Por Álvaro Sarco
Siempre la quise demasiado, pero era poco lo que podía ofrecerle. Mi vida tuvo una serie de tropiezos que me llevaron al más rotundo fracaso. No obstante, aquello me tiene sin cuidado. Es mejor olvidar todo lo que ya no tiene remedio. No soy feo, creo que nadie podría calificarme así, pero tampoco soy atractivo. ¿Qué soy? Realmente no lo sé, digamos que mi rostro es de aquéllos que se olvidan al segundo de haberlos visto. Paso desapercibido para todos y a nadie culpo por eso; tengo una opinión peyorativa de mi propia existencia. ¿Eso determina un cuadro de neurosis? Tal vez, no voy a discutir sobre lo que ignoro, además, nunca me he preocupado por mi salud mental. Pero volviendo a lo de mi apariencia, quiero decir que ésta me empujó al más completo anonimato. Más me hubiera valido ser un fenómeno. Es preferible la abominación a la indiferencia. Muchos han logrado cosas dando lástima pero nadie siendo ignorado. Sin ningún atractivo, ¿cómo pude esperar que alguien como ella se fijara en mí? Desgraciadamente, esto lo comprendí muy tarde, cuando ya mis pocas energías se habían agotado en mi triste desespero. La quise desde que éramos adolescentes. Entonces sí creía, presa de la peor de las ingenuidades, que podía acceder a ella. Ya olvidé los miles de planes que torpemente tracé para conocerla. Lo que sí tengo claro es que no llevé a cabo ninguno. Una timidez paralizante me impedía dar siquiera el primer paso. Así la amé en secreto durante aquellos años que para la mayoría suelen ser felices.
Nunca he dejado de vivir con mis padres. Ellos son amables conmigo porque se saben culpables de mi fracaso. Yo nunca les reprocho nada y ellos se portan de igual modo conmigo. Vivimos así en una sigilosa resignación. Comemos con rapidez, con la mirada fija en nuestros platos, como si lleváramos retraso para una cita importante. Pero no vamos a ningún lado. Y esto se entiende pues la casa es todo nuestro mundo. Vivo modestamente. Tengo un único traje que apenas uso porque ya no me apetece salir. Carezco de distracciones. Es verdad que escribo con frecuencia, pero yo no llamaría a esto un pasatiempo. Tengo algunos libros, procedentes todos de un antepasado remoto. Preciosos volúmenes que harían desfallecer de envidia al más conspicuo librero. Pero no me gusta leer. De algún modo nos las arreglamos con la pobre jubilación de mi padre. Antes no la pasábamos tan mal. Como corresponde a la gente sencilla, era poco lo que necesitábamos. Ahora que los tres envejecemos gastamos demasiado en remedios. Aparte de ello, cada uno está ocupado en sus cosas. Mi madre teje todo el día, mientras escucha la radio, y mi padre lee la Biblia o reza con un fervor cada vez mayor. Por mi parte, me la paso en mi habitación pensando todavía en ella. Desde luego, en mí ya no hay ninguna pretensión, pero ese frustrado idilio, aunque pueda sonar extraño, es el único recuerdo hermoso que tengo.
Nunca he dejado de vivir con mis padres. Ellos son amables conmigo porque se saben culpables de mi fracaso. Yo nunca les reprocho nada y ellos se portan de igual modo conmigo. Vivimos así en una sigilosa resignación. Comemos con rapidez, con la mirada fija en nuestros platos, como si lleváramos retraso para una cita importante. Pero no vamos a ningún lado. Y esto se entiende pues la casa es todo nuestro mundo. Vivo modestamente. Tengo un único traje que apenas uso porque ya no me apetece salir. Carezco de distracciones. Es verdad que escribo con frecuencia, pero yo no llamaría a esto un pasatiempo. Tengo algunos libros, procedentes todos de un antepasado remoto. Preciosos volúmenes que harían desfallecer de envidia al más conspicuo librero. Pero no me gusta leer. De algún modo nos las arreglamos con la pobre jubilación de mi padre. Antes no la pasábamos tan mal. Como corresponde a la gente sencilla, era poco lo que necesitábamos. Ahora que los tres envejecemos gastamos demasiado en remedios. Aparte de ello, cada uno está ocupado en sus cosas. Mi madre teje todo el día, mientras escucha la radio, y mi padre lee la Biblia o reza con un fervor cada vez mayor. Por mi parte, me la paso en mi habitación pensando todavía en ella. Desde luego, en mí ya no hay ninguna pretensión, pero ese frustrado idilio, aunque pueda sonar extraño, es el único recuerdo hermoso que tengo.