martes, 5 de octubre de 2010

El genio de Brian Wilson

Por Juan Puchades


Desde hace una década, Brian Wilson (California, 1942) trata de recomponer los pedazos rotos de su mente, la más brillante de los primeros años sesenta, la que le llevó a liderar (componiendo, dirigiendo, produciendo) a unos Beach Boys que eran mero instrumento vocal (y quienes salían de gira, con Brian retirado de los directos) de su creador.

Un muchacho débil e introvertido que solo pensaba en términos musicales y que arrastraba una penosa infancia con un padre violento (a los tres años lo dejó sordo de por vida del oído derecho al golpearle con un plato) y megalomaniaco que sabía cómo pulsar las teclas para torturarlo psicológicamente (logró que le cediera los derechos de sus canciones). 

En el grupo, además, militaban sus dos hermanos (de dispares personalidades) y un primo codicioso y sin escrúpulos. Wilson, que aspiraba a la perfección facturando rock bello y celestial mientras abrazaba la gran música popular, vivía en una permanente competición interna por superar las producciones de Phil Spector y de los Beatles, hasta que en su camino se cruzó su disco más complejo, Smile, obra que dejó inconclusa y que fue su canto del cisne. Algo se quebró y, desde ese momento, empezó a drogarse con método (marihuana, heroína, cocaína, fármacos...), fumar como un poseso y alimentarse con comida basura, engordó hasta los 150 kilos, pasó años sin salir de la cama, estuvo internado y en dos ocasiones, la última durante nueve años, cayó en manos de un psiquiatra que lo anuló, lo encerró, lo reprogramó y se hizo con el control de su vida personal, artística y económica.

Brian Wilson
Mientras tanto, sus compañeros de grupo seguían pensando que Brian no estaba enfermo, solo era raro: sus hermanos, para que la maquinaria de los Beach Boys no parara, llegaron a ofrecerle una hamburguesa por cada canción que les escribiera. Contra todo pronóstico, Wilson salió adelante (fueron los hermanos quienes murieron), un juez quitó de en medio al pérfido psiquiatra, se volvió a casar y comenzó a recoger sus fragmentos. Se animó a tocar en directo, siempre tan refractario a ello, con su obra maestra, el glorioso Pet sounds, como excusa; tuvo el valor de enfrentarse a Smile, el disco que le condujo al precipicio, grabándolo de nuevo y, esta vez sí, sacándolo a la luz y trasladándolo a los escenarios. En sus nuevas producciones, acompañado por la soberbia banda que le asiste en vivo, Wilson sigue como siempre (la expresión algo perdida, pero aparentemente feliz), creando música fascinante con la que evadirnos de la gris realidad. 

Ahora, en el arriesgado Brian Wilson. Reimagines Gershwin, de nuevo se enfrenta al pasado, en esta ocasión acercándose al primer compositor que le noqueó emocionalmente, George Gershwin (1898-1937), el autor de aquel Rapsody in blue que de niño escuchaba incansablemente, uno de los más grandes creadores del siglo XX que, como él, mantuvo los pies en dos orillas: uno en la música clásica, otro en la popular (de sobra son conocidas sus creaciones para musicales de Broadway). Y Wilson, que incluso concluye dos temas inacabados de Gershwin, erige un monumento a la belleza, llevando a su universo personal el repertorio del maestro. Con respeto, pero también con pulso firme, lo hace suyo, lo cruza con sus mágicos arreglos vocales, con esas coloristas, imaginativas e imposibles fanfarrias sonoras. Otra vez se alza como el creador excepcional, como el arreglista y productor inconfundible, desparramando su innato talento en una obra colosal. Cierto que de tan evanescente, hay algo de escapismo en todo lo que toca Wilson, pero ojalá la vida fuera como una de sus canciones, todos seríamos un poco mejores.