martes, 25 de febrero de 2014

Hawthorne: la letra del pasado



Uno de los antepasados de Nathaniel Hawthorne se contó entre los fundadores de Nueva Inglaterra: con la Biblia en una mano y la espada en la otra se dio a la persecusión de los réprobos. Las ululantes mesnadas del fanatismo arrojaron sobre su familia la turbia sombra de la intransigencia y el arrepentimiento. Hawthorne pasó su vida de escritor conjurando y expiando a través de sus narraciones las heridas heredadas. El mal como un tatuaje hereditario, la mancuerna del pecado y el origen estremecen sus páginas. No sin resignación Hawthorne confiesa que una ocupación como la suya -la de escritor de cuentos y novelas- de seguro sería vista con desdén y condescendencia, si no es con franca reprobación, por sus antepasados puritanos. Lo contrario no es menos cierto. Le repugnan los inquisidores, los jueces perseguidores de réprobos no le despiertan simpatía aunque sea capaz de apiadarse de ellos y describirlos con destreza. 

Nadie puede negar que la suya sea una literatura que se alimenta de alegorías. Aunque no se puede ocultar su propensión a rematar sus cuentos con moralejas, es enemigo de las explicaciones positivas, poco convincentes, descubre en la virtud más secretos de los que se puede suponer. Nathaniel Hawthorne suele fatigar la relación paradójica entre el ser y la apariencia. Los engaños se manifiestan en primer lugar como apariencia. Por ejemplo, en la riqueza descubrimos una forma onerosa de la miseria, las utopías hacen crecer su raíz en la tierra húmeda de la cárcel y el cementerio, la modernidad se transforma a su vez en una superstición y el adulterio no es más que una peligrosa consecuencia del amor, su consagración por así decirlo. Así, aunque viva rodeado de los cuidados de su familia, un hombre es un paria, un proscrito de la comunidad de los afectos cuando, así sólo sea por un instante, pierde el ritmo de los usos y se le escapa, con las costumbres, el conocimiento de su lugar en el mundo.

Tal vez no sea necesario insistir en que la metafísica de las costumbres entrelineada por Nathaniel Hawthorne exige un conocimiento minucioso y exacerbado del orden cotidiano como única vía de acceso hacia la intuición del lugar de cada cual en el mundo. A diferencia de Emerson, Thoreau y de Whitman, Hawthorne cree en el mal. Sabe que ni siquiera las buenas intenciones del pensamiento utópico le pueden ser ajenas. La cordura no era precisamente el fuerte de los seguidores de Charles Fourier con quienes participó en un experimento de vida comunal. Por mucho que sus algunas de sus actitudes y preferencias lo acerquen al romanticismo, Nathaniel Hawthorne está muy lejos de ser un romántico. La confianza pagana en las fuerzas de la naturaleza, la exageración afectiva, el arrebato, la efusión sentimental le son tan ajenos como el culto a una libertad espiritual que le resulta, ¿quién lo dijera?, incomprensible. Imagina la ética, le interesan las pasiones o, más bien, esas sombras de las pasiones que son los móviles, la cadena de los apetitos y de las inclinaciones.

En sus narraciones alienta cierto clima medieval, acecha el trasmundo, renace en sus fábulas la casuística del pecado y la penitencia: la ficción acuña los emblemas del ejercicio espiritual. Esas variedades del oscurantismo explican por qué se mueve en la sombra y escribe, por así decirlo, en el crepúsculo, a la hora en que los perros se transforman en lobos. Su poderosa fantasía ética le permiten desplazarse cómodamente en los subterráneos. ¿De dónde viene el mal, cuándo empieza? La campanuda pregunta del mal no tendría sentido si en ella no se oyesen ya los ecos de su réplica. Maldición, estigma, herida, el mal, hereditario e irreparable, se propaga por el mundo y aun las sombras logran hacerse un lugar en la plenitud del día. El mal está en el pasado que olvidamos y en el cual nos olvidamos, en cierto sentido es el pasado, gira como una memoria impersonal que infunde y que devora periódicamente los errores de que se alimenta. Porque de él se alimenta. Y así la herida no sólo es el objeto del conocimiento, encarna también el instrumento y el método. La herida es el medio que justifica ese fin que es el conocimiento. Cuando uno descubre que lleva una víbora en el pecho, no tarda en percatarse de que la propia no es la única serpiente y empieza a reconocer a quienes, a nuestro alrededor, son también anfitriones de un reptil. 

Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
La letra escarlata es un estigma bordado sobre el pecho adúltero, pero gracias a ese signo la mujer en cuestión adquiere la facultad de reconocer infaliblemente los estigmas ocultos de quienes la rodean. No sólo eso. Al proscribirla de la sociedad, la letra escarlata la sitúa en una posición privilegiada: más allá de los usos, en una envidiable intemperie visionaria. Hawthorne creerá en Walden a condición de que la puerta de entrada al reino intacto del edén sea la boca misma del infierno. De hecho, cabe considerar a Wakefield como una versión irrisoria de Walden. ¿Hay mucha diferencia entre el señor que se escapa de su casa para irse a vivir clandestinamente al edificio de enfrente y el niño excursionista que juega a Adán Crusoe en el bosque que está a la salida del pueblo? En ambos casos, se echa el albur de la desobediencia civil. A Wakefield la travesura la travesura se le transforma en una revelación interminable de su secreto destino, una broma inofensiva que termina por cambiar el mundo: ¿el que pierde su lugar en el mundo, no le quita también algo a ese mundo que ha perdido?

La sutil parábola de Hawthorne permite intuir las odiseas inamovibles del hombre moderno. En cambio, el Walden de Thoreau ofrece una variación moderna del mito de la edad de oro, una arcadia hecha con las manos, por un hombre que se ha hecho a sí mismo. Hawthorne, discípulo involuntario de Confusio y de los legalistas chinos, considera que el hombre se hace así mismo en una medida harto escasa. Y esa medida se llama angustia. Invariablemente sus personajes esdtán heridos de muerte. Esa herida abre de par en par las puertas del mundo. La fraternidad clandestina de la enfermedad le resulta visible sobre todo a quienes la sufren. Un sexto sentido permite a los sectarios de la carne reconocerse entre sí. Hawthorne no es ajeno a esa simpatía. Se adentra en la noche iluminado por su propia obscuridad, reconoce a los prisioneros del cuerpo: él también está cautivo en su propia torre de sangre. El observador de la naturaleza humana, el espectador de las pasiones que es Hawthorne se ha entregado a lo que él mismo llama el pecado imperdonable de la inteligencia sin misericordia, la curiosidad gratuita por las agonías del prójimo. Es el pecado de Ethan Brand pero también el de Roger Willinwood, el marido ofendido de La letra escarlata, quien cobra venganza limitándose a fomentar los tormentos del sacerdote elegido por su esposa para engañarlo. Esa inteligencia es el irreparable pecado de Hawthorne y en ella estriba su audacia, y es digna de toda gratitud. ¿Y cómo no iba a ser digna de gratitud esta dramatización continua del alma y sus arbitrios, de sus solitarias deliberaciones, en la edad de la desaparición del alma? Su geometría de las sombras pasionales no carece de rigor en ningún caso. En sus cuentos y novelas cada adjetivo, cada nombre, cada adverbio y cada objeto tienen una razón de ser necesaria y nítida. Mencionaremos como ejemplo el uso de la luz y de las sombras en La letra escarlata y La casa de los siete tejados. Por motivos de esta índole, Hawthorne allana una reinvindicación de la alegoría. La habilidosa alegoría de Hawthorne esgrime con rigor y ordena con claridad sus haces imaginarios, la baraja de sus símbolos verbales: gracias a ella accede a la plenitud de la forma cerrada. La alegoría exige un lenguaje literario, solicita una fábrica verbal, presupone una cuidadosa técnica de alusiones recíprocas, desencadena una cascada de insinuaciones subyacentes y ostenta voluntad de miniatura en el espacio mural de la novela.

Flaubert no leía en voz alta: berreaba los párrafos de la novela en curso a medida que los pasaba en limpio. Se releía por así decirlo con un cardioscopio. Bioy Casares cuenta a sus amigos las tramas de sus cuentos antes de escribirlos. Nathaniel daba largos paseos en el curso de los cuales le contaba a Hawthorne la narración que en ese momento tenía entre manos; de vuelta a casa, sentado en el escritorio, se limitaba a dictarle lo que le había leído poco antes. De ese modo desarrolló, como afirma Malcom Cowley, "un estilo andado, una frase para cada paso y una coma después de cada frase, como una huella en la arena".

Hawthorne escribe alegorías, las escribe bien, se puede reconocer su debilidad por la pedagogía emblemática; no se le puede echar en cara su grandilocuencia. Lo distingue la llaneza de una lengua que, por cierto, nunca se abre a los aires de la conversación. La variedad y riqueza de su idioma ha llevado al Edmund Wilson de Patriotic Gore a situarlo literariamente junto a los autores representativos de los grandes latifundistas, siguiendo la lógica de que a muchas palabras corresponden muchas propiedades. Sin embargo, merced a la riqueza reflejada en su minuciosa pupila verbal , Hawthorne mitiga, como tan bien ostenta La casa de los siete tejados, con las coartadas de la etnología los crímenes del símbolo sin incurrir de ningún modo en el costumbrismo; en las páginas de Wakefield y del Prólogo a La tierra escarlata, consanguíneas de las de Gogol, pioneras como las de él, se adentra ya en una exploración literaria del mundo de la burocracia. Bartleby y el narrador de La letra escarlata son primos hermanos precursores de los mansos y mustios empleados del castellano Klamm. La guerra, el Estado, la utopía -esa otra forma de la obediencia civil- los horrorizan.

Sus bocas transforman el fuego de las arengas de aserrín. Los periódicos los hacen dormir. Hawthorne escribe con desgano despachos de guerra que le publican mutilados porque la guerra -lo dice- le parece estúpida. Tal vez adivina que el juego de predestinaciones que desencadena un crimen colectivo es mucho menos susceptible de arrepentimiento que el modesto y mucho más audaz crimen individual. En ese mármol está esculpido el fauno. La dialéctica del arrepentimiento, la penitencia ya inscrita en el pecado hace innecesario el castigo que es en sí mismo otro crimen. De ahí que la cacería de brujas no constituya más que una burda variedad de la brujería.

Hawthorne -aclarémoslo- no era un hombre propiamente religioso. En su época la religión se encontraba en decadencia y el vigor con que surgieron entonces las comunidades utópicas sea tal vez la mejor prueba de aquella crisis. Pero si bien no militó en la Iglesia ni adoptó la religión como un arma, sí heredó de sus antepasados un conjunto de piedades que, como apunta Lionel Trilling, comprometieron plenamente su mente y su corazón. Uno de los sentimientos más poderosos de esa herencia es el que gravita en torno a la culpa y el arrepentimiento. El mal en Hawthorne posee una materialidad inesperada. En la tensa red de su nerviosa sensibilidad los sentimientos mórbidos se transforman en serpientes que devoran a sus personajes, la sangue fría se endurece hasta producir un alambre de hielo que inmoviliza las arterias. Hawthorne sigue, no sin perplejidad, el combate que se desarrolla dentro de su propio cuerpo. La hija de Rapaccini -casto corazón en cuerpo de veneno- ilustra gráficamente los debates y devaneos que agitan a los cuerpos poseídos por la geometría de Hawthorne. Incluso la energía y el vigor de la juventud pueden llegar a ser considerados con extrañeza por los seguidores del experimento del Dr. Heidegger, quienes beben un elixir rejuvenecedor cuyos efectos, en virtud de su rapidez, resultan desgarradores. Entre las mil maneras que Hawthorne tiene de explayar la distancia entre apariencia física y la vida interior, la paradoja de la decisión no es la última.

Un instante de tentación, una atracción momentánea a comulgar con el mal revelan a Maese Brown que "toda la tierra no es más que una inmensa mancha de sangre...", y a partir de ese momento, a pesar de vivir rodeado de cariño y amor, zozobra en un oscuro desemparo que lo acompaña hasta la muerte. En este, y en otros cuentos de Hawthorne, por ejemplo en "La sepultura de Kisman", aparece una sugerencia: el destino se decide en un instante. De instante en instante se decide la historia y la decisión que desencadena infecta el espacio, corrompe la geografía, embruja una casa, vuelve intolerable la vida de un pueblo, descubre que "una maldición física ha devastado el lugar".

Por eso las semillas de la superstición y de la intolerancia envenenan la tierra. Por eso Hawthorne, al escribir sin olvidar que el polvo de los mártires se agita debajo de sus pies, se sitúa en cierto modo en el centro y al margen de la historia. Para una cultura como la norteamericana, fundada en el culto al presente, la memoria de la vergüenza constituye una herejía. Hawthorne -ese discreto heterodoxo- nos recuerda a un personaje suyo, ese joven campesino que en "Mi pariente, el Mayor Molineux" va en busca de un familiar remoto al que, luego de muchas decepciones y burlas, por fin descubre. Alrededor del pariente perdido gira el escarnio, en él recae toda la burla y la vergüenza. Tal vez ésta sea la fuente de aquella sonrisa triste que se insinúa en las páginas del último Hawthorne, ese escritor que escribió para perdonar a sus antepasados.