domingo, 15 de agosto de 2010

Alberto Hidalgo como cuentista

Por Álvaro Sarco


Los sapos y otras personas (1927) –único libro de cuentos de Alberto Hidalgo[1]- es casi una compilación. Buena parte de los relatos que la integran (aunque generalmente con otros títulos) ya habían visto la luz pública en la revista bonaerense Caras y Caretas, y en menor medida en otras publicaciones. Tal procedimiento de compilación no era ajeno a Hidalgo, operación análoga efectúo, por ejemplo, con el poemario Descripción del cielo (1928). Así ocurrió con el poema “La hora cero”: Caras y Caretas. Año XXIX, N° 1430, Buenos Aires, 27 de febrero de 1926, “Ubicación de Lenin”: Amauta. Año I, N° 1, Lima, 14 de setiembre de 1926, “Biografía de la palabra revolución”: Amauta. Año II, N° 7, Lima, marzo de 1927, entre otros que luego figurarían en el poemario del 28.

Cabe recordar que la revista Caras y Caretas tuvo dos etapas; una primera aparecida en Montevideo-Uruguay entre julio de 1890 y febrero de 1897 (con directorio integrado por Charles Schultz, Eustaquio Pellicer y Arturo Giménez Pastor), y otra etapa segunda -la verdaderamente relevante- afincada esta vez en Buenos Aires por iniciativa de Eustaquio Pellicer, y publicada entre octubre de 1898 y octubre de 1939, llegando a alcanzar los 2,139 números.

La redacción de la segunda etapa de Caras y Caretas -cuyo nombre completo era Caras y Caretas. Festivo, Literario, Artístico y de Actualidades- recayó sobre Pellicer, y la dirección en Bartolomé Mitre y Vedia, descendiente del político, militar, diplomático y escritor argentino Bartolomé Mitre (1821-1906), el mismo que fundara en 1870 el importante diario La Nación, y a quien Alberto Hidalgo dedicara uno de sus libelos de Muertos, heridos y contusos (1920):
Fundó La Nación un soldado pedante, hipócrita y megalómano: el general Bartolomé Mitre. Este generalillo de cartón, que ha pasado a la historia grotescamente parado sobre una peana de versos malos, tuvo en grado sumo la primera condición que ha menester el periodista: la hipocresía. A fuerza de hipocresía, adulación y simulación, hizo su diario, y lo hizo bien. El hombre era torpe, pero era negociante. En su cabeza no había ideas, mas sí ambiciones. No soñaba la gloria, pero sí el lucro. Para ganar dinero, gastó dinero. Con dinero, se rodeó de buenos escritores; con dinero, tomó excelentes corresponsales en Europa; con dinero, impuso el diario.[2]
Por lo último, sorprende que uno de los miembros de la influyente familia Mitre le publicara a Hidalgo no pocos artículos, poemas y cuentos en los años siguientes. Caras y Caretas acogió en sus páginas, también, las firmas de notorios exponentes de la vanguardia argentina, y las de otros escritores de nombradía como Ramón Gómez de la Serna.

Los cuentos que Alberto Hidalgo publicó en la revista dirigida por Bartolomé Mitre y Vedia son: “El obsesionado”: Caras y Caretas. Año XXV, N° 1234. Buenos Aires, 27 de mayo de 1922. “El ladrón”: Caras y Caretas. Año XXV, N° 1244. Buenos Aires, 5 de agosto de 1922. “Pobreza, divina pobreza!”: Caras y Caretas. Año XXV, N° 1249. Buenos Aires, 16 de setiembre de 1922. “Lo inefable”: Caras y Caretas. Año XXVI, N° 1270. Buenos Aires, 18 de noviembre de 1922. “Un caso…”: Caras y Caretas. Año XXVI, N° 1270. Buenos Aires, 3 de febrero de 1923. “Historia singular”: Caras y Caretas. Año XXVI, N° 1284. Buenos Aires, 12 de mayo de 1923. “Los sapos”: Caras y Caretas. Año XXVI, N° 1291. Buenos Aires, 30 de junio de 1923. “Un cuento utópico o la teoría de los hombres allo spiedo”: Caras y Caretas. Año XXVI, N° 1296. Buenos Aires, 4 de agosto de 1923 y, “Un precursor”: Caras y Caretas. Año XVIII. N° 1409. Buenos Aires, 3 de octubre de 1925.

Los sapos y otras personas -volumen de cuentos casi perdido en los anaqueles de las bibliotecas- ha sido objeto de la indiferencia y/o ignorancia de los críticos y aficionados a lo largo de las décadas.[3] Sobre tal producción Estuardo Núñez ha escrito:
Hidalgo ha dejado también una importante producción en prosa. Hemos visto ya cómo en los años juveniles, cultivó la crónica y el ensayo polémico en cuatro libros pintorescos y anecdóticos.[4] Posteriormente lanzó un libro de cuentos en los que cultiva una prosa de nuevo aliento, un tanto descuidada por aquellos años (1927) en el Perú, o sea la narración imaginaria e inverosímil, un poco lo real maravilloso que lo acerca a las recientes direcciones de la narrativa latinoamericana. En este sentido no ha sido estudiado en sus posibilidades germinales el libro de cuentos titulado: Los sapos y otras personas (Buenos Aires, 1927).[5]
Todo indica que fue José Carlos Mariátegui de los primeros que se ocupó breve, mas a nivel argumental -sin el ludismo poético de otras reseñas de entonces-, del volumen de cuentos de su amigo, Alberto Hidalgo.

El juicio de Mariátegui, considerando que Hidalgo no volvió a publicar ningún conjunto de cuentos, debió calar honda y negativamente en la percepción del arequipeño con respecto a sus capacidades como cuentista.[6] Hidalgo estimaba en demasía los juicios de Mariátegui. Basta recordar la carta que le dirigiera, fechada en Buenos Aires el 21 de diciembre de 1928, y en la que hace notar que había corregido un fragmento de su poema “Ubicación de Lenin”, a raíz de una sugerencia de Mariátegui. “Esto le demostrará -le escribió Hidalgo- el alto aprecio que su mentalidad me inspira”. En consecuencia, nada impide proponer que si Hidalgo no continuó entregando a la imprenta volúmenes de cuentos se debió, básicamente, a la desfavorable opinión que Mariátegui expresó -sin nombrarlo- de Los sapos y otras personas, y que Hidalgo recibió como palabra sagrada.

Podría sorprender lo dicho, tomando en cuenta la egolatría y la autosuficiencia de que siempre hizo gala Hidalgo. Pero el consumado “individualista” Hidalgo tuvo mentores y amigos en su juventud que lo marcaron con sus ideas de por vida: Manuel González Prada, Abraham Valdelomar, y José Carlos Mariátegui.

Sobre el último, cabe decir que si bien tuvo acertadas intuiciones o lecturas con relación a la trascendencia que habrían de tener algunos escritores, se vio mayormente maniatado en sus apreciaciones por las categorías que usó y que implicaban una mayor valoración de los productos literarios “comprometidos” con la época y los eventos “revolucionarios” de cariz socialista que prometían un cambio del status quo imperante.

Así, celebró poemas de Alberto Hidalgo como “Ubicación de Lenin” porque coincidía con la literatura que vindicaba su modo de interpretación. Pero el “método marxista”, no obstante la lucidez de Mariátegui, no podía sino llevarlo hacia el dogmatismo, dejándolo inerme ante algunas propuestas literarias de vanguardia, como la reflejada por Los sapos y otras personas.

En general, el abordaje que los críticos de la época intentaron con las elaboraciones de la vanguardia solían estrellarse con problemas derivados de la explicable dificultad de describir y explicar novedosos fenómenos artísticos desde un solo método exegético o visiones tradicionales. En tal dirección, Mariátegui, pese al carácter “progresista” de sus ensayos, censuraba la cuentística de Hidalgo amparado en una apoyatura conceptual híbrida: mezcla de -para el medio- flamantes lineamientos de cuño “historicista”, y rezagos de consideraciones canónicas con respecto a la naturaleza del cuento. De tal manera, escribe que el cuento “exige la extraversión del artista”, dando por sentado que los límites de los géneros literarios y las formas de su producción están ya definidos categóricamente, de manera que se puede “exigir”, demandar precisamente en un terreno tan problemático como el del arte, donde justamente está entre comillas lo que Mariátegui creía inamovible: la pretensión de establecer recetas absolutas.

Cierto es que panoramas como los actuales -de desdibujamientos discursivos e interdisciplinariedad- eran ignorados en una etapa (como la de las primeras décadas del siglo XX), donde el positivismo ambicionaba aplicar reglas similares a las empleadas a las ciencias fácticas al esclarecimiento de los enigmas de las humanidades. Si bien es cierto eso, no se desbarra al puntualizar los efectos que ciertas lecturas críticas tuvieron en la producción; mutación, inhibición, o desaparición de ciertas estéticas.

Los sapos y otras personas puede abordarse de diversos flancos. No obstante, sea el análisis que se escoja, no debería obviarse el examen de El Prólogo que, pese a su brevedad, ofrece el propósito y la visión literaria del autor (ávidos de ser desbrozados), y las repercusiones que el mismo Hidalgo señaló en cuanto al remate del mismo:
Estimado Borges:

Acabo de recibir, no enviado por Ud. sino por el editor, su último libro “Historia Universal de la infamia”. Aún no he tenido tiempo de leerlo; pero ya le puedo escribir estas palabras que me ha sugerido la lectura del breve prólogo con que lo inicia. Antes haré una breve historia.
Allá por 1926, me dispensó usted el gran honor de dar como propia una de mis invenciones. Publiqué ese año un trabajo. “Ubicación de Lenín”, cuyo título no tiene un valor puramente titular sino un sentido conceptual. Ud. hizo justicia a mi hallazgo y publicó meses después en un diario y luego en uno de sus libros una “Ubicación de Almafuerte”. Más tarde, José Carlos Mariátegui, el gran compatriota mío al que tanto llora mi recuerdo, publicaba en su revista una “Ubicación de Hidalgo” y ese trabajo constituye uno de los capítulos de su magnífico libro “Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana”. Otros escritores de Argentina y del resto de América realizaron luego “ubicaciones” de otras figuras, y hoy ya la cosa parece haber pasado al dominio público. Nadie se acuerda del inventor. Estas cosas les dije yo, más o menos claramente, en mi libro “Actitud de los años”, y Ud. hizo por toda respuesta una agresión indirecta contra mí.
Temo que hoy pueda ocurrir lo mismo, porque vengo a señalar otro acto suyo de justicia hacia mi obra, esta vez mucho más significativo. En efecto, el pequeño prefacio que ha escrito Ud. para “Historia Universal de la Infamia”, fechado en 27 de mayo de 1935, termina con estas breves palabras: “Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir, más resignada, más civil, más intelectual”.
En 1927 publiqué, como Ud. sabe, un libro de cuentos titulado “Los sapos y otras personas”. También lo precedí de un brevísimo prólogo y ese brevísimo prólogo termina casi exactamente como el suyo. Dice así: “La obra de arte literaria está hecha de dos partes, la escrita y la leída. Ponga el público la suya”.
A mal entendedor, muchas palabras. Diré, pues, algunas. Todo es igual, por lo menos en cuanto al concepto. La forma también se asemeja. Las circunstancias son parecidas; ambos prologuitos terminan en eso; el corte esquemático de la frase es el mismo; la intención, o sea invitar al lector a que se adentre en la lectura de la obra, es idéntica en los dos. Por otra parte, tengo un indicio de que Ud. da suma importancia a ese giro, que en mí es casi una imagen, pues en el prospecto o memorando con el cual el editor hace su reclame, aparece incluido. O sea, que allí se transcribe como un acierto expresivo suyo aquello de: “Leer, por lo pronto, es una actividad posterior a la de escribir”. ¡Doble honor, pues, el que me dispensa! Le quedo profundamente agradecido y le ratifico mi antigua admiración. A.H.”[7]
Lo anterior no es desdeñable como podría infundir una primera lectura. Y es que en las últimas décadas se ha dado por sentado que fue Borges quien concibió o intuyó la idea -luego ampliamente tratada por los teóricos de la recepción frente al “fracaso” de la propuesta de la literariedad- de la estética del efecto receptivo, en virtud del cual el papel que juega el lector (y cada época) en la comunicación literaria adquiere una importancia fundamental en la “recreación” y “actualización” de los sentidos. Esto, que hoy se tiene por sabido, por entonces (en la primera mitad del siglo XX) aún no era señalado, inmersos como estaban mayoritariamente los estudios literarios en el biografismo, la estilística preceptiva, o a lo más en un formalismo que se aplicaba básicamente a la poesía.

Tampoco se trataría de enfrascarse en la subalterna discusión en torno a quién se le ocurrió primero la idea señalada, pero sí sería pertinente rastrear los antecedentes de una serie de teorías de la recepción que desembocarían en las significativas propuestas hermenéuticas de un Hans Georg Gadamer y su noción fundamental del “horizonte de expectativas”.

Cabe, también, a propósito del examen de Los sapos y otras personas, intentar describir y explicar el desenvolvimiento de la prosa de ficción en el Perú de los años veinte, e indagar por qué el fenómeno de la vanguardia, en un sentido lato, se manifestó con clamorosa evidencia más en la poesía que en la prosa.

En el empeño de profundizar en el derrotero seguido por la prosa literaria de vanguardia en el Perú, sería útil un trabajo de intertextualidad entre las producciones de la década del veinte y ubicables dentro de lo que se ha denominada prosa vanguardista, y que, a menudo, han sido insertadas en una especie mayor -aunque difusa- como el llamado cuento “fantástico”. En tal sentido, estudiar los relatos de Escalas melografiadas (1923) de César Vallejo, y La casa de cartón (1928) de Martín Adán, confrontándolos con Los sapos y otras personas (1927) de Alberto Hidalgo, permitiría señalar sus similitudes y diferencias con el fin de establecer si se trataron de empresas individuales, insulares, o, si de alguna manera, se vincularon al punto de significar un embrionario -y finalmente trunco- estilo y especie cuentística.


Referencias

[1] Alberto Hidalgo –poeta y libelista peruano de primer orden- nació en la ciudad de Arequipa un 23 de mayo de 1897. Tuvo una infancia difícil debido a la prematura muerte de sus padres. Dejaría, luego, la carrera de medicina, atraído por la literatura. Sus primeros tanteos literarios ven la luz pública en las páginas de su revista Anunciación (1915), y hacia 1916 publica el poemario de tono futurista Arenga Lírica al Emperador de Alemania. Otros Poemas (por el mismo es considerado el introductor de la vanguardia en la poesía peruana). En 1917 viaja a Lima y comparte las inquietudes de renovación literaria del grupo “Colónida”, encabezada por Abraham Valdelomar. Por esos años, también, publica una serie de libros de crítica-libelista: Hombres y Bestias (1918) y Jardín Zoológico. Se prohibe la entrada a menores de edad (1919), los mismos que le granjean no pocos enemigos. A fines de 1919 parte a Buenos Aires –ciudad que finalmente habitaría hasta su muerte. En la capital bonaerense publica Muertos, Heridos y Contusos (1920) que continúa su línea libelista. Producto de un corto periplo por España, en donde asiste a la mayoría de “peñas” literarias, como las presididas por Valle Inclán, Azorín, Enrique Díaz Canedo, Rafael Cansinos Assens, o su admirado amigo de su etapa vanguardista, Ramón Gómez de la Serna, publica el libro antihispánico España no existe (1921). En la década del veinte su carrera literaria adquiere una importancia continental. En el terreno personal contrae nupcias con Elvira Martínez, su primera esposa. La influencia del futurismo en su obra desaparece con el poemario química del espíritu (1923), mas será en 1925, con la publicación del poemario Simplismo, que Alberto Hidalgo presentará su “ismo” particular. A la manera de los círculos literarios que animaban los cafés de España o Francia, preside la tertulia del Royal Kéller, un café en donde funda en 1926 su Revista Oral. En ella participarían figuras de la talla de Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Ricardo Güiraldes, Francisco Luis Bernárdez, Macedonio Fernández, Leopoldo Marechal, entre otros. En 1926, también, edita junto a Jorge Luis Borges y Vicente Huidobro un Índice de la nueva poesía americana. Regresa a Europa. En 1931 vuelve al Perú y postula a una diputación por Arequipa como militante aprista. De esta época data el que es, quizá, su más terrible libelo: Sánchez Cerro o el excremento (1932). Tras no conseguir su objetivo retorna a Buenos Aires. La muerte de su joven esposa y, en general, el drama de la condición humana, le inspiran los que son considerados sus mejores poemarios: Actitud de los Años (1933), Dimensión del Hombre (1938), y Edad del Corazón (1940). En 1957 un grupo de escritores, como Gabriela Mistral, lo proponen como candidato al Premio Nóbel de Literatura de ese año. En lo sucesivo, Alberto Hidalgo sentiría con más persistencia su nostalgia por el Perú –un notable antecedente de ello es su Carta al Peru (1953)-, lo que se tradujo en poemarios como: Patria Completa (1960), Historia peruana verdadera (1961), o Árbol Genealógico (1963). A principios de los sesenta visita el Perú como integrante del Frente de Liberación Nacional, que lo tiene en su lista de diputados. Tras un nuevo traspié político, vuelve a Argentina y, con la siempre viva inquietud creativa que lo caracterizaba, se adentra en el último género literario que no había visitado: la dramaturgia. De tal ejercicio han quedado piezas de teatro como: La Vida es de Todos (1965), Su Excelencia el Buey (1965), o Volcándida (1967). En marzo de 1967 Hidalgo obtiene un importante premio pecuniario -en virtud de su obra poética- de parte de la Sociedad Argentina de Escritores, dentro de un concurso organizado por la Fundación de la Poesía Argentina. En ese año, también, es nuevamente postulado al Nóbel de Literatura por un comité creado por la municipalidad provincial de Arequipa. En julio aparece su Antología Personal con un tiraje de 50,000 ejemplares y, finalmente, a los setenta años, fallece en Buenos Aires el 12 de noviembre de 1967, dejando una vasta obra que, más allá de los altibajos inevitables de tan copiosa labor, es sin duda admirable.
[2] Alberto Hidalgo. Muertos, Heridos y Contusos. Imprenta Mercatali. Buenos Aires-1920. p. 96.
[3] Hidalgo se explicó así en su Diario de mi sentimiento –con la petulancia que lo caracterizaba- la desatención que rodeó a su libro de cuentos: 
El virus, lo que envenena y daña de muerte la literatura americana es el cuento. Años atrás, esto marcó un record de infelicidad. El género pimpolleció aceleradamente en el árbol de nuestras letras. Sin fuerza para emprender la empresa de la novela, la insipiencia literaria de nuestros antepasados se encauzó en el cuento. Y de tal guisa, casi todos los literatos de las épocas anteriores fueron cuentistas. Naturalmente, los hubo de todas las categorías, peores, malos, y buenos los menos. Por un cuento eficaz, se hacía mil ochocientos deplorables. Así se llega hasta la generación anterior a la mía, es decir, a esa proporción de calidad. Por un cuentista de mérito, dos mil bostezables y algunos francamente escupibles. Los mejores, acaso, de tales añerías se llaman Abraham Valdelomar, un peruano semigenial y Horacio Quiroga, un uruguayo viceadmirable. Aunque pequeño, eso era un patrimonio para nosotros. Pero para la nueva juventud, para mi generación, el ejemplo de Valdelomar y Quiroga no fue un estímulo y si descorazonante la proliferación de los pésimos. Y el cuento dejó de funcionar. Los hombres nuevos huyeron del género. No hubo cuentistas entre los mozos a los que se nos englobara en el mote de ‘la nueva sensibilidad’. Aun más, decir que alguien escribía cuentos era una manera de desprestigiarlo. Cuentista, ha sido poco menos que un agravio, juzgándose que se trataba de un género de menor cuantía. Así pudo pasar un tanto inadvertido un volumen de cuentos que yo publiqué en 1927 con el título de ‘Los Sapos y otras Personas’. Sin embargo, leyéndolos ahora, después de ocho años de escritos, afirmo que allí figuran dos o tres de los mejores que se haya compuesto en idioma castellano, en cualquier idioma. Pero no voy a seguir hablando de mí. De todas maneras, el desdén por el cuento fue saludable. La literatura se alivió de la incorporación de la facilidad. Esa salud ha durado poco. Pues ahora se multiplican los cuentistas con profusión de hormigas. Gracias a los ‘suplementos’ de los grandes diarios, a las revistas de fácil lectura y a los concursos, el virus recomienza y amenaza dañar de muerte, como antaño, la literatura de América. ¡Qué crimen!
[4] Se refiere a Hombres y Bestias (1918), Jardín Zoológico. Se prohibe la entrada para menores (1919), Muertos, heridos y contusos (1920), y, España no existe (1921).
[5] Estuardo Núñez. “Alberto Hidalgo o la Inquietud Literaria”. En Revista Letras, Órgano de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la UNMSN, Lima-1968, N° 80-81, p. 152.
[6] Mariátegui escribió: “(…) A su individualismo exasperado, debe Hidalgo su dificultad para el cuento o la novela. Cuando los intenta, se mueve dentro de un género que exige la extraversión del artista. Los cuentos de Hidalgo son los de un artista intravertido. Sus personajes aparecen esquemáticos, artificiales, mecánicos. Le sobra a su creación, hasta cuando es más fantástica, la excesiva, intolerante y tiránica presencia del artista, que se niega a dejar vivir a sus criaturas por su propia cuenta, porque pone demasiado en todas ellas su individualidad y su intención”. (Mariátegui, José Carlos. “7 ensayos de interpretación de la realidad peruana”. Vigésima novena edición. Lima-1974. Biblioteca Amauta, p. 308).
[7] Alberto Hidalgo. Diario de mi Sentimiento. Buenos Aires-1937. Edición privada, pp. 193-195.


Álvaro Sarco