martes, 28 de enero de 2014

Cuaderno de notas, VI

 Carlos García (Hamburg) / [carlos.garcia-hh@t-online.de]


Una incómoda teoría

La refutabilidad de una hipótesis certifica su condición de cien­tífica. Desde un punto de vista estético, sin embargo, con­sidero superior aquella imparcial hi­pó­te­sis que no consiente ni prueba ni refutación, y cuyo mejor atributo es la in­si­dia o la inutilidad.

En el decurso de su inimitable evolución, el universo produjo una serie de ex­pli­ca­ciones más o menos atrevidas acerca de su origen. Una de ellas, la bulli­cio­sa teoría del "Big-Bang", pro­pone que el universo se encuen­tra desde su im­pre­senciado naci­miento en permanente expansión. 

Poco importa ahora cuál variante de esa aturdidora noción es más plausible o menos desorientadora: si la que atribuye a ese des­man­dado proceso reversibi­lidad, o la que, alérgica a las si­metrías o a las vanas repeticiones, la niega. De un modo u otro, y por un mo­mento de inimaginable duración, cada punto del cielo se aleja de to­dos los demás a progresiva velocidad. (Des­deño recalcar que hay aquí una paradoja espeluznante: el uni­verso, infinito desde el prin­cipio, crece sin dejar de serlo).

Ignoro si alguien se siente tangido por semejante hipótesis, aun­que creo en­tender que nos atañe medularmente. Si me fuese per­mitido de­po­sitar una nota al pie de esa formidable con­jetura, intentaría ilu­mi­nar un detalle de creciente im­por­tancia: si convenimos en que cada punto del espacio se aleja de todos los de­más, no cabe supo­ner que esa vertiginosa ley haga precisa­mente con noso­tros una ex­cepción. Ese mordaz asterisco recor­daría que la hipótesis nos con­vierte en desmesurados Gargantúas entre inmensos Panta­grueles, en cósmi­cos Polifemos, en raudos Tita­nes que usurpan un cielo in­me­re­cido sin encon­trar resis­ten­cia. La aviesa explicación del mundo trasmuta la más deli­cada in­ti­mi­­dad de nuestros cuerpos o mentes en estelar gro­sería, au­menta nuestros ór­ga­­nos, nuestras caries, nues­­tras culpas. Al separar cada átomo de todos los de­­más, nos ena­jena, por añadi­dura e impercep­ti­blemente, de nosotros mis­mos.

El mismo principio desaconseja, sin embargo, entregarse al des­con­­suelo; pues­­to que crecemos a la misma velocidad que nuestro en­torno, somos a cada se­gundo, en términos absolutos, más gran­des, pero, en términos relativos, per­ma­necemos igua­les. El jactan­cioso Metro de Platino, conservado en París co­mo honesto e impar­cial garante de nuestros cálculos y negocios, es voluble y falaz has­ta el escarnio, pero cumple puntual­mente su tranqui­lizadora función, ya que crece a la par nuestro y en la misma escala. Nuestras miserias pu­lulan sin tregua y se acrecientan geométri­camente, pero lo mismo sucede con la es­to­lidez que nos permite soportarlas. 

Igual que la lanza del héroe griego, que, según relata Homero, restañaba las heri­das que abría, esta acelerada y vasta hipótesis nos asoma irres­ponsa­ble­mente a un abismo incalculable, pero nos agiganta al mismo tiem­po los ojos para que podamos sos­tener mejor la mi­rada.