viernes, 20 de agosto de 2010

Alberto Hidalgo: El insulto como arte

 Yo soy un iconoclasta. Los ídolos me revientan. Me gustaría, mientras los demás se prosternan, poder romper a pedradas la cabeza de Dios. Para mí nada hay respetable: ni la religión, ni la patria, ni la madre de uno. Si tengo alguna consideración por mí mismo es precisamente por esto: porque soy uno de los hombres que han sido más insultados y negados. El día en que yo sea un hombre de respeto, me destapo la cabeza de un balazo.
Alberto Hidalgo 
El libelo o panfleto ha tenido desde siempre una existencia azarosa en nuestra tradición literaria y, por tanto, no constituye una práctica dotada de continuidad histórica. Del mismo modo, no es un hábito de escritura que la crítica se anime a incorporarlo al canon literario con mucha frecuencia y, salvo excepciones, los panfletos escritos en el Perú a lo largo de varias épocas parecen eternamente condenados al rescate; esa es, prácticamente, la única garantía de circulación de los textos que conforman el repertorio de este género -o subgénero- en el Perú. Por ello, resulta más que saludable la aparición de De muertos, contusos y heridos, una selección de algunos de los furibundos libelos que escribió el poeta arequipeño Alberto Hidalgo (1897-1967).

Es posible, siguiendo el razonamiento de Álvaro Sarco en el epílogo del libro, rastrear el origen del libelo en el Perú en el siglo XIX, que, como se sabe, fue un siglo marcado por la inestabilidad política, el vaivén de un caudillo a otro y la crisis, en toda la extensión de la palabra, como imagen dominante de la realidad. Aunque muchos de estos rasgos se han repetido en el siglo siguiente, suponemos que no fueron nunca tan radicales y acendrados como en el que lo precedió. En los titubeos del Perú republicano surge, entonces, el libelo, pero fundamentalmente como arma política, siendo uno de sus más connotados representantes Manuel González Prada.

Fue González Prada quien mayor dignidad estética dio al libelo en esos tiempos y, vistos en conjunto, arrojan un resultado desolador: una visión ácida y desesperanzada del país y, al compás de sus críticos, la ausencia de un programa. Esto no quiere decir, de ningún modo, que sus ataques fueran gratuitos o carecieran de sentido, el problema que observa, entre otros Mariátegui, es que el esfuerzo crítico de González Prada no cristalizó un proyecto nacional.

El caso de Hidalgo no es muy distinto al de González Prada, pero tiene un sello marcadamente personal. El poeta no dirigió sus baterías hacia los estamentos sociales, sus ataques tenían nombre propio. Convirtió a cada uno de sus enemigos, que podían contarse por docenas, en objeto de una prosa frontal y de una visceralidad sin concesiones. Pero De muertos, heridos y contusos es también un libro que revela la profunda megalomanía de Hidalgo, a la par que lo muestra como un estratega del insulto. Nadie, o casi nadie, escapa a su mirada implacable, a su lenguaje cargado de metáforas, hipérboles e ironías que, a la manera de un latigazo, fustigaba sin piedad a una serie de personajes, entre políticos y escritores.

A Hidalgo, por otro lado, el escándalo no le asustaba, más bien parecía excitarlo y llenarlo de gozo. Sus visitas a la célebre tertulia del Pombo, en Madrid, donde solía reunirse lo más graneado de la intelectualidad y la literatura española -literatura que Hidalgo por cierto odiaba con todas las fuerzas de su corazón-, son un buen ejemplo. Tampoco parecía arredrarse ante los grandes nombres y queda constancia de ese arrojo en un famoso altercado nada menos que con Jorge Luis Borges.

Alberto Hidalgo
 Es interesante notar cómo, al menos en la literatura peruana, el libelo y otros escritos de tono panfletario han tenido lugar sobre todo en el escenario de diversas polémicas literarias, como aquella protagonizada por varios escritores e intelectuales a raíz de la aparición de Trilce, el misterioso poemario de César Vallejo -cuyos documentos recogió Jorge Puccinelli en su edición de las crónicas del poeta-, la discusión entre César Moro y Vicente Huidobro (recordemos El obispo embotellado), la escaramuza entre José Miguel Oviedo y Alejandro Romualdo -a la que después de sumarían otros- al publicar este Edición extraordinaria o el polvo que más de una vez levantaron los manifiestos y proclamas de Hora Zero son parte de este catálogo en el que es posible encontrar más de una infamia.

Hidalgo, ciertamente, se aleja de este molde. Sus libelos no fueron de ocasión, ni estuvieron necesariamente ligados a una coyuntura determinada. El libelo, en Hidalgo, forma parte de un proyecto de escritura -casi una poética, diríamos-, es un ejercicio constante y programático que acompañó prácticamente toda su vida literaria. Una cosa es, pues, intervenir en una polémica; otra, muy distinta, alentarla sin descanso, que es lo que corresponde para situar mejor a Hidalgo.

Muchos críticos atribuyen este desborde y esta pasión rebelde e iconoclasta de Hidalgo en sus libelos a una filiación de extrema vanguardia. Mariátegui, quien quizá hasta hoy haya sido el autor del más certero retrato de Hidalgo (ver 7 ensayos), no disiente de este criterio, pero formula una interesante observación. Para él, el extremo individualismo de Hidalgo no puede leerse sino como un gesto de la “última estación romántica”, pues “el romanticismo -entendido como movimiento literario y artístico, anexo a la revolución burguesa- se resuelve, conceptual y sentimentalmente, en individualismo”. La beligerancia de Hidalgo, por cierto, no tiene parangón en nuestra literatura. Si su poesía -en más de un sentido beligerante también- aún reclama un estudio más detenido y riguroso, lo mismo podría decirse de sus libelos. Si Breton decía que el acto surrealista por excelencia consistía en salir a la calle y pegarle un balazo al primer parroquiano que asomara, Hidalgo incumplió la receta: se libró del asesinato, pero escribió con un revólver.


Alonso Rabí Do Carmo