domingo, 29 de agosto de 2010

Pablo Macera: Inteligencia tenaz indagando signos y expresiones del Perú

Entrevista a Pablo Macera / Por Renzo Valencia


En la introducción al libro del historiador Pablo Macera, «La pintura mural andina» (1993), Carlos Milla Batres refiere las numerosas dificultades afrontadas para la edición de ese innovador trabajo de investigación. El desaparecido editor no exageró al calificar como «una odisea», prolongada más de veinte años, a la publicación de ese aporte al estudio del muralismo andino. Citar este caso –en el que a la indolencia generalizada o a las precarias condiciones se les ganó la partida– ilustra bien la tenaz motivación de Macera respecto a la historia del arte en el Perú, en especial por las expresiones de raigambre popular registradas en distintos y distantes contextos culturales. Las numerosas investigaciones de Pablo Macera relativas a estos temas han sido compiladas hace poco en un volumen («Fronteras y trincheras del arte popular peruano», Fondo Editorial del Congreso de la República; Lima, 2009), sin duda, una contribución notable a la historiografía y a la elucidación en torno a la cultura artística popular del país. El renombrado historiador accedió a darnos unos cuantos alcances al respecto. 

– En su amplia y diversificada trayectoria de historiador, ¿cómo se produce ese viraje hacia la exploración de las manifestaciones artísticas en el Perú?

Para mí la experiencia decisiva fue mirar y admirar las colecciones de Elvira Luza y de Cecilia Bustamante –antes tenía una relación como la que podríamos tener, en general, todos. Y fue a partir de esa experiencia que pude acceder al entendimiento de las expresiones populares, entendiendo además que era necesario, no solamente tener una primera aproximación, sino llegar a preguntarme mucho más por este tipo de manifestaciones.

En cuanto a la investigación de los murales andinos, me vienen a la memoria buenos y malos recuerdos. Buenos, maravillosos recuerdos, son los del descubrimiento de aquellos murales insospechados. De los malos recuerdos podría referirle los permanentes obstáculos, la increíble mala voluntad que, con frecuencia, encontré en muchos de los viajes que hice. Y no precisamente de los legítimos dueños y habitantes, ni de los campesinos o de los pequeños poblados en los que había encontrado todas estas cosas. En realidad, soy de los que –en este tipo de casos– prefiere no mencionar nombres, es algo que mejor se lo dejo al silencio de los años.

– ¿Qué cree usted que ha favorecido un creciente interés por el arte popular en el Perú, a diferencia –por así plantearlo– de hace unos ochenta años atrás?

Habría que observar que hace ochenta años sí existía interés, pero se daba en un pequeño grupo: gente como Jiménez Borja, Camino Brent, Elvira Luza, Mercedes Gallagher… En cambio, hoy en día esto resulta ser algo más generalizado (pero tampoco lo exageremos). Yo no sé muy bien si es que este interés por el arte popular alcanza a todos los grupos sociales peruanos. Me parece que los sectores intelectuales procedentes de las capas medias son los más perceptivos. En todo caso, tendría que hacerse un estudio en cada uno de los sectores sociales para ver su relación con el fenómeno del arte popular. Podría no ser tan positivo.

– La compilación de sus trabajos sobre arte popular aluden, ya desde el mismo título, a una demarcación –“fronteras”- así como también a un posicionamiento de resistencia, aquí tendría lugar lo de “trincheras”. ¿Frente a qué han resistido las manifestaciones de este mismo fenómeno?

Lo de “trinchera” se encuentra en el arte popular mismo. Le diría que esta manifestación se encuentra a la defensiva cuando empieza a ser aceptada de manera tergiversada, al punto de que se convierte en un objeto de tipo turístico. He de insistir en que se corre el peligro de convertir al arte popular en un objeto de turismo, tanto para el mercado interno como para el externo. Una posibilidad de evitarlo es establecer una política entre el Estado y los productores del arte popular, en la que se lleguen a crear las condiciones para que ellos se vinculen estratégica y cautelosamente con el mercado.

– Ha señalado usted que el Estado debería de intentar «coleccionar» coleccionistas, en vez de buscar asediarlos para fiscalizarlos…

Por supuesto, porque el coleccionista de arte popular no es el mismo que el coleccionista arqueológico, donde puede lindarse incluso con actividades ilícitas. En el caso de arte popular ese problema no existe, y por tanto el Estado podría tener aquí una relación mucho más fluida con los coleccionistas.

– Si bien es cierto que en el ámbito del arte tradicional popular el anonimato es un hecho recurrente, también se dan casos de artistas a los que se ha podido registrar, y algunos que han ganado una ostensible nombradía. Usted ha señalado, por ejemplo, a Carmelón Berrocal como un maestro del arte popular en el Perú. ¿A qué otros artistas populares de nuestro país consideraría usted como igualmente notables?

Pablo Macera
Puedo efectivamente mencionar otros nombres, aunque yo no dejaría de remarcar que en las expresiones artísticas populares lo que siempre ha habido es un número muy grande de cultores anónimos. Para poner un solo caso, los productores de retablos de piedra durante el siglo XIX, auténticas maravillas hechas por artistas anónimos. Tampoco tenemos manera de ubicar a todos los llamados «pintores primitivos cusqueños». Con la excepción de Tadeo Escalente, un muralista del siglo XIX que –tal como lo he propuesto– se encontró con el problema de que ya no tenía mercado para su trabajo (porque en un momento dado todas las iglesias habían sido pintadas); lo que él tuvo que hacer entonces fue pintar pequeños murales, murales de carácter portátil. Subrayo pues que gran parte del arte popular es arte anónimo, no habiendo muchas biografías asociadas a esta producción.

Lo que sí podemos conocer son los productos; podemos asimismo recoger información sobre el modo cómo eran comercializados o, en general, determinar quiénes eran los compradores o la clientela de esos productos. Todo esto último sí es posible saberlo. En cuanto a señalar a reconocidos maestros, al igual que Berrocal, creo que resulta indispensable mencionar a López Antay y a Jesús Urbano. Yo he elaborado un importante libro, «Santero y caminante», que son entrevistas que tuve la oportunidad de hacerle a este artista. Allí él nos revela significativamente cómo es que el maíz cambia de nombre según va creciendo, y cómo en los estadios de su crecimiento a cada uno de los granos le ponen el nombre de la dentadura de diversos animales.

– Usted ha tenido oportunidad de asistir a lecciones universitarias de notables historiadores extranjeros, como Pierre Vilar, Ferdinand Braudel –y al parecer, de Pierre Francastel– quiénes desde otros temas, abrieron el camino para investigaciones metodológicamente emparentadas con las suyas ¿A qué investigadores reconocería usted cómo una influencia en sus trabajos?

Debo precisar que no logré asistir a las lecciones de Francastel. Esto a pesar de que llegué a Francia con la intención de escuchar a dos profesores: Georges Gurvicht y Pierre Francastel (pero justamente, en el año que llegué, ninguno de los dos dictaba). En el caso concreto de Francastel puedo decir que, aunque no llegué a conocerlo de manera personal, su obra sí me ha influido ampliamente. Otra influencia que también tengo presente –no obstante que tal influencia se produce en mí muchos años después– es la del sociólogo Pierre Bourdieu.

– Alvin Toffler inicia uno de sus primeros trabajos («Los consumidores de cultura», 1964), declarando que en los Estados Unidos ha prevalecido un sentimiento general de inferioridad con relación a la cultura europea. ¿Cree usted que esto se produce también en nuestro país, pese a los diversos y complejos acervos culturales que superviven incluso hasta hoy? Además, ¿cómo interpreta usted en la actualidad esa diversidad y complejidad cultural?

Podría decirse que sí, que entre algunos peruanos se observa todavía ese complejo de inferioridad con relación a los desarrollos culturales occidentales o europeos. Sobre las manifestaciones culturales (en lo puntual, el arte popular) hay que tener en cuenta que las estructuras asociadas a la producción artística –o la investigación sobre la cultura artística–, son estructuras deficitarias en nuestro país. Tanto el artista que produce, como el investigador que estudia al productor, se encuentran actualmente en condiciones muy inferiores respecto a las que podrían tener sus equivalentes extranjeros. Bastaría tan sólo referir que aquí las condiciones en las que trabajan los artistas populares pueden ser sumamente onerosas, y en algunos casos, realmente terribles.

– Esto quizás cabe contrastarlo con el apoyo que tienen en México las manifestaciones culturales y artísticas, inclusive en la instancia del estudio y divulgación de éstas (como se da desde hace décadas en el Instituto de Investigaciones Estéticas, frente a cuya labor evidenciamos aquí abismales diferencias).

Efectivamente. Pero hay que tener en cuenta que esto se ha producido en México debido a un hecho clave en su proceso histórico: la Revolución. Fue ésta la que promovió –a diferencia de aquí– un proyecto nacional y una conciencia nacional.

– Hace más de treinta años, en sus «Conversaciones con Basadre» (1974), afirmó usted que el conocimiento arqueológico debería observarse como un aspecto importante para el conocimiento y el desarrollo de nuestro país. ¿Actualmente cabe afirmar algo similar acerca de las manifestaciones artísticas populares?

Desde luego. Lo que ocurre es que no hay todavía un debido interés con relación a los productos de arte popular tradicional; aparte de que deben atenderse necesariamente una serie de vacíos. Por ejemplo, que las más antiguas piezas de la tradición popular sean conocidas por quienes hoy siguen siendo productores de arte popular. Actualmente, es muy difícil que el productor de un retablo observe y conozca ejemplares antiguos. Y éste, es un vacío que debería ser cubierto por entidades como las universidades, sobre todo por algunas que tienen colecciones importantes como la Universidad Católica, o la de San Marcos. En el caso de la Católica, se ha tenido la oportunidad de adquirir –gracias a la labor de Luis Repetto– tres grandes colecciones: la de Jiménez Borja, la de Elvira Luza, y la de Gertrude Solari. Lo que sin embargo falta es establecer una relación entre esas entidades y colecciones, por un lado, y los productores actuales de arte popular por el otro (que sospecho que no van al Instituto Riva Agüero a mirar esas colecciones). Eso tiene que hacerse.