Por Álvaro Sarco
El gran responsable de que Ollanta Humala haya capturado el poder es Alan García. Desde el 2006 dejaba notarse el advenimiento del peligro chavista al Perú. Aquella vez, Humala también alcanzó la segunda vuelta electoral, pero su aún tosco y descarnado discurso fue derrotado en apretados comicios. Para ahorrarle un trance similar al Perú, se hacía imperioso que el nuevo gobierno de García resolviera significativamente las tensiones sociales que permitieron la aparición y la popularidad de la receta humalista.
Pero la gestión ególatra e insensible de Alan García prefirió ignorar esa oportunidad. Eligió pregonar y vanagloriarse del “indetenible crecimiento económico” del país, pero no trabajó a fondo para quienes el “éxito económico” no era más que cifras estadísticas pero nada concreto ni visible.

Humala ha prometido “refrescar” la política, representándose él mismo como la personificación de tal cambio. En el fondo, él encarna lo más arcaico y retrógrado de nuestra vida republicana: el militarote que todo lo resuelve desde una visión vertical y autoritaria y que busca perennizarse en el poder (de hecho, el plan de gobierno humalista es imposible de concretar en cinco años, de ahí que surja la lógica sospecha de que intente subvertir la alternancia de poder). De estos militares mesiánicos el Perú ha tenido muchos y significaron siempre décadas de postración para el país.
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Alan García dejó en 1990 la hiperinflación, la corrupción generalizada, el terrorismo galopante y la marginación internacional, hoy deja a Humala y su izquierdismo cavernícola; la incertidumbre y la preocupación en todos los niveles del país.
Alan García pasará a la historia como el más porfiado enemigo del Perú.