lunes, 16 de agosto de 2010

El caso de Alberto Hidalgo

 
Con Alberto Hidalgo se ha ido sin duda un gran poeta, grande de veras, y al par muy discutible si no mal, ciudadano. Lo uno no tiene que ver con lo otro, pero ambos existen y coexisten: ha de perdonársenos que lo mencionemos.

A los setenta años, flaco, de manos desguarnecidas, sitibundo y vociferante, Hidalgo atesoraba con celo y sin pudor una sensibilidad enfermiza y un léxico de crisol. Había puesto toda su pasión, que no era poca, en la literatura. Vivió literariamente, y literariamente también ha fallecido después de una larga elaboración o adiestramiento en dolor para la muerte.

En aras a la magnitud de su capacidad poética, olvidemos ahora al hombre y al prosista. Cuando nadie osaba usar una interjección ni asomo alguno de coprolalia en el lenguaje escrito, Hidalgo, en comunicación directa con “dadá” y el entonces naciente “surrealisme”, acribilló a violentos dicterios a algunos de sus enemigos. Los epítetos con que allá por el año 20 sentenció a José de la Riva Agüero y a José Gabriel Cosio en un libro tristemente célebre: Hombres y bestias, anunciaban la creciente procacidad y la exasperación histérica con que se encaraba a la contradicción y al silencio. Fueron estas sus dos grandes obsesiones: ser negado y caer en el olvido. Contra lo primero irguió su insolencia incoercible; contra lo segundo, sus posturas, su estridentismo ingénito, su verbal petulancia, sus circenses flexiones y estiramientos.

Debajo de una capa de altanera agresividad, florecía un alma blanda y contumazmente lírica.

Era difícil descubrir esto, porque hasta en la expresión poética, digamos mejor, versista, Hidalgo trataba de someter el sentimiento a la frialdad lógica o a la calentura ilógica, hija de la mente, no del corazón. Uno de sus libros de mayor recorrido se tituló Diario de mi sentimiento, que sus enemigos rebautizaron “Diario de mi Resentimiento”. En él se juntan como en un bazar levantino, piedras preciosas y quincallería vil, es una especie de “Marché de Pouces” de la poesía; allí podemos buscar según los ratos y los gustos, estrellas y estiércol, alhajas y desperdicios, vómitos y suspiros.

Empezó pegado a la sombra de Valdelomar. En lo exterior siguió los arbitrarios cánones de El Conde de Lemos. Usaba zapatillas de baile para caminar por las calles, chaquetas entalladas y raras, un tiempo llevó monóculo, corbatas inverosímiles e insolencia a flor de labio. Le faltaba la gracia valdelomariana. No era zambo; era cholo, y cholo sureño, calcinado de expectativas y rencores. Sin embargo, impuso algo de su personalidad exterior en una Lima aterida de rutina y mediocridad. De aquí partió a Buenos Aires, donde ancló para el resto de su biografía. Llevaba en la aljaba un folleto sonoro y contradictorio, La Arenga Lírica al Emperador de Alemania y Panoplia Lírica, fruto de sus veinte años.

Luis Alberto Sánchez
Se podría prescindir de muchos de sus libros (Química del espíritu, Voces de colores, España no existe, Los sapos y otras personas), para concentrarnos en Actitud de los años, Poesía de Cámara, Edad del corazón y Carta al Perú. Cuanto hubo de tierno, y fue mucho, en Hidalgo, estaba ahí, enhiesto y humilde, lamiendo como lengua de vaca los tallos de la angustia, aromando como flor silvestre el aire del amor. Hidalgo fue un poeta tierno y trágico. Aquel poema suyo: “Ser de seis letras” consagrado a Elvira, su primera mujer, posee hasta hoy, en las dos versiones, la de verso y la de prosa, un poder de contagio indescriptible.

Es probable que en toda la poesía peruana, salvo Vallejo, a quien no amaba, y Ureta, a quien quería, nadie haya hecho vibrar la cuerda íntima con la intensidad y la fineza que Hidalgo. Chocano y Eguren pertenecen a otra familia: los dos son expresivos y pintorescos. No se dude; Eguren también fue pintoresco, sólo que con instrumento de cuerda y a la sordina. Hidalgo, como Ureta, sin que ello represente paralelo, sólo pulsaba su cuerda invisible e insonora, la del amor al lado de la muerte.

Quiso fabricarse un modo o estilo, y discurrir sobre él dogmáticamente. De ahí su Tratado de poesía. En realidad lo que hizo fue condensar en líneas como conceptos, y conceptos como líneas, y líneas y conceptos en soledad de verso, cuanto bullía en insomnio y vigilia en su corazón desesperado y violento. Padecía de una especie de taquicardia sentimental que lo obligaba a verterse y ser abundante, sin sacrificio de la concreción y el señorío.

Otra vez diremos lo que hace falta de este gran poeta, uno de los cuatro mayores del Perú y acaso uno de los siete u ocho mayores de América. Por sobre el posible y merecido rencor, por sobre las ingratas expansiones de un temperamento hecho para negar y renegar, por sobre su propio y absurdo propósito de novelismo, queda inerme, indefenso, tirado sobre el arroyo de la ignorancia pública este magnífico cadáver todo blandura, delicadeza y dolor. Porque Hidalgo sufrió no sólo dolores, sino que sufrió de sufrirlos. Habría querido ser inmune a la pena, especie de superhombre truncado, ser superior que se sabía ordinario, pobre artista andante y cantante que se disfrazó de barbas para parecer fuerte, para aparentar lo que no era, para traicionarse así mismo, para que no violasen su peligroso mensaje de desesperación y agonía.


Luis Alberto Sánchez

(Luis Alberto Sánchez: El caso Alberto Hidalgo. Columna “Cuaderno de Bitácora”. En el diario Correo. N° 1663. Lima, martes 28 de Noviembre de 1967. p. 8.).