domingo, 15 de agosto de 2010

Imágenes a la luz de la inteligencia

  
Nacido en Viena en 1909, Ernst Gombrich sacó el máximo provecho del excepcional ambiente cultural en que se había constituido su ciudad de origen. Allí, durante las primeras décadas del siglo pasado, se produjo una singular eclosión del genio, verificable en los aportes fundamentales de Freud en psicoanálisis; de Wittgenstein en filosofía del lenguaje; de Schrödinger en física. Asimismo, se desarrollaron las insólitas experiencias vanguardistas de Schönberg y Kraus en la música y en la literatura. Paradójicamente, el filósofo Karl Popper (también de origen vienés e íntimo amigo de Gombrich) recordaría siempre a la Viena de su infancia y juventud como “parecida a la India actual, por su mezcla de lujo y miseria”.

En todo caso, Gombrich recibiría su primigenia formación en la declinante sociedad del imperio austro-húngaro y en la fugaz República austríaca -absorbida finalmente por el Tercer Reich alemán en 1939. Tras realizar estudios universitarios en Historia, abandona el país en 1936 ante la inminencia del régimen nazi y emigra hacia el mundo universitario inglés. Obtuvo en esos predios una fructífera y reconocida trayectoria (Oxford, Cambridge, Londres) que extendería luego a Norteamérica (Harvard y Cornell). Pero más allá del recuento de sus merecidos logros académicos o de su galardonada actividad humanista –que a la postre le significó el título honorífico de Sir–, valdría mejor incidir en el valiosísimo aporte del conjunto de su obra, y en el núcleo de ésta, algunas ideas esenciales en pro de la comprensión del arte y de los fenómenos a él inherentes.

Ernst Gombrich
 Las primeras investigaciones de Gombrich se producen cuando en los estudios sobre el arte primaban las orientaciones de cuño formalista. Dichas posiciones consideraban al aspecto formal de la obra artística como la base para todo tipo de acercamientos e interpretaciones. Gombrich entrevé que la obra de arte hunde raíces en un contexto sociohistórico determinado, en cuyo sutil entramado el investigador deberá aplicarse al esclarecimiento de significados, evitando la inútil suscripción a los postulados historicistas. De filiación hegeliana y marxista, dichos postulados auspiciaban la tesis del progreso artístico (el arte, siendo elemento de la superestructura de las relaciones económicas, progresaría necesariamente al reflejar los cambios operados en estas relaciones), la cual carece de mayor sustento. La inconsistencia de tal tesis se ejemplifica al comparar Génova con Venecia durante el período renacentista. Ambas ciudades, de similar cultura y desarrollo económico, no mostraron evoluciones análogas. ¿Por qué Venecia se transformaría en un gran foco artístico y Génova no? Gombrich afirma: “ello se debió al imprevisible surgimiento de genios en una de las ciudades y no en la otra”. En este sentido, la historia del arte se configura como tal, gracias a una serie de obras maestras y artífices geniales a los que resulta difícil aplicarles una explicación única y estrictamente racional. Se puede llegar incluso a postular que, en rigor, la historia del arte no existe: “no es más que una convención arbitraria, un medio cómodo de clasificación para encontrarnos a nosotros mismos en la producción de imágenes desde los orígenes de la humanidad”.

No obstante, el hecho de que no sea enteramente posible establecer un cauce o continuidad lógica que encadene la relación entre los diversos cánones y estilos artísticos a través de la historia, no implicó la renuncia de Gombrich a aquella disposición suya hacia la elucidación y el ordenamiento de las representaciones del arte. Para él, la luz de la racionalidad puede ayudar a dar cuenta de las imágenes producidas en diversas culturas. De ese modo, por ejemplo, se explicarían satisfactoriamente los problemas surgidos en la transición de un estilo a otro. Gombrich, apelando metafóricamente a la teoría darwiniana, dijo que “las formas, al igual que las etapas del arte, evolucionan, se adaptan a su función social; pasan por un proceso de selección, de mutación y luego de supervivencia de las más adaptadas”. Así, en la pintura medieval la representación formal no se da en términos de imitación de la naturaleza, pues el artista sabe que el público espera solamente que le sea narrado el relato de temas sagrados. Ello tendría término cuando las demandas del público se orientaron hacia querer saber cómo se produjeron los hechos, o cómo se verían si pudiesen ser presenciados. Esa nueva exigencia dio origen al Renacimiento.

De otra parte, Gombrich expresó que tanto el artista como el espectador deben aprender a ver. Otra cosa es que la cultura de masas haya expandido la perniciosa idea de que alguien, sin una adecuada preparación, pueda enriquecerse en la confrontación con una obra de arte. En realidad, cuanto más desarrolle una persona su cultura artística, cuanto más información adquiera sobre la época del artista (y de ser posible, las intenciones de éste), esa persona estará en mayor capacidad de enriquecerse con una obra. Lo contrario es la impostura en la que tanto suele regodearse la cultura actual. Esta, por intermedio de la crítica –que halla cobijo a la sombra del mercado y sus intereses–, decreta lo que es valioso y lo que no lo es. Pero el juicio de la crítica, entiende Gombrich, no sólo es falible y parcial, sino, la mayoría de las veces, es miope. A finales del siglo XIX ningún crítico percibió que los tres más grandes exponentes del arte de entonces eran Cézanne, Van Gogh y Gauguin. Aislados y preocupados sólo en lo que creaban, estos artistas no se expusieron más que a una sola crítica, la más despiadada y exigente de todas: la suya propia, ¿de qué manera puede reconocerse a un verdadero artista? Gombrich, con toda la autoridad que le competía, nos respondió: “el artista es su mejor crítico. Si dialoga con su obra, es un artista; si dialoga con el público, es probablemente un impostor”.


Renzo Valencia