domingo, 15 de agosto de 2010

Visión histórica del problema del indio

Por Álvaro Sarco


A la llegada de los españoles los incas distaban de concretar la cohesión de los territorios conquistados. Muchos señoríos y pueblos, como los cañaris, chachapoyas y huancas, entre otros, aguardaban el momento de sacudirse del yugo del invasor inca y de sus odiosas exigencias. En ese escenario, le fue relativamente fácil a Pizarro y a un puñado de españoles apropiarse –valiéndose del ejemplo de Cortés en lo de crear alianzas con los grupos descontentos- de un territorio tan precariamente reunido y que sufría una desgastante "guerra civil", haya sido ella ritual o no.[1]

El carácter centralizado del Tahuantinsuyo –esa vasta dominación que muchos miran con anacrónica nostalgia- motivó que tras la captura de Atahualpa el "imperio" se desmoronara casi de inmediato. Vinieron, luego, con Manco Inca y los últimos jefes de Vilcabamba cruentas tentativas de reacción, pero el Tahuantinsuyo, como Estado, ya había desaparecido en Cajamarca el 16 de noviembre de 1532.

Los cronistas españoles –sobre todo aquellos como Cieza de León o Betanzos- se sirvieron de los testimonios de los viejos quipucamayocs y de los sobrevivientes de las panacas para acercarse a la organización socio-económica del Tahuantinsuyo. En esa estructura, quien llevaba el peso de la producción era el indio[2] común o hatun runa: elemento perteneciente a un estrato inferior de la estructura social incaica, y al que le era imposible acceder a la clase gobernante; formada indisolublemente por las panacas y la clase sacerdotal. Ambas se arrogaban todos los privilegios imaginables constituyendo la ya sabida dualidad que detentó el poder en la cultura andina. Ninguna participaba de la producción en la economía, y estaban libres de las laboriosas cargas que gravitaban sobre el pueblo llano.

El Inca político militar -había otro que cumplía funciones meramente religiosas, según hipótesis de los años ochenta- se presentaba ante el pueblo rodeando de las características que, según Weber, definen y sustentan al totalitario en tanto anulan a las masas: autoridad absoluta, mesianismo utópico y espectacular ritualismo –el Inca exigía de sus súbditos una subordinación tal, que nadie podía dirigirle la mirada sin exponerse al ajusticiamiento. Constituido así el Inca en un gobernante vitalicio, omnipotente y sagrado, reclamó para sí, el derecho a decidir el destino de la vida de los demás.

 Al "internalizarse" el sometimiento en el hatun runa, este realizaba sin titubeos las agobiantes labores para las que estaba entrenado; debía trabajar la parcela que se le adjudicaba en "usufructo", y, junto a los otros elementos del ayllu –esa construcción de parentescos y reciprocidad-,[3] ocuparse de las tierras de la "nobleza" y la casta sacerdotal (minka). Además, el hatun runa trabajaba –como parte de pago también de las imposiciones que de "arriba" le llegaban- en una inacabable cantidad de "obras públicas", tarea esta que era ineludible, y que recibió el nombre de mita -habría que preguntarse, a propósito de lo último, cuántas vidas de mitayos pudo costar la edificación de Sacsahuaman o Machu Picchu, construcciones concebidas sólo para proteger –en el primer caso- o para solazar y sacralizar a los estamentos de poder, en el segundo.

En cuanto a los yanaconas -los últimos del orden social incaico-, su condición era similar a la que luego tendría el esclavo negro durante el Virreinato. En principio, los yanaconas fueron los castigados miembros de un pueblo insumiso a Túpac Inca Yupanqui. Éste los había condenado a una especie de eterna sujeción. Luego, esta condición se extendería también a los que atentaban contra el "orden social", y a aquellos pueblos que se resistían a aceptar a los incas como señores, durante las guerras de conquista que los quechuas emprendían.

En resumidas cuentas, si bien es innegable que en el Tahuantinsuyo la producción agrícola –sofisticada y boyante- era racionada de modo tal que aseguraba el sustento de los habitantes,[4] tampoco se puede soslayar que el Tahuantinsuyo era una cultura clasista, de rasgos esclavistas y totalitarios. En tal sentido, la maquinaria de producción era supervisada por "funcionarios del gobierno", como los Tucuy Ricuy, los mismos que, en su afán por controlarlo todo, vigilaban –auxiliados por los curacas locales- cada movimiento de los integrantes de los ayllus (el hatun runa estaba impedido de cambiar de localidad). No dudaban tampoco estos "supervisores" en infligir duros castigos a quienes se salían de esta sofisticada estructura destinada al sostenimiento de un privilegiado grupo político-militar y religioso que, a cambio, "redistribuía" a la población lo que ella misma producía.

En la Colonia, el Imperio Español implantó un sistema social semi-feudal y una economía mercantilista basada en la casi exclusiva extracción de metales, en detrimento de la producción agrícola. Esto último debido, según Guillermo Lohmann Villena en La industria minera en el marco de la economía virreinal peruana, a "la arraigada creencia de que los metales preciosos atesorados en abundancia eran la base del poderío del Estado". Centros mineros como los de Huancavelica y Potosí se convirtieron en los ejes sobre los cuales giró la economía Virreinal.

En este nuevo "orden", el indio común cambia de señores; ya no es la élite Inca para quien tiene que trabajar, sino es al encomendero, devenido luego en latifundista, a quien le labra la tierra a cambio de sustento, o el Rey de ultramar para quien debe hundirse en los letales socavones, conscripto como estaba por la mita –sistema reactivado por el Virrey Toledo, y al que se agregaron los obrajes y el tributo (fiscalizados por los corregidores, y, luego, por los intendentes).

Así se perpetuó el sometimiento del indígena, no obstante la labor de los franciscanos en favor de la educación, o de algunas normas jurídicas proteccionistas para el nativo. Sobre esto último, es ilustrativa la Relación del estado en que dexo el Reyno del Perú el Exmo. Señor Marqués de Mancera, de 1648, y dirigida al Rey Felipe IV:
Para la conservación, buen tratamiento y, alivio de los indios, que es uno de los más esenciales puntos de este gobierno, y en que S. M. habla en sus Rls. Cédulas con palabras tan ponderables y dignas de su piedad y católico pecho, he hecho cuantas diligencias ha alcanzado mi pequeño talento. Materia es ésta fácil en los despachos, órdenes y resoluciones; pero en la ejecución muy dificultosa. Tienen estos pobres indios por enemigos la codicia de sus Corregidores, de sus Curas, de sus Caciques, todos atentos a enriquecer de su sudor, y era menester el celo y autoridad de un Virrey para cada uno: en fe de la distancia se trampea la obediencia y no hay fuerza ni perseverancia para proponer segunda vez la queja.[5]
La Independencia trajo el Protectorado de San Martín, quien se apresuró a dictar decretos que abolieran las cargas que caían sobre el indio. Sin embargo, la clase conservadora colonial (aristocrática, comercial y latifundista), que mantenía intacta su influencia y poder económico bajo un manto de republicanismo, impidió que esas iniciativas prosperaran. Más tarde, Bolívar entregó tierras del Estado a los indios, pero sin un apoyo de capital –debido a la ruinosa situación de la "Hacienda Pública" por los gastos de la guerra. Lo que se logró fue que los supuestos beneficiados se endeudaran con los latifundistas o gamonales, los mismos que, luego, agrandaron la extensión de sus haciendas, ya que los indios tuvieron que pagarles con sus tierras.

El advenimiento de la República no significó, pues, la eliminación –por dolo o negligencia- de los gravámenes que secularmente soportaba el indio. La respuesta a lo anterior radicaría en que la emancipación había sido impuesta a la antes aludida clase conservadora –opuesta a las reformas que prometía el nuevo sistema político- por una minoría de intelectuales peruanos, más o menos inspirada por las ideas liberales, pero ante todo, aguijoneada por las dos corrientes libertadoras, que a su vez defendían intereses comerciales de ciudades como Caracas, Guayaquil y Buenos Aires, que veían peligrar su crecimiento económico ante el férreo monopolio comercial entre el Virreinato del Perú y la Metrópoli española.

A mediados del siglo XIX, Castilla hizo otro intento de suprimir el tributo indígena, pero los conservadores, nuevamente, lo impidieron con un eufemístico ardid: al tributo se le denominó "contribución". Tuvo que finalizar ese siglo para que el segundo gobierno de Piérola terminara efectivamente con el tributo.

Por lo demás, en los años siguientes el indio siguió condenado al analfabetismo como una de las formas más eficaces de dominarlo, tal y como durante el Virreinato. La educación siguió siendo patrimonio de las clases altas y medias. Posteriormente, la oligarquía, heredera de los grupos de poder que en la colonia e inicios de la República gobernara, y que ahora movía los hilos de presidentes civiles o militares, proporcionó al indio, casi como una dádiva entregada de mala gana, un tipo de educación incipiente (con la "Escuela Elemental" de José Pardo, y los "Núcleos Escolares Campesinos", durante Odría). Pero ya sabemos que una instrucción defectuosa es casi tanto como no tener educación, de manera que el indio siguió como un peruano de segunda clase.

Ante las evidencias del pasado, la inaplazable solución apuntaría, entonces, a dejar de seguir relegando al indio a un mero papel de mano de obra, de curiosidad folklórica o académica,[6] para ofrecerle una educación de calidad en todos los niveles –de ser el caso, intercultural y bilingüe- y no de simples escuelas rurales. Y si se trata de un campesino, sumado a lo anterior brindarle una capacitación en la ciencia agrícola -pensemos cómo quedaron las haciendas agro-industriales cedidas por la demagogia velasquista a personal no calificado- y el acceso a capitales seriamente financiados que respalden sus aspiraciones de desarrollo. En suma, deberíamos, ante la cuestión del indio, y frente a la incuria de los siglos pretéritos, recoger lo que nos dijo Basadre: "El indio es un problema no en cuanto indio; sino en cuanto persiste en una existencia marginal desde el punto de vista económico, social y cultural".

Álvaro Sarco

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Referencias

[1] Generalmente, en los relatos y narraciones sobre la historia inca existe cierta tendencia a idealizarla y a mostrar un estado idílico en los Andes. Los constantes alzamientos que sacudieron las "provincias" del Tahuantinsuyu prueban el descontento existente entre los jefes étnicos ante la opresión y el dominio cusqueño. El corto tiempo que duró la expansión inca no permitió que se consolidaran las posesiones territoriales, ni que los señores  regionales tomaran conciencia de estar involucrados en un Estado.
Entre los pobladores del incario predominaba un apego al terruño, al ayllu, al villorrio, al señor local; carecían totalmente de un sentido integracionista. De allí la imposibilidad para despertar en las masas y entre los dirigentes locales una unión o una cohesión defensiva cuando aparecieron los europeos. El Tahuantinsuyu no había logrado aún desarrollar entre sus miembros el sentimiento de formar parte de una nación. De haber continuado el mundo andino su propia evolución, sin las interferencias de los europeos, se hubiera quizá logrado, con el tiempo, la cabal unión de las etnías en torno al Inca. Pero sólo se puede constatar que dicho proceso quedó trunco.
Las constantes rebeliones explican la carencia de unidad dentro del incario, y la llamada paz inca era mas aparente que real por estar frecuentemente interrumpida por levantamientos más o menos graves, sangrientos o prolongados. Los numerosos disturbios explican, también, la rápida caída del Estado inca cuando aparecieron los conquistadores hispanos. Los señores locales se sintieron liberados de la tutela cusqueña, y con la presencia española se rompieron los débiles lazos de reciprocidad y de parentesco que mantenían los señores regionales con los amos del Tahuantinsuyu". María Rostworowski de Diez Canseco. Historia del Tahuantinsuyo.
[2] El empleo que en este artículo se hace del término indio obedece a fines puramente operativos. En un sentido menos lato, compartimos con lo señalado por Dorian Espezúa S. en su artículo "¿De qué indio hablamos?" (Suplemento Identidades -Diario El Peruano, N° 15, p. 3): 
Desde la perspectiva actual partimos por considerar que el indio es una construcción compleja de símbolos que cambian según los tiempos, las diferencias de opinión, la perspectiva cultural, las variaciones regionales.
[3] Cabe recordar –a grosso modo- que el sistema de reciprocidad practicado por los incas (en su época de expansión) suponía la entrega de prendas o productos de primera necesidad a los señores con los que se quería crear o mantener alianzas. A cambio, el Estado Inca no sólo se aseguraba la sumisión de tales jefes sino lo que ello acarreaba: nuevas tierras, diversa mano de obra, hombres para el ejército, etcétera.
[4] Este punto necesita algunas precisiones: "El modelo económico inca se ha calificado de redistributivo debido a las funciones que cumplía el propio gobierno. Esto significaba que gran parte de la producción del país era acaparada por el Estado, el cual a su vez distribuía según sus intereses (…). Por muchos años se alabó y consideró la organización inca como la materialización de una utopía, admirada por los europeos. Se creía que el almacenamiento de productos de toda índole tenía por objetivo fines humanitarios, como socorrer a la población en caso de desastres naturales. Esta apreciación sólo demuestra una incomprensión de los mecanismos económicos de ese Estado.
Gran parte de la redistribución era consumida por el sistema de la reciprocidad, por el cual el Estado se veía obligado constantemente a renovar grandes ‘donativos´ a los diversos señores étnicos, a los jefes militares, a las huacas, etc". Ver: María Rostworowski de Diez Canseco, Historia del Tahuantinsuyo.
[5] Escribió Raúl Porras Barrenechea al respecto: 
La realidad lacerante del cuadro social de la época [colonial] fué, como el de ahora, la explotación del hombre por el hombre, bajo nombres distintos que entonces se llamaron el tributo, la mita y los obrajes, bajo la tríade del encomendero o corregidor, el cura doctrinario y el cacique indio. El indio es vejado y maltratado por todas las clases sociales y es el más paciente trabajador en la mina, en la labranza de la tierra, en el pastoreo, en el obraje, en el carguío comercial y el servicio de las ciudades. Es el hombre de la gleba comparable al fellah egipcio, según Basadre. El único bien que le quedó fue la tierra comunitaria del ayllu a la que permanece adherido y que según los historiadores de nuestra economía, le arrebató la República.
No exento de los prejuicios propios de su época, opinó sobre este punto el historiador Tomás Caivano en su Historia de la guerra de América entre Chile, Perú y Bolivia:
Un poco por la fuerza, un poco con la traición, como la cometida contra el última inca Atahualpa –traición que, aun bendecida por las ávidas manos del fraile dominico Valverde, quedará siempre en la memoria de los pueblos como una ofensa a la humanidad-, el conquistador destruyó todo y el dócil, laborioso y civilizado peruano del imperio de los incas, se convirtió muy pronto en el indio turbulento, holgazán y embrutecido de la colonia española.
[6] No pocos antropólogos y lingüistas –nacionales y extranjeros- propugnan una especie de "encapsulamiento" de algunas culturas nativas, con arreglo a evitar que la "cultura occidental" las "contamine". Así, estos académicos aspiran a estudiar sin estorbo –como quien aísla un organismo en un tubo de ensayo- los inmaculados engranajes del grupo étnico escogido. Lo que resulta –en la mayoría de los casos-, es que tales investigadores abandonan, luego, a su "objeto de estudio", y regresan a sus ciudades a redactar las tesis que justificarán, finalmente, sus grados académicos. Mientras tanto, las culturas aborígenes, tan vehementemente defendidas contra todo contacto con la "cultura occidental", siguen abismándose en una miseria material cada vez más exasperante.