domingo, 24 de junio de 2012

A propósito de la pintura en el Perú




El problema de la pintura en el Perú ha tomado los caracteres más odiosos en su forma y contenido; una vaguedad dé­bil mental cubre la nitidez de los fines o fin propuestos. Se trata de ver claro a través de las volutas imponentes de este nuevo esoterismo: la pintura indigenista cuya cruzada ha tomado virulencia alar­mante en mí país.
Hay quien pretende ayudar la gran miseria que el indio sufre en el Perú, su ostracismo total, llevándolo con verdade­ra saña al lienzo infamante o al cacha­rrillo destinado al turismo y adjudicán­dole todos los estigmas con que las re­blandecidas clases dominantes de Occi­dente gratifican a las admirables razas de color.
En el Perú, país sin tradición pictóri­ca, la barbarie pobre que nos caracteri­za como conjunto se empeña, afanosa­mente, por crear dentro la horrible pe­nuria de recursos, una pretendida pin­tura que no tenga nada que ver con la pintura europea; es decir, que en lugar de las rollizas bretonas, holandesas y demás suizas que poblaron otrora la pin­tura en Europa, tendremos ahora indios a granel. El indigenismo no se circuns­cribe, como es fácil de comprender, so­lamente a la pintura; toda la gama de intelectuales en el Perú quiere levantar las nuevas murallas chinas que nos aís­len de Europa, a quien nuestros sabihon­dos lectores de las traducciones de Spengler llaman decadente, sin reflexio­nar un instante en que si Europa es de­cadente, nosotros intelectualmente, no somos sino un pobre reflejo de esa de­cadencia y con un retraso considerable en años y una falta de vitalidad que nos es peculiar, debida, entre otras cosas, a la pobreza de la facultad de pensar, tan poco desarrollada en los países de habla hispana, comprendiendo a España, natu­ralmente. Todos sabemos o deberíamos saber que el español es una lengua es­tancada desde el Siglo de Oro y en la que la filosofía, la poesía, no han tenido los representantes máximos que en otras lenguas abundan, como abundan entre nosotros los intelectuales que hablan de todo y de nada a través de la mala diges­tión de las traducciones fraudulentas de aquella Editorial famosa, entre nosotros de Chile; editorial que no es suma sino índice de la cultura reinante en nuestro “continente estúpido” como brillantemen­te lo definiera, hace años, Pio Baroja. Continente estúpido, pese a los regoci­jantes meridianos intelectuales que unos sitúan en Buenos Aires y otros según su pobre regionalismo sentimental. Lo único evidente es que la sede del tango está en Buenos Aires irradiando sobre la producción poética continental.

 Pero volvamos a la bisoña pintura pe­ruana que tiene una enojosa tendencia a disolverse y a producir espesas nuba­redas en el cerebro del espectador opti­mista que se decide a contemplarla; es necesario tomar precauciones para ocu­parse de ella, como -no perdamos el sentido de las distancias- para descen­der o penetrar en el laberinto faraónico de una tumba egipcia recientemente des­cubierta. Guay! del que en mi país se atreva a mirar el mundo con ojos que no sean de un denodado pintor in­digenista o los del escritor folkórico, inmediatamente es tratado de extranjeri­zante, afrancesado y enemigo acérrimo del indio, de ese fabuloso mito de car­tón que les produce rentas, entendien­do, sin duda, por amigos del indio a las vetustas turistas sajonas que, álbum de acuarela en mano, se dedican a sorpren­der “el alma del Ande”, para hablar co­mo un indigenista perfecto, dándonos hasta la náusea la consabida imagen del indio en una postura pre-natal con la “quena” entre las manos como símbolo compensatorio demasiado claro de la vi­rilidad adormecida y cantada por cuan­to vale al servicio de la casta explota­dora a existido en el Perú.
César Moro (1903-1956)
El indigenismo es la piedra de toque. O se es indigenista, o se es un farsante; o se pintan en la forma más prima­ria y más ajena a la pintura, con la mentalidad más atrasada, indios sin re­lleno, indios como figurones de feria, o se es el afrancesado más perdido que haya podido producir la “suave patria” sumergida desde hace milenios en la o­presión.
No sabíamos pensar por nosotros mis­mos bajo la provocación del Inca que una vez al año cogía el badilejo simbó­lico para enardecer a sus siervos en el trabajo, mientras el resto del año lo de­dicaba a la preparación del próximo gesto simbólico. Bien es verdad que en la era incaica tuvimos la norme com­pensación de ignorar totalmente la serie de sentimientos “Salvation Army”. La caridad y la insolencia del que siendo más fuerte puede trabajar, para con el que siendo físicamente incapaz, no lo hace, no existían. La dignidad humana tenía su nivel. Vinieron los españoles y con ellos el cortejo horripilante de las virtudes cristianas. Nuestra época de a­borto de todo aquello que no sean las grandes empresas cretinizantes que tan pronto conquistan extensiones territo­riales, como tratan de colonizar las aguas furiosas y desbordantes de la verdadera cultura atacada sin descanso en el cine, el libro, la inmunda prensa venal, etc, etc... Nuestra época, en la que Hitler y Stalin son los más feroces enemigos de esta cultura, se caracteriza, precisamen­te, por esta saña castradora en que el fascio y el martillo llegan a fraterni­zar. (1).
De las manos férreas del Inca pasamos a las garras del conquistador guardador de puercos, fanático, analfabeto, voraz­mente hambriento de oro, goloso de re­volcarse en este excremento ideal y con el conocido complejo de inferioridad que lo lleva a asesinar a Atahualpa cuando éste descubre que Pizarro no puede des­cifrar los signos que representan la idea de Dios, mientras los soldados leen con facilidad la palabra escrita en una uña de Atahualpa, (2) del soberbio Atahual­pa a quien debemos un resplandeciente homenaje por ser el primer hombre que en el Nuevo Continente arroja por los suelos el Evangelio y lo restituye a su lu­gar adecuado. No eran los españoles, que por boca de uno de los suyos, un jesui­ta naturalmente, el P. Aranda, se vana­glorian de destruir hasta seis mil encar­naciones del demonio en un solo día (se refiere a los admirables y sensacionales vasos del Perú), los sandios conquistado­res, los que pudieran traer a nuestro pue­blo una nueva forma válida de pensa­miento, ellos no pensaban sino en for­ma de iglesia; así reemplazaron el Tem­plo del Sol, en el Cuzco, con una iglesia católica, arrasando hasta los cimientos el templo solar.
Al liberamos de España no hicimos sino quedamos con unos españoles peo­res, los mestizos y mulatos españolizan­tes con títulos de Castilla que, a través de la república, amordazan el pensa­miento y mantienen en riguroso inéditas las más elementales conquistas de la de­mocracia.
Y así, naturalmente, pretendemos cir­cunscribir, ahora, la expresión esencial­mente poética, por ende universal, del lenguaje pictórico, a normas que encau­cen el problema del espíritu del hombre actual en el Perú, dentro del callejón sin salida y sin seducción de la reproducción arbitraria o justa del indio, de su mu­jer, de la suegra y del suegro del indio, del hijo del indio y de toda su parentela, vestidos con los trajes que, como la per­petuación de algo incierto, son los únicos que le permite llegar hasta hoy el ex­plotador de su suelo.
A estos latrocinios inmemoriales sus­cribe sin disputa quien, consciente o in­conscientemente, adula a la clase domi­nante pintando para ella y solamente para ella, indios deformes, a quienes di­cha clase acepta en sus casa de pésimo gusto, a condición de que vengan en­marcados y ya sin el peculiar olor a la­na que, según ella, caracteriza a los in­dios. Prefieren sin duda el olor de cada­verina que despide la pintura indigenis­ta. Estos cuadros sirven a los arios ga­tosos como prueba de la pretendida in­ferioridad de las razas de color.
La Escuela de Bellas Artes en el Pe­rú es el baluarte más fuerte de esta a­nodina tendencia; de ella salen, año tras año, hasta la náusea, los innumerables mantenedores del arte cretinizante, los que creen cumplir con la misión profun­damente transformadora del Arte, devo­rando diariamente su ración de indio al óleo. No creo necesario defenderme del estúpido cargo que pudiera hacérseme de escribir guiado por un sentimiento de enemistad o antipatía personal absoluta­mente inexistente, ni de otros cargos que los imbéciles en su miseria moral no de­jarán de hacerme. Ellos solos se juzgan y se definen. Esto dicho, puedo afirmar que no creo en el porvenir mesiánico del indio: veo su actualidad incontesta­ble, veo que todo intento de confinarlo en lo anecdótico no es sino una manio­bra de la peor reacción; veo, como cual­quiera puede verlo, su explotación en mayor o menor grado, al mismo título que los mestizos que poblamos la costa. Los pintores indigenistas tampoco creen en el porvenir de los indios ni en su pa­sado, que desconocen; para ellos el indio es y ha sido siempre el quechua; las de­puradísimas civilizaciones de la costa no existen: no perciben la resonancia ex­traordinaria, y no cancelada como reso­nancia y revelación, de su arte ejemplar que, como una bestial cabeza decapita­da no cesa de amenazar con sus terri­bles fuerzas de sueño, la miserable rea­lidad que lo circunda y lo desvirtúa. No ven sino el indio mutilado que nos dejó la Colonia de nefasta memoria, al indio vestido de harapos multicolores.
Pero hay un indio que es bestia de carga en competencia con la llama es­belta: un indio igual a todos los hombres explorados; un indio que puede tener y tiene, inúmeras veces, una impecable be­lleza clásica; un indio que trabaja sin descanso bajo climas implacables con un miserable puñado de maíz como alimen­to; un indio que se hunde en el refugio de la coca y del alcohol; un indio que deberá escupir el salivazo de su despre­cio sobre aquellos que lo pintan como un monstruo de farsa. (3) A ese indio prefieren ignorarlo porque no es lo bas­tante particular para distinguirse de to­dos los hombres que no son sino uno so­lo; ese indio no es pintoresco y en ese caso más vale recurrir como tema a cier­tos aspectos del barbarie costeña: se puede pintar, por ejemplo, la procesión del “Señor de los Milagros”.
Los pintores indigenistas no creen en la actualidad del indio, porque la actua­lidad significa la pérdida de los colori­nes y el crepúsculo de lo pintoresco y antes que perder el temario, prefieren ayudar a perpetuar a toda costa el esta­do de cosas que les asegura frescos, buenos trozos ya listos de pintura fácil­mente exportable.
No propongo ninguna escuela en reem­plazo de otra. Sólo quiero suscribir al postulado de “toda licencia en Arte”. Contra las escuelas que no hacen sino dar fórmulas para mejor atraer y entre­tener al comprador y no quitarle el sue­ño ni interrumpir su digestión. El arte empieza donde termina la tranquilidad. Por el arte quita-sueño, contra el arte adormidera.

México, 31 de Diciembre de 1938 

 (César Moro. A propósito de la pintura en el Perú. En la revista El uso de la palabra. Lima, Diciembre de 1939, pp. 3,7.)

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(1).- En Octubre de 1939 no queda ya ni la sombra de una sombra de duda sobre la estrecha
similitud de los fines perseguidos desde siempre por Stalin y Hitler. Inútil decir que el slogan “De­fensa de la U.R.S.S.”, tiene, actual­mente, tanto contenido revolucionario como el próximo slogan que el cadáver de la ill Internacional puede lanzar: “Defensa del Imperio Japonés”.
(2).- Prescott: “Historia de la Con­quista del Perú”.
(3).- Salivazo que debe extenderse al próximo Congreso Indigenista a celebrar­se dentro de poco en alguna república latinoamericana.