Por Héctor Ñaupari
En América Latina, cuando se pregunta a los taxistas que colocan la imagen del Che en sus vehículos o a los jóvenes que lucen el rostro del guerrillero en coloridas camisetas sus razones para hacer tal cosa, se nos responde con la vaga justificación que el Che “luchó por los pobres” o “por sus ideales”. Esta salida no debe asombrarnos: si lúcidos intelectuales afirman sin titubear que los niños de la Europa del XIX eran explotados bárbaramente, a pesar de la demostración en contrario de distinguidos historiadores económicos como T.S. Ashton y R.M. Hartwell, o economistas como William H. Hutt y Ludwig von Mises, los cuales aclararon cómo la revolución industrial incrementó notablemente la vida de las masas, expandió la natalidad y el bienestar, gentes menos instruidas pueden creer que un asesino en serie es un justiciero social, una suerte de Cristo de los pobres al que hay que adorar y rendir culto.
Un par de ejemplos anecdóticos de esa veneración delirante las encuentro en mis recuerdos: en mis años mozos nos recibía una estatua del Che Guevara a la entrada de la Facultad de Derecho de la Universidad Mayor de San Marcos, hecha con más ganas que con verdadero arte, ante la cual muchos se arrodillaban; incluso, recuerdo que uno de mis condiscípulos de entonces se llamaba Gerardo Che Janampa, en homenaje al médico rosarino, lo que decía con orgullo entonces, como joven y disciplinado socialista que era, y hoy pretende no recordar, convertido ya en dedicado empresario.
Sin embargo, ni los taxistas, ni mi amigo emprendedor, como tampoco los jóvenes latinoamericanos que ostentan el perfil barbudo fotografiado por Korda en sus remeras, leyó nunca un solo libro o artículo escrito por Ernesto Guevara. Les convendría hacerlo: así sabrían que, por su sola condición, serían los primeros en ser ultimados por el autor de América Latina: despertar de un continente. Lo terrible de todo esto es que no lo creerían, incluso luego de leerlo, y afirmarían su fervor guevarista con mayor entusiasmo. Dicho esto, ¿cómo explicar esta adoración por el Che, que desafía toda sensatez, todo llamado de atención sobre su vida destructora, todo recuento pormenorizado de sus crímenes?
Héctor Ñaupari |
Una primera forma de dilucidarlo es definir la pérdida de esta liturgia como el horror al vacío: desacralizar a Ernesto Guevara y mostrarlo como la bestia sanguinaria que en realidad fue, supone, para todos los socialistas, y muchos confundidos, quedarse sin su último apóstol laico. Tras ese paso, sólo les queda la nada, el descreimiento absoluto, la ausencia completa de figuras a las cuales admirar. Ante ese desamparo, la ceguera es la única alternativa.
Una segunda manera de desembrollar la piedad por el Che es entendiendo que su pretendida heroicidad colma en gran medida la perpetua sed socialista latinoamericana por héroes justicieros. Por ello mismo, refleja la profunda cobardía de los socialistas de hoy, que creen que portando una camiseta con su rostro ya han hecho la revolución, cuando sus padres o abuelos fueron efectivamente ofrendados al Dios Moloch del socialismo, así como a su santón y profeta. No olvidemos que dos generaciones de latinoamericanos fueron exterminados en nombre de este genocida, jóvenes que pudieron aportar mucho a sus países y que se convirtieron en guerrilleros por seguir su ejemplo.
Finalmente, hay que considerar el épico esfuerzo del socialismo de nuestras tierras por ocultar la historia real del Che, desbaratando sus hechos reales, modificando sus fechas, hasta llegar a la audacia de desconocer los asesinatos que cometió, dirigió u ordenó; y, por si no fuera poco, dejar bien asentadas las tinieblas del engaño, al ser repetido incesantemente en las aulas escolares y universitarias; reeditado en los textos que aprenden, junto con sus primeras letras, nuestros niños, y ellos mismos, ya jóvenes, en las universidades; o visto, por centenares de espectadores, en películas y documentales.
Pero toda esa circunstancia, a primera vista imposible de revertir, puede ser transformada si nos sujetamos a la verdad. Dar a conocer, incansablemente, los homicidios y transgresiones de Ernesto Guevara es la tarea. El Che mató a más personas que Charles Mason, y debería ser considerado un genocida de los pueblos latinoamericanos, como Stalin y Mao Tse Tung lo fueron para sus propios pueblos. Si dejamos asomar la serena faz de esa evidencia, podremos exorcizar el fatuo ícono que representa falsamente la justicia para los más necesitados. Que así sea.
Una segunda manera de desembrollar la piedad por el Che es entendiendo que su pretendida heroicidad colma en gran medida la perpetua sed socialista latinoamericana por héroes justicieros. Por ello mismo, refleja la profunda cobardía de los socialistas de hoy, que creen que portando una camiseta con su rostro ya han hecho la revolución, cuando sus padres o abuelos fueron efectivamente ofrendados al Dios Moloch del socialismo, así como a su santón y profeta. No olvidemos que dos generaciones de latinoamericanos fueron exterminados en nombre de este genocida, jóvenes que pudieron aportar mucho a sus países y que se convirtieron en guerrilleros por seguir su ejemplo.
Finalmente, hay que considerar el épico esfuerzo del socialismo de nuestras tierras por ocultar la historia real del Che, desbaratando sus hechos reales, modificando sus fechas, hasta llegar a la audacia de desconocer los asesinatos que cometió, dirigió u ordenó; y, por si no fuera poco, dejar bien asentadas las tinieblas del engaño, al ser repetido incesantemente en las aulas escolares y universitarias; reeditado en los textos que aprenden, junto con sus primeras letras, nuestros niños, y ellos mismos, ya jóvenes, en las universidades; o visto, por centenares de espectadores, en películas y documentales.
Pero toda esa circunstancia, a primera vista imposible de revertir, puede ser transformada si nos sujetamos a la verdad. Dar a conocer, incansablemente, los homicidios y transgresiones de Ernesto Guevara es la tarea. El Che mató a más personas que Charles Mason, y debería ser considerado un genocida de los pueblos latinoamericanos, como Stalin y Mao Tse Tung lo fueron para sus propios pueblos. Si dejamos asomar la serena faz de esa evidencia, podremos exorcizar el fatuo ícono que representa falsamente la justicia para los más necesitados. Que así sea.