Por
Ernesto Sabato
Abulgualid
Muhámmad ibn-Yussuf, heresiarca siriaco del siglo VI, en sus comentarios
apócrifos sobre El libro de los Reyes, mantuvo (libro decimonono, apartado
séptimo) que el doble tetrágono irregular no es una representación del
Innominable, sino el propio Dios. Jorobado y falaz, no logró dirimir la secular
disputa, pero sus cacofonías envilecieron considerablemente el problema.
Mil
doscientos veintitrés años después, mientras caminaba en el crepúsculo por la
calle Cochabamba, meditando en aquel capítulo del irrisorio gnóstico, tuve de
pronto la revelación de su sentido secreto, o lo que, de alguna manera, podía
ser uno de los infinitos significados de su afirmación.
Enrique
Amorim me había mandado desde el Salto Oriental un ejemplar de la primera
edición del Fausto criollo. Descuidado o haragán, lo había dejado sin hojearlo
sobre un anaquel de mi biblioteca. En ese instante, la negligencia o la
pertinaz estupidez me impidieron rememorar que el descuido no existe y que nada
de lo que sucede en el Universo deja de estar sometido a una ley rigurosa y
secreta, y que infinitos actos habían prefigurado y determinado aquel modesto
acontecimiento. Supuse (creí suponer) que el Fausto criollo quedaba abandonado
en mi biblioteca por un trivial ataque de negligencia.
(Incompleto)
[anotación de Ernesto Sábato].
Aparecido
en el suplemento Babelia del diario "El País", Madrid, 4 de marzo de
1995.