viernes, 22 de octubre de 2010

Izquierda y Derecha (precisiones)

Por Álvaro Sarco

 
Imposible no eludir el desentrañamiento de rótulos que siguen empleándose en el debate ideológico con más ligereza que rigor. Me refiero a dos términos refractarios a su sepultura pese a su anacrónico carácter: la “izquierda” y la “derecha”.

Los antecedentes históricos de ambas etiquetas recuerdan que en el centro del liberalismo clásico del siglo XVII estaba, como característica fundamental, una apuesta por potenciar las necesidades, deseos y aptitudes “innatas” del sujeto. Es decir, el liberalismo atrajo la atención de filósofos y librepensadores hacia el hombre operando con arreglo a su “naturaleza” y exento de limitaciones, lo que devino, inevitablemente, en una crítica del poder como obstáculo al libre desenvolvimiento del individuo. Aún más, tal como afirma Jean Touchard en su Historia de las ideas políticas: “el liberalismo es inicialmente una filosofía del progreso indivisible e irreversible; progreso técnico, progreso del bienestar, progreso intelectual y progreso moral yendo a la par”.

Estas ideas se presentaron a través de la Edad Moderna y en diversos puntos de Europa. No obstante, es sólo a partir de la Ilustración que tales líneas de pensamientos quedaron claramente definidas vía, fundamentalmente, al trabajo de los Enciclopedistas. Por lo demás, dos hechos históricos del siglo XVIII le otorgaron a las ideas liberales un carácter doctrinario: la Constitución de los Estados Unidos y la Revolución Francesa, lo que conllevo, también, a la asimilación de los Derechos del Hombre que los inspiraron.

Karl Marx
 La influencia del liberalismo en el terreno económico y político puede sintetizarse así: se apostó por un libre ejercicio de los derechos de los individuos y asociaciones con la condición de que no vulneraran los derechos del resto. El Estado tenía en esta última limitación un papel crucial: establecería sobre qué escenario se desplegarían las libertades sin colisionar –en oposición a las ideas de los fisiócratas. En tal sentido, el Estado, sobre el fin supremo del bienestar general, estaba obligado a velar por estos dos principios morales: la prosperidad de uno no debía lograrse a costa de la de los demás, y el bienestar de los individuos debía tener como norte el procurar, también, el bienestar de la colectividad.

El liberalismo, sin embargo, fue pronto tergiversado por mercantilistas y detentadores de la mayor parte de la fortuna o los capitales de las naciones europeas. Estos soslayaron los ideales éticos del liberalismo y preconizaron sólo el derecho a un libérrimo ejercicio de las profesiones, las transacciones, y de todo aquello que tuviera que ver con sus intereses económicos. El liberalismo se mancilló, entonces, al identificarse con el capitalismo (el kapitalism de Marx) y así, los antiguos ciudadanos y trabajadores que habían simpatizado con él buscaron en falaces doctrinas aparecidas durante el siglo XIX el corpus ideológico que prometiera la solución a sus reclamos.

Benito Mussolini
Fue así que la aspiración del liberalismo clásico de fundar un bienestar social sobre la base de instituciones privadas fracasó, irguiéndose, más bien, instituciones concebidas sólo para defender los negocios de los grupos de poder económico en el marco de un capitalismo en incontenible desarrollo. Las revoluciones de 1848[1] desenmascararon a los capitalistas que querían pasar por liberales. Ellas pusieron de manifiesto cómo aquéllos supuestos “liberales” deponían toda su falsa prédica, en pro de los ideales liberales, en cuanto veían peligrar sus capitales o cuando se enfrentaban a la posibilidad de compartir el poder con los sectores sociales explotados.

El apócrifo descrédito de la ideología liberal se agudizó en el siglo XX al concentrarse su identificación con un término redefinido con dirección a un terreno partidista: la “derecha”. Así, para Fernán Altuve - Febres: 
A partir de 1945 la distinción derecha-izquierda dejó de responder a criterios propios de la filosofía política –es decir, a una genealogía de las ideas- para ubicarse en el campo de los prejuicios ideológicos y en busca de un incondicional alineamiento tras las potencias representativas de los dos bloques contrapuestos: el capitalismo y el socialismo.
La consecuencia de esta confrontación ideológica fue la asociación de la noción de derecha con los intereses de la burguesía y la identificación de la noción de izquierda con la defensa del proletariado. De este hecho resultó la paradoja que corrientes de pensamiento hasta entonces consideradas por la filosofía política como una manifestación clásica de izquierdismo, por ejemplo el liberalismo, el colectivismo cristiano o la socialdemocracia, quedaron inmersas en las críticas de la “verdadera izquierda” proletaria, que las acusaba de ser una expresión encubierta de las fuerzas reaccionarias.[2]
Así, esta errónea identificación (ignorante o maniquea) entre el liberalismo y una “derecha conservadora” y/o “reaccionaria” –para usar una jerga cara a ciertos marxistas- se enquistó en los últimos decenios en el debate político. Mas el asunto no quedó ahí. Remozadas ideologías como el “neoliberalismo” que han buscado trasformar -sobre la base del liberalismo clásico- el orden social reciente a través de una profundización de la democracia, fueron y son satanizadas aparejándolas con un “neocapitalismo” o con simples recetas de “estabilización económica” fondomonetarista, responsables, estas sí, del agravamiento de la postración de los llamados países periféricos. 

Adolf Hitler en 1928
 Esa confusión –por decir lo menos- ha sido eficazmente usada como “caballito de batalla” por sectores nostálgicos de regímenes como el de la Unión Soviética. Esto es explicable. Carentes de propuestas viables o reformuladas qué ofrecer –luego de que los sistemas ideológicos de los que fungieron de pregoneros fueran echados al traste por la Historia- se dedicaron al fácil como falaz trámite de desprestigiar al oponente atribuyéndoles inexactas características. Paralelamente, no pocos de estos marxistas se dedicaron a buscar fáciles ubicaciones burocráticas escudándose, en la mayoría de los casos, tras el disfraz de “defensores de los Derechos Humanos”.[3] Es decir, se han vuelto más burgueses que los burgueses mismos a los que siempre atacaron:                            
Tras la caída del Muro de Berlín se ha producido un paulatino aburguesamiento de la izquierda que ha terminado aceptando la sociedad de consumo, marqueteando los símbolos del progresismo de los 60, como ocurre con el antiguo ícono Ernesto “Che” Guevara, hoy convertido en souvenir, o promoviendo un arte de mercado que viste de pseudooriginalidad contestataria por su imposibilidad de perfección figurativa. Pero, a pesar de esta mutación, la siniestra no ha perdido su vocación de desorden, sino que le ha sumado una imagen de decadencia.[4]  
Quizá la principal y definitoria característica de las ideologías del siglo XX sea la filiación fanática de sus seguidores hacia unas nociones políticas que consideraron incompatibles con las de otros sistemas. Este rasgo se ejemplariza, sobre todo, con dos poderosas ideologías totalitarias de gran capacidad de captación: el comunismo y el fascismo.[5] Otras ideas políticas como el socialismo, la democracia y el conservadurismo, aunque defendidas con pasión, han sido más difusas y menos sectarias: sus defensores debaten algunas cuestiones y coinciden en otras. Al finalizar la “guerra fría” que dividió al mundo (fin simbolizado con la caída del Muro de Berlín), y que determinó, también, la desaparición del bloque comunista, se configuró una mundialización de nuevas ideologías o proyectos políticos ("tercera vía"). En tal estado de cosas, antagonismos excluyentes y de viejo cuño como “izquierda” y “derecha”, han perdido todo sentido (salvo en el fragor del activismo) para el análisis del pensamiento político contemporáneo.


Álvaro Sarco

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Referencias

[1] Insurrecciones acaecidas en diversos países europeos donde habían fracasado los intentos de llevar a cabo reformas económicas y políticas. Estas revoluciones, de carácter liberal democrático y nacionalista, fueron iniciadas por cierto sector de la burguesía, que reclamaban gobiernos constitucionales y representativos, y por trabajadores y campesinos, que se rebelaban contra las prácticas capitalistas que las sumían en la pobreza.
[2] Artículo de Fernán Altuve - Febres: Derecha burguesa. Poniendo las cosas claras. (2003).
[3] Muchos admiradores del marxismo y de las ramas que derivaron de él, fácilmente llaman conservador, reaccionario o fascista a cuantos ponen en evidencia sus falacias, pero los acomete una repentina amnesia en cuanto se trae a colación ciertos hechos históricos -debidamente documentados- que evidencian las contradicciones de los regímenes que ejecutaron sus ideologías. El pacto de “no agresión” germano-soviético de 1939, es una de las más clamorosas muestras de la hipocresía que rodea al accionar de muchos supuestos anti-fascistas. Desde el banquillo de los acusados de Nuremberg -el ex Ministro de Asuntos Exteriores de la Alemania Nazi, Joachim von Ribbentrop- declaró lo que los jueces rusos trataban de eludir: “Me hacen responsable de la política exterior del Reich que era dirigida por otro. Sé, sin embargo, lo suficiente de esta política que nunca urdió planes para dominar el mundo, pero sí hizo todo lo posible para eliminar las consecuencias de Versalles y asegurar la existencia del pueblo alemán.
Antes de redactar los estatutos de este Tribunal, las poten­cias firmantes del tratado de Londres fueron de otra opinión sobre el derecho y la política internacional. Cuando en 1939 me entrevisté con el mariscal Stalin en Moscú, dio a entender que si además de la mitad de Polonia y de los Estados bálticos no le cedía también Lituania y el puerto de Libau, lo mejor que podía hacer era emprender el vuelo de regreso. Una guerra no era considerada en el año 1939 como un crimen por los rusos, pues en caso contrario no hallaría explicación plausible el telegrama que me mandó Stalin cuando terminó la campaña de Polonia:
La amistad entre Alemania y la Unión Soviética, basada en la sangre que han vertido en común, tiene todas las perspec­tivas de ser duradera y firme.
También yo deseé ardientemente, en aquellos momentos, esta amistad. Hoy se plantea para el mundo el siguiente dilema: ¿Dominará Asia a Europa o podrán las potencias occidentales contener la influencia de la Unión Soviética en el Elba, en la costa del Adriático o en los Dardanelos y en caso necesario rechazarla? Con otras palabras, Gran Bretaña y Estados Unidos se enfrentan hoy prácticamente con el mismo dilema que Ale­mania en la época en que yo negocié con Rusia. Confío de todo corazón que obtengan un mejor resultado que mi país”. Joe J. Heydecker y Johannes Leeb. Der Nurnberger Prozess. Versión española de Víctor Scholz  (1963).
[4] Ver  Fernán Altuve - Febres: Derecha burguesa. Poniendo las cosas claras.
[5] Sobre la más poderosa versión del fascismo europeo, el nazismo, el polémico fundador del aprismo, V. R. Haya de la Torre, hizo esta interesante descripción: “Hitler no restaurará la monarquía porque él es el guía, el líder -‘der Führer’- se dice en alemán. Hitler ha usado toda la terminología demagógica del marxismo. Hitler ‘torcerá el pescuezo a banqueros y terratenientes’, pero poco a poco, con tino, con maña. Hoy habla de distinta manera ante un audito­rio de propietarios grandes y pequeños que ante un auditorio obrero. Por eso lo acusan de vaguedad en su tesis económica, pero suelda a unos y otros exaltando la misión histórica de la raza blanca, con el grito revolucionario contra la opresión nacional, contra los Tratados, contra los judíos ‘profiteurs de la guerre’, contra los católicos y contra los marxistas, dos sectas igualmente execrables para él porque son de origen judío y por ende internacionalistas. Esta es la demagogia nazi. Del fascismo italiano ha tomado el saludo romano y el uso del uniforme, tan grato a la juventud alemana, pero en vez de camisas negras, ha impuesto camisas pardas. Del comunismo y del socialismo, ha tomado muchos modelos de organiza­ción y algunas ideas elementales en el orden social. Y de la tradición alemana antisemita y gremial -el viejo ‘guild’- las tendencias medievales, raciales y corporativas”. Artículo de V. R. Haya de la Torre: ¿Qué quieren los nazis?  (1931).