miércoles, 23 de octubre de 2013

Viernes de miércoles (cuento)

Por Álvaro Sarco

     
    Tengo mala suerte con las mujeres. No sé por qué. Lo he pensado mil veces sin dar con la causa. Feo no soy. Tampoco apuesto. Digamos que estoy en un punto medio. Sé de tipos francamente feos, tontos y sin dinero, que salen con agraciadas mujeres. No es que yo aspire únicamente a eso, el hecho es que ando siempre solo. Rabiosamente veo a las parejas entrar en los hostales. Me paro en una esquina, como haciendo hora, pero lo que hago es espiar a los amantes. Y así la envidia me consume, me roe las entrañas horriblemente, pero nada me mueve de mi posición. Esto puede resultar escandalizador o chocante, mas no oculto lo que hago.
    Por suerte la calle está llena de damiselas. Sin sus providenciales auxilios no sé qué sería de mí. Invierto en ellas la mayor parte de lo que gano sacrificadamente. El dinero me ha permitido acostarme con todo tipo de mujeres; pequeñas, altas, lánguidas, exuberantes, fogosas, indolentes, jóvenes, maduras, blancas u oscuras. Sin embargo, nunca he quedado plenamente complacido. No es que albergue algún capricho sexual insatisfecho, pero sí una desazón por contratar los favores de una mujer. Pasan los años y aún no puedo acostumbrarme a ello. En fin, no es eso lo que quería referir ahora.

    Podría decirse que mi apetito sexual es ingobernable. Si paso varios días de abstinencia, empiezo a temblar, mi carácter se torna irascible y no logro concentrarme en nada. Entonces, cuento mi dinero y raudo me procuro los servicios de una mujer de vida airada. De no tener efectivo disponible pido prestado a quien sea, o vendo algún objeto mío con tal de satisfacer mi furia venérea. Sé que esto me está llevando a la ruina total, pero no puedo evitarlo.

    Hace poco tuve uno de mis ataques. Enseño en un colegio particular y fui a dictar clases en un completo estado de excitación física y mental. Mi clase resultó un total desastre; confundí los datos, olvidé los conceptos, tartamudeaba, sudaba copiosamente. Un creciente alboroto se fue apoderando del salón. Empecé a gritar, a gesticular sin concierto tratando grotescamente de ganar aplomo, pero todo fue inútil; se había esfumado el pobre respeto que me tenían. Cuando al fin sonó el timbre salí huyendo, entre mil murmuraciones y las miradas burlonas de mis alumnos. Eran las dos y media de la tarde. A mitad del patio detuve a uno de mis colegas, conocido por su buen corazón, y le dije con tono desesperado:
    -Hermano, necesito tu ayuda.
    -¿Qué pasa? 
    -Mi madre está muy enferma, grave.
    -¿Qué tiene?
    -No sé, ni los médicos lo saben con precisión. Ahora está en el hospital y le están haciendo algunos exámenes, pero está muy mal...
    -Qué desgracia, pero, ¿en qué te puedo ayudar?
    -Necesito un préstamo. Tú sabes, hay que pagar los análisis y me he quedado sin un centavo.
    -¿Cuánto?
    -Ciento cincuenta –contesté temeroso de que mi colega me dijera que no. Se quedó pensando y luego dijo:
    -Sólo te puedo prestar ochenta. Lo siento, pero no tengo más.
     La perspectiva de una acompañante de asegurada calidad se esfumó. Sin embargo, pensé que peor era nada y le dije:
    -No importa, dámelos. Bendigo cualquier clase de ayuda en esta hora de prueba.
    Mi colega sacó los ochenta y me los dio.
    -Te los pago a fin de mes –prometí.
    -Está bien. Ojalá tu madre se mejore pronto.
    -Dios te escuche –respondí-. Nos vemos.
    -¡Fuerza! –me dijo, estrechándome ambas manos, pero las suyas sudaban, así que retiré las mías de inmediato.
    Salí impaciente del colegio.

    Con ochenta soles en el bolsillo tuve que limitar mi itinerario por el centro de la ciudad. Tomé un ómnibus y bajé en Wilson. Pero aún era muy temprano. Decidí entrar al restaurante vegetariano Krishna. Almorcé cualquier cosa. No había parado de sudar y de seguro los comensales, al verme, pensaron que me hallaba enfermo o algo así. Me pregunto qué me lleva a almorzar ahí. Ningún platillo me convence, es más, la carne de soya parece jabón. Creo que me simpatizan los cuadros de esos pintorescos dioses de la India. Sobre todo el cabeza de elefante. Realmente no puedo dejar de reírme cuando lo veo.

    Estuve algo más de media hora en el restaurante. Me dirigí luego a un cine que ofrecía un par de películas porno. Una de ellas ya la había visto, pero entré de todos modos. El lugar apestaba. Salvo la película, no veía nada, así que me senté en el primer sitio con que me topé. Al aclararse mi visión logré divisar a la gente que me rodeaba. Me pareció un público honorable, respetuoso y discreto. Erré de cabo a rabo en mi apreciación. El tipo sentado a mi derecha me examinaba en actitud sospechosa. Volteé a mirarlo y él se quedó viéndome a la cara, mostrando su pervertida sonrisa sin ambages.
    -¿Qué me ves, marica? – le increpé enérgicamente.
    -¡Ay, qué tipo tan agresivo! -respondió el invertido con su infamante voz aflautada.
    -Sí pues, soy agresivo. ¿Algún problema?
    -Relájate, papi. No hagas tanto hígado.
    -Lárgate antes de que te reviente a patadas.
    El desviado se puso entonces de pie y me dijo:
    -¡Viejo amargado! –y se marchó enseguida.

    En adelante, ya no me molestó más esa clase de lacra. Las películas eran de larga data, y una de ellas se había constituido en todo un clásico. El mítico John “38” Holmes actuaba en ella, en dupla con la también desaparecida y no menos legendaria Rebecca Young. Como a la hora de estar en el cine pasó algo infrecuente; entró una pareja de enamorados. De inmediato la muchacha concitó el interés del nutrido público. La pareja se sentó en el extremo derecho, como a la mitad de la fila. Vi cómo algunos, disimuladamente, fueron ubicándose en las inmediaciones de la pareja. Los alentaba la esperanza de ver algo en vivo y en directo. No pude sustraerme a esa justa perspectiva y me senté cerca a la muchacha. En adelante dejé de concentrarme en la película y, soslayadamente, me dediqué a atisbar la expresión de la chica en las escenas más crudas. Ella lucía imperturbable, aunque alguna vez volteó esbozando una rara sonrisa; quizá porque por dentro ardía en deseos de ser poseída por todos, en desesperada y violenta orgía. Llegó un momento en que gran parte de la concurrencia estaba más atenta a la chica que a la película, así que el compañero de la muchacha, totalmente incómodo, se levantó y la sacó de allí. Muchos nos quedamos relamiéndonos los labios, como si hubieran puesto a nuestras mesas siempre exiguas un manjar de reyes, para ser retirado tras la constatación de un error.

    Abandoné el cine alrededor de las ocho de la noche. Tenía ganas de miccionar, mas de ningún modo hice uso del baño del cine, pues es sabido que aquél es fuero privativo de la sodomía más reprobable. Una vez afuera, alquilé un baño en una playa de estacionamiento. Por ahí también tomé una gaseosa, compré algunos cigarrillos y caminé hacia la zona roja. La calle tenía putas de todo tipo. Yo pretendía intimar con una chiquilla que no pareciera muy recorrida y que no cobrara mucho por dos sesiones. Me di un par de vueltas sin encontrar a la candidata de mis anhelos. Fumando, me recosté a una pared a la espera de que llegaran más chicas. Entre la aviesa turba de marchantes avizoré, varios minutos después, a una criatura delicada y sensual que delataba cortísima edad. De lejos, destacaba sobre las demás. Se detuvo en una esquina y de inmediato varios comenzaron a asediarla. Me precipité sobre ella y abriéndome paso entre los que la rodeaban, la tomé del brazo con una decisión inusual en mí. La llevé a un lado.
    -¿Cuánto? –casi grité.
    -Veinte.
    -Te doy treinta por dos servicios. ¿Qué dices?
    -Bueno –aceptó algo sorprendida del desarrollo de los acontecimientos.
    -¿Dónde está el hostal? –indagué.
     -Al frente –me respondió, y tomados de la mano, cruzamos la calle como dos incongruentes amantes.
    El hostal era un sórdido edificio de cuatro pisos. Antes de ingresar, la muchacha me dijo que la habitación costaba cinco soles.
    -Pero habíamos quedado en treinta –le recordé.
    -Treinta por la atención –me dijo-, el cuarto es aparte.
    Yo no tenía en ese momento ganas de discutir y le entregué el dinero. Entramos.
    -Hola, Estrella –la saludó un viejo cuartelero de ojos vidriosos.
    Ella dejó los cinco soles sobre el mostrador y preguntó secamente:
    -¿Cuál?
    -El 201.
    -¿Hay agua limpia?
    -Sí –respondió el caficho crepuscular.
    -Ya sabes –le dijo ella, pero yo no entendí a qué se refería.
    -Ya sé, preciosa. No te preocupes –le respondió el vejestorio.
    -Vamos –me dijo Estrella y subimos las escaleras. Una vez dentro de la habitación le di los treinta acordados.
    -Quedamos en dos polvos –recordé.
    Ella no me respondió y guardó el dinero en su bolso.

    No vestía precisamente como una prostituta y en ello residía parte de su encanto. Pasaba por una estudiante de una universidad o de algún instituto. Traía jean, zapatillas y un polo ajustado.
    -Ven para lavarte –me dijo aproximándose a un viejo balde encima de una silla. A un costado había también un jabón que seguro había sido usado con todos. Aquello me pareció una asquerosidad inaceptable, y algo absurdo, también.
    -¿No voy a usar preservativo? –pregunté.
    -¡Claro! –exclamó-. Ni loca para hacerlo sin jebe. Me puedes contagiar algo. Tienes cara de enfermo.
    -¿Entonces, para qué me vas a lavar?
    Me miró molesta y dijo con brusquedad:
    -Bueno, así nomás pues –y advirtió-. Son tres soles por los preservativos.
    -¿Tres soles?
    -Sí. ¿Estás sordo?
    Saqué las monedas y se las di.
    -Rápido, quítate la ropa –casi me ordenó. Se despojó a su vez de las zapatillas y se bajó el jean. Ante ese espectáculo sufrí una violenta erección. Cuando terminé de desvestirme, ella sacó un preservativo de su cartera y poniéndose en cuclillas, me lo puso con gran destreza. Después se levantó, y tras sacarse la truza, se echó sobre el catre mirando fijamente al techo. Yo me lancé sobre ella y empecé mi performance. En breve tiempo desplegué una serie de esforzadas variantes. A ella la notaba totalmente retraída.

    Quise besarla en el cuello, en los labios, pero Estrella me rechazaba sin quitar los ojos del techo. Fueron transcurriendo los minutos y mis ardientes embestidas proseguían imparables. Ella estaba fría, como un busto de mármol, ni siquiera se movía. Pasé una mano por sus pechos y Estrella me la rechazó. Al tratar de subirle el polo me dijo:
    -No friegues, pues.
    -¿No vas a mostrarme los lindos pechitos que tienes?
    -No por la miseria que me has dado. Dame algo más.
    No estaba dispuesto a darle ni un sol más, pero igual insistí de palabra.
    -Vamos, linda–le dije-. No seas malita.
    Ella dejó de ver el techo un instante para gritarme a la cara:
    -¡Cacha y no jodas!

     Se esfumaron todos mis deseos de golpe, y no era para menos. El miembro se tornó fláccido, y al sacarlo de ella, casi se le sale el preservativo.
    -¿Qué pasa? –me preguntó Estrella.
    -No sé –le respondí, aunque estaba claro qué era lo que ocurría-. Se me murió. ¿Puedes besármelo?
    -La chupada está diez soles.
    -No tengo, Estrella.
    -Mala suerte. ¿Vas a tirar o no?
    -Espera un momento –le dije, y empecé a frotarme con entusiasmo. Me concentré en el cuerpo de Estrella, en sus pechos (que en ese momento sólo podía adivinar), y en la deliciosa mata negra de su entrepierna.
    -Apúrate –dijo ella, dirigiéndome un gesto de incalculable desprecio.
    Justo cuando, tras mucho esfuerzo, volví a lograr una erección respetable y me disponía a embestir con renovados bríos, alguien golpeó la puerta con brutalidad. Parecía que quería derribarla. Naturalmente, me asusté. De inmediato pensé en una intervención policíaca o algo parecido. Pero alguien detrás de la puerta gritó:
    -¡Tiempo!
    Estrella me hizo a un lado y se paró.
    -¿Qué pasa? –pregunté sentado sobre el catre y con el miembro nuevamente fláccido.
    -Acabó el tiempo –me contestó Estrella mientras se ponía el pantalón-. Te dije que te apuraras.
    Volvieron a tocar la puerta y a vociferar:
    -¡Tiempo carajo!
    -¡Pero si no han pasado ni quince minutos! –protesté tras consultar mi reloj–. Además, ¿no habíamos quedado en dos polvos? ¡No he podido terminar ni uno!
    –Ese no es mi problema. A mí me controlan el tiempo –contestó Estrella amarrándose las zapatillas.
    Me paré junto a ella. Un adminículo profiláctico colgaba de mi hombría. Estaba paralizado. Estrella abrió la puerta y salió, entonces pude ver al viejo cuartelero que, desde la puerta, y blandiendo un palo, me dijo amenazante:
    -¡Tienes un minuto para largarte, o si no…!

    Nunca me he vestido tan rápido como aquella noche. Salí corriendo, y una vez afuera busqué a Estrella para reclamarle, pero no la encontré por ningún lado.
    Harto de dar vueltas, se me ocurrió ahogar en licor el malestar que me dominaba. Pensé en Max, un viejo amigo de la universidad, y me dirigí en taxi a su casa.
    Cuando salió de su vivienda, y tras confundirnos en fraternal abrazo, le sugerí sin rodeos:
    -¿Vamos a tomar unos tragos?
    -Excelente idea -respondió.

    Eran las diez de la noche. Fuimos hasta una plaza; carros con sus radios a todo volumen y gente emborrachándose por doquier infestaban el lugar.
    Compramos un vodka barato en una panadería y nos sentamos en una banca. A veces uno que otro drogadicto o ebrio se nos juntó pronunciando disparates o pidiéndonos una moneda. No faltaron, también, algunos conatos o peleas de adolescentes estúpidos. El vodka nos mareó. Nos dio hambre, así que en medio de una confusión de voces y bulla de las radios volvimos a la panadería.
    Compramos dos empanadas de carne. Regresábamos a nuestro lugar cuando Max me dijo señalando una esquina:
    -¡Mira esa putita!
    Era una chiquilla de unos dieciséis o diecisiete años que se levantaba el polo y enseñaba los pechos a cuantos pasaban. A medida que nos fuimos acercando a ella nos pareció que más que una puta era una fumona o borrachita. Estaba descalza, tenía la ropa sucia y rota y reía estúpidamente.
    Al llegar a ella la saludé melosamente, ella miró mi empanada y se me pegó.
    -Invítame –me dijo.
    Al mirarla de cerca me di cuenta, aún dentro de mi embriaguez, de lo desequilibrada que estaba. Pero era joven y de buen cuerpo. ¿Qué importancia tenía su salud mental?
    -Invítame, pues –me repitió, y sujetando la mano con la que yo llevaba la comida intentó morder la empanada. Lo evité.
    -¿Qué me vas a dar a cambio? –le pregunté mirándola con creciente codicia.
    Levantándose el polo me enseñó los enormes pechos que tenía. Se los toqué con la mano que tenía libre.
    -Dame –me dijo señalando la empanada que yo mantenía fuera de su alcance.
    Le di la empanada, y mientras ella comía con chocante voracidad, yo la manoseé a mi antojo.

     Malicié que podía obtener algo más que sólo acariciarla. Así que cuando la loquita terminó la empanada le pregunté:
    -¿Quieres más, no?
    -Sí –me dijo mirándome con ojos absortos.
    -Espérate aquí –le dije-. Ya no te estés descubriendo. Te voy a comprar más a la panadería.
    Ella asintió con la cabeza.
    Me dirigí aprisa a tal establecimiento. Max, que se había mantenido al margen, me dijo dándome el alcance:
    -¿Compramos más trago?
    -Me voy a tirar a esa loquita. Sólo quiere que le compre algo de comida.
    -¿A esa mugrosa?, ¿estás loco?
    No le hice caso y seguí a paso ligero. Me siguió. Irrumpí en la panadería. Me abrí paso entre otros compradores ebrios exponiendo mi integridad física. Mil afiebradas imágenes saturaban mi mente enardecida por el deseo y el vodka.
   
    Salí con dos empanadas más. Miré ansioso hacia la esquina donde había dejado a la loquita. No podía creer mi mala suerte; justo en ese instante un taxista se la estaba levantando. Era un volkswagen destartalado de color amarillo. Aún grité, desesperado:
    -¡Aquí están las empanadas!
    Y levanté la bolsa que las contenía.
    Pero el taxista pisó a fondo el acelerador y salió volando.
    Mi amigo Max reía ruidosamente.
    -¿Cuánto me habré demorado? –le pregunté-. Creo que ni tres minutos, ¿verdad? Malditos taxistas, ¿no contentos con levantarse putas y travestis, ahora también se levantan locas? Hasta misio me he quedado –renegué.
    -Vamos, te invito una chata de ron. Sigamos tomando –dijo Max aún riéndose.
    -Sigamos tomando -repetí resignado. Saqué mecánicamente una de las empanadas y le di una buena mordida. Así acabé con ellas, pero no se me fue el apetito. ¿Por qué? No lo sé. Ya me cansé de hablar de esto.