra se ha
cumplido en la exactitud de su proyecto, no debe intentarse nuevas, porque
ellas sólo alcanzan a turbar la magnitud de aquélla, y cada hombre sólo trae
consigo una obra, una obra sola.
Tal afirmación, en otros labios, sabría a pedancia,
a egolatría. Pero en los suyos, que saben costumbres de plegaria, tienen mucho
de unción. Como que contagia: a la garganta me sube no sé qué angustia, a mis
ojos arriba la ternura. Él no ve esto, y sigue:
-La poesía se busca con tiento. Salimos de
nosotros, llegamos a las cosas, nos confundimos con los elementos, espiamos
todo para encontrar ese secreto y no lo hallamos, pero a la vuelta, acaso
tarde, nos damos cara a cara con él. ¿Dónde estaba? Vivía dentro de nosotros, y
quizás hacía viajes para buscarnos, porque él también tenía su tragedia, pues
todo secreto es triste y está a la espera de quien lo diga. Si Dios me concede
la merced de mandarme otro dolor, entonces seguramente volveré a escribir. Pero
no ha de llegar, porque cada hombre, igualmente, nace con un secreto, uno solo,
nada más. Nuestra vida es sólo un mensaje, y yo he dado el mío. Lo demás es
literatura, oficio. Para mí, el silencio es también una misión.
- ¿Celebridad?
- Ninguna. Soy un poeta desconocido. Recién
hace dos años, a los cincuenta y dos de mi nacimiento, he encontrado un editor
para un libro de poemas, que es una antología de los míos. Yo he sufragado,
siempre sin reembolso, el costo de mis ediciones, que por lo demás es lo que
hace la mayoría de los poetas franceses. Y naturalmente, las he hecho cortas,
pues no pasaron nunca de quinientos ejemplares, y algunas sólo tuvieron
doscientos. Ya sabe usted que en Francia la poesía goza de un destino
miserable.
Esta historieta del desvío público es en
cierto modo una coquetería de Milosz. Hace pocos días ha sido representado en
Bruselas, en el Teatro de Bellas Artes y con un éxito verdaderamente
apoteósico, su misterio “Miguel Mañara”. El drama fué puesto en escena por la
Compañía de Hermanos de San Lamberto, dirigida por un joven dominicano, el
padre Fasbender. Un miembro de la Compañía había descubierto, hace dos años,
en el escaparate de un librero de viejo, en París, el misterio de Milosz, una
obra de misticismo e introspección, editada hace veinte años y olvidada desde
entonces por la “Nouvelle Revue Francaise.” El sacerdote, maravillado de su
hallazgo, llevó el pequeño libro a Bruselas, y debido a ese azar el nombre de
Milosz anda en los vientos de la fama.
Le digo mi admiración por “Los Arcanos” y
“La Confesión de Lemuel”, declarándole que prefiero este libro a aquél, por su
purísima emoción poética; y como recuerdo cierta nota del primero, que parece
encubrir una acusación de plagio al profesor Einstein, le hago en el acto una
pregunta categórica.
-En efecto, desde un punto de vista de
poesía pura, la “Confesión” es superior a “Los Arcanos”, por la interioridad de
sus poemas, porque son más directos y desligados de lógica. Pero considerando
“Los Arcanos” en conjunto y como tratado de metafísica pura, es fácil advertir
que ese volumen es mi obra maestra. En cuanto se refiere a las analogías,
comprobadas por algunos, entre mi filosofía y la teoría de Einstein, creo que
ellas son extrañas a toda influencia mía sobre el matemático, o viceversa. Las
dos filosofías aparecieron simultáneamente en 1916; yo no conocía ni el nombre
de Einstein y él ignoraba probablemente el mío. Por otra parte, su teoría se
apoya en ecuaciones, mientras la mía es resultado de la intuición pura. La
analogía resulta de la fuente común, el espíritu mismo del tiempo, admirable y
trágico, en que vivimos.
Lo empujo, con disimulo, hacia otros temas,
de los cuales ya se me escapó temprano: el cómo juzga a sus contemporáneos.
Conoce -afirma- a pocos o los conoce mal. Pero yo insisto y echo a rodar el
nombre de Paul Valery, condimentándolo con todos los horrores que acostumbro
echarle encima. Milosz se sobresalta un poco, no mucho, por mi agresividad, me
llama “Marat de los malos poetas”, y cae en el lazo:
-No hay en Francia un gran poeta. Valery es
poco, es nada. Mallarmé, su maestro, era por cierto un poeta grandioso, casi un
monstruo, pero él no tiene miras de alcanzarlo, no obstante de que se le ven
ganas de seguirlo. Ahora, hasta empiezan a recitarlo las niñas en los salones
de buena sociedad. El otro día una jovencita declamaba las estrofas del
“Cementerio Marino” con una suerte de arrobamiento, de éxtasis de veras
característico. La poesía, compañero, es tal cosa, que apenas uno puede
creerse gran poeta cuando ocurre un milagro: cuando el verbo hace danzar a las
piedras. Sólo es poeta aquel que consigue ser entendido por ellas. Yo no sé si
mis poemas abren las orejas de las piedras y si las hacen danzar, pero sí
aseguro que ellas no danzan nunca con el señor Valery; con él danzan las
jovencitas.
Y como su voz se apaga, la pieza se queda a
oscuras, y yo salgo.
22
Quiero compadecerme de los nenes que el 29
de febrero vienen al mundo, es decir, de aquellos que nacieron en esa fecha el
año pasado, por ejemplo. Se debería prohibir los nacimientos en ese día.
Pobres infelices sin aniversario, a quienes está negado el pretexto de que
les hagan regalos y los feliciten. Son cual una irrisión, cual si en el fondo
fueran inexistentes. ¿Pueden estar seguros de que han nacido los que no tienen
onomástico? ¡Qué tragedia la suya! Cuando hayan crecido y tengan novia, ésta
les prometerá darles el primer beso el día de su cumpleaños o hacerles un obsequio
todavía más íntimo y apetitoso, y los pobres diablos se quedarán turulatos
ante una perspectiva semejante.
- ¿Cuándo es tu santo?, -inquirirá la
novia. - El 29 de febrero, -dirá el mancebo.
Y la doncella, sin darse cuenta exacta de
lo que escuche, anotará en su carnet de apuntes la fecha histórica, la del día
en que deberá entregarse a su amador. Llegará febrero, y el 28 la muchacha
dormirá intranquila, pensando en los abrazos y otros amoríos del día siguiente.
Su despertar será tremendo, porque los calendarios le dirán que se halla en el
1° de Marzo. Su primera actitud consistirá en una autorrecriminación; querrá
tirarse de los cabellos o tomar cianuro, por haberse quedado dormida durante
todo el día. Pero de pronto entablará con alguien un diálogo riguroso:
- ¿Ayer no fué lunes?
- Sí, lunes 28 de febrero.
- Entonces hoy es martes 29.
- No. Hoy es martes 1° de marzo.
- ¿Y el 29?
- El 29 no existe.
Y cuando le expliquen que su novio nació el
último día de febrero de un año bisiesto y no tiene cumpleaños, le parecerá un
monstruo, un fenómeno de la, naturaleza, acaso un enviado del diablo, y
entonces el amor que le tenía se disipará en su alma como el vuelo del humo en
la anchura del cielo.
También debería prohibirse las muertes en
ese día. No es justo que unos cristianos fallezcan sin la esperanza de que
serán recordados al cumplirse el año, y los subsiguientes, de su deceso. No
sabiendo cuándo celebrar con congoja el día de su desaparición, sus deudos se
acostumbrarán a no llevarles flores a sus tumbas. Y los muertos se sentirán más
muertos, olvidados definitivamente, doblemente muertos, porque lo estarán hasta
para el recuerdo.
23
Rara vez los escritores de genio se ocupan
de política. Es más, la desprecian. Puede ser que en cuanto hombres tengan
relaciones con ella, pero no en cuanto escritores. Un escritor nato puede estar
afiliado a un partido, tener un credo político, asistir a los comités y aún
salir a las calles en manifestaciones al lado de una bandera y hasta demostrar
cierta facilidad para la acción, pero lanzarse al sostenimiento escrito de esta
o aquella teoría, eso no lo hace nunca. La política es para él una cosa más o
menos inconfesable, como algunas necesidades domésticas, o privadas, como los
afectos personales o las cuestiones de conciencia. Sino a él, a su obra, le
repugna la política. En el fondo, como queda dicho, la desprecia. Ahora los
políticos, según declara Paul Painlevé, se ríen de la literatura. Magnífico.
Ojalá que el desaire o el menosprecio de los políticos aparte para siempre a
los escritores de la política. Saldrá ganando la literatura.
24
Pocos escritores franceses envían sus
libros a colegas de América. Casi diría que sólo lo hacen los que se dedican
al estudio de letras castellanas, Larbaud, Miomandre, Martinenche, etc. Los
demás, no tienen la menor preocupación por nosotros. Hasta nos ignoran, y los
hay que se sorprenden de que ya haya escritores en América. Siguen pensando que
sólo producimos trigo y ganado. Sin embargo, hace unos años, recibí un pequeño
libro de un autor desconocido: Carlo Suarés. El libro se llamaba “La Nouvelle
Creation”, y su lectura me produjo asombro. No era un poca cosa el
principiante, sino que su obra anunciaba a un escritor de raza, a un
temperamento tan personal y tan agudo que marcaría época. Tiempos después, de
paso por París, fui a verlo. Y mi primera pregunta fué el averiguarle por qué
le había dado el naipe por enviar su libro a escritores de un idioma que él
ignoraba. No era un simple propósito de difusión de sus ideas, me dijo, lo que
él había perseguido, sino el presentimiento de que en la América del Sur
estaba el porvenir de la inteligencia. Aquel hombre que así pensaba y cuyo
porvenir alcanzó mi olfato, ha respondido a la espectativa. Poco tiempo después
dió a conocer unos impares poemas en los “Cahiers de l’Etoile”, y acaba de
publicar un libro; “La Comedia Psicológica”, en el que estudia todos los
problemas de la poesía con acuidad y fineza grandes. Digo que este libro de
Carlo Suarés es una de las obras en que más profundamente queda investigado el
misterio de la poesía moderna. Es un libro único.
25
El sombrero de Ricardo Rojas es su
biografía. Si de unos escritores puede decirse perogrullescamente que escriben
con la pluma, de Ricardo Rojas puede afirmarse que ha escrito con el sombrero.
Con el sombrero, el cuello militar, la corbata volandera, la tez enemiga del agua,
y todo su aire, medio real, medio postizo, de santiagueño bravo y desaprensivo.
No discípulo, sino aprendiz de Rubén Darío, nació, para su desgracia, en una
época de indecisión literaria en la República Argentina. Y así, mientras por
una parte tragaba las ruedas de molino del modernista nicaragüense, por la otra
no se desposeía de la objetividad de maneras y traje que para los
postrománticos eran atribución de la poesía. Aquellos hombres se hacían crecer
la melena y se colocaban bajo chambergos de alas solventes, porque imaginaban
que sin eso sus personas, si no sus obras, podrían aparecer menores ante
profanos o neófitos. Rojas hizo eso. Y lo hizo con eficacia. Pues no él, sino
su sombrero, conquistó elevadas posiciones en las letras, en el periodismo,
en la cátedra. A su sombrero, y no a él, se le nombró primero Decano de
Filosofía y luego Rector de la Universidad.
Esto equivale a decir que Ricardo Rojas ha
sido un mito en la literatura argentina. Como Yrigoyen en la política. ¿No
habrá una predestinación en estas viruelas radicales que a la vejez achacan al
autor de “Eurindia”? Ricardo Rojas ha ido hacia Hipólito Yrigoyen por ley de
atavismo. Pero atavismo en el sentido zoológico de la palabra, o sea la
“tendencia de los seres mestizos a volver al tipo originario.” Rojas es una
estructuración de la mentira. Es el valor ficticio, convencional, el ente
mítico. Ha alcanzado nombre y no figura. De ahí su patetismo.
Mal poeta, no: pésimo. Todavía peor. No es
un poetón ni un poetastro. Es un vicepoeta, un subpoeta. Aún más, su calidad de
nada, es decir su ausencia, sólo se puede representar de modo matemático,
diciendo que es un menospoeta. Menos con el clásico signo: -. ¿Quién recuerda
alguna estrofa suya? “Los lises del Blasón” es un libro tan malo que no puede
citarse ni como ejemplo de lo peor. Cuanto cuentista, Rojas no llegó a serlo.
Recogió algunas leyendas de tierra adentro, tentando la creación de una
literatura vernácula, mas lo hizo tan con pies de plomo que su pesadez empachó
a los audaces lectores que pudieron llegar hasta la página ciento y pico de su
“Blasón de plata”. Crítico, todos sabemos que nadie lo escuchaba, decía
pamplinas gramaticales, suspiraba conceptos didácticos, y naturalmente no ejerció
la más liviana influencia. De su labor de historiador literario sólo se sabe
que dedicó los varios tomos de su engendro a Jorge Mitre para obtener los
favores de su diario, y eso en palabras latinas, a fin dé que los ignorantes
de lenguas clásicas, que somos los más, no nos enterásemos de su desvergüenza.
Y finalmente, y sobre todo, quiero tener una palabra para su estilo. No quiero
que se nombre al floripondio al hablar de Ricardo Rojas. Eso es una ofensa
para el floripondio. El floripondio siquiera es imponente. Como que hasta
alcanza cuarenta centímetros de anchura. Y un aire de majestad que Rojas no
usa. El estilo de Rojas es el de la magnolia. Pétalos carnosos como sus labios
y su prosa enfática; olor no del todo desagradable, según sus adjetivos
intrascendentes; colores cursis, gratos a las niñas, como su rimbombancia que
oyen los bobos sin intuición ni letras. Ricardo Magnolio Rojas.
Desde que Rojas comenzó a dedicarse al
magisterio, su calidad de escritor, que nunca fué alta, bajó aún muchos
puntos. La docencia es una actividad mental muy respetable, pero es la menos
literaria que existe, aunque parezca paradójico. El escritor no puede ser sino
escritor. Por eso, serlo bueno supone serlo en absoluto, y serlo en absoluto
es un heroísmo. Con todo, en la Argentina, donde no hay la profesión virtual
de la literatura, se promiscua a menudo. Hasta los mejores. Mas para lo que no
hay perdón, es para el asalto de las situaciones políticas. Cuando un escritor
que jamás supo una jota de política se embarca en ella, y más si es viejo, hace
eso porque él mismo se considera liquidado como escritor.
Este es el caso de Ricardo Rojas. Por lo
cual, a fin de evitarle molestias a su cadáver, no tengo inconveniente en
extender su partida de defunci6n.
Aquí reposa.
26
Nos entendemos Tristán Tzara y yo. Nos
sacamos un pretexto de cualquiera parte de la conversación y lo acariñamos a la
vez con nuestras manos. Hace un instante no nos conocíamos, pero ahora que nos
miramos el pensamiento dejamos que las palabras se ocupen de nuestros años, con
la total confianza de dos personas que después de haberse desnudado juntas
tienen derecho a preguntárselo todo. Así, vimos el día anterior y nos
adelantamos al siguiente, comprobando cómo las veinticuatro horas de su
transcurso tenían para los dos los mismos sesenta minutos cada una. Sorpresivo.
Sorpresivo, que habiendo sido casi posible que mientras el uno estuviera
parado con la cabeza para abajo respecto del otro, pues esa es la distancia que
en lo literario hay de América a Europa, las ideas de ambos se hubiesen
mantenido de pie hacia la misma dirección. Mientras Tzara calla un momento,
para lanzarse luego del descanso sobre el propósito siguiente, yo me pregunto
si no me habré vuelto transparente y este hombre no estará repitiendo lo que
en mi ve. ¿Será un hombre de ojos de rayos X con los cuales descubre la
ocupación de los cerebros vecinos? ¿Será un plagiario en potencia, un plagiario
anterior a la existencia de lo plagiado? ¿Una nueva forma de plagio?
Decididamente, esto lo ignora Oliverio Girando. Si lo aprende, ya no necesitará,
para escribir sus poemas, tener ante los ojos sobre su mesa de trabajo los
libros ajenos; los copiará antes de que se los haya escrito, y entonces yo
pareceré un mentiroso, pues serán ellos los sustractores y él la víctima. No,
me digo, no puede Tzara, no podrá nadie, sobrepasar a Oliverio Girondo en esas
artes. Lo que ocurre es que yo tengo una fuerza magnética grandiosa, y le estoy
trasmitiendo lo que debe decir. Antes de escribir estas cosas, me gusta oírlas
con voz distinta de la mía para enjuiciarlas con independencia. Eso es lo que
asegura la imparcialidad de mis alegatos y prueba la cuantiosa solvencia de mi
espíritu crítico. Le paro a Tzara el tráfico de sus frases para comunicárselo
inmediatamente:
- Estoy escuchando su monólogo conmigo
mismo.
Tzara,
tan perspicaz, tan inteligente, tan zahorí, buen estudiante como es del arte de
madrugar de las alondras, me pone esta respuesta precipitada:
-El acuerdo de las inteligencias es un
monólogo permanente.
Después de una sentencia semejante, ya no
me queda sino levantarlo a las alturas del respeto. Él lo nota, y aceptando de
inmediato la categoría de padre que le regalo, empieza el ejercicio de su
autoridad. Como yo suelto un aserto que disminuye un poco el valor de Breton,
me ordena:
-No diga usted eso. Breton vale por lo
menos tanto como Aragón. ¡No vuelva usted a declarar aquello!
Me entraron ganas de responderle: “Está
bien, papito; ¡no lo volveré a decir!”; pero advierto que es más lucrativo
aprender en silencio la lección, y que, por otra parte, ahí puede empezar la
bifurcación de nuestros pensamientos. Me resulta más provechoso asistir a sus
opiniones y no a las mías, pues para escucharme no hacía falta haber salido de
mi casa.
A Tzara no se le escapa nada; está siempre alerta
al vuelo de los gestos o las miradas. Además, presume lo no acontecido aunque
verosímil. Ha comprendido el carácter limosnero, dadivoso, de mi acatamiento, y
ya a rechazarlo con toda energía. Para lo cual me insulta:
-Ustedes, los americanos, sí que son
grandes poetas. ¿Pero es verdad que los mejores son Supervielle y Huidobro?
Conozco
los centímetros de la puñalada, porque ya me la habían dado en otra esquina, y
la atajo con una serenidad y una elegancia dignas de aplauso:
- Huidobro y Supervielle son tan buenos
poetas que en Francia misma, como a usted le consta, no son los peores. Entre
nosotros gozan de estimación, mas a nadie se le ha ocurrido jamás
considerarlos entre los primeros. Están bien, pero tenemos poetas más
memorables.
- ¡Ah! -respira Tzara en otro tono,- hay
que escribir eso. Esta misma noche les contaré a los superrealistas que
Supervielle y Huidobro no son los poetas más grandes de América. Teníamos que
creerlo, porque ellos nos lo habían dicho.
- Por otro lado -le afirmo, dejando bien
señalada la cuestión,- para nosotros, ambos son poetas franceses. Es en este
idioma que han acometido sus principales obras. Y es extraño que ustedes no se
resuelvan a aceptarlos definitivamente en su comunidad. De Supervielle sé que
es ciudadano francés.
- Se lo explico. Jurídicamente, la
ciudadanía es una cuestión de pura comodidad. Se pide la carta de naturaleza
para gozar en el país de residencia de ciertos derechos civiles o políticos,
mas de ninguna manera se la entiende como suplantación de la nacionalidad. Esto
no lo niegan ni los reaccionarios. Tiene jerarquía de mueble, y se la usa:
mientras se quiere. Es revocable por el que la otorga y renunciable por el que
la obtiene, en cualquier instante, y aún es posible el aprovechamiento de su
duplicidad. En cambio, lo que modifica la nación, es el hábito exclusivo de un
lenguaje. Sin estar establecido en leyes, hay una exigencia tácita de abandonar
para siempre el idioma de origen, si se desea ser considerado escritor de otra
lengua. Nada de literatos bilingües. Es la norma, en Francia al menos. Heredia
fué poeta francés, e ignoro si adquirió la ciudadanía, pero todos saben que
nunca escribió en castellano. Yo soy poeta francés, y para serlo no uso el
rumano y aun lo he olvidado, aunque si bien, contadas las razones que enuncié,
me he convertido en ciudadano de Francia. En cambio, Milosz sigue siendo
ciudadano de Lituania, y aquí nadie pone en duda su condición de poeta francés,
a causa de que sólo como francés se expresa. El idioma es la patria. En todas
las artes es así: ¿no ha visto usted cómo Picasso y Chagall pintan en francés?
Y Tzara se levanta, me mira con fijeza unos segundos y
abre la ventana con un gesto de arrojar fuera del planeta a Supervielle y a
Huidobro. ¡A ver si los recogen el Uruguay y Chile!
Tzara no es más pequeño de lo que parece.
Ya lo parece bastante. Es como yo, o como cualquier otro que pueda alcanzar el
cielo con sólo mirado. Después de todo, tiene el tamaño más adecuado para no
ser grande. También consigue mirar el piso sin esfuerzo. Habría podido ser más
alto; él, de seguro, no se habría opuesto aun decímetro de yapa, ¿pero eso qué
importa, si igualmente sabe trazar unas magníficas elipses desde la tierra a
los astros? Usa a menudo en sus versos las palabras grandes, la distancia, la
eternidad, el fuego, y quizá a causa de la estatura que él posee, ellas se
dejan manipular sin miedo, pues si se caen al suelo no hay riesgo de que se
destrocen por entero. A otros poetas se les ve doblegarse bajo el peso de ciertos
tópicos, los atrapan por añadidura y con recelo y en seguida los sueltan,
cuando no declaran que hay que abolirlos porque es de mal gusto y antimoderno
su usufructo. Anécdotas con que se encubre el disimulo. Tzara, no. Tzara se
adentra en su amistad con bizarría de torero, con valor de hombre pequeñito,
inmoble y bien clavado donde se halla.
Tzara habla como si se dejase hablar. Pone
su charla sobre la mesa, sobre los libros, sobre los objetos; la coloca en
sitios determinados con el ademán de los ventrílocuos, para que se la vea por
si no se la oye con claridad. Los sordos no tendrían pretexto de queja con él;
no obstante de que la extensión de su voz no es tanta que pueda salirse de la
pieza, teniendo eso sí la suavidad aterciopelada de lo persuasivo. Entonces
uno va viendo sus argumentos, gira alrededor de ellos para contemplarlos por
todos sus costados y convencerse de su solidez. Si alguno es débil, si le falta
esa consistencia de lo que no está vacío, se le puede tomar en la mano y
desmenuzarlo con los dedos. En ese caso, Tzara se apodera de él, pero no para
salvarlo o corregirlo sino lisa y llanamente para echarlo al canasto. No es
hombre que defienda lo quebrantado.
Se discrimina a sí mismo, deslinda las
posiciones de ayer y abre interrogaciones sobre sus posibilidades siguientes.
Rechaza, si por descuido le cae desde nuestra ingenuidad, el mote de
vanguardista. No, ¿qué es eso? Su invención del dadaísmo la deja situada en el
punto de la exportación de la conciencia. El súper realismo o la escuela de la
acción literaria, no dé la obra literaria. Amigo personal de todos ellos y
admirador de algunos. Ahora, él escribe para comprenderse a sí mismo. Vuelta a
los temas eternos, a las palabras comunes. Retorno a la claridad de las formas,
pero entendiendo que ellas deben reflejar la oscuridad de lo profundo, que es
por naturaleza oscuro. La imagen como recurso sin obligación, mas aguzando el
cuidado de sus peligros. ¿Su carrera? La que se inicia con “El Hombre
aproximativo”.
Nos desprendemos dándonos las manos.
27
Oigo hablar de decadencia de la poética, de
que la poesía desaparece y que, dentro de pocos años más, ya no se escribirá
versos. Ayer me lo dijo, categóricamente, un poeta de mérito; me dijo que la
poesía, ya no funciona y que está convencido de la ninguna eficacia expresiva,
en nuestro tiempo, de ese arte. Disiento, disiento en absoluto.
No es el arte el que está chico, sino los
hombres. Ya en nosotros no hay verdadero sentimiento poético. Y nos preocupan
más las formas, lo pasajero, que penetrar el misterio, el gran misterio, de la
poesía. Por eso, por esa preocupación formal, es que están volviendo a tomar
auge entre algunos jóvenes los moldes tradicionales de la retórica española:
el soneto, el romance. Los imitadores de Góngora han dado en propalar que hay
que volver a “las formas” para dar mejor la medida de las almas. Y no confiesan
que lo que falta es imaginación, porque las formas no afectan en lo más mínimo
a la poesía. Esta puede darse en sonetos o en versos libres, pero no hay que
deliberar sobre la conveniencia de una u otra.
Sostengo que esto, también, obedece a una
cuestión de pura política. Como en España se ha vivido los últimos años
imitando a América (primero los modernistas copiando a Darío, y los ultraístas,
luego, copiando a Huidobro), los españoles, para independizarse de nosotros, se
lanzaron sobre Góngora, es decir, fueron a buscar su tradición española. La
génesis de este movimiento tiene pues una base más política que estética.
28
¡Ah! La muerte es la publicidad definitiva
de los escritores, lo que les abre de par en par las puertas del triunfo, su
más barata y su más certera propagandista. Los editores pueden devanarse los
sesos buscando el modo de atraer la curiosidad del público sobre un escritor
vivo, pero es en vano: sus libros, al menos, entre nosotros, en América, no se
venden. Mas si a ese escritor un buen día se lo lleva la muerte, entonces, se
agotan los tirajes y la consagración de la crítica aureola la memoria del
desaparecido. Es lo que ha ocurrido con Güiraldes, Ricardo Güiraldes fué, en
vida, un literato casi inédito. Sus libros circulaban apenas entre sus amigos y
los editaba a costa de su peculio personal. Nunca tuvo editor. Además, no
solamente la crítica silenciaba su obra sino que cuando la juzgaba, su fallo
era adverso. Uno de sus libros de poemas y variedades sirvió muchas veces para
el comentario burlón. Las fierecillas literarias reían aquello de “la luna,
pulcro botón de calzoncillo”. Pero he ahí que un día Güiraldes cae para siempre.
Esa desgracia, irreparable para las letras argentinas, coincide casi con la
publicación de “Don Segundo Sombra” que ya estaba teniendo más o menos la
suerte de sus anteriores volúmenes.
Y lo que fué silencio se tornó algazara; lo
que fué indiferencia se volvió entusiasmo; lo que fué frío se convirtió en
admiración. El libro corrió la suerte que todos conocemos. Se dijo entonces que
Güiraldes había dado su obra maestra, que aquel libro dejaba muy por detrás a
los otros. Mas el éxito, que usa táctica de cadena, atrajo la atención sobre
los restantes libros de Güiraldes. Aparecieron los editores, se multiplicaron
los comentarios. Y poco a poco se llegó a descubrir que “Don Segundo Sombra”
no era un valor aislado, que ni siquiera es el mejor trabajo de su autor, pues
por lo menos tan buenos como; ese son “Xaimaca”, los cuentos y los poemas. El
milagro estaba operado. Hacía falta que aquel hombre desapareciera de entre los
vivos para que se reconociese la importancia de su labor. ¿Con cuántos otros
ocurrirá lo mismo?
29
No suelo tener en cuenta la edad de las
palabras. Esa es pericia de filólogos, desdeñable a mi ver. Siempre creí que el
estudio de lenguas y gramáticas es manera mejor o peor de aburrirse. Y todavía
no conozco ese estado. Mas hoy se me ocurre pensar en los años que tiene la
palabra libertad. Ignoro su cifra, pero supongo que ha de ser más vieja que la
condesa de Noailles. A pesar de ello, todos la perseguimos por calles y mundos,
la regalamos nuestros mejores años y a algunos cualquier madrugada nos
cortarán la cabeza por ella. ¡Es una vaina! El día que se funde un partido
antilibertario, me embarco en él. Y reclamo para mí el honor de redactar los
estatutos. ¡Qué goce el mío cuando esté escribiendo el capítulo de las
prohibiciones! Ese será el de mayor importancia y uno de los más difíciles de
aplicar. Mas no haya temor, que si el partido conquista el poder, me haré
nombrar guardián del orden público. Ya se me verá en una esquina, enarbolando
mi varita roja al paso de transeúntes indeseables. Si acierta a pasar por mis
dominios algún desertor de las convicciones, le gritaré: “¡Prohibido
lugonizar!" Y lo pasaré nomás al calabozo.
···
Los días que llevo en Alemania me sugieren
tales consideraciones. Pues si Alemania no es la tierra de la libertad, es la
tierra de las no prohibiciones, o del antiprohibicionismo. Se puede hacer aquí
cuanto se desee. Nada está prohibido, ni lo ridículo. Este concepto libertario
de la existencia, es algo tan germánico, tan inmanente, tan profundamente enraizado
en la conciencia de los alemanes, que hasta está contenido en el espíritu de
su lengua. Tienen, por supuesto, el verbo prohibir -verboten;- pero no lo
emplean o casi no lo usan. Una sencilla observación lo demuestra. Mientras en
América los coches de tranvías están florecidos de cartelillos que rezan: “Está
prohibido fumar”, correspondientes a los “Defense de Fumer”, de los franceses,
en Alemania jamás se ve eso. Cual si se comprendiera lo malo que es coartar la
libertad ajena aun en sus detalles, los tranvías en que no se puede fumar no
llevan ningún letrero, pero aquellos en que sí se puede hacerlo, ostentan la
inscripción de “Für rauchen". Y lo dicho de tranvías está dicho de
teatros, confiterías, etc. Ese llano procedimiento de declarar lo que se puede
hacer, pero no lo que no se puede hacer, es simplemente hablando uno de los más
vehementes signos de una civilización superior.
···
Confieso que para un paisano -empleando la
palabra en ese sentido especioso que se le acuerda en el Nuevo Mundo,- la
libertad es bastante incómoda. Y aún quita tiempo: el necesario para
observarla. Al menos, mientras se adquiere su costumbre. Nosotros somos gente
de prejuicios. Por eso los audaces tenemos que realizar, en la acción y en el
pensamiento, verdaderas carreras de obstáculos, pues esto no lo podemos hacer
ni aquello lo podemos decir. Sólo a saltos nos tragamos la perspectiva. Resulta
que en Alemania se hace naturalmente lo que a nosotros nos está prohibido en
América. Y no sólo por la ley, sino por una tradición milenaria, por un
sentimiento tan íntimo de las cosas que está en nosotros mismos, que forma
parte de nuestro propio ser. Sé, claro es, que todo se reduce a una fórmula:
el americano vive dentro del mundo y el alemán sólo dentro del suyo.
Con otras palabras se puede decir que el
alemán es determinista y el americano no lo es. Para un peruano o un argentino,
por ejemplo, lo que regula su acción es la influencia de su persona sobre la
acción. En un alemán, la acción está regida por las condiciones emergentes de
la acción misma. Cuando el segundo va a acometer un acto cualquiera, lo
primero en que piensa, con deliberación o automatismo, es en el ambiente, o sea
en su persona, por cuanto lo integra. En cambio, el ambiente no existe para el
teutón; el acto es todo para él e irá hasta donde, en su desenvolvimiento
natural, lo lleve el acto.
···
Debo aclarar el punto para que lo entiendan
los más torpes de mis lectores. Hace dos días paseaba por el Tiergarten, cuando de pronto diviso en
el recodo de una de las principales alamedas, sentada en un banco, una pareja.
La colocación de los amantes era tan próxima y el grado de sus ademanes tan
preciso, que yo, paisano siempre, me paré en seco, a diez metros de distancia,
seguro de presenciar un espectáculo inolvidable. Aquellos jóvenes
impertérritos no me defraudaron. Mas debo decir que fuí el único testigo del
acontecimiento, pues muchos otros transeúntes que allí había, pasaban de largo
o sólo consagraban al suceso el gancho de una mirada de reojo. Seguramente no
hay nada que absorba tanto el juicio de dos personas que se aman o simplemente
se desean, como el preludio de ciertas cosas. Pero jamás un suramericano las
consuma al aire libre y ante los demás. Y no ha de ser muchas veces porque le falten
intenciones, sino sólo a causa de que sus ojos tienen el hábito de mirar hacia
afuera. Allá todos tenemos miradas vigilantes para el vecino, somos mutuamente
policías de nuestras conductas. Aquí al uno no le importa lo que hace el otro.
Vive para sí mismo y se mueve dentro del impulso de sus sentidos o de sus gustos.
···
El extranjero recién llegado a Alemania no
necesitaría ir a teatros y cinemas para divertirse. En las calles tiene a su
alcance uno más barato: el espectáculo de la libertad. Pues ésta tiene
caracteres tan pronunciados, que parece ser ejercida con ostentación. Los
señores que se pasean por las veredas enastando una auténtica pluma de gallina
en el sombrero y una zanahoria o una lechuga en el ojal de la solapa, ¿qué
significan sino decir: “llevo esto porque me da la gana”? Hay hombres que
visten como niños, sin equivocar siquiera las rodillas, pues las lucen gordetas
y rojizas cual las de los nenes. Mujeres visten de hombres y hombres de
mujeres, sin que nadie les confunda y ose impedírselos. Hay una niña
peripatética que usa todas las tardes Unter
den Linden para pasearse, desnudo por entero el pecho, en un magnífico
“Rolls Royce” de su propiedad. Entre nosotros, ya estaría recluída en un
manicomio. Aquí apenas la consideran una muchacha millonaria y caprichosa,
ganosa de alarmar a forasteros.
Cada quien es dueño de su antojos, a
condición de no estorbar los ajenos. No tienen los alemanes nuestros instintos
carniceros. En Lima, en Montevideo, en Buenos Aires, los ciudadanos se paran
en medio de las plazas para desearles la muerte a los políticos. ¡Muera Leguía!
¡Muera Batlle! ¡Muera Irigoyen! En Berlín jamás he oído un muera, pero
constantemente se escucha vivar a todo cristo. Lo cual es también una forma de
libertad.
Y finalmente, este es el único país del
mundo en que cualquier felón, cualquier filibustero, tiene la libertad de
serlo. A esos poetillas, poetones y poetastros –tres categorías distintas y un
solo asno verdadero- que hoy adulan a un presidente y mañana al que le sucede,
a esos no los dejamos vivir en América. Nos reímos de ellos, les pegamos apodos
y les escupimos en los bigotes. Aquí, en cambio, se les deja hacer su juego.
Han intercambiado el estómago y la cabeza. Son fenómenos de anatomía, y eso ya
ni a los sabios les interesa.
30
Para Perogrullo la izquierda es siempre la
izquierda y la derecha es siempre la derecha. Para mí, no. Por el contrario.
Ocurre que a veces la izquierda es la derecha y viceversa. Hay momentos en que
las manos confunden su posición y momentos en que la trastrocan. A causa de
ello, hay gente que pierde el concierto, y resbala, naturalmente.
Hubo tiempo en que se creía que el
izquierdismo literario debía andar de bracero con el político. Entonces, los
escritores al servicio de las ideas sociales eran considerados izquierdistas y
ellos mismos se tenían por avanzados. Pero de repente se vió que podían ser socialistas,
comunistas y aun anarquistas, si querían, pero que eso, de ninguna manera,
representaba la famosa recomendación policial: “Conserve su izquierda”, pues,
al revés, aquellos individuos no hacían, no hacen otra cosa, que conservar su
derecha. En seguida se advirtió que los derechistas, es decir, los niños bien,
la gente rica, pasó a ocupar la mano que está del lado del corazón. Jóvenes
católicos fueron tenidos por izquierdistas literarios. Y para reafirmar su
dialéctica, salían a relucir, como fundamentándola, los nombres de los más
conspicuos vanguardistas franceses, pues desde Pierre Reverdy hasta Max Jacob,
pasando por Saint Leger-Leger y Jean Cocteau, los mejores en determinado
instante, poetas de Francia, eran y continúan siendo militantes del
catolicismo, de Claudel abajo.
¿Qué pasaba? ¿Cómo era posible que los
ateos fueran derechistas e izquierdistas los vulgares cristianos? Había que
discriminar las causas del asunto. Y es lo que ha hecho, magistralmente, un
joven escritor, Manuel Berl. Según él, el fondo de los asuntos no tiene nada
que ver con la posición del escritor. Lo que lo sitúa es el procedimiento que
emplea. Dice: “La izquierda literaria significa solamente una manera de
componer, que no se halla de acuerdo con, las reglas académicas. Y ella es de
tal especie que empuja a los autores hacia la parte más refinada del público,
los aparta de la gente pobre, aun a su pesar, y los introduce, sin que se den
cuenta, en los salones elegantes, porque es en ellos donde se reclutan los
abonados a las revistas caras y los subscriptores de las ediciones de lujo.
Antes que todo, ha de entenderse que la izquierda literaria significa un
disconformismo moral, toda vez que la obra no tiende a justificar las
enseñanzas recibidas. Así las heroínas de Jorge Sand fueron heroínas de
izquierda, puesto que encontraban un cierto encanto en engañar a sus maridos”.
Quedan avisados ciertos izquierdistas. Lo
esencial, en arte, no son las cosas que se dice, sino la forma como se las
dice. En eso reside la posición literaria. Y además, a veces, en lo que dice
Berl.
31
Muy a menudo suele preguntarse a hombres
eminentes cuáles son sus libros preferidos. Su contestación, sincera o no, no
sirve absolutamente para nada. Pero cuando esa pregunta es hecha a hombres
desprejuiciados o inocentes de ideas preconcebidas, entonces suele descubrirse
la utilidad de la literatura. Porque se llega a comprobar que las buenas
lecturas contribuyen poderosamente a la formación espiritual de los hombres buenos.
Del mismo modo, la respuesta sincera de los
criminales, de los delincuentes, sobre los libros que más quieren, permite
saber que invariablemente ellos devoran libros perniciosos. Justamente, acabo
de leer que un periodista ha interrogado sobre el particular al terrible V.,
asesino de casi toda su familia. V, solamente ha leído un libro en toda su
vida, un libro que ha releído muchas veces: “Los Pulpos”, de Marcel Peyret,
aquel joven al que se llevó la tuberculosis y al que una revista de menor
cuantía le hizo una propaganda desmesurada y por poco no lo consagra genio
literario. Alguien ha dicho alguna vez que la mala literatura no es otra cosa que
pornografía. Pornografía, en efecto, no es solamente describir obscenidades,
presentar escenas de crudeza erótica: no. Pornografía es también escribir mal,
no tener talento, ser una bestia; pornografía es la de las novelitas fáciles
que gustan a las mucamas, y las hacen llorar al leerlas, después de haber
sacado el tarro de basura a la puerta de calle; pornografía es el sentimentalismo
ramplón; pornografía hacen los que, como Peyret, dedican sus libros a “los
fracasados de la vida, a los que ya nada deben esperar, a los que ya no tienen
ilusión”. Marcelo Peyret fué, pues, en este sentido, un escritor pornográfico.
Y como la pornografía es mala, como ejerce pésima influencia sobre los
espíritus débiles, esta pornografía, la pornografía de lo cursi, tuvo que
determinar un asesino del tipo de ese V.
32
Por supuesto, se está formando en América
una raza que tiene ya bien pocos puntos de enlace con la de los hombres que
conquistaron a nuestros antepasados. Las corrientes inmigratorias de ingleses,
alemanes, italianos, rusos, etc., nos están salvando. Pero de todos modos, el
proceso es lento, muy lento. La ciencia debería disponer de un procedimiento
que permitiera realizar transfusiones totales de sangre ¡Oh! Hoy mismo me
arrojaría en una cama de operaciones para que, mientras por un lado me
extrajesen toda la sangre española, hasta la última gota de esa sangre
pequeña, por otra me infiltrasen sangre alemana o, aunque fuera, china.
33
Ciertas cosas que escribo son especiales
para provincianos. Tienen un sabor peculiar, una cosa sui géneris, capaz de
confundir a 1as personas acostumbradas a leerme en otros climas. A su vez, los
metropolitanos se desconciertan cuando sus ojos las reparan. Estos las juzgan
con ligereza, a causa de su inhabilidad para entender el alma de la provincia
y califican de deleznables mis trabajos más enjundiosos o encomian los más
livianos. No son ellos culpables; es una cuestión de geometrías lo que hay en
todo esto.
Es el espíritu de la urbe frente al
sentimiento particular de la aldea. La capital es la geometría elemental; la
provincia, la geometría superior. Más lejos voy aún: aseguro que la capital es
sólo una parte de la geometría, y la provincia la geometría entera. El hombre
de la metrópoli es unidimensional, sólo ve de los cuerpos la superficie; el
nacido en las pequeñas ciudades cata línea, superficie y volumen, y aun esa
cuarta dimensión de las cosas que sería el tiempo. De allí ese concepto
epidérmico de las emociones y de la vida que tiene el cortesano; jamás adentra,
jamás profundiza como nosotros.
Como nosotros he dicho, porque ha de
saberse que soy provinciano. Nací en Arequipa, una ciudad menor, a la cual en
uno de mis poemas he llamado, como podría llamarse a las demás, “capital con
educación de chacra”, y me mantengo como nací. Vivo, por lo común, en
capitales, y he recorrido las principales del mundo, pero no me he dejado
pulir la piel del alma con el brillo barato de las urbes tentaculares. Yo soy
un embajador de las provincias en toda metrópoli.
Y estoy seguro de que hasta conservo ese
ácido olorcillo característico de los provincianos, el cual no se va ni con
los baños ni los perfumes y es el mayor encanto de las niñas mediterráneas,
cuyas axilas pregonan patria.
¡Unámonos, compañeros! Formemos una logia
o, más bien, una maffia contra los organismos macrocefálicos. La tarea no es ni
siquiera difícil. Un día cualquiera, o mejor, una noche, les prenderemos fuego.
Como pertenecen a la geometría elemental, como sus partes se asientan todas
en un mismo plano, su destrucción será cosa de instantes. Nuestra indignación
pasará sobre ellas como una goma sobre las letras de una cuartilla,
borrándolas para siempre. Y entonces, frente a sus ruinas, sólo quedará erguido
el espíritu provinciano, hecho de altura y profundidad.
···
Pero no haya temor de que, al arrasar, por
ejemplo, con Buenos Aires, otra ciudad argentina, Rosario quizás, Córdoba
acaso, pretenda reemplazar a la capital, erigirse en cabeza del país. No. Las
ciudades provincianas, aunque algún día, por circunstancias determinadas, se
conviertan en capitales de naciones, continúan siendo provincianas, de la misma
manera que sus habitantes no pierden nunca el olor característico a que he
hecho mención. Es algo que está en lo más íntimo de su conciencia y forma parte
integrante de su fisonomía, como el oxígeno y el hidrógeno entran de modo
inseparable en la composición del agua.
Además, el espíritu capitolino no comporta
en manera alguna el mandato de ser capital de país. Muchas ciudades no son
sede de gobiernos y sin embargo representan con toda excelencia el repugnante
espíritu metropolitano. El ejemplo típico de ellas sería Nueva York, como él
ejemplo típico de lo contrario sería Washington. Washington, según habrán
tenido ocasión de comprobarlo aquellos de mis lectores que hayan corrido hasta
allí, es una tranquila ciudad provinciana, con ni siquiera medio millón de
habitantes, y a pesar de eso es la capital de los Estados Unidos. La capital
por derecho propio, porque desde su recogimiento tiende líneas a lo profundo
del alma yanqui y donde la necedad, signo evidente de la atribución de
capitalía, es una ausencia de sus personas.
No digo que la provincia sea una condena
sino un premio, mas quiero sí recalcar su carácter de perpetuidad, cierto fatalismo
que hay en serlo. Inútil sería que las provincias aspirasen a abandonar su
jerarquía. Se les notaría en seguida, como a los militares se les advierte el
encartonamiento sobre las ropas cuando se disfrazan de civiles, o se denuncian
los italianos que para adquirir patente de criollismo apréndense unas palabras
gauchas, con lo que resultan hablando solamente cocoliche.
Tampoco reside lo fundamental en la
cantidad de los habitantes ni en la importancia de la edificación. Hay ciudades
más grandes y mejor construídas que algunas capitales de repúblicas
suramericanas y, no obstante, aquéllas no tienen la desfachatez, la estulticia,
la bellaquería de éstas. Asimismo, hay ciudades peruanas y chilenas, aunque
pequeñas y pobres, con tanta solvencia espiritual que tampoco se encuentra en
ellas la desfachatez, la estulticia, la bellaquería de las capitales. Rosario,
Córdoba, Tucumán; Arequipa, Cuzco, Trujillo; Valparaíso, Concepción, Temuco,
vosotras sois aldeas mayores de edad, y eso es lo que os salva. Representáis la
civilización, y Buenos Aires y Lima y Santiago solamente el progreso. Sois el
volumen frente a la superficie. Para vosotras yo escribo más a gusto, mientras
las capitales, como lo he dicho de París, son los lugares del mundo donde hago
mis necesidades corporales con más encono.
34
Permítaseme una pequeña vanidad. La de
afirmar que he sido de los primeros que en América hablaron de Alfred Jarry. Un
día descubrí su pequeño libro sobre la “Patafísica” y me di un susto mayúsculo,
trabando amistad en seguida con ese genio maravilloso, el más auténtico
inventor de la “greguería”, sistematizada por Max Jacob en su “Cubilete de
dados”, y luego popularizada como propia por Ramón Gómez de la Serna. Verdad
que la fervorosa recomendación de los dadaístas me incitó a la lectura de
Jarry, pero con todo, en aquellos años era audacia admirarlo. En su país, todos
callaban su nombre, salvo los hombres de la juventud y algún espíritu tan
generoso como Rachilde, siempre leal a la admiración del poeta y quien más
tarde escribió su magnífico volumen: “Alfred Jarry, le surmale des lettres”. Y
no obstante, Jarry había tenido en su tiempo una existencia que podríamos
llamar radiosa. La primera representación del “Ubu-Roi” significó uno de los
mayores escándalos literarios de que haya memoria; la cosa terminó a
silletazos, hubo desmayos, tiros y hasta un muerto entre los espectadores. Mas
la terminología francamente escatológica del “Pere Ubu” pudo más que sus puros
valores artísticos, y la obra cayó en desmedro, aunque secretamente sus
ejemplares circularon con tal celeridad que pronto se agotaron y fueron después
de las más codiciadas piezas que husmean y pagan a precio de oro los
bibliómanos. Pero he aquí que de pronto renace la gloria de Jarry. Francia ha
vuelto los ojos a él, y lo reconoce uno de sus genios más vastos, insinuando,
para medirlo, el nombre de Rabelais.
Se envanece, uno, con estas confirmaciones
de su buen gusto; parece que triunfase uno, también.
35
La incontinencia no solamente es una
enfermedad de la vejiga, sino un tremendo vicio literario. Pocos saben callarse
a tiempo. No obstante de estar seguros de no tener nada que decir, hay hombres
empeñados en seguir escribiendo y en publicar lo que escriben, lo cual es, por
cierto peor. Parece que tienen miedo de perder el título, y para que la gente
los llame siempre “poetas” segregan de cuando en cuando unas versadas. Mal
pensado. En esto nos parecemos a los franceses, que no conocen la partícula
“ex”, y por lo tanto no apean jamás a las personas de los membretes que un día
poseyeron. Allí se sigue diciendo presidentes, senadores, ministros, etc., a
los que ya no lo son. Aun después de muertos continúan el tratamiento. Porque
los franceses conocen la fuerza de la vanidad. Allá se dice “el presidente
Tal”, “el ministro Cual”, a los que nosotros diríamos “el ex-presidente Tal”,
“el ex-ministro Cual”, etc. ¿No tendrán miedo ciertos hombres de que les vayan
a llamar ex-poetas si dejan de escribir?
36
Es triste, pero es cierto que los tiranos
de América fueron los que establecieron la costumbre de encargar la diplomacia
a los poetas. Primero fueron los mejicanos, luego los de Venezuela, después los
del Perú y Bolivia. Porfirio Díaz tuvo de embajadores a muchos poetas, y así
Castro, y así otros varios. Actualmente, el analfabeto dictador de Venezuela
tiene escritores repartidos en cargos diplomáticos y consulares por todo el
mundo: hasta a la Argentina le ha tocado uno en suerte: es Pedro César
Dominici. El dictador de Bolivia tiene de ministros, o cosa así, por ahí, a
Alcides Arguedas, Chirveches y Reynolds. El del Perú acaba de tomar a su
servicio a los hermanos Francisco y Ventura García Calderón; aquél está en
París y éste en Río de Janeiro. Uno de los tantos dictadores de México, hace
algún tiempo, nombró su ministro en cualquier parte a Alfonso Reyes, y éste ha
perdurado en el cargo en cualquier parte también. Estuvo en España, en
Francia, en la Argentina y ahora lo soporta el Brasil. Sobre Reyes tengo que
decir algunas cosas.
Casi todos los lacayos de los tiranos
cumplen su deber a las mil maravillas, el cual, como es lógico, no puede ser
otro que justificar en el extranjero las atrocidades cometidas en sus países
por sus patrones. Uno de los que menos se han distinguido en eso -es justo confesarlo,
para su honra- es Alfonso Reyes. Este, más o menos, se ha hecho siempre el
tonto, y ha rehuído las ocasiones de santificar la política de los gobiernos a
que sirve. Pero ha usado el cargo en beneficio propio. Es taimado y cazurro el
pequeño Reyes.
Reyes, es, literariamente, por lo menos tan
insignificante como su aspecto físico. ¡Como se sabe, mide 98 centímetros de
estatura! Pero con el cargo de embajador ha conseguido hacerse de una extensa
reputación literaria. Da despatarrantes comidas, pródigas de buenos vinos, a
los críticos y periodistas que pueden repartir famas. Además, la gente se
siente muy satisfecha de que a menudo la inviten a recepciones oficiales. Y
todas esas finas atenciones, a Reyes se las han pagado en todas partes con ditirambos
a su obra literaria, que es tan pequeñita como él.
En Buenos Aires, con comilonas y otros
excesos, Reyes se metió bajo el ala a muchos jóvenes, que para mejor explotarlo
lo llamaban maestro. Pero él lo tomaba tan en serio, que aún ahora continúa hablando
de “mis discípulos argentinos”. Durante los dos últimos años ejerció, hay que
confesarlo con cierta pena, una especie de autoridad sobre algunos jóvenes que,
por cierto, siempre valieron más, pero mucho más que el anfitrión. Casi les
imponía la norma de cómo debían escribir. A algunos, especialmente a cierto
moreno muy aficionado a imitar a los mexicanos, les indicaba hasta las palabras
que debían pronunciar en sus conversaciones particulares. Y les decía: “Camine
así o asá, no se dé vuelta para atrás, y en su alimentación prefiera éstas o
aquellas cosas”.
Los franceses son hombres listos para
explotar a individuos como Reyes. En cuanto le descubrieron la debilidad le
sacaron beneficio. Iban a la legación mexicana, le comían los guisos, le saboreaban
los manjares, le bebían los vinos, y naturalmente, a la salida se reían de él.
Pero en los periódicos lo proclamaban desfachatadamente el “primer poeta de
América”. ¡A ellos, qué les importaba que fuese cualquiera! Para eso, tenían la
disculpa de no haberlo leído, pues ni siquiera sabían castellano. Y si alguno,
como le ocurrió a Blanco-Fombona, en un palique con un literato de renombre,
les preguntaba por qué consideraban a Reyes el primer poeta de América sin
haberlo leído, respondían: “Si no lo es, puede o merece serlo, porque en su
casa se come bien”. Mas un día el gobierno de México resolvió trasladar a
Reyes. Lo pasó primero a la Argentina y luego al Brasil. Se acabaron en
Francia, los elogios para él. Jamás una revista volvió a publicar sus cosas ni
ningún diario a mencionar su nombre. Pero ahora, el último número de “Les
Nouvelles Litteraires” trae un artículo de Reyes, con un gorro, naturalmente,
muy elogioso, de Mathilde Pomés. ¿Qué habrá pasado? me pregunto. Y una noticia
llegada de México me da la clave del asunto: la representación mexicana en
París va a ser confiada nuevamente a Alfonso Reyes…
37
Las primeras cosas que oye nombrar en
España el escritor recién llegado, son las “peñas”. ¿Qué son las peñas? La
peña, en fin de cuentas, es una forma de parlamentismo, un congreso de
inteligentes, en el que sólo se debate temas que atañen a la belleza o
involucran determinados procesos cerebrales. Mas simplemente, la peña es una
tertulia de artistas, casi siempre escritores, agrupados alrededor de una
figura central, que en cierta forma goza de los atributos del maestro, del
apóstol, del pontífice literario: el jefe.
En España casi no se concibe literatura sin
“peña”. De las peñas han salido los grandes autores; en las peñas se forma, adquiere
relieve, se tonifica y se acendra el talento de los más jóvenes, como se
consolida y ensancha el prestigio de los maestros. Luego, también, la peña
ejerce una influencia decisiva en la obra de unos y de otros. Apacigua los
temperamentos demasiado exaltados, algunas veces hasta trunca las aristas
hirientes de los espíritus. Así, los escritores agrupados en “peñas”, tienen
harto desarrollado el sentido de la proporción, de la mesura. En cambio, los
reacios a la camaradería, los que se fueron de la peña, los solitarios, se caracterizan
por un concepto personal, arbitrario, instintivo, de las cosas y de la vida.
Ejemplo de los primeros, ejemplo concluyente, irrefragable, es Azorín. Azorín,
en su provincia, allá en la mocedad, todos lo saben, fué revolucionario.
Escribía libelos, era corajudo, batallador, insolente. Después, lo contrario.
Su estilo se torna dulce, suave, enemigo de la sonoridad, hijo del equilibrio,
de la eutrapelia. Y su alma es según su estilo. El cambio puede atribuirse a la
influencia del ambiente. Azorín es un vicioso de la peña. Las horas que le
dejan libres sus ocupaciones, las pasa allí. Ejemplo de los segundos es
Baroja. También ejemplo incontestable. Pío Baroja, cuando era tertuliano,
cuando vivía en su peña de Madrid, era muy otra cosa de lo que es ahora. Por
aquella época escribió nada menos que “La Casa de Aisgorri”, esa novela suya en
que todos creyeron descubrir un discípulo, un continuador de Maeterlinck. El
alma indisciplinada, convulsiva, increpante, rampante y atrabiliaria por
momentos que es Baroja, esa se ha formado en su espelunca de “Itzea” en la
solitaria aldea de Vera del Bidasoa.
Muchas son las peñas de Madrid y su
enumeración sería larga y por ende monótona. Apenas un literato adquiere
renombre, por escaso que sea, tiende a aislarse, a independizarse de la peña
donde creció y ser a su vez jefe de una. Felizmente, pueden más que su rebeldía
los intereses creados, el espíritu de conservación, el respeto a lo
establecido, a lo inveterado. De lo contrario, aquello sería el desprestigio,
la muerte de las peñas, porque cada cual se iría por su lado.
He oído decir que es más fácil imponer un
nombre o una obra, ganar la admiración del público o adquirir celebridad en
breve tiempo, que afianzar el renombre de una peña.
···
El Café Regina es uno de los cafés más
elegantes de Madrid. Está situado en la calle de Alcalá, frente a la de
Canalejas, es decir, en el “Picadilly” de Madrid, en el punto de cita de los
alegres “niños bien” y las “damas bien”, o mal, pero alegres a su vez. En este
café se reúnen algunos de los más reputados escritores españoles: Azorín,
Ramón del Valle Inclán, Enrique Diez Canedo, Luis Aranquistain, Manuel Pedroso,
el mexicano Icaza, algún orador parlamentario, más de un admirador de los
contertulios. No se sabe quién es el jefe de esta peña, si bien pudiera decirse
que su presidencia es bi-personal, pues la desempeñan conjuntamente Martínez
Ruiz y Valle Inclán. Cuando no va Azorín, cuando no va Valle Inclán, “el viejo
Valle”, como le dicen los muchachos cariñosamente, algo falta en la peña del
Café Regina. Los espíritus se inquietan. Las conversaciones se vuelven algo
insípidas. Y no es que ellos intervengan demasiado en la charla. Si Valle
Inclán es conversador, un poco parlanchín, Azorín guarda un silencio rayano en
la mudez. Este hombre extraño suele pasarse tardes enteras sin decir esta boca
es mía. Con sus pequeños ojos claros, sus maneras suaves y calmosas y su
actitud de colegial en clase, las palmas de las manos puestas sobre las rodillas,
produce la impresión de que fuese no precisamente a escuchar las pláticas sino
a verlas, y es que no oye las palabras sino las mira. Parece como que
persiguiera la huella de las palabras, como si fuera siguiendo la estela que
dejan en el aire, desde la boca que las pronuncia al oído que las recibe. El
mejicano Icaza, buen poeta, buen crítico, sesudo cervantista, es uno de los
más divertidos, porque se pasa las horas hablando mal del mundo entero. Es uno
de los mayores “alacranes” de Madrid. Cada día destripa a una nueva persona. No
respeta ni la vida íntima de sus propios amigos. Todos lo escuchan azorados,
extrañados de que un hombre de tan bondadosa apariencia -ojos tranquilos, barba
jesucrística- pueda tener tanto veneno almacenado en el alma. Pero como es
inteligente, ágil, ingenioso, distrae, distrae...
···
En el Café Oriental, también situado en la
calle de Alcalá, está la peña de los ultraístas. Es una peña bulliciosa, llena
de manos que hienden el espacio en distintas direcciones, de chillidos, de
melenas al viento, de voces estridentes. El capitán del grupo es Rafael Cansinos
Assens.
···
Jacinto Benavente tiene su peña en el Café
Lisboa. Con raras excepciones, sólo concurren a ella actores, empresarios
teatrales y de cuando en cuando actrices. Es esta una tertulia que pudiera
llamarse especializada, porque allí sólo se habla de enredos mujeriles, de escamoteos
de técnica dramática, de fracasos y de éxitos, en fin, de todo aquello que
constituye la complicada trastienda del escenario.
···
Los “nouveaux riches” de la literatura,
mejor dicho, los literatos adinerados, poseen un recinto en consonancia con
sus bolsillos. El Café se les antojó demasiado democrático, demasiado al
alcance de cualquiera. Ellos se reúnen en el gran hall del suntuoso Palace
Hotel. Los jefes son Ramón Pérez de Ayala y Eduardo Marquina. Marquina está
casado con la hija de uno de los banqueros más poderosos de Barcelona. Pérez
de Ayala en un viaje que hizo a los Estados Unidos, logró conmover el corazón
de una millonaria newyorkina. Con lo cual queda dicho que ésta es una peña de
ricos, de burgueses amigos de la opípara comida y el buen tabaco…
···
De intento he dejado para el último la más
famosa peña de Madrid: Pombo. Pombo ha quedado ya erigido como un momento
nacional. Es el monumento, el mejor baluarte de la cultura española. Compite
con el Ateneo y lo supera en esto: en que es la mayor agrupación de gente
selecta que se conoce. También supera a la Real Academia de la Lengua. Es más
honroso ser “pombiano” que ser académico.
La gloria de su renombre ha traspuesto los
linderos de la patria. En Francia, en Inglaterra, en Bélgica, en Italia, en
América, se sabe lo que es Pombo, se tiene interés en ir a Pombo, se sueña con
Pombo. Eso más le debe España a Pombo: el que en los centros literarios de
Europa se la tenga en cuenta. Pombo no es solamente por eso, un café, una peña.
Pombo es una institución. Pombo es tan respetable, al menos, como la Suprema
Corte de Justicia o el Senado de la Nación. Es una fuerza.
Todo hombre de letras que llega a Madrid,
tiene necesariamente que ir a Pombo, como el viajero que arriba a Egipto está
obligado a visitar las Pirámides y quien va a París, pasea el Louvre; y a
Grecia, las ruinas del Parthenon; y a Roma, San Pedro; y a Nueva York, la
Quinta Avenida. Pombo les ha restado importancia al Museo del Prado, al Palacio
de Oriente, a la Cibeles, porque la gente, a falta de tiempo, entre conocer
aquellas cosas y acudir un sábado a Pombo, se queda con lo segundo.
Pombo otorga el espaldarazo a los neófitos
del arte. Por Pombo ha desfilado cuanto más grande ha pisado el suelo de
Madrid, desde Maeterlinck hasta Maurice Barrés, desde Zuloaga hasta Picasso.
Es digno de notar que los jefes de las otras peñas, Azorín, Valle Inclán, Cansinos,
Benavente, Ayala, van de tiempo en tiempo a sentarse a las mesas de Pombo, sin
emulación ni enojo por el desmedro que a sus peñas les acarrea y más bien como
si aún quisieran consagrarlo más con su autoridad.
Pombo se diferencia de las otras peñas en
que está sujeta a leyes que nadie más que su jefe puede alterar. En Pombo está
prohibido gritar, decir palabras rudas o de mal gusto, nombrar a ciertas
mediocridades. Pombo tiene un sabor como de iglesia, un aspecto litúrgico de
veras impresionante.
¿A qué se debe esto? Ramón Gómez de la
Serna, jefe absoluto de Pombo, era hasta hace unos años un escritor ignorado
del gran público. Sólo los literatos conocían su existencia y lo admiraban en
secreto. Ramón, desde su peña, fué lanzando año tras año libros que le acarrearon
luego una crecida fama. Y su fama la ha comunicado a su tertulia.
38
El sentimiento de patria es instintivo,
brutal, como el de la carne. Nos avisan que la mujer que nos gusta es
sifilítica o leprosa, y nos acostamos con ella. He ido cien veces con las más
sospechosas rameras de la calle, y si el Perú se viera envuelto en guerra, creo
que tomaría las armas, no obstante de que odio la guerra, a pesar de que
condeno toda guerra.
39
En la balanza de los beneficios y daños
causados en la literatura por las tendencias vanguardistas de postguerra, es
posible que algún día, cuando el fiel sea imparcial, pesen más los primeros
que los segundos. Entre aquellos, uno de los grandes bienes que ellas han
hecho, es la proscripción de la sinceridad. El arte ha sido deshumanizado y
así queda como herencia para los que vengan. La sinceridad fué arrojada como un
trasto viejo en el canasto de lo inservible; era un artículo propio para
conmover a las mucamas, fácil para el sentimiento de las niñas lánguidas. Ahora
todo se inventa, se simula o se finge. Ya los pintores no necesitan salir al
campo para pintar un paisaje de campo; lo confeccionan a su arbitrio, y por eso
el paisajismo contemporáneo es superior al clásico. El escritor hace las
novelas sin observar el mundo: trascribe lo que crea.
40
André Gide es un hombre torcido y equívoco,
pero es un escritor estupendo; quizá sea el más grande escritor que Francia
tiene actualmente, acaso el más grande que haya tenido en los últimos años.
Superior a France, por cierto; superior a Proust, desde luego. Lástima que sea
un hombre equívoco y que tantos equívocos se amparen de su nombre para
justificarse. A veces, Gide asume gestos de una hombría que tira de espaldas.
Últimamente se ha revelado que a fines del año anterior una institución
francesa le pidió autorización a fin de solicitar para él el premio Nobel de
literatura. Además se le hizo saber que varios académicos suecos habrían manifestado
la certeza de que nadie podría disputarle tal recompensa, si se presentaba su
nombre. André Gide contestó negando su consentimiento y además declarando que
si se le diese el premio Nobel lo rechazaría. Ni siquiera puede decirse que se
trata de una postura o de un reclame, pues al hecho no se le dió publicidad y si
ha dejado de ser un secreto no ha sido por culpa de Gide, precisamente. Por
esto, se le puede perdonar lo otro.
41
Creo que no debe llamarse castellano al
idioma que hablan los argentinos, e igualmente creo que no debe decírsele nacional, porque el término no
especifica nada. Es categórico, pero no genérico. El español en España, es
idioma nacional, como el francés, en Francia, y el chino, en China. Se debería
decir idioma argentino. Pero si el
idioma argentino todavía no existe integralmente, un día no muy remoto
existirá con personería propia en el cuadro de las lenguas.
No soy, justamente, argentino, pero, quiero
estimular con mi adhesión, como una de las más bellas cosas de este país, el
esfuerzo que realiza por recrearse un idioma suyo. Y lo tendrá, antes de mucho
tiempo. Llegará época en que un español no se entienda con un criollo. El
argentino es un idioma que se está formando de mezcla, es un río en el que
afluyen el ruso, el italiano, el alemán, el hebreo, el turco, el japonés y
todos los demás idiomas de inmigración. ¿No nacen de esa manera los idiomas?
¿El castellano no está atiborrado de raíces y aun de palabras extranjeras? Las
altas clases sociales argentinas hablan ahora castellano, pero el pueblo, el
pueblo profundo, no; el pueblo ya está hablando argentino, un argentino en
formación. Y de las clases populares subirá lentamente a las letradas y
aristocráticas. ¡Si ese es el camino que han hecho todas las lenguas!
···
Un crítico ha escrito que mientras no se
invente una sintaxis propia, no se puede hablar de idioma nacional. Tremendo
yerro. La sintaxis no hace al idioma. Lo hace la fonética. El italiano y el
castellano tienen sobre poco más o menos la misma sintaxis, y son dos idiomas
distintos. Lo que hace la lengua es la fonética, repito. Lo que vale es el
sonido de las palabras. Y, lógicamente, habrá un idioma argentino, puesto que
la preocupación más importante que hay aquí es introducir voces extranjeras en
la conversación y en la escritura.
···
Yo -y soy un gran escritor- creo que no
escribo en castellano, y cada vez trato de perjudicar más ese idioma, de
transgredirlo atiborrándolo de neologismos, justamente para ayudar a la
formación de una nueva lengua. ¡Vivan el neologismo, el extranjerismo!, he ahí
las palabras de orden de los americanos. Para mí, un escritor de América es
tanto más grande mientras peor escribe en castellano, y mientras más
rabiosamente se produce en esta especie de esperanto que es el idioma de los
americanos del Sur...
42
Delteil me escribe de Pieusse, donde vive:
“Usted debería ver a mi amigo Delaunay, el pintor, 19 boulevard Malesherbes.
Es un tipo de nuestra especie”. ¡Zas! Justamente, una cosa que yo quería hacer,
de lo primero, en París. Escribí a Delaunay, comunicándole el consejo del
inventor de Juana de Arco, y dos días después, munido con el santo y seña -sin
el cual es imposible franquear las puertas- que tuvo la bondad de enviarme la
mujer del artista, otra artista, Sonia Delaunay, me instalé en un sillón de su
casa.
No
habían pasado dos o tres minutos, cuando de repente siento, más allá de mis
espaldas, un mugido:
-
¡Muááá!
Me
doy vuelta, y me encuentro frente a frente de un ternero, un enorme ternero
rubio, crecido cual un toro, pero con una frescura y con una alegría retozona
de ternero mamór.
- ¿Delaunay?
Y otro mugido me abre las orejas:
- Muá memmmme.
Pasamos al comedor. Las frases que siguen
me revelan que estamos entrando imperceptiblemente en el espacio de la
vulgaridad. Afilo mis sentidos para romperla, y en efecto, en cuanto se me
presenta la ocasión, agarro el protocolo por el cuello y lo echo a rodar bajo
la mesa, con una tosquedad casi inverosímil.
- ¿Le ha gustado a usted París?
- Absolutamente nada. París es un chantage
francés. Es, si usted quiere, una gran ciudad del siglo XIX, pero no una gran
ciudad del siglo XX. Las grandes ciudades de nuestra época están en América:
Nueva York, Buenos Aires, Río de Janeiro...
Mis frases producen matemáticamente el
efecto perseguido, porque Delaunay da un puñetazo sobre la mesa, que hace
saltar los platos y pintar el terror en el rostro de su mujer, se pone rojo de
ira y pronuncia catorce veces seguidas la palabra que hoy usan más los escritores
y artistas franceses, que está en todos los libros modernos, que es de buen
tono decir en los salones ante las damas y que es ya una especie de obsesión:
mierda.
- Nueva York, Buenos Aires, Río de Janeiro
y París, todo eso es mierda. Hace falta abandonar las ciudades y retornar al
campo. No a sembrar papas, como dicen los idiotas, sino a cosechar crepúsculos
y auroras, y cortar luz, y romper color, y sacudir sol, y moler viento.
Delaunay habla con una aristocracia de
imágenes asombrosa. Parece un literato, por como baraja adjetivos y mueve
ideas. En las discusiones es simplemente magnífico: combate como hombre que ha
hecho la guerra. Poco a poco va ganando terreno, hasta que consigue meter una
cuña en la conversación, una cuña inconmovible, algo como si se clavara él
mismo, de cabeza, dentro del contendor. Algunas veces siente que le flaquean
las piernas, que pisa en hueco, y entonces erige un grito y llena los agujeros
de interjecciones y de palabras gruesas. Porque Delaunay es rabelesiano. No le
importa quien le escucha, pues ante el más pintado vocifera, vomita auténticos
horrores. Una noche, en su casa, ante una docena de mujeres aristocráticas y
respetables, levantó una verdadera columna de improperios. No exagero si digo
que alzó una Torre Eiffel con la palabra que hoy usan más los escritores y
artistas franceses, con esa palabra obsesionante. ¡Trescientos metros de aquello!
¡Ah! Pero sabe el secreto del cálculo. Como
que no da puntada sin nudo. Todo aquel edificio lo aprovechó en el acto para
enterrar bajo sus ruinas al grande e imponderable Pablo Picasso. Cada vez que
yo le interrumpía en favor del genio malagueño, lanzaba el adjetivo en que
cifra más esperanzas para derribar la gloria del creador del cubismo:
- ¡Es un pintor académico! ¡Picasso es
académico!
Casi
todos los pintores franceses de renombre hablan así de Picasso. Parece una
palabra de orden, una conjuración. No le quieren perdonar que haya cambiado la
fisonomía artística del mundo. Además, están un poco furiosos porque son tres
extranjeros los pintores más célebres de París: el español Picasso, el ruso
Chagall y el italiano di Chirico. Delaunay, que es un gran pintor, con toda
verdad uno de los pintores actuales que han realizado obra más perdurable, no
tiene, pues, claro el juicio en este asunto. Es siempre el instante en que
disentimos.
La verdad es que entre Picasso y Delaunay
hay un abismo. Mientras el español cuando crea inventa, el francés cuando crea
descubre. Para Picasso el arte es una aventura; para Delaunay, una destreza.
Este, así en sus relaciones pictóricas cuanto en sus actitudes vitales, manifiesta
espíritu de linterna: se alumbra la ruta para pescar lo mejor que ella oculta.
Tiene alma de conquistador. Muchas veces le hemos visto emprender la marcha
hacia lo inexplorado, pero sabido. Y hemos de declarar que en más de una
oportunidad ha logrado plantar su bandera de arraigo a mucha altura.
¿No ha sido Delaunay el hombre que
descubrió en París la Torre Eiffel? Desde el año 1889, en que el ingeniero que
le dió nombre la colocó en aquél sitio, los artistas pasaron por su lado sin verla.
A lo sumo aparecía de cuando en cuando en las tarjetas postales gratas a los
turistas. Delaunay ha sido quien le otorgó carta de ciudadanía en óleos,
acuarelas y carbones. Lo que para otros habría sido asunto monótono y baladí,
fué para él fuente inagotable de gracia y de belleza. Él la ha pintado en
varias posiciones, vistiéndola con los tonos del día y enriqueciéndola de
ambiente. En sus cuadros, la torre hace juegos de acrobacia y reverencias de
salón. Hay momentos en que se la ve sostener la altura, contener ella sola todo
el azul, dando la sensación de que sin su apoyo se podría caer el firmamento.
No se lo he preguntado, pero tengo entendido que durante una larga jornada de
su vida no hizo otra cosa que Torres Eiffel. La ha querido, la quiere aún como
a una mujer. Las largas piernas de acero que la levantan, conocen de fijo la
innumerable caricia de sus ojos. Si algún día la torre se viene abajo, ha de
ser porque Delaunay la hace el amor desde el suelo y ella se le entrega. Será
preciso que vayamos pensando en cambiarle nombre. O en alargárselo. La torre
Eiffel-Delaunay, o la Torre Eiffel de Delaunay. Porque la gloria de su hechura
está ya para siempre innegablemente compartida por el artista.
Hace poco no más, -él tenía que ser- Delaunay
ha descubierto a dos pasos de París una selva. Una selva verídica, de árboles
espesos y tierras quebradas, con fuentes que yerguen chorros y álamos y pinos
salvajes que incendian el aire con sus perfumes. Yo la he ido a ver. A veinte
minutos de París, se encuentra aquella maravilla. El automóvil nos saca de las
calles negras, barrosas y brumosas de la ciudad, y de golpe, en el tiempo que
se necesita para contarlo nos echa allí como si nos echase en las proximidades
del Amazonas. Según vamos recorriendo bosques y canteras, Delaunay me cuenta su
empresa. Ha adquirido la mayor parte de aquellas tierras, y ha resuelto fundar
allí una pequeña ciudad de artistas, una comunidad que, a semejanza de ciertas
abadías de la Edad Media, sirva de refugio o de atelier a escritores, artistas
y sabios. Habla muy suave, para que no lo oigan los campesinos que vamos
cruzando, pues si se enteran -dice Delaunay- no venderán más: ¡Y hay que
comprar todavía! Él mismo no sabe explicarse cómo han podido quedar en estado
salvaje tan cerca de París estos parajes. Como, es muy rico, cede a los amigos
los lotes al mismo precio que los paga. Por cierto que para poder adquirir una
parcela, es preciso contar con la adquiescencia de la mitad más uno de los
congregados. Porque, ya es necesario decirlo, se trata de un círculo cerrado,
rigurosamente selecto, que sólo se abre para el talento y para la fama.
Lentamente visitamos las pertenencias en que se alzarán inmediatamente las
casas de Marc Chagall, de Joseph Delteil, de Gleize, de Hans Harp, de
Ciacielli, del doctor Briard. Delaunay ha bautizado el futuro pueblo con el
nombre de “Vallée des Artistes”. Él es, naturalmente, el dictador.
No sé si existe la borrachera de la
invención. Quizás no. Acaso el que hace un invento, no haga dos. Pero a quien
algo descubre, le nacen en seguida ganas de hallazgos nuevos. A Delaunay le
estamos viendo emprender la ruta por otros mares. Sus cuadros últimos vienen de
distintos caminos. De caminos de sol y de color. Yo, que lo quiero y le tengo
fe, estoy seguro de que Delaunay volverá pronto de sus viajes trayendo sobre
los hombros fuertes una nueva América.
43
Max Daireaux, ha encontrado pretexto en el
libro de un hispanoamericano para reeditar una vez más la serie de mentiras
convencionales sobre América que circulan por el mundo y que forman la
sustancia de su “Panorama de la Literature Hispano-Americaine”. Daireaux es
de esos franceses que gustan de hablar de América con simpatía, pero sin
conocerla, a causa de lo cual nos hacen mucho daño. Cada vez que se ocupa de
nosotros, desbarra lindamente.
Daireaux desbarra a causa de que vive con
atraso. Así, por ejemplo, juzga nuestra literatura a través de su generación,
que por supuesto es ya cuaternaria. Dice que “mejor que en los libros
construídos, en los cuales su espíritu se afecta, los escritores jóvenes de la
América española se revelan en sus volúmenes de crónicas, de las que son
pródigos”. Eso es, pues, vivir con atraso; la generación troglodita de nuestras
letras, no la moderna, fué aficionada a la crónica. Los Rojas, los Ugarte, los
Sierra, los Rodó, es decir, nuestros fósiles, los baluartes de nuestra
paleontología, nunca pudieron darse sino en crónicas.
Mas ahora, la gente moza se siente con
fuerzas para arremeter con obras de extensión, como la novela. ¡Si justamente
se puede asegurar que la nueva generación americana, desde Méjico hasta la
Argentina, es casi ahincadamente novelística!
···
Pero en lo que más se equivoca el señor
Daireaux es en su juicio sobre nuestros hombres. Este señor Daireaux cree
también que nuestros mejores hombres son los “exportados”.
Todo lo contrario, don. Esos son los que no
pueden subsistir aquí y se van a otros mercados a los cuales conquistan, aunque
sea a fuerza de copetines y de pagarles opíparas cenas a los comentaristas
benévolos, como el señor Daireaux. Ya en su libro, en su Panorama, le vi
tratar con una suerte de fetichismo a nuestros matusalenes, a esos de los
cuales nosotros nos les reímos en las propias barbas.
44
Aunque no lo crean ni siquiera lo sospechen
noventa y nueve de cada cien poetas americanos, hay un problema poético. Sólo el uno por ciento de ellos está enterado y
se angustia por su resolución. Para la casi totalidad, toda la cuestión se
reduce a hacer unos poemines más o menos bien rimados y con una mayor o menor
dosis de fácil sentimentalismo de antecocina. Su más importante preocupación es
la de gustar, cuando por el contrario, dadas las características del ambiente
-insensibilidad de los críticos e incomprensión y hasta torpeza de los
lectores,- lo verdaderamente jerárquico sería no gustar. No es bueno generalizar y menos en tono dogmático,
pero, aquí, se puede asegurar sin riesgo de yerro que el simple hecho de
escribir poemas que no gusten al público es de por sí un signo de evidente talento
poético. ¿Mas, quién renuncia a gustar? A los hombres les place el elogio, y
sólo por buscarlo son capaces de abdicar de sus más entrañadas convicciones. De
allí resulta que ser poeta moderno, entre nosotros, representa un estupendo heroísmo.
En primer lugar, nadie lo comenta, nadie lo lee y por supuesto no tiene
cotización en plaza. Además, ocurre un fenómeno curioso: la incomprensión que
como vergüenza debía ocultarse, se la muestra por ahí sin pudicia. Hay
críticos que tienen la coquetería de su torpeza. Recientemente, uno de ellos
empezaba un juicio sobre un libro de poemas diciendo: “Confesamos ingenuamente
que no entendemos estas cosas”. ¡Entonces no hable de ellas, hombre; oculte su
ignorancia con cualquier calzoncillo!
···
Nuestros poetas no escriben versos sino los
segregan. Echan afuera sus emociones, si alcanzan a merecer tal nombre, como la
saliva las mucosas de la boca. La producción suya, es inconsciente y hasta
están contentos de ello. No obstante, en nuestro tiempo ya no es posible ser
poeta así. Hay que tener conciencia de lo que se hace, y poseer una sólida
cultura general, pero especialmente filosófica y científica. No es concebible,
en el campo de la dignidad literaria, que se escriba sin tener un sentido estético
definido. Hay que saber lo que se quiere hacer antes de empezar a hacerlo. Y
eso no es la desaparición de la espontaneidad. En Europa, en cierta medida, el
poeta sabe donde va; se le ve preocupado por descubrir algo y sobre todo por alcanzar el conocimiento de la verdad poética. ¡Aquí, quién piensa en eso! Pero
debe reaccionarse contra esa pereza de la inteligencia. ¡Ya se acabó la época
de la intuición y de su natural secuela: los poetas ignorantes!
45
Ya no voy al cementerio, no voy más a
cubrirle de flores el ataúd. O mejor dicho, suelo ir, sí, a veces, cargado de
ramos, pero no en días como hoy, en que se cumple un nuevo aniversario de su
óbito. Su cadáver no me parece tan de ella, tan ella, como las cosas suyas que
conservo, sus trajes, sus zapatos, sus guantes, sus pañuelos pequeñitos, sus
agujas y su dedal. Hay más presencia, más perduración, más vida, en los objetos
de los que se fueron, que no en su tumba, pues en ella, precisamente, todo es
muerte. Sí, y no me explico cómo con tanto afán van las gentes a las necrópolis
a recordar a los suyos, a visitarlos, siendo así que en sus casas, en un baúl o
en un retrato, en una carta o en el sillón donde se sentaban a menudo, está más
memoriada su existencia.
Ahora reviso sus papeles, y a cada instante
le digo: “¿Por qué moriste?” La poesía de América perdió con ella tanto como no
tiene reparación. Pues Elvira Martínez de Hidalgo, mi mujer, se hizo finada
cuando recién se inauguraba el alba de su expresión. Nunca quiso escribir
versos; pero yo, que durante tantos años como la edad del Niño Jesús asistí a
la gracia imponderable de su espíritu y fui espectador de su inteligencia y su
penetrabilidad de todo lo exquisito y lo sutil, me pasaba las horas incitándola
a darse en verso. Obedeció mi consejo, por fin, ya muy al último de sus días.
Sólo alcanzó a escribir siete, ocho poemas.
Hoy los leo, y pienso que seis de ellos son seis de los más hermosos que se
haya escrito en idioma castellano. Quiero sacarlos de lo inédito y despegarlos
del olvido para que los recoja en sus páginas alguna antología de la poesía argentina,
a la cual Elvira enriqueció, ¡y cuánto y tanto! El postrero salió oloroso de
presentimientos.
Lector de mi diario: contempla esos
pequeños poemas, aunque no lo harás con lágrimas, como yo. Pero recógete para
mirarlos:
DISTANCIA
Tu ausencia no es irte.
El temor de verte partir
hace que te espere,
aunque estés a mi lado.
Te vas.
Y a ese infinito
lo lleno de versos para que vuelvas.
TRISTEZA
Por el camino vamos juntos
yo, la tristeza y el camino mismo.
¡Qué indolente es el tiempo!
En la herida que llevamos
siempre escondemos una pena.
Y ella nos deja pasar.
Camino, que me acompañas.
Tristeza, que no me alejas.
Entre los dos está mi alma,
clavada en forma de cruz.
Pasante, tú también sé triste.
PAISAJE
Cielo: vago, celeste, pálido.
Color: imaginación de niño.
Momento: entre la nada y la sabiduría.
Devolvamos a Dios el paisaje.
FE
Recuerdo estilizado
en impresión de pena.
Horas, días, años
esfumados por tiempo.
Sueño, pero no vida,
porque lo que tú encierras
tiene forma de canto.
Ojos encanecidos
esperando milagro,
oración balbuceada,
alivio de ternura.
¡Consérvame, Señor,
toda la fe de tu palabra: Dios!
FUGACIDAD
La carretera blanca se lleva al viento.
El viento, espía de rincones,
va con nubes al hombro.
Fueza que gira, fuerza que aleja,
¿se llevará, también, estos versos?
TIEMPO
Entre tú y yo
siempre estuvo mi vida.
Entre tú y yo
siempre estuvo mi llanto.
Mañana, entre tú y yo
sólo estará el recuerdo.
46
A mis libros les he dejado practicar la
costumbre de incluir en una de sus primeras páginas la lista de todos ellos.
No son sino esos. Es preciso que funcione esta declaración, pues en Madrid, y
con la complicidad de Rufino Blanco-Fombona, se ha publicado mi libro “Muertos,
Heridos y Contusos”, cambiándose su título por el de “La Linterna de Diógenes”
y reemplazando mi firma habitual con un seudónimo: Alberto Guillén. Todo el
mundo sabe, especialmente en cuanto lo lee, que ese libro es mío; pero como se
ha hecho cortes y agregaciones a “Muertos, Heridos y Contusos” considero alterada
su esencia y, por lo tanto, le quito mi paternidad. Ruego, pues, a mis lectores
y amigos estimar apagada esa linterna.
47
El hombre más pedestre del mundo es el
doctor Scholl.
···
Este hombre ha llegado a la ciudad y he ido
a verlo. La impresión que hace es extraña, muy extraña.
···
En cuanto el doctor Scholl aparece en la
habitación, uno siente la necesidad de sacarse el zapato y darle el pie, en vez
de darle la mano.
···
Bueno; lo cierto es que se le saluda con
los pies, pues éstos inician en seguida un movimiento de cordialidad,
manifestado por un curioso escozor, especialmente en los lugares que un día
ocuparon los “zino-pads”.
···
El doctor Scholl, por su parte, es lo
primero que mira, y tiene sobre ellos una experiencia tan dilatada, que de un
solo vistazo descubre cuántos ojos de gallo, callosidades, juanetes y demás
alteraciones geográficas tenemos en nuestros extremos inferiores.
···
Pero he dicho que se trata de una rápida
mirada; nada más. No se detiene mucho en ellos; porque el doctor Scholl se
conoce demasiado: sabe que si continuase mirándolos, podría enternecerse hasta
las lágrimas.
···
Él quiere a los pies como la gente buena
quiere a los animales.
···
Los acaricia imaginariamente, y ellos le
pagan tanto afecto. Desde el suelo en que reposan, elevan hasta sus narices un
tufillo especial, que es como el lenguaje de los pies, como el apretón de manos
que éstos dan a su benefactor.
···
Si bien se mira, la cabeza es también pie.
La cabeza y los pies valen lo mismo porque son extremos. Los pies son la cabeza
de abajo, como la cabeza los pies de arriba.
···
Por otra parte, es fácil probar que los
pies valen más que la cabeza: ellos otorgan un seguro de felicidad, pues bien
sabemos que quienes nacen de pie serán afortunados en la vida.
···
Los animales no tienen pies sino patas, y,
en cambio, tienen cabeza igual que nosotros. Por aquéllos, de ellos nos
diferenciamos, y en cambio por ésta nos les parecemos.
···
El pie es una honradez, una prueba de
autenticidad. De allí que en los libros no pueda faltar nunca el “pie de
imprenta”.
···
Del hombre que no tiene pies se dice que es
un inválido, y si estudiamos la etimología de esa palabra, llegamos a la conclusión
de que inválido es lo que no vale nada.
···
El doctor Scholl es el hombre que más pies
ha olido en el mundo, y asegura que es coleccionista de sus perfumes: tiene
clasificadas 64.329 clases de olores, que a su vez se subdividen en géneros y
subespecies, hasta llegara cada persona.
···
El olor del pie podría ser un medio de
identificación más exacto que la dactiloscopia.
···
La personalidad reside en tales extremos.
Dime como huelen tus pies y te diré quién eres..
···
¡Qué buen gusto demuestran las personas que
terminan sus cartas diciendo: “Beso a usted los pies”!
···
Es innegable la sabiduría de esos hombres
que cuando conocen a una dama, al despedirse de ella, le dicen: “A los pies de
usted, señora”. Pues es evidente que quien consigue ponerse a los pies de una
mujer, acaso llegue a alcanzar con ella otras posiciones.
···
El pie no admite hipocresías. Delata las
malas artes de los individuos, Por eso, cuando alguien pretende engañamos
sobre sus verdaderas cualidades, le respondemos: “Yo sé dónde te aprieta el
botín”.
···
Jesús les lavó los pies a los pobres y los
obispos continúan imitando ese acto, no sólo por humildad, como se dice, sino,
también, por el respeto que sienten por los pies: quieren que todos los tengan
limpios.
···
No se podría entrar al cielo con los pies
sucios.
···
El pie es tan importante, tan esencial para
la jerarquía de los seres, las cosas y las ideas, que cuando no lo tienen, no
sirven para nada, y así se dice de los mamarrachos, que no tienen ni pies ni
cabeza.
···
De los héroes se dice que mueren “al pie
del cañón”.
···
Sólo lo grande sirve de punto de
comparación; es referencia del tamaño: las casas, las calles, la estatura de
las personas, la longitud de los géneros y, todo en general, se mide por pies.
El metro es una medida artificial, y no llegará jamás a sustituir al pie, que
es la medida natural.
···
Además es el nombre de la verdad. De todo
lo exacto decimos que se hizo “al pie de la letra”.
···
Vale tanto, que nos sirve hasta para
castigar a los miserables: les damos un puntapié en el sitio más adecuado.
···
Queda, pues, probado que los pies
representan la mayor dignidad de la especie. El doctor Scholl consagrando su
vida a ellos, les ha rendido justicia, por lo cual debemos levantarle un altar
en el corazón... de nuestros pies.
48
Leo por ahí la afirmación de que Paul Claudel considera
el poema en prosa “El soguero”, de Jean de Boschere, como el más hermoso de
cuantos se ha hecho. La aseveración no es nada tímida, según se vé, especialmente
si se recuerda los maravillosos poemas en prosa de Charles Baudelaire, los de
Aloysius Bertrand, los de Arthur Rimbaud en sus “Iluminaciones”, los de Marcel
Schow en “El 1ibro de Monnelle”, los de Max Jacob, en el “Cubilete de dados” -de
donde salieron las “greguerías” de Ramón Gómez de la Serna- y finalmente los
de Pierre Reverdy en “La guitarra dormida”. El poema en prosa es un género
típicamente francés. En castellano se hace muchos, pero la verdad es que no de
muy superior calidad. ¿Hay en nuestro idioma alguna dificultad para que ellos
sean bien logrados? Por lo pronto, es bueno que se sepa que algunos expertos
en estética opinan que el poema en prosa es el más difícil de los géneros
literarios, desmintiendo así su aparente facilidad. Afirman que está sujeto a
leyes fijas, permanentes, y sin embargo no establecidas, por donde resulta que
sólo podemos tener presentimiento de ellas. Dice un crítico que “la brevedad
del poema en prosa no es la menor de sus exigencias; tiene otras: la exacta
precisión de los vocablos, un sentido muy estricto de la composición, una
progresión apretada y dura y una terminación por aquello que se conoce con el
nombre de la ‘frase alta’, es decir, aquella más allá de la cual nada es
posible”. Por cierto, todas esas cosas suponen en quien haya de hacer poemas en
prosa una gran disciplina literaria, una austeridad y un control de palabras y
emociones, que no es corriente hallar.
Jean de Boschere es un gran poemista en
prosa. Maravilloso, en efecto. Pero disiento con Claudel en su estimativa de
“El soguero”. Me gusta más “El fabricante de zuecos”. Y lo traduzco, para que
también tenga eternidad en castellano:
“El
fabricante de zuecos hace la bota del pobre. Trabaja para el hombre que vive en
el barro. Ha imitado al constructor de navíos, pues un zueco es una barca
ambulante en el pantano.
Y
el viejo zueco vuelve a su destino: el muchacho le pone un mástil y lo conduce
por el arroyo”.
Me lo sé de memoria. Y quiero que otras
memorias lo recojan.
49
En algunas cosas, los americanos estamos
por encima de los europeos, indudablemente. Por ejemplo, en que aquí sólo los
papanatas y los románticos escriben sus originales a mano, hacen manuscritos.
El escritor moderno, el escritor del tiempo, en quien toda tardanza manual
puede significar un peligro para el ritmo de su producción, ese escribe a
máquina. Yo, por ejemplo. La reciente exposición de manuscritos de autores
vivos, organizada en Londres con tanto éxito, ha permitido hacer una
observación bastante curiosa. Sobre sesenta originales, no hubo sino dos que
estuviesen escritos a máquina, el de Aldous Huxley, el autor de “Contrapunto”,
y el de J. B. Priestley, éste correspondiente a su novela “En la noche”. El
mismísimo Arnold Bennet, que; según sus contratos, debe producir diariamente
seis mil palabras, escribe a mano.
Pero esto de que los escritores modernos
escriban sus originales a máquina comporta la necesidad de que de una vez se
halle la palabra para designar todo aquello que el autor realiza directamente
sobre el teclado. Algunos piensan que debe decirse, dactilograma. Se me ocurre que la palabra más adecuada sería dactiloscrito. Ella contradice mejor al
manuscrito de los trogloditas.
50
Etimológicamente, aristocracia es el
gobierno de los mejores. Pero en la práctica es lo contrario o, más bien, algo
que sin ser lo contrario se opone a eso. Pues la aristocracia es un
aislamiento. El espíritu aristocrático es solitario, señero. No admite ser
gobernado, mas tampoco le interesa gobernar. El aristocratismo es sólo una
variante de la actitud individualista. Al fin y al cabo, igual al anarquismo.
De éste se sabe que, en último análisis, es la extrema izquierda del
individualismo; el espíritu de aristocracia es su extrema derecha. De lo cual:
nada de raro verlos juntos. Los artistas, los escritores de genio, los
políticos de garra, todo hombre cimero, en general, son aristócratas y
anarquistas a la vez, anarco-aristócratas, individualistas, en suma.
Extraño que, de pronto, haya personas que
no se expliquen unas u otras conductas mías en la gestión existencial.
51
Suiza era uno de los raros países del mundo
que no contaban con una Academia. Pero en esas cosas, el que no cae, resbala.
Cuando se llega al fin de la vida y sobre todo cuando se agotan los medios
expresivos no hay más remedio que ser académico. Ejemplos, Pio Baroja, Paul
Claudel. Los hombres de letras de la república helvética, ya viejos, se
aprestan a ceñirse ese postrer laurel. Pero van muy lejos. Pues no quieren
crear una simple Academia de lengua y literatura, sino que aspiran a constituirse
en mentores del gobierno federal, al que ofrecen prodigarle toda suerte de
consejos en materia de sabiduría política. ¡Verdaderamente, cuando hay gente
que tiene asco de los intelectuales, muchas veces tenemos ganas de darle la
razón!
52
Se equivocan quienes creen que los dioses
de las mitologías griegas y romanas han desaparecido de sobre la haz de la
tierra. Se equivocan. Aún existen. Sin Olimpo, probablemente, pero existen. ¿A
quién atribuir, si no a un Júpiter, a un Hércules, la misteriosa transformación
del pobre Noé?
Tulio Noé, hombrecín de un poco más de un
metro de estatura, barbilindo y lampiño, elegantón y mimoso, pulido y
remilgado, era un joven muy agradable. Muy educado. Muy inteligente. Muy
erudito. Dirigía una de las revistas mensuales más renombradas de Pedantópolis
¿La dirigía? No: la co-dirigía.
Su compañero de timón, Alfredo Tallarín,
conocido proxeneta de los arrabales -carne de gendarme-, era un zonzo. Un
zonzo, en toda la extensión de la palabra. Andaba siempre con la baba afuera.
La gente o no le hacía caso o le hacía el caso que se les hace a los dementes.
Por eso necesitaba un colega que le sirviera de tutor. Lo tuvo desde la
fundación de la revista: un tal Roberto Guarango, habilidoso, instruído,
zahorí. Guarango sufrió la carga muchos años. Al fin, se cansó. No podía ser
menos. Presentó su renuncia. Los chicos de “Pronombre” -tal el mote de la
revista-, le dieron un ágape de despedida. En el banquete corrieron vinos y
discursos. Pocos vinos, muchos discursos. Hasta el mismísimo Pepe Médico
-médico y no ingeniero-, quien no faltaba jamás a estas fiestas, a fin de
ganarse las simpatías de los escritores imberbes, largó una ristra de
ditirambos. Él, que la daba de sociólogo, de hombre de peso, de sábelo todo, y
que era ilustre, famoso y una punta de cosas por el estilo, tenía que sobarles
la pantorrilla a aquellos mozalbetes. ¡No fuese que les diera por hacerlo
víctima de sus apetitos iconoclastas! A los postres, Tallarín anunció que
Guarango sería reemplazado por Noé. Tulio, que se hallaba sentado allí cerca,
se hundió, pudoroso, en el asiento. La púrpura tiñó sus mejillas. Los ojos le
lagrimearon de emoción. Algunas malas lenguas preguntaron por lo bajo:
- ¿Quién es ese? ¿Quién lo conoce?
-
¡Silencio! -respondieron otros, también por lo bajo. - ¡Silencio! ¡Tiene
plata! ¡Mucha plata! ¡La revista andará bien!
Noé se levantó temblando. No acertaba a
abrir la boca. Brazos y piernas tiritaban de miedo. De pronto, con voz leve, humilde,
apenante, dijo:
- “Señores: no encuentro palabras en mis
depósitos gramaticales…”.
Unos
necios quisieron reír a carcajadas. Se les chistó.
-
“Señores: -repitió.- No encuentro palabras en mis depósitos gramaticales para
agradecer el inmerecido honor que se me dispensa al confiarme la dirección de
“Pronombre”. Bien sabéis vosotros que Guarango es un crítico insigne, un
humanista sapientísimo, un notable domeñador del idioma del manco inmortal. Y
pues lo sabéis, sabéis que soy indigno de sucederle”.
- ¡Claro que lo sabemos! -dijo un guaso.
- “Algunos de vosotros estáis más llamados
que yo a ocupar la silla vacante del eminente Guarango. Algunos de vosotros.
Pero mi amigo Tallarín, con su gentileza habitual, ha querido que sea yo quien
le acompañe en “Pronombre”. Y no quiero rechazar tan valioso obsequio. ¡Lo
acepto!”
Habló luego de “rumbos nuevos”, de “arte
moderno”, de “respeto a los maestros”. Dijo que prometía comprarse unas buenas
y formidables tijeras para tener a los pedantopolitanos al corriente de las
últimas manifestaciones de la estética. Siguió ensartando sandeces y vulgaridades
de parecido calibre, hasta que advirtió que algunos comensales se habían
entregado a las delicias de Morfeo. Callóse. Una salva de aplausos estridió en
el comedor. Noé, orondo como un pavo, creyendo que las palmas eran por su
discurso, las agradeció. No eran por eso. ¡Eran por haber terminado!
···
Desde aquel momento, Tulito Noé fué el
árbitro literario de Pedantópolis. Repartía reputaciones con la misma facilidad
que besos su señora esposa. Andaba bien con Dios y con el Diablo. En todas las
polémicas de intelectuales de la ciudad, metía su cuchara, en la creencia de
que el puchero fuera del Estado. Dogmatizaba a diestra y siniestra. Como tenía
dinero, los poetillas le llamaban “talento” y le dedicaban sus “odas”. Una jota
antes de la o, eran lo que merecían aquellas lucubraciones. Aun teniendo
dinero, se las habrían dedicado igualmente: bastaba con que les diese cabida
en "Pronombre".
Otros había, no poetillas sino buenos
escritores, que lo adulaban. En Pedantópolis los literatos o eran malos o eran
sinvergüenzas. ¡Qué lástima! Los que tenían cacumen no sabían de la altivez, la
dignidad, el propio respeto. Pruebas al canto: a Noé lo seguían como perros,
pagaba las copas a la hora del vermú; las perdices, a la hora de la cena. ¿De
qué otra manera iba a agradecer su amistad a los hombres célebres? ¿No se
paseaba, no se exhibía con ellos por calles y plazas?
“Pronombre” tenía sus oficinas ¿sus
oficinas? en un cuartucho de un quinto piso. Administración, Dirección y
Redacción, todo en una pieza. ¿Para qué más para un periódico cuyo tiraje no
pasaba de quinientos ejemplares y del que se regalaba las dos terceras partes?
Allí se reunían los neófitos, ávidos de fama, ayunos de buenas intenciones. Noé
tomaba asiento frente a una mesa, no una mesa, una tabla colocada sobre dos
caballetes, y repleta de libros: para plagiarlos; de originales: para no
leerlos: de diccionarios de la rima: para pescar consonantes. Los demás
posaban las nalgas donde podían: unos en sillas, otros en las esquinas de las
mesas, quiénes sobre pilas de números rezagados, cuáles en los umbrales de las
puertas. Uno había que se sentaba sobre su bastón: le placían las cosquillas en
el ano... Y comenzaba la tertulia. .
Apuro Lagorio, crítico de profesión, es
decir, imbécil, era el tipo del pedante. Se metía en todo, sin saber de nada.
Sus amigos, tomándole el pelo, descomponían su nombre de esta guisa: a puro
lago, río. Ello significaba que Lagorio llenaba de “lagos”, o sea de
banalidades y ausencias sus escritos.
Anibal Nover Toponce era otro crítico. Este
no era de profesión sino de beneficio. Cuando salía un libro, corría donde el
autor y le pedía prestados cinco pesos. Si el sableado paraba el golpe o urdía
una finta, Aníbal Nover Toponce le atizaba un palo en “Pronombre”. Inútil
decir que si el sablazo tenía eficacia, el juicio salía con ritmo de tambor
batiente. A más gordo el préstamo más rotundo el elogio. Era racial en él esta
bulimia de dinero. ¿Su padre no había alquilado a su mujer, la madre de
Aníbal, varias veces, por unos centavos?
Lucio Pasarela, antiguo cloaquero y
sirviente de fonda, era -en Pedantópolis muchos los son- otro crítico.
Pasarela no era esto solamente. Había escrito un novelín titulado “El
Conventillo”. Por haber nacido y vivir aún en conventillos, poseía sobre esas
viviendas una erudición monstruosa. De allí su novela.
P. Eme Ombligado. Este merece un recuerdo
más largo y un retrato. Ombligado era de mediana estatura. Gordito. Carantón.
Rosadote. Sus mejillas brillaban de “rouge”; sus labios, de bermellón; sus
cabellos, de vaselina; sus ojeras, de belladona; sus manos, de almidón. En sus
pestañas no era difícil columbrar partículas de “rimmel”; en su piel, de “cold
cream”. ¡Qué miradas las suyas! Torcía los ojos, languidecía. Su voz, haciendo
juego con sus miradas, era suave, cariciosa, romántica. Se habrá comprendido
fácilmente que éste era el que gustaba de sentarse sobre el bastón… Ombligado
era poeta. No mal poeta, a pesar de todo. Por cierto que Alfredo Tallarín lo
llamaba “el divino Ombligado”.
Roberto Hache, el bufo de la manada. A éste
también, al igual de Lagorio le hacían bromas con el apellido. Lo aludían
estornudando: ¡Hache! ¡Haache!
El más querido de todos, por Tulio, era
Manuel Talvez, novelista, de a dos por cinco centavos, sordo y perillán. Tal
vez, como sordo, se creía más importante que Beethoven; como novelista,
esperaba el premio Nobel. ¿No se lo habían dado a Wells?
Lo que estos imbéciles, y otros más, solían
conversar, no merece la pena de historiarse.
···
Bueno, Noé no cabía dentro de su pellejo al
sentirse amo de tanto “literato”. Les imponía sus opiniones; les acortaba sus
artículos; les cambiaba consonantes a sus versos; les trastrocaba los
adjetivos. Ellos aguantaban.
Un día cayó por allí un peruano. Apellidaba
Pocas Pulgas. Le habían dicho que “Pronombre” era la mejor revista de
Pedantópolis, y quiso ver aquello. ¡Cuánto gusto de conocerlo! ¡Ya lo conocían
de nombre! Abrazos. Lagorio y Pasarela le engarzaron unas hipérboles en el
anillo de su vanidad. Toponce lo mismo, con la esperanza de pedirle prestado
al día siguiente. Ombligado, por su parte, no pudo menos que suspirar muy
hondo, mirarle la entrepierna y sonreírle, cual una Gioconda con pantalones, o
mejor, cual un Giocondo. Tal vez lo invitó a su casa. Hache le hizo chistes.
Todos, pues, rindiéronle pleitesía, menos Tulio: Noé se mantuvo a la altura de
sus zapatos; era el director y tenía que aparentar parquedad, gravedad, circunspección.
La charla continuó en común. A poco, Noé
pretendió magisteriar, cual de costumbre. Pocas Pulgas lo atajó:
- ¡Vaya a dogmatizar a su casa!
-
¡Esta es mi casa y no la suya! ¡Es usted quien se va a ir!
Pocas
Pulgas avanzó, y de un manotón metió a Noé bajo la mesa. Luego, como viese que
los demás se le fueran encima, desembuchó un Smith Wesson. Unos por las
puertas, otros por las ventanas, los contertulios desaparecieron en un abrir y
cerrar de ojos. Quedó sólo. Y salió de allí, riendo.
Mientras, Tulio Noé corría calle abajo,
como un loco. Lloraba a moco tendido. El dolor que el traumatismo le produjo,
aún seguía. En uno de sus instantes de mayor indignación, prorrumpió:
- ¡Malditos sean los Dioses! ¡Malditos por
haber consentido a Pocas Pulgas venir a Pedantópolis! ¡Malditos sean!
En ese instante quedó convertido en burro.
No se asustó de su nueva catadura ni le
pesó por ella. Por el contrario, holgóse. Enderezó los relucientes cascos
hacia las afueras de la ciudad, rumbo al campo. Al galope, al galope. ¡Cómo
sonaban sus herrajes en el adoquinado! ¡Sonaban con ritmo de verso de
Ombligado y prosa de Talvez! No paró hasta divisar una recua de colegas que se
daban un banquete -¡también ellos!- en un cortijo de pienso pródigo.
···
Poniente. Cielo despejado, claro, luminoso.
Unos cien borricos, en el corral, discuten. Se trata de mejorar la situación de
la especie. Los asnos han advertido que los hombres trabajan solamente ocho
horas diarias y gozan del “sábado inglés”. Por si fuera poco, están opíparamente
comidos y cubiertos de gruesos trajes. En cambio ellos, cada día peor. Aquello
no puede seguir así. Algunos exaltados opinan que se organice una matanza de
hombres: “A coces, hay que fenecerlos a coces”. Otros opinan como lo más
cristiano pedir a los dioses que los libere de la condición de burros y los
vuelva hombres. Pronto la idea gana terreno y alcanza unánime aprobación. Sin
embargo, se piensa, conviene oír al recién llegado. Es preciso escucharlo.
Tulio Noé, ya hecho un precioso jumentito,
está encantado de la vida. Cierto que todos los días tiene que llevar sobre el
lomo, cien, doscientos kilos de trigo, y comer pasto, en lugar de los
escabeches y milanesas a que estaba acostumbrado. Cierto. Pero también lo es
que no debe dirigir revistas, darla de literato sin haber garrapateado jamás
una cuartilla, ni resistir trompadas de Pocas Pulgas. ¡El rebenque del arriero
le sabe menos amargo!
Alza las patas delanteras. Hace una venia.
Y empieza a hablar. Despotrica contra los hombres. Todos son unos canallas,
unos indecentes. Los burros son los hombres, y no los burros. Los burros son
los reyes de la creación. ¡Felices animales! Todo lo tienen: el aire, el cielo,
el agua, el campo. Todo lo ignoran: la literatura, la política, la democracia,
la economía doméstica. ¿Para qué más? Y si se quiere más, ahí están las burras,
las verdaderas, las únicas encarnaciones de la belleza. Él está enamorado de
una burrita. La ama con frenesí. No le haría gracia cambiarla por una mujer.
¡Qué dientes, qué orejitas, qué belfos los suyos! Por todo eso opina que los
burros deben seguir siendo burros. Él con ellos, y muy a gusto.
Con una tempestad de rebuznos se le
responde. No se le deja continuar. El presidente lo llama al orden, diciéndole
que es un ingrato. Ellos no esperaban, no creían que un burro pudiera tener un
espíritu tan servil, tan bajo, tan esclavo. Hasta su novia, la burrita de los
bellos dientes, orejas y belfos, le hace un mohín de desprecio y declara roto
su compromiso. Todos los burros le gritan:
- ¡Burro! ¡Burro!
···
La
coceadura que siguió a la rechifla fue contundente. Tulio Noé abandonó el
cortijo, rumbo a la ciudad. Burro, no podía vivir entre los burros, como,
cuando hombre, no lo pudo entre los hombres. Afeitóse, disimuló el hocico,
calzó botines y guantes, y volvió a la revista. Los chicos de “Pronombre”
celebraron su retorno con grandes algazaras.
53
En cierto diario de provincia hallo mi
nombre al pie de un artículo anónimamente publicado por mí en el periódico en
que escribo. Habrá gustado, y por eso se lo reprodujo. Pero al hacerlo se ha
cometido -seguramente sin malicia, mas no por eso perdonable- un gravísimo
pecado: se lo realza con una firma que en el original no tenía. ¿Cómo sabe ese
diario que el autor de ese artículo era yo? ¿Cómo es posible que por malicias,
sospechas o deducciones se haga a un hombre padre de un hijo anónimo?
Seguramente el colega no ha meditado en la grave responsabilidad en que
incurría, especialmente ante la historia. Imagínese que el escritor a quien
obsequió esa paternidad, yo, llegue a ser célebre. Dentro de unos siglos,
supongamos diez o doce, podría ocurrir que mis obras hubiesen sido estudiadas
hasta el agotamiento por críticos, filósofos y poetas. Podría ocurrir que se
hubiese dedicado verdaderas enciclopedias a su comentario. Podría ocurrir que
los eruditos y sabios estuvieran seguros, y eso los hiciera muy felices, de
que no se había dejado un sólo punto de mi obra maravillosa por comentar. Mas
he ahí que de repente un buen día, uno de ellos, revolviendo unos papeles del
año 1933, se encuentra con un ejemplar de ese diario, y en él con la media
columna atribuida a mi gloriosa pluma. ¡Qué patatús, compañero! ¡Qué patatús le
daría a ese crudito aquella rarísima pieza! Seguramente habría que llamar a un
médico y éste le recetaría una buena dosis de bromuro y valeriana. El sabio
publicaría luego su descubrimiento, pero la cadena de patatuses sería enorme,
porque a los otros sabios el corazón se les pararía de envidia.
En vista de esta contingencia, en cuya
posibilidad no había pensado hasta ahora, me siento obligado a decirle a mi
posteridad que sólo son míos los trabajos que forman mis libros. Nada de
considerar así otros trabajos, ni aun siquiera aquellos de los que realmente se
supiese que fueron hechos por mí. Si no los firmé, por algo sería. Esta es mi
voluntad.
54
La estruendosa adjetivación con que se ha recibido a
García Lorca, es la más acabada prueba de la ternura que aquí se siente por
todo lo extranjero. Somos así los criollos; bailamos siempre al compás de lo
que nos llega. En estos países, la guerra de los xenófobos y los xenófilos está
ganada por los segundos. Forasteridad y perfección son sinónimos en el
diccionario de los americanos. Es por esto que el adjetivo más breve sonado
para Lorca es el de “grande”. ¿Es García Lorca un gran poeta? No le acortemos
tampoco los méritos, pero digamos sí que en América, hay por lo menos una docena
de hombres que tienen la misma medida del poeta español, y sin embargo a éstos
se les mezquina los adjetivos. En intensidad de valores, García Lorca puede
compararse con toda exactitud con el uruguayo Fernán Silva Valdés. Ambos son
poetas de entonación muy chica, pero de éxito muy grande, porque ambos han
entrado en la poesía con estrategia: Silva Valdés tuvo la viveza de aplicar los
procedimientos ultraístas a los temas locales y así fundó la criolledá; García
Lorca tuvo la viveza de aplicar esos mismos procedimientos ultraístas a los
temas locales de su país y así hizo el cante jondo, la copla andaluza de
entonación moderna. Es decir, que los dos tuvieron el sentido de lo brillante,
de lo alborotador. Las personas a quienes el deslumbramiento de lo directo les
anubla el juicio, son por ellos conquistados. Sus pasiones las provocan entre
las inteligencias superficiales. Recuerdo, por ejemplo, haber leído un artículo
en que se proclama como el primer poeta de América a Silva Valdés, y no es
siquiera el décimo. En España ha de haber muchos aficionados a lo fácil, que a
García Lorca concedan esa jerarquía dentro de su territorio; pero en España hay
algunos poetas de mayor altura. Ni Silva Valdés ni García Lorca son grandes
poetas, entre otras cosas porque uno y otro ignoran el misterio, y sólo es gran
poeta el que vive de él. Desde luego, el español tiene sobre el uruguayo el
sentido de la palabra. Hay poemas suyos vacíos de trascendencia o con una
emoción chabacana, que sin embargo, se llevan toda la admiración del lector.
Como en las “jitanjáforas”, pudiera García Lorca emocionar sin decir nada,
porque sabe jugar con la palabra, ha nacido con la gracia de ella.
55
¿Las palabras tienen un valor determinado
por sí mismas o tienen el que se les da? Lo último, seguramente. Ninguna
palabra vale más de lo que nosotros queremos que valga. Por eso es que la
lingüística es una ciencia siempre un poco risible. Y por eso es también que
las academias sólo pueden ser tenidas en cuenta como centros recreativos. Las
academias están para fijarles el valor a las palabras y los grandes escritores
para quitárselo o suplantarlo. ¿De qué sirve, por ejemplo, que la Academia diga
que un mueble de madera sostenido por uno o varios pies se llama mesa, si a un
cualquier literato se le antoja llamarle zapato, y al revés? Es posible que al
principio sus lectores quedaran un poco perplejos, pero a las pocas páginas
sabrían darse cuenta de que el escritor trastroca con deliberación los nombres
de las cosas: ni siquiera los insultos tienen un valor fijo. Para insultar a un
político, sus enemigos lo apodaron “el Peludo”, pero sus partidarios empezaron
de repente a usar esa palabra tan familiarmente, que hasta se hizo una
expresión de cariño. Ahora se ha puesto de moda la palabra “reaccionario” para
vejar a las personas. Pero pronto tendrá valor de elogio, pues cierta gente
comienza a exigir que se la llame así. Ahí ha aparecido, verbigracia, en
Bruselas, una publicación cuyo título es todo un desafío, lucido sobre la tapa
y en la cumbre de todas sus páginas con verdadero orgullo. Se llama “Revue
Reactionnaire”. Su gente se envanece del insulto; el insulto es su ditirambo. Y
eso es prueba de que el valor de las palabras lo impone el rumbo de las ideas,
no el arbitrio de las academias. Asimismo, ocurre ahora que para agraviar a
ciertas personas se las llama “comunistas”. Pienso que un día ese adjetivo
valdrá como loa, honrará a quien lo apliquen.
56
En un diario francés leo un pequeño
artículo del que se me ocurre sacar unas consecuencias referidas a nuestro
medio. Está hecho el breve trabajo para protestar de que a toda idea pueril o
absurda se la llame “idea de poeta”. Transcribo: “Ha llegado el tiempo de declarar
que la expresión ‘idea de poeta’ no debe tomarse en sentido peyorativo. Que
ciertos poetas sean inaptos a las necesidades cotidianas, nada quiere decir.
Otros, por el contrario, se adaptan heroicamente a un segundo oficio, penan,
para alimentar a las musas, en las ocupaciones del sentido común. Y todavía hay
unos más hábiles quizás, que establecen que el amor, o mejor dicho, la
utilización de la poesía, no impide a un hombre, ocupar su lugar en el mundo
corriente y moliente”. Pues sí, digo yo ahora, aquí también existe muy difundida
la creencia de que el poeta vive sólo en la luna y por eso no lo dejan meter
baza en todo aquello que no sea poesía. Un político amigo mío, cuando le doy
alguna opinión sobre asuntos de la vida pública, me responde invariablemente:
“Cállese, usted es un poeta, usted, no sabe ni medio de política”. ¿Pero es
que realmente los poetas no sabemos nada más que de poesía? Creo que la gente
está equivocada; la hemos engañado nosotros mismos. Los poetas, muchas veces,
lanzamos a la circulación ideas disparatadas con el sólo propósito de desconcertar
a terceros, o por el simple goce de hablar sin sentido común, goce que los
burgueses son incapaces de entender ni sentir. Pero, al margen de eso, ¡cuánta
cordura en nosotros, a veces! A veces hasta somos vulgares, hombres. .
57
Creo que debería fundarse una Logia
Poética. Podría llamarse Orden, Concilio, Convivio, Academia, Ateneo, Barra,
Senadoconsulto, Cámara, Bolsa o si se quiere, más vulgarmente, Círculo,
Sociedad o Club, cualquier cosa, el nombre es lo de menos, pero lo esencial, lo
imperioso, lo impostergable es fundar la institución. Hay que crear cuanto
antes la institución poética, el hogar de los poetas. Algo que nos agrupe a
todos y nos defienda, no en un sentido gremial, que eso ya no hay, sino en un
sentido afectivo, un poco prepotente y pedante. Por ejemplo, para hacerle
entender a la gente, y hacérselo entender a golpes, si es preciso, que la calidad
de poeta, comporta una de las más altas jerarquías a que puede aspirar la
especie humana. Para que cuando a un poeta le falte alguien por ahí al
respeto, la institución lo vengue, verbigracia, designando a cuatro o cinco de
sus miembros a fin de que le coman los hígados al insolente. Además, debemos
llegar al rito, a la reverencia especial, al saludo convenido, es decir, poco
más o menos, al santo y seña. Que cuando dos poetas que no se conocen y se
descubren por arte de los secretos tejemanejes sobre que oportunamente nos
aleccionemos, se presten la colaboración necesaria para cualquier cosa, como
hacían los cristianos de las catacumbas; o como en el hermoso juego criollo del
truco se comunica la posesión de tales o cuales cartas mediante tal guiñada o
cual sacada de lengua o aqueste movimiento de la oreja. ¡Sí, señores, a eso
hay que llegar!
58
Albert Samain anduvo muy en boga en América
hace buen número de años. De modo indirecto. La gente común no conocía sus
versos, pero su nombre llamaba con insistencia a los oídos de todos. Fué en la
época en que Rufino Blanco Fombona acusara a Leopoldo Lugones de haber
plagiado a Herrera Reissig. La palabra plagio era excesiva, pero asimismo no
faltaron quienes se dispusieran a averiguar lo que había de cierto. Las
investigaciones demostraron que Herrera Reissig era un imitador de Albert
Samain. Lugones, el Lugones de “Los crepúsculos del Jardín”, quedaba en las
mismas condiciones. Mucho tiempo se estuvo discutiendo también una fórmula
contraria: Herrera Ressig había sido discípulo de Lugones. En resumidas
cuentas, no se debió perder el tiempo en inquisicionar si Lugones seguía a
Reissig, o si Reissig seguía a Lugones. Más corto era preguntar de quién eran
discípulos ambos. Ambos eran, en aquel momento de sus obras, aprovechados
alumnos de Albert Samain. Cuál de los dos suramericanos había imitado primero
al poeta francés, era cosa de tonta dilucidación. Lo importante era la certeza
de que ambos lo habían imitado. A todo esto, el nombre de Samain circulaba
profusamente entre nosotros. No se leía sus obras, o se las leía indirectamente
a través de sus dos epígonos criollos. Ahora bien: Herrera Reissig y Lugones
han ejercido a su vez, una poderosa influencia sobre la juventud americana,
precisamente con aquel lado sameniano de su poesía. Más Lugones que Reissig.
Hubo momento en que todos, incluso yo, estuvimos infectados por eso. Desde
México hasta la Patagonia se hacía sonetos a la manera de Lugones, es decir, de
Samain. Con haber sido grande la influencia de Verlaine y de los parnasianos
en América, a través de Darío, se puede afirmar que ningún poeta francés ha influido
tanto en nuestro continente como Albert Samain. Ahora se está revalorando a
Samain en Francia. Pero sus críticos no consignan referencias a la poderosa
influencia ejercida por él en América. Acaso ignoran el dato. Que lo sepan.
59
Jean Giraudoux es anterior a Jesucristo.
Niño aún, volviendo del almacén a su casa, se introdujo un huevo de gallina al
bolsillo y al ir a sacarlo, llegado ya, se encontró con que el huevo había
hecho eclosión: Napoleón I nació en una de sus faltriqueras. Ese señor Homero
escribió “La Ilíada” calzándose unos guantes de Giraudoux. El abuelo Víctor
Hugo, ¿abuelo de quién es? De Giraudoux no es más que biznieto. Todas las
tragedias le fueron por él sugeridas a Shakespeare en una noche de insomnio. Es
Giraudoux un tipo fabuloso, taumatúrgico. Es un prestidigitador de la
inteligencia. El día que le dio la gana se sacó de una oreja a Max Jacob, como
si hubiera sido una pizca de cera. Toda la obra de Marcel Proust se le ocurrió
a él una tarde que se anudaba la corbata, y, caritativo como pocos, lo sentó a
la máquina de escribir y se la dictó de corrido. Él está antes que todos en el
tiempo y en la distancia. Es el precursor de todos y de todo. Baste decir que
es mayor que Dios en unos cuantos años.
Yo trabé conocimiento con él en París de
una manera que merece historiarse. Iba yo por la rue Lyautey, que no existe,
caminando desganadamente, mientras el cielo se mudaba de traje minuto a minuto.
Era un día incierto. Un viento cansado se sentaba de cuando en cuando en las
veredas. Las casas se rascaban las cornisas. No había nadie en la calle. De
repente advertí que un señor iba delante mío. ¿De dónde salió? Lo ignoro. Estoy
seguro de que no se abrió ninguna puerta, ninguna ventana. Empezaba ya a
hacer mil y una conjeturas sobre su insólita aparición, cuando le vi quitarse
el sombrero. Entre la coronilla y la nuca, dejó al descubierto una puertecita
de oro, que los discretos cabellos tenían disimulada. En la siniestra irguió
una llave, y luego con ella dió vuelta en la cerradura. Giró la breve puerta sobre
sus goznes, y entonces se le fué esta golondrina de la cabeza: “Con su mano
derecha, él batía un poco la claridad delante de sus ojos, como se ensaya un
baño”. Cerró la puerta del cerebro y se enhebró el tocado. Unos metros más allá
repitió la escena. Pero esta vez, no una, sino tres fueron las golondrinas que
se escaparon: “El cielo ha tomado una decisión: será azul dentro de diez
minutos”. –“Amarrarle las manos con una correa, sería juntarle sus dos pelos”.
–“Alcanzamos el grueso nubarrón que partiera dos horas antes que nosotros, y
que todas las tardes recogía nuestro sol en su algodón”. De nuevo clausuró la
salida, para volver a abrirla instantes después, durante los cuales fué una
verdadera bandada la que emigró de él en un vuelo prodigioso: “Las hojas de las
palmeras se abrían crujiendo todas, como las manos de un esqueleto que resucita”.
–“Era la luz tan pura que un moscardón parecía la burbuja de un vidrio”.
–“Buscando con los lentes la firma de la noche”. –“Para que todo malentendido
quedara disipado entre la Providencia de los perfumes y yo, la brisa vaporizó
los olores de la isla”. –“Nieva sobre febrero toda la quinina del cielo”. –“Me
izo sobre la plataforma del promontorio del mar en que me baño”.
Yo me precipité hacia él y le cubrí la
cabeza con las manos para evitar que se le fueran las metáforas. Entonces,
entre nosotros amaneció un abrazo.
El cerebro de Jean Giraudoux es una jaula
poblada de alas y de trinos. Es el Arca de Noé de las aves. Están allí
representadas todas las especies. Hay imágenes, metáforas simples, y duples, y
cuádruples, y totales; comparaciones, símiles, alegorías. Muchas le han sido
raptadas, y otras han ido a contener el vuelo, acaso subconsciente, en las
páginas de algunos libros bienamados. En mí mismo, yo he hallado cierta vez un
verso que piaba en tono suyo...
Es la suya una prosa llena de respiración,
una prosa que se está viendo que tiene grandes los pulmones y ancho el tórax.
En sus renglones hay salpicaduras de sol. Todas sus letras están llenas de
salud. Cada una de sus palabras es una ventana; por donde se entra el viento a
la carrera. Jugador de rugby, deportista de los más completos, él ha aireado la
literatura contemporánea.
Jean Giraudoux es uno de los mayores
escritores que ha dado el mundo. Actualmente, no hay un espíritu joven sobre la
tierra en el que no se cate, siquiera disfrazada, la influencia yiroduciana.
¡Tiene grandezas de adjetivo! Como se dice que una obra es simbolista, o
cubista, o dadaísta, o superrrealista, se puede decir que hay un género yirodú;
un estilo yirodú; un sentimiento yirodú. Su nombre quedará incorporado a la
retórica para calificar un estado de alma de la multitud.
Por último, Giraudoux es tan grande que ha
creado el cielo, y ha creado el mar, y ha creado el mundo. Cristóbal Colón lo
único que hizo fué descubrir América: Giraudoux la ha inventado. Su libro
“Suzana y el Pacífico” es una prueba incontrovertible de que él ha fabricado
ese océano y este continente. Es preciso que a los niños se 1es enseñe bien la
geografía, pero para ello urge que los geógrafos la aprendan a su vez. He aquí
la primera lección: El mundo se divide en seis partes: Europa, Asia, África,
América, Oceanía y Giraudoux.
60
Me entero por un catálogo de que alguien ha
publicado un libro sobre la “poesía vulgar” de su país. Temo que sólo se trate
de la poesía popular. Pero sería muy interesante que alguien se ocupase de la
vulgar, de aquella que se hace en celebración de los cumpleaños, del
nacimiento de un hijo, de la llegada de un prócer, etc. Una antología de toda
la poesía vulgar americana sería también interesante. En ella podría incluirse
esas verseadas que las revistas semanales obligan a escribir a nuestros mejores
poetas, en ocasión del arribo del príncipe de Gales, de la muerte de un
aviador, o de los vuelos de Ítalo Balbo. Yo mismo, muchas veces, he pensado
hacer algo parecido. En cierta ocasión me propuse publicar una, “Desantología”,
es decir una colección de los peores poemas que se ha escrito en idioma
castellano. Pero la magnitud de la obra me abrumó, y tiré la esponja. ¡Hubiese
necesitado dos mil grandes y prietos tomos e incluir casi todo lo que se ha
escrito en nuestra lengua!
61
Así como hay antropófagos, hay también
papelófagos, es decir, hombres que comen papel. Ciertos eruditos, ciertos
empedernidos lectores, especialmente aquellos que se dedican con pasión a la
historia, los buscadatos, padecen, indudablemente, de una disimulada
bibliofagia. Leen los libros sin asimilarlos, no se sabe para qué, pero los
leen velozmente y por docenas, los devoran. La palabra es de gran justeza, los
devoran. Por eso se les llama “ratas de biblioteca”. Ellos mismos no saben con
exactitud por qué leen tanto libro; se imaginan que es porque les gusta la
historia, y están equivocados: es sólo porque les gusta el papel. Un día
acabarán comiéndoselo derechamente. Hay otros sujetos que devoran el texto de
los libros: son los plagiarios. Se tragan con gran naturalidad lo que leen, lo
digieren y luego lo repiten. Por cierto, ellos piensan que están pensando por
cuenta propia; por eso tienen ese aire de desfachatez que nos abruma. Nos
alarmamos viendo que algunos, plagian sin ficción, pero no debíamos
alarmarnos, porque los plagiarios no saben que son plagiarios. Es el
canibalismo papelístico el que los impulsa inconscientemente a repetir lo que
tragaron.
Me entero, por un diario extranjero, de
datos tan sugestivos que vale la pena transcribir en su integridad. De ellos
se desprende que los papelófagos puros comen el papel sin más trámite.
Precisamente, acaba de morir en Inglaterra el capitán Stephen Wood, a quien le
ocurrió lo que sigue. Durante la gran guerra cayó en poder del enemigo, pues
su navío fué capturado por un submarino. Entonces, él devoró su carnet de
notas, a fin de que los documentos secretos que contenía no llegaran a manos de
los alemanes.
···
El duque de Saxe creyó, y le asistía en eso
toda la razón, que el papel tragado en regular cantidad es de una digestión
trabajosa y difícil. De allí que comprendiera, también con razón, que debía
ser una fina tortura para los intelectuales. Un panfletario de su época
insultó groseramente al duque, y entonces el duque hizo prender al autor, lo
paseó por las calles durante varias horas con el panfleto entre los dientes y
finalmente, en una plaza y ante numeroso público, le obligó a que se lo
tragara. Por un semejante delito, Philipus Andrea Oldenburger, fué azotado el
año 1668 y condenado a despacharse hasta las tripas un ejemplar de su libro.
Era el volumen algo pequeño, pero, después de haber masticado dos hojas,
consiguió que los jueces le perdonaran el resto.
···
Hay casos de bibliofagia voluntaria. Ogier
de Busbecq aseguraba que los tártaros tenían la costumbre de comer libros, con
la esperanza de que así adquirirían la ciencia contenida en ellos. Además, hay
animales papelófagos. El año 1626 se encontró un pequeño libro en el interior
de un pescado, en Cambridge. Era un breve volumen de ensayos de John Frith, el
cual fué reeditado por orden del vice canciller bajo el título de “Vox
Pincis”.
···
El castigo de la bibliofagia me parece que
sería el más apropiado para los correctores de imprenta. Por lo menos, es lo
primero que se nos ocurre a los autores, cuando vemos nuestros trabajos, en
libros o diarios, plagados de erratas, muchas veces estropeados en forma que
los torna ininteligibles. ¡Da ganas de hacerles comer en seguida el cuerpo del
delito!
62
La dedicatoria de “Grabinoulor”, en el
ejemplar con que Pierre Albert-Birot ha caminado hacia mí el puente de amistad
que le tendiera enviándole “Actitud de los años”, ha yugulado los vagos
propósitos de reconciliación, que a veces alimento, con este miserable idioma
castellano. Ella dice: “Para Alberto Hidalgo con los mejores recuerdos de un
poeta desolado por no saber leer el español”. Conque es semi-imposible hallar
en el extranjero espíritus de excepción que comprendan este lenguaje. En toda
Francia, sólo hay un gran escritor sapiente de él: Valery Larbaud. ¿Con qué fin
los hombres superiores habrían de aprender una lengua incapaz de comunicar
cultura y ni siquiera ilustración? Sólo hay un remedio: hacer entender al mundo
que América está fagocitando los últimos componentes de la heredad -o
abyección- española; que germinamos una nueva cultura; que nuestra psicología
es otra, distinto nuestro idioma y, acaso, hasta diferente nuestra fisiología,
nuestra composición anatómica. Los americanos, ahora, estamos cerca de los
europeos, pero no de los españoles. Estos constituyen otra especie zoológica,
como las gallinas o los conejos. Pronto, muy pronto, se ha de ver enumeradas
las principales lenguas así: alemán, francés, inglés, italiano, ruso, húngaro,
americano, etc. En otro orden, vendrán el castellano, el cafre, el esquimal,
el hotentote y demás.
···
También, como Albert-Birot, me siento
desolado, mas por distinto motivo: ver cómo se inadvierte los libros cumbreros.
No he leído aún sobre “Grabinoulor” el juicio que merece. ¿Se está esperando
lluvias de tiempo para hacerla? Es nuestra “Ilíada”, o sea la epopeya instantánea,
el poema épico de esta época. En Francia ¿hay poetas mayores que él? Mayores,
no; de otro tono solamente, más gratos a mi paladar, más próximos a mi corazón:
Milosz, en primer término; Claudel, Tzara, Reverdy, Eluard. Pero en
Albert-Birot hay mucha altura, según en ellos. “Grabinoulor” se lee con fatiga,
lo cual es un elogio, pues fatiga como la “Divina Comedia”. He tardado quince
días para leerlo, y he guardado cuarenta de cama, con bolsa de hielo en la
cabeza y alimentación ictiofágica, pues me gasté el cerebro admirándolo y fué
preciso reponer sus fósforos. Hay otros libros de tamaño crecido, pero ninguno
más grande, en la poesía moderna. El clima es diverso. “Grabinoulor” casi no es
leído; se lo respira, o se lo lee, con los pulmones, y éstos no son dos sino
cuatro, diez, veinte. Uno, se hace todo pulmón para leerlo. Pues su aire es
pesado, en el sentido de grandioso.
63
Sé que se ha organizado en Nueva York una
exposición de cartas de amor, firmada por hombres ilustres. Se ve allí a Benjamín
Franklin pedir al cielo que le diera alas de pájaro para posarse sobre la
ventana de su amada. Edgard Poe confiesa que se dedica al whisky para
consolarse de un mal incurable de su mujer. Nelson hace el ridículo haciéndole
unas declaraciones tipo estudiantil a lady Hamilton. El gran lírico Kyats
invita a desear que se le hubiera dado un puntapié en salva sea la parte, por
las idioteces en que incurre escribiéndole a una novia frívola y coqueta que
le cupo en suerte. Da espanto vivir en tiempos tan impúdicos, en que se entrega
a la curiosidad maligna de la gente cosas que debería mantenerse en el más
estricto secreto, como que hasta en muchas ocasiones pueden disminuir el
respeto que ciertos hombres merecen. Los hombres superiores tenemos derecho, también
a ser débiles, pequeños o abyectos en ocasiones; tenemos derecho, como
cualquier hortera, a estremecernos de placer y emporcarnos de vicio con la
prostituta que por cinco pesos nos hace conocer el paraíso de las perversiones;
pero eso no debe publicarse, ¡nadie debe saberlo!
64
Podría decirse que soy un hombre blanco y
negro. Cada verano tuesta mis carnes con más ahínco. Pero me entrego al sol
únicamente de cara al cielo, en posición decúbito dorsal, y así mi cuerpo se
ha puesto oscuro por delante, mientras atrás conserva su blancura natural. No
podía ser de otro modo, pues considero que hay algo de inversión, más claro,
de uranismo, en cuantos se tienden boca abajo en las playas. Como que el sol
los penetra por detrás y ellos, gustosos, se dejan perforar por sus rayos so
pretexto de salud. ¡Mentira! Esa postura no es de hombres. Son pederastas a
su manera.
65
En situación de dislate se hallan quienes
enjuician el estilo como una cosa sin importancia, prescindible y algunas veces
estorbosa para la realización de la obra. Sin embargo, es postura muy socorrida
de críticos. Admito que si se juntan fondo y estilo buenos, más subidos son
los quilates del diamante, digo del fruto intelectual. Pero lo exterior, el
estilo, las formas, pueden, y los ejemplos abundan, llenar los vacíos de ideas,
de grandes sentimientos, el movimiento de las pasiones y hasta el tamaño de
los argumentos. El arte es sólo formal. Todo lo demás que dentro de él se pone,
es apenas relleno, con el cual el arte no gana, aunque sí pruebe las
posibilidades del artista para otros trabajos de la inteligencia. Soy
partidario del arte por el arte, el arte al servicio de nada, el arte al
servicio de sí mismo.
66
Quiero decir la historia de unas barbas.
Los mozos de la novísima generación de escritores argentinos las tienen largas.
Parece como que fuera el santo y seña del grupo. En general, es lo que basta
hoy para merecer la estimación de las revistas juveniles. Si no se tiene barba,
es inútil pretender patente de poeta moderno, de la misma manera que los
hombres de la generación rubendariana debían ser necesariamente borrachos y los
de la anterior usar melena hasta los hombros. La barba es el distintivo de la
época, el botón de solapa de la literatura actual. ¿Pero quién la ha impuesto?
Hace un par de años me enamoré súbitamente
de Victoria Ocampo. La veía pasar por las calles como un hermoso sargento, alta
y oscura como un árbol de los caminos nocturnos, y temblaba, entero, de
emoción. A todas partes la seguía cual un can. Cuanta estratagema es dable
imaginar, puse en práctica para atraer su atención, pero fué en vano. La
conocida editora no me daba ni cinco de corte. Entonces recordé su
performance: Ansermet, Rabindranath Tagore, Keyserling, quién sabe cuántas
barbas más. Y me dejé crecer la mía.
Busqué de inmediato el encuentro. Y sólo
recuerdo de él, que la mujer de mis sueños, así de golpe, miró mi barba con
ternura y sorpresa, pero a mí no me vio. Además, fué sólo un instante, una
mirada rápida como el vuelo de un ave sesgando el aire de cualquier tarde. Nada
más. Victoria no quiso aceptar nunca el amor que mis tímidos ojos le ofrecían.
Y entonces yo, un buen día, cegado por el despecho, me amputé la barba y la
arrojé en el sitio más callable de los domicilios. En seguida tiré: la cadena.
Esto es lo mismo que ocurre con la novísima
generación. Todos están enamorados de Victoria Ocampo, y ella merece esa
ofrenda, porque es una mujer erectante y caliente, una negra magnífica que le
da celos a la noche y huele como los ángeles africanos, pues imagino que en el
reino de Dios los haya también de tinte oscuro. Si Horacio Quiroga es el
precursor de la barba en este país, Victoria Ocampo es quien la ha sistematizado
sin proponérselo, sólo por efecto de la devoción que provoca, de los
entusiasmos que enciende. ¡Arruinadora de las máquinas de afeitar! Pero, ¿no
les estará reservado a las barbas juveniles el mismo silenciable porvenir que
a la mía?
67
Es tan oscuro que no se le ve. Pinta de
negro la parte que debía ser más clara en el mapa político de toda la América
y, a merced de su niebla, medra de distracción este piojo siniestro. La tierra
de que partió la libertad del continente, se abre por él, semejante a una rosa
de las ignominias. Como de la de los vientos, de allí se expanden todas las
sombras que dan vergüenza al sentimiento de nuestros pueblos, ¡de la tierra de
Bolívar sale la mancha!
Da mal olor como un estantino. Se llama
Juan Vicente Gómez, y es un zullón. Sus emanaciones nos alcanzan a todos, y
hasta que por fin no lo hayamos cubierto con tapa impermeable, no podremos
alzar la frente para la altura del cielo, porque los hombres libres nunca lo
son hasta que todos sus hermanos no son esclavos. Mientras Venezuela lo sufre,
la América lo soporta. Deberíamos organizar una cruzada para libertarla, aunque
sólo fuera por pagarle la deuda a Bolívar.
Nos hemos ido acostumbrando a olvidarlo.
Como es tan opaco, a veces no lo advertimos. Y él saca provecho de esta
negligencia perpetuándose en el poder y proponiendo su ejemplo a otros países.
Pues estimo que él es el estímulo de cuanta tiranía padecemos. Cualquier galafate
con hombros de charretera y uniforme de ultraje le tiene envidia, y se siente
impulsado a imitarlo. Sí. Somos culpables si lo olvidamos. Debemos martirizarnos
con el recuerdo de su presencia. Por eso, de cuando en cuando, yo lo señalo con
este dedo que apunta a todo baldón.
68
Haya Delatorre mira con el cielo. Sus
retratos miran con el infierno; pero no es cierto. Él ha aprendido eso, lo
mismo que sus letras, en las escuelas de todas partes. Los libros enseñan que
la mirada adusta es otra obligación de los políticos, y por eso, cuando se
entrega a la cámara, birla la atención del fotógrafo y en el tiempo de un
disimulo se coloca una piedra en cada ojo. Mas esa estratagema no es para mí.
Yo he visto alzarse sus párpados cual un telón, y allá en el fondo de sus pupilas
pardas amontonarse el amor por las cosas y por los hombres. De sus ojos la
ternura sale en caudal, una ternura joven, pues para eso es máscula. Quien
quiera que lo vea, advertirá que este hombre tiene capacidad de abrazo. Su
frente, su mentón, sus mejillas y sus cabellos, todo da la mano. Esto es decir
que está dotado de ese misterio que ciñe la cabeza de los apóstoles, un magnetismo
especial para atraer a las masas y domeñarlas.
El conocimiento de Haya Delatorre, y mejor,
su frecuentación, tienen valor de espectáculo. Se entra en su amistad como en
un cine. Su voluntad abre la puerta y nos pone frente a su frente. Una frente
con generosidad de pampa, abierta a vientos y habitada de tempestades. Es un
ecrán: vemos pasar sus ideas una tras de otra, fuertes y sin premura, con
firmeza de paso que sabe el camino y adivina la meta. No habla, mueve la voz;
la lleva de aquí para allá con una impostación apostólica, suprahumana. A
veces la coloca en la altura y da la sensación de que el techo se parte o de
que el vecino de arriba pasa sus imprecaciones por un agujero, como si en
truco ilusionista nos agüeitase con la garganta. Alzamos la vista para ver esa
voz y no hallamos nada, naturalmente, pero en este momento un grito de Haya
nos llama desde un rincón de la pieza. Y nuestras miradas ruedan en su busca
por el suelo, según dos pobres monedas. Sus pensamientos flamean junto a
nosotros, se los ve agitarse un minuto hacia el norte, hacia el sur, a la
manera de esas llamas que usan los incendios para decorar cualquier tarde. De
cuando en cuando, Haya subraya sus frases con un golpe de brazo. Su mano larga
sacude los últimos vocablos, para entregarlos limpios del polvo de las malas
interpretaciones, por lo que algunas veces su exceso de profilaxia les arranca
las letras finales. Y esa mutilación les asegura un encanto especial. Mas
presumo que en las tribunas públicas, donde arenga a sus huestes, debe haber
cierto peligro en colocarse a sus costados, porque sus brazos han de causar
resfríos al batir el viento como dos alas.
La función comienza sobre el tambor. Haya
Delatorre, sentado en el interior del sillón, los hombros de una sola pieza con
el respaldo, recibe de pronto, dada por un fotógrafo inexistente, la orden de
no moverse, de mirar recto hacia el objetivo. El objetivo somos nosotros, y
nosotros lo vemos de tres cuartos, manera adoptada para los próceres. Pues
resulta que él es en todo momento, además de su propia persona, el retrato de
sí mismo. Su gesto recuerda el del protagonista de las grandes películas,
cuando antes de empezar éstas, aparece solo, solo y enorme en el lienzo, dando
ocupación al romanticismo de las niñas. Mas no hay dislocación ni pose en su
actitud. Él es así. Y esta es la causa: los individuos llamados a porvenir
extenso tienen una especie de subconsciencia de los ademanes, están siempre
posando para los años venideros. Haya se asombrará quizás de que yo haya descubierto
este secreto de su predestino.
Si los films deben comenzar por el título,
es bueno darlos a tiempo. Este podría llamarse “Presentación de un apóstol”.
Pues sí. Haya Delatorre es, sin proponérselo y acaso a disgusto, el apóstol
del tipo clásico. No ha crecido entre las patas del caballismo militar ni se ha
formado al conjuro de fortunas tradicionales. Él sale del fervor de las
lecturas bien digeridas y del dolor mascado entre las migas cotidianas. Es el
conductor, por excelencia, de los tiempos nuevos, el hombre que lleva a los
pueblos el mensaje de los libros. Ha aprendido la lección y va a repetirla o a
aplicarla. Porque la hora suena de que el apóstol surja del aula. Haya es el
tipo que Oxford manda a la América virgen.
Este hombre, a quien he visto vivir unos
días las veredas oblicuas de Berlín con las mismas pupilas con que hace catorce
años lo vi multiplicar de esperanzas las sierras cuzqueñas; este hombre parado
en la tempestad de los años con madura serenidad de otoño; este hombre que
frecuenta a Shakespeare y puede deletrear los campos de su tierra; este hombre
es algo más que un político común. Yo digo que es el brazo que ha escogido la
historia para mover los aires de toda la América. Su alma y su carne son de la
pasta que formó los cuerpos de los directores de épocas, de los grandes
sacrificados, que entre quebrar su felicidad o degollarse las ideas, optaron
sin dudas por lo primero. Los pueblos gustan de corromper a esos hombres,
padecen la voluptuosidad de corromperlos. El Perú gira ahora hacia Haya
Delatorre. ¿Le entregará la presidencia de la república? No es imposible. Pero
sus intenciones, de acuerdo con su sentido corruptor, son aviesas, puesto que
el poder es siempre una tentación al sensualismo y al latrocinio. Mas Haya
Delatorre puede ser el otro filo de la espada. Hace reverdecer las ilusiones y
purificar las ansias. Yo aseguro que él también se lavará su vajilla y comerá
pan duro.
Haya Delatorre tiene hábitos de termómetro.
Su conversación principia en el sur, hacia los treinta y cinco grados del
mercurio. Según su memoria sube la geografía, su voz se encrespa hinchada de
canto. Chile y Argentina dan pábulo a su verbo. Sabe todo su andar y lo diserta
con cariño. Países donde la hoguera empieza a vislumbrarse. Justifica su presente
porque lo juzga amanecer. Si hubieran continuado con los gobiernos liberales
que tenían, habrían quedado en rezago para el albor social; pero el militarismo
hará el precipitado, y el pueblo auténtico, un día no remoto, catará los vinos
del triunfo. Uruguay, la paradoja del continente, porque llamándose república
oriental representa en su totalidad el occidentalismo, es el baluarte de la
civilización europea, el spécimen de la vieja democracia. Paraguay, Ecuador,
Colombia, Venezuela y Brasil, salen de sus labios dibujados de fe. Revienta en
rayo al balbucear a Nicaragua, y el relámpago llega a México con resplandor que
alcanza a Cuba. Su recuerdo turista recorre el continente y enciende afectos a
lo largo del viaje. Es acaso el primer político universal de América, el que
atisba los problemas particulares de cada país y entiende la amistad cual un
conocimiento.
Pero al pasar por el Perú su temperatura
alcanza cuarenta grados, amenazando la integridad de la columna. ¡Perú! Extrae
esta palabra querida desde el fondo del pecho y la coloca sobre la mesa con una
ternura persuasiva y sublime. Juega con ella, le da vueltas, la moldea con la
pasión ardida del escultor. En su boca, el nombre de la patria se torna arcilla
y recibe todas las formas que da el calor. La descompone, y entonces una por
una va acariciando sus cuatro letras, las acerca al beso y las alza en vilo
para mirarlas contra la luz. ¡Perú!, la palabra cae en los vasos para beberla,
y la bebemos. Es la comunión de los proscriptos. Todos los somos: a unos, a
él, los han exilado las torpes mañas de la política criolla; a otros, a mí, nos
tiene en exilio la vida. No quiero historiar las lágrimas. Sólo diré que
nuestros corazones se abren caminos hasta los ojos. Haya se para, levanta ese
brazo que sacude el aire, lo inflama de ímpetus de bandera y recoge en el hueco
de la mano la angustia de tal instante, largo y significativo como un trémolo.
Allí su índice graba el espacio: tierras, mares y cielos peruanos quedan
inscritos. Y una exclamación muestra el sendero.
He dicho que está parado en la tempestad de
los años. Su edad suma certeza de juego de azar: oscila entre 30 y 40. Década
promisoria o siniestra, en que lo subconsciente se hace presente en la vida,
imponiendo sin sospecha el predominio de una de las formas del ser y obturando
con rigor las rutas que parecían seguras. Edad que es eje de conversión de los
caminos, estación de la inteligencia, donde se queda a soslayar los esfuerzos
ya hechos. Muchas tuercen el rumbo, porque ahí se ofrece también, como en los
parques de entretenimiento, el espejismo ambiguo de lunas violentadas. A
Víctor Raúl Haya Delatorre se le está viendo en lo alto del abra medir con
avidez el tamaño de la perspectiva, esclavizando con sus propósitos los puntos
cardinales, mientras los vientos de la rosa golpean su cara. No hay riesgo
alguno. Escogerá la senda propicia. Por donde el piso sea duro y blando el
aire, por ahí irá. Su paso hará crecer con entusiasmo de álamo las ideas nuevas
en la América nuestra. Y su llegada será saludada con un aleteo de campanas.
69
Piura amanece todos los días en el norte
peruano. Por entre el abra de unos montes aparece el sol y viola la estrechez
ingenua de las calles. Unas calles tendidas de largo a largo con ocio
provinciano. Calles sencillas en que el pasto es una costumbre de la humildad y
en que las acequias son hábito del agua. Calles cardíacas donde las mujeres,
unas morenas con ojos de encrucijada, pacen el rebaño de sus miradas ante la
timidez de los muchachos o la insolencia de los abogadines. En Piura comienza
el cielo y crece el día. La luz es suave como las curvas. Y el viento blando y
tornadizo como las banderas. Piura entero, desde cuando le muestra sus montañas
de músculos al Ecuador hasta cuando le pone el pecho al mar para que se
estrelle y regrese, todo el Departamento es una bandera. Es la bandera peruana
que le grita al mundo, en el amanecer del norte: ¡Viva el Perú!
En ese ambiente beato de los días piuranos
y en una de esas casas anchas de paz y de concordia hogareña, con ventanas para
que se meta el cielo y patios donde retozan las horas, vivía la familia
Sánchez-Cerro. Una familia ni oscura ni ilustre, pero a la que el conocimiento
vestía con prendas de honradez. Cuando el señor y la señora salían de paseo,
los saludos del pueblo sesgaban las veredas para ellos. Las damas se
inauguraban de sonrisas, y los sombreros de los señores caían de las cabezas
hasta el recogimiento de las manos. Aun los mozos menos educados se urbanizaban
a su paso. Porque de los Sánchez-Cerro emergía el respeto, como las aves salen
del crepúsculo.
Eran jóvenes y para los días de este
relato, aún no habían enterado tres años de su matrimonio. Todavía el amor lo
encendían a las noches, por las mañanas y en los rincones. Él era un cholo fuerte,
musculoso y gallardo. No se sabía de dónde le venía la altivez, mas las veredas
resistían apenas la contundencia de su marcha. Ella era una zamba magnífica,
de caderas redondas y movedizas como un oleaje, de senos duros y erectos que
disparaban deseos a las personas como dos armas. En sus cabellos, por lo
negros, cabía toda la noche, y sus labios carnosos, dibujados en rojo de
tentación, eran una apariencia de promesa, una iniciativa de pacto.
El matrimonio poseía una criada y la casa
tenía una huerta. En la huerta, grande con solvencia de chacra, había unas
gallinas, unos conejos y un cerdo. La sirvienta corría con las labores de la
cocina y el aseo general; la señora cuidaba de las plantas y los animales.
Cuando Sánchez se iba a su trabajo, su mujer mermaba el tiempo de la espera en
la atención de sus pupilos. Para las aves era el maíz, el choclo que sus dedos
desgranaban cándidamente uno a uno; para los roedores, el haz de alfalfa que
llevaba bajo el brazo; para el paquidermo, la suculenta mezcla de frutas,
papas, cáscaras y residuos familiares que allí mismo juntaba su solicitud.
Mientras la señora efectuaba su trabajo, el puerco la miraba de reojo, veía el
cielo a su alcance y gruñía de gozo. Después hundía el hocico en su manjar
hasta el fin, y su postura de panza arriba constituía la expresión de su
agradecimiento. La señora, para cerciorarse de su hartazgo, le palpaba la
panza, se la acariciaba un momento.
Todo fué así hasta que otro día sucedió de
otro modo. La respetable dama, inclinada sobre el balde, preparaba
pacientemente aquel revuelto nutricio, cuando de pronto el chancho se arrojó
sobre ella, presa de extraña furia. Quiso, acaso, gritar, pero el susto le
apagó la garganta como una luz. El animal con sus cuatro patas y el enorme peso
de su cuerpo, bien tenido de frutas, papas, cáscaras y residuos familiares,
había neutralizado todos sus movimientos. La trompa hurgaba entre los senos
túrgidos, duros y amenazantes como dos armas. Luego, cuando la mujer quedó
desvanecida, exánime no se sabe si de asco o de vergüenza, el cerdo, con mañas
insospechadas le alzó las piernas, los redondos y gloriosos muslos, y la poseyó
con una voluptuosidad indescriptible y única.
El sexo atirabuzonado del marrano penetró
en la resignación de aquellas carnes como si perforase una montaña. Eyaculó.
Sus espermatozoides atravesaron la vagina con una velocidad de cien caballos;
anduvieron perdidos en aquel recinto nuevo para sus ansias, y uno por fin, con
perspicacias de felino y acometido de genial intuición, se lanzó a galope
contra el cuello del útero y empezó a golpearlo para que cediese. Cedió, y
entonces de un salto sólo ganó las profundidades de la matriz, el lugar más
cálido y recóndito. Nueve meses después nació Luis María Sánchez-Cerro.
···
Tal tenía que ser su origen. Engendro de la
naturaleza; aborto de la pasión; fruto del espasmo robado y no advertido;
producto de aberración sexual; injerto de lo irracional y de lo humano; hijo
híbrido como la flor, y también como el mulo, resultancia de dos especies distintas,
entroncadas, para sarcasmo de la biología, a base de violación y de horror, la
vida de Sánchez-Cerro tenía que ser la justificación de su origen. Una vida de
monstruo, teratológica y tremenda.
La más cara perspectiva de su latría fué
siempre un sueldo reemplazando la testa de Cristo. Al soborno le pone culto,
fabrícale altar y le gasta cirios. Su bulimia de dinero lo hubiera llevado a
empleado de Banco sólo para propiciarles a los dedos el goce de contarlos. Por
eso alquila la espada y con la espada la conciencia, del mismo modo que hubiese
alquilado el cuerpo de habérsele presentado locatario. Según todo alquilón de
oficio, es un invertido latente. Su mariconería está en potencia, y eso se
probará cuando se escriba, si se escribe, la historia de sus pantalones. Por
una mísera adehala le bailó zarambeques al tirano Leguía; por reducida sinecura
le sirvió de padrillo a uno de sus ministros; por la posibilidad de entrar a
saco en las arcas del estado, trató comercialmente
con los civiles de Arequipa su ingreso en la conspiración de agosto, y luego
les arrebató el triunfo de una revolución que él no hizo, de la misma manera
que el experto lleva a las afueras a los bisoños para, asaltarlos en el
nocturno de una emboscada.
En punto a ideas representa el lado de la
ausencia. Allá en sus mocedades, huido de su tierra por el rubor ofensivo de su
nacimiento que todos le memoriaban llamándole con malicioso equívoco “el hijo
de la chancha”, arribó a Lima. Las veredas de la patria del civilismo, de esa
ciudad que no es capital del Perú sino de las familias que adulteró el ardor
cabrío de Bolívar, libertador de América y macho de sus hembras, recogieron
piadosas el sonambulismo de sus pasos y de su extravío. Habitante de zahurda y
comensal de fonda con guisos de zulla, estuvo un tiempo fluctuando entre
abrazar el anarquismo o enrolarse en el ejército. Tomó el camino de lo más
lucrativo. Pero como era un mequetrefe, un blanducho, un lampiño, con formas de
doncella y andar de chulo, seguramente su ano pagó el tributo de la
conscripción. Ahora es el verdugo de los anarquistas, el fusilero de los
revolucionarios, el asesino de los rebeldes.
Es la personificación de la inmundicia. Por
él gloglotean las cloacas con más deleite y le exhiben los excretos que
arrastran, como si le presentasen armas militarmente. Es el abanderado de los
barriles de la basura, el presidente de los desperdicios. Su nombre no se
graba con tinta sino con repugnancia, y es lo que resta sobre el papel
higiénico en la reserva de las letrinas, pues no hay trasero que no sepa
escribirlo. Sánchez-Cerro, o el excremento. Se lo lleva siempre la bondadosa
cadena de los W. C.
Antes del robo de las elecciones, antes del
fraude pagado por las familias que recibieron el semen, pero no la grandeza, de
Bolívar, Sánchez-Cerro parecía solamente un enfermo cuyos ataques de epilepsia
frustrada lo hacían soñar con el asalto del poder. Después de haber hundido a
centenares de peruanos en el pavor siniestro de la selva, de haber mandado bacterizar
los alimentos de los presos políticos, de haber fusilado a los marineros y
haber ordenado a sus forajidos el llano asesinato de los opositores en las
calles de tantas ciudades peruanas, ya no se le puede juzgar sino como a un criminal.
Es el hombre que de veras ha polarizado la ignominia. Como una antena, recoge
la abyección de quienes lo rodean y la centraliza en su ser. Hasta la infamia
siente náuseas cuando se le entrega.
Por los siglos de los siglos, su recuerdo
será llevado y traído como un trapo, como un trapo sucio, como el hediondo paño
que habrá contenido las menstruaciones de su madre. No en vano lleva vividos ya
tantos años de impudicia. Su lardácea cabeza de palaciego crónico conoció desde
temprano la costumbre del agachamiento ante el patrón que todavía lo ultrajaba
con la propina. A su amo, a Leguía, con la mano derecha le hacía un telegrama
de albricias, y con la izquierda -la suya no es izquierda sino siniestra- se
tapaba la mueca del complot. Un brazo del zámbigo no es exacto que esté más
corto por haber despertado el afecto de una bala; eso es mentira: se le pudrió
una tarde que en la inconciencia de una borrachera lo fué a meter por yerro en
la gangrenada vulva de la mujer del cerdo y de su padre.
···
Esto es mucho. Basta ya de él. Hay que
darle de una vez, como a los toros, el golpe de puntilla. En cuanto lo nombro,
siento bajarme hasta la pluma, desde todos los extremos del alma, un tropel de
adjetivos para calificarlo mental, física y moralmente. Recitador de los discursos
que otros escriben, Sánchez-Cerro es el esfínter por donde se evacúa la
estupidez de los secretarios. Por eso es chato, anodino, difuso, cursi,
adocenado, digresivo, soporífero, ecoico, diluente, huero, ripioso, enriscado,
banal, estólido, estulto, filatero, gárrulo, fruselero, gedeónico, blando,
ezquerdeado, gelatinoso, vacío, hilarante, burdo, bellaco, ignorante,
charlatán, majadero, chirle, dengoso, zafio, diárrico, inane, cándido, latero,
inconcino, minúsculo, nulo, insípido, farragoso, nesciente, orillero, remedón,
trefe, volatero, insignificante y ramplón. Es roñoso, pestilente, grosero,
pusilánime, cochino, adefésico, eclámptico; fétido, escolimoso, hirsuto,
fotófobo, zullón, lechuguino, currutaco, sotreta y huevón. Es arribista,
pícaro, rapaz, trepador, venal, avieso, pillo, tunante, gregario; fanfarrón,
embustero, tenebroso, hipócrita, taimado, escatológico, marrajo, cenagoso, mendaz,
cínico, cocador, nocivo, atrabiliario, coccígeo, estúpido, zorronglón,
intruso, inmoral, deyectado, nepótico, zolocho, ambidextro, equívoco, zopenco,
dingolondangoso, ruin, falaz, trapacero, fraudulento, lacroso, lúteo,
intérlope, pravo, fecal, mazorral, lordósico, infando, impúdico, histrión,
siniestro, simulador, rastrero, pérfido, vitando, esquizofrénico, perillán,
abyecto, mezquino, torpe, miserable, necio, ridículo, truhán, bribón, venenoso,
turbio, adulón, artero, apostático, servil, alevoso, epiléptico, perverso,
funesto, protervo, cobarde y canalla. Todavía le hacen falta unos sustantivos:
es un bacín, un microbio, un rufián, una bazofia, una calamidad, un cacaseno,
un estropajo, un bufón, un cachivache, un sirle, un turiferario, un camaleón,
una úlcera., una cloaca, un carnaval, un juglar, un Rigoletto, un insulto, un
agravio, un cabrón, un comodín, un fariseo, una cucaracha, un estantino, un
gargajo, un piojo, un hominicaco, un monigote, un payaso, una posma, un
vituperio, un ultraje, un galafate, un parásito, un sayón, un esbirro, un sátrapa,
un fronterizo, un retardado, un esquizoide, un traidor, un degenerado, un
baldón, un lacayo, un impostor y un perro.
Sé que lo he muerto. Sé que este artículo
es su tumba. Ahora, encima de esos adjetivos y sustantivos que lo retratan de
cuerpo entero, para que le sirva de lápida pongo una capa de mierda. Y luego, a
fin de que el pasante advierta su presencia y se descubra, si quiere, planto
una cruz sobre su fosa.
···