sábado, 25 de septiembre de 2010

O. Henry

Por Daniel Goldin


Los tratados críticos de literatura norteamericana rara vez lo mencionan y cuando lo hacen le dedican tan solo unas líneas, escuetas y condescendientes ante un escritor que muy poca oportunidad les da a sus autores para exhibir sus habilidades exegéticas: todo en este escritor es demasiado claro y superficial, demasiado artificioso y literario como para que lo tomen en serio los que toman en serio la literatura. Así, el recurrente encomio de su habilidad narrativa y el reconocimiento obligado de su papel en el “desarrollo técnico” del cuento norteamericano. Sin embargo, este escritor que pocos identifican por su nombre fue, como ningún otro, leído y querido por sus contemporáneos. “Ninguno de sus predecesores –dice Arthur Voss- explotó la historia artificiosa con cálculo tan deliberado o con mayor facilidad, y ninguno logró nada como la fenomenal popularidad que él consiguió al escribir sus historias para revistas y periódicos de circulación masiva con la intención de 'complacer a todos'". Sea cual sea la justicia del olvido que la posteridad le ha conferido hay que reconocer que fue justamente de su nombre de lo primero que se desprendió William Sidney Porter al comenzar, recluido en la cárcel, su breve carrera literaria.

William Sidney Porter nació en Greensboro, Carolina del Norte, en 1862. Fue lector voraz, cowboy, gambusino, dependiente de farmacia, columnista de un periódico provinciano, editor de una revista cómica llamada Rolling Stone y cajero de un banco. Hasta aquí su vida difería poco de la de tantos otros buscadores de fortuna que en esa época pululaban por el vasto territorio de Estados Unidos, no mucho antes esquilmado por la guerra y ya en la madurez de Porter en plena bonanza. Pero él tuvo la suerte de ser acusado por un desfalco en el banco en el que trabajaba. Sus biógrafos conjeturan que difícilmente se habría podido probar su culpabilidad, pero lo cierto es que él huyó a Honduras y que cuando tuvo que regresar para acompañar a su esposa moribunda la ley ya tenía un nuevo cargo en su contra.

Durante los tres años que pasó en la cárcel escribió y publicó sus primeros cuentos. En la penitenciaría de Columbus también nació la más entrañable de sus creaciones: O. Henry, el seudónimo con el que publicó toda su obra.

O. Henry escribió para periódicos y revistas, y escribió mucho. En menos de diez años publicó casi trescientos cuentos, que después se agruparon en 12 libros. Con cierta malicia a veces, se recuerda que O. Henry firmó un contrato con Joseph Pulitzer, uno de los dos magnates de la industria periodística norteamericana, de la cual surgiría la prensa amarillista. En ese documento O. Henry se obligaba a entregar por lo menos un cuento a la semana a cambio de cien dólares por cada cuento publicado. Un trato así supone un mercado y pocos escritores capaces de satisfacerlo. También impone restricciones y exigencias literarias.

O. Henry
Borges escribió que O. Henry exageró la doctrina de Poe acerca de que todo cuento debía redactarse en función de un desenlace y fundó la trick story: el relato en cuya línea final acecha una sorpresa. Pero en O. Henry hay algo más que un eficaz artífice. Fue un agudo observador de su entorno y ante su mirada crítica no pasaron inadvertidas las entretelas de la fábrica de ilusiones que lo alimentaba, y un fabulador nato que veía el mundo como un inmenso cofrecillo del tesoro: no por azar describía a Nueva York como una Bagdad con tren subterráneo. Entre la pugna entre la verdad y la fábula ganó la fábula: era más divertida… y más rentable. Además detrás del temperamento bonachón de O. Henry se escondía un hombre escéptico, poco dispuesto a tomarse la vida en serio, sobre todo porque divertirse no le tomaba mucho esfuerzo.
  
O. Henry escribe de todos y “para todos”. Su intención no es sólo complacer a cada uno de sus lectores sino hacerlos sentir parte de ese “todos”. Sus cuentos transcurren en el campo, en una imaginaria república centroamericana, en caseríos del sur de Estados Unidos, en Nueva Orleans y en Chicago, pero sobre todo en Nueva York. E incluso cuando habla de bandidos en las montañas (basta compararlo con los Bocetos californianos de Harte) su literatura es típica del nacimiento de una gran urbe, y responde a una de las mayores inquietudes de sus habitantes: restarle peligrosidad a los individuos anónimos con los que están obligados a convivir y en cuya apariencia no pueden confiar. A veces con humor, a veces con objetividad o ironía, O. Henry retrata a los personajes de la vida norteamericana y los hace hablar con un lenguaje no muy aceptado por las “buenas costumbres” literarias. Luego los coloca en una trama gobernada por afortunadas coincidencias, y ya remedan la literatura, entonces abre sus almas y encuentra ahí un manantial de buenos sentimientos. Pero más que una voluntad moral las narraciones de O. Henry expresan la nostalgia por un código social fincado en el trato personal, ante un orden social crecientemente impersonal e industrializado. Sin embargo aquí también su posición es ambigua.

Más de medio siglo atrás Hawthorne o Poe ya habían entrevisto las inquietantes posibilidades del individuo inmerso en la multitud. O. Henry las corrobora pero se deja fascinar por la gran urbe. Sabe que el citadino apresado en la rutina vive en la ciudad con la esperanza de ser sorprendido por lo extraordinario, que los grandes almacenes son escuelas de costumbres y descubre que en la gran urbe hay una nueva ontología, llamémosle así, de la apariencia. O. Henry sabe que el público que consumía sus cuentos no pensaba que eran reales, y que no por ello dejaba de esperar que lo fueran. Les alimentó sus esperanzas y se retrató al hacerlo. Por esto es pertinente recordar la observación de Pavese de que a la gran variedad de personajes retratados por él hay que agregar al propio O. Henry. Yo me atrevería a añadir dos más: sus lectores –un público bien definido y cuyas esperanzas O. Henry conocía muy bien- y el editor –el tercero ausente que definía las reglas de ese juego. Lo mejor de la obra de O. Henry es la dramatización de la comedia que él crea. Y es que “el príncipe” era un mago… pero hacía sus trucos sobre la mesa.


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El sueño
                                                                                       O. Henry

La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, "gemelo de la muerte". Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.

Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.

En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.

Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.

La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:

-¿Y, señor Murray, cómo se siente? ¿Bien?

-Muy bien, Carpani -dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.

-Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez.

La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.

Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank -no, eso era antes- ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.

-Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel -dijo, al estrechar la mano de Murray.

En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.

Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban la Calle del Limbo a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nueve de ancho. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se lo ofreció a Murray diciendo:

-Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.

Murray bebió profundamente.

-Así me gusta -dijo el guardia-. Un buen calmante y todo saldrá bien.

Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso sólo tres saludaron abiertamente a Murray cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión habían matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban humilde silencio.

Murray, acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.

La ejecución interrumpe el sueño de Murray.