miércoles, 12 de enero de 2011

Apuntes de un Bufo (relato)

Por Álvaro Sarco


    Indagando sobre los antecedentes de esta larga parodia que es mi vida, recalo en mis años de estudiante secundario. Recuerdo que la abulia y una morbosa preferencia por las vanas divagaciones, aplazaron monstruosamente mi estancia en las aulas. Para sobrellevar el tedio, no hallé mejor procedimiento que aplicarme, no en las repetidas asignaturas, sino, en las bufonerías. Con tal fin, me ubicaba en algún retirado sector de cada clase, con la jocosa compañía, de astrosos y procaces sujetos. Así malgastaba los días, entregado a las más reprobables lides cómicas o a groseras formas del remedo, hasta que exánime por el supremo esfuerzo burlesco, me sumía en el más vergonzoso silencio.

    Quizá allí empezó este infame ejercicio, o acaso yo no sea más que una burda proyección del carácter de mi padre. Aquel hombre fue un bufo como yo, pero sólo cuando bebía. El alcohol agudizaba su ingenio chocarrero. En antros o en cantinas refería sus odiosas bromas (por toda herencia recibí su serie de ocurrencias sobre lisiados e invertidos). Jamás se le brindó el aplauso. Más bien su público, a manera de paga o aviesa retribución, le entregaba licor y algunas monedas. Entonces él, mi padre, sentíase por demás gratificado, sentíase feliz de ser, el centro de la ocasional partida de truhanes. ¡Pobre diablo! Aún hoy lo recuerdo llegando a casa, zigzagueante, saturado de ron y repartiendo improperios, hasta que al fin lo abatía el sopor. Preciso instante que yo aprovechaba para hurtarle el poco dinero que llevaba en los bolsillos.

    Con todo, no creo que abomine más a mi padre que a los payasos. Hablo sobre todo de aquellos privilegiados que ocultan, tras una grotesca sonrisa, todos los disgustos propios de esta ocupación (mi mayor goce es espiar a los payasos en los días calurosos, cuando el sudor y la pintura de sus rostros se unen formando un repulsivo amasijo). A mí nunca se me permitió usar maquillaje, por eso, desde mi juventud, me vi forzado a mostrar una sonrisa natural, incluso en aquellos momentos en que mi espíritu se hallaba abrumado por la melancolía. Con los años esa sonrisa, como una señal del rigor y la rutina, quedó trazada en mi rostro. Acepto que esa peculiaridad no me irrita en mis representaciones, pero sí cuando en el retiro de mi habitación, se me antoja verme en el espejo, y tal rictus aparece como una intolerable mueca contra la cual, nada puede mi voluntad. Aunque en el transcurso aquel estigma ha hecho de mí un insomne, una paradoja de mi ocupación y mi real carácter, esta vez me sosiega la vejez, la multiplicación de los años, el forzoso final que no tardará en auxiliarme y disipar esta incongruente sonrisa que prevalece mientras dejo esta página.