martes, 12 de octubre de 2010

Cronistas indianos del descubrimiento y la conquista

Por Álvaro Sarco 


Es útil para describir y explicar el fenómeno del descubrimiento y la conquista de América, desde documentos quinientistas o las crónicas, apartarse de premisas ideológicas. Incluso para aquellos que más allá de la comprensión histórica pretendan enjuiciar los acontecimientos, es deseable un criterio más abarcador, un criterio menos dicotómico que la rancia, tendenciosa y fácil oposición simétrica entre indigenistas e hispanistas.

Dijo Franklin Pease G. Y. en Las Crónicas y los Andes: “la actitud del europeo en general no fue abierta al percibir y ver al americano, sino que en realidad buscó reconocer en los hombres y sociedades americanas aquello que su propia historia europea le permitía aceptar”. Una seria aproximación, entonces, a las crónicas del descubrimiento y la conquista de América a través de las fuentes intermedias, debería considerar las circunstancias culturales del cronista -sus categorías- para evaluar sus testimonios. En otras palabras, es lícita e imprescindible, para una adecuada inteligencia de las crónicas, la aprehensión de la mentalidad del cronista y del entorno que la condicionaba.

Con todo, hubieron crónicas como los monumentales estudios de José de Acosta o Bernardino de Sahagún, que representaron importantes avances, durante el siglo XVI, en el conocimiento de la idiosincrasia indígena y sus creencias desde fuentes aborígenes. O valiosos testimonios de los propios indígenas, como los de Fernando de Alva Ixtlilxóchitl y Fernando de Alvarado Tezozómoc, en México, o los de Titu Cusi Yupanqui y Santa Cruz Pachacuti, en Perú, todos los cuales nos han permitido acercarnos al punto de vista del “otro”.

Lecturas de las crónicas

Una primera verificación de la empresa del descubrimiento y conquista está referida a su carácter económico y religioso. Desde la primera crónica -el Diario de Navegación de Colón de 1493 dirigida a los Reyes Católicos y al tesorero Luis de Santángel- se perfila esa intención. Cristóbal Colón buscaba sin duda riquezas, pero a la vez pensaba que tales caudales podían servir para rescatar el supuesto sepulcro de Cristo. Más tarde, conquistadores como Hernán Cortés o Pizarro invocaban el auxilio del dios cristiano o de sus intermediarios –Santiago o San Pedro- en los momentos de apremio o cuando se disponían a “castigar” a los “infieles”. El propósito de cruzada, íntimamente articulada a ciertas aspiraciones de índole económico, está presente, entonces, en las crónicas, y lo explica el tardío espíritu medieval que dominaba y dominó a España hasta el siglo XVII.

Españoles e indios en una edición de Prescott
Los ideales “caballerescos” de los conquistadores es otra característica que claramente resalta en las crónicas. Los conquistadores indianos, muchos de ellos pertenecientes al bajo pueblo en España, vieron en las tierras recién descubiertas la oportunidad de convertirse en el modelo que las novelas de caballería habían implantado en su imaginario. El conquistador español trató de emular la conducta del caballero andante. Así, más allá del relato de la búsqueda del oro y de la fama, se equiparó en las crónicas los hechos de los conquistadores con las imaginarias proezas de los héroes de las novelas de caballerías (en la elaboración de este efecto, los cronistas Francisco López de Gómara, Bernal Díaz del Castillo, Francisco de Xerez o Pedro Pizarro, fueron los más conspicuos).

“La crónica implica una cercanía en el lugar y el tiempo -escribió Raúl Porras Barrenechea-. Los cronistas viven en el espíritu de los acontecimientos que describen y pertenecen a él”. Quizá por lo mismo, por lo comprometidos que estaban con la historia que referían, es clamoroso el distorsionado punto de vista de los cronistas hacia los indígenas en su afán de justificar la conquista, y a la par, también, como producto del fallido intento de descifrar una cultura a partir de los códigos de otra.

En lo primero, más allá de algunos cronistas radicales que aseguraron que los indios americanos carecían de “alma” o simplemente que no eran humanos, la mayoría hace hincapié en su “inferioridad cultural” para encajar el argumento de que los españoles venían a civilizar o evangelizar, de modo que si los naturales ofrecían resistencia, era lícito que sufrieran “la guerra justa” (Juan Ginés de Sepúlveda). Lo último encuentra elucidación, también, en la persistencia en el sistema de ideas del español de entonces, de la concepción aristotélica, según la cual, algunos seres estaban destinados a ser esclavizados y otros a dominar.

En lo segundo, en lo que toca al problema de la comunicación, Tzvetan Todorov, por ejemplo, refiere que en cuanto a la relación entre Colón y los indígenas, vemos que él solía proyectar una imagen estereotipada sobre el nativo –es el caso de la identificación de los caribes como caníbales. Colón presumía entender lo que los indígenas querían decir e imponía su propio significado al discurso hablado de los nativos. Para el investigador búlgaro, era mucho más probable, sin embargo, que los indios no tuvieran lugar en la hermenéutica de Colón.

Posteriormente, Hernán Cortés y Francisco Pizarro, hicieron gala de una gran capacidad para manipular y usar como arma los signos y algunas creencias aborígenes. La arraigada profecía, por ejemplo, en los incas, aztecas y muchas otras sociedades referente a la llegada de unos "dioses" del oeste para conquistarlos fue, al menos inicialmente, tan importante para los hispanos como los caballos, ballestas, arcabuces o los perros. En la misma línea, fue favorable también a los españoles el hecho de que los indígenas tuvieran fechas sagradas en las que no guerreaban (los incas atacaban sólo los días de luna llena), o la manera en que los indígenas se comunicaban para hacer la guerra (gritos de combate), lo cual no ayudaba a disimular sus estrategias militares.

En suma, en la guerra de los indígenas las tácticas estaban condicionadas a lo ritual –los aztecas o mexicas buscaba hacer prisioneros para sacrificarlos a su dios Huitzilopochtli-, en cambio, los españoles, que ya entraban a la noción moderna de la misma, buscaban sólo doblegar al enemigo. Ello incluía el uso del engaño y la sorpresa, de las maniobras o la potencia de fuego de sus mejores armas.

Entre el mito y la historia

Señaló Octavio Paz, al ocuparse del conquistador extremeño Hernán Cortés, que en contraste con los personajes históricos, que son complejos e imprecisos como la realidad, los mitos son simples y unívocos. Agregó el escritor mexicano, que el mito de Cortés es un mito básicamente negro, negativo. Así, Cortés sería el emblema de la Conquista: no como un fenómeno histórico que, al enfrentar a dos mundos los unió, sino como la imagen de una invasión violenta, y de una artera expoliación.

Versión de la Conquista de México
Desde esta forma de concebir las cosas por el mito se llegaría, a juicio de Paz, a la siguiente simplificación: la conquista significó el comienzo de la opresión, la injusticia, el atraso de Latinoamérica, mientras la Independencia supuso el inicio de la libertad y de infinitas reivindicaciones. De ahí que, continuó Paz, “la función del mito de Cortés es ideológica, mejor dicho, es una pieza maestra en un teatro histórico-mitológico (…). El odio a Cortés no es odio a España: es odio a nosotros mismos. El mito nos impide vernos en nuestro pasado y, sobre todo, impide la reconciliación de México con su otra mitad. El mito nació de la ideología y sólo la crítica de la ideología podrá disiparlo. Cortés debe ser restituido al sitio que pertenece con toda su grandeza y todos sus defectos: a la historia”.

Esta perspectiva podría explicar, también, el conjunto de la leyenda negra de la Conquista de América. A juicio de Héctor López Martínez, la leyenda negra antiespañola tuvo entre sus promotores a las naciones europeas con las cuales estaba enfrentado el Imperio de Carlos V y de Felipe II por razones políticas, económicas y, sobre todo, religiosas. En Francia, Inglaterra, Alemania y Holanda se divulgó con premura el tópico de la barbarie, fanatismo, molicie e hipocresía de los españoles. “Mientras penetraba con mayor profundidad el poder español en Europa –escribió el británico Geoffrey Parker- se extendía con él la Leyenda Negra”.

Esta leyenda negra empezó con la publicación de la Brevísima Relación de la Destrucción de las Indias (1552), del erasmista sevillano Bartolomé de las Casas, y de la Historia de Mondo Nuovo, del milanés Girolamo Benzoni (Venecia, 1565). Ambos libros, -que resaltan con la mayor truculencia posible los abusos de los conquistadores españoles- fueron reeditados oportuna, entusiasta y profusamente por las naciones que estaban en conflicto hegemónico con España.

No se va a negar aquí los numerosos excesos cometidos por los conquistadores españoles: la matanza de Cholula y la tortura de Cuauhtémoc, la toma de Cajamarca y la ejecución de Atahualpa; fueron actos brutales de una época brutal. Pero no fueron menos los excesos cometidos por sus aliados aborígenes. Basta recordar el comportamiento de los tlaxcaltecas tras el fin de la resistencia azteca en Tenochtitlán y la del jefe indígena Ixtlilxóchtil, aliado a los españoles, y verdadero estratega del sitio y devastación de la extraordinaria ciudad lacustre.

La leyenda negra ha repetido que los conquistadores fueron una especie de feroces bárbaros que cometieron un “genocidio” sin par en la historia, con los Imperios Azteca e Inca. Sin embargo, no hay pruebas sobre un plan premeditado por parte de la Corona española para el exterminio de alguna etnia en particular. Por el contrario, como se sabe, se dio un profundo proceso de mestizaje.

Las epidemias desatadas por las nuevas enfermedades introducidas por los europeos, y la atroz explotación colonial a la que fue sometido el indio (sobre todo en las minas), explican mejor la drástica disminución de la población indígena tras el descubrimiento de América. Es necesario recordar que las armas europeas de entonces eran incapaces de matar a gran escala.

Una confrontación de crónicas de mediados del siglo XVI, como los de Bernardino de Sahagún, Pedro Cieza de León, Muñoz Camargo, entre otros, nos proveen de reveladores datos sobre las diversas enfermedades que padecieron los aborígenes. Para Sahagún, por ejemplo, la epidemia de viruela de 1520 en México fue más letal que la guerra de conquista. Recuerda, sin embargo, que más mortal que aquélla fue la epidemia de matlazahuatl de 1545, “una pestilencia grandísima y universal, donde, en toda esta Nueva España, murió la mayor parte de la gente que en ella había”. Sólo en Tlatelolco, Sahagún asevera haber participado en el enterramiento de 10,000 personas. A tal punto era la mortandad, que el considerado padre de la antropología en el Nuevo Mundo, temió que si hubiese persistido el contagio por algunos meses más los indígenas habrían terminado extinguiéndose.


Álvaro Sarco