Por Álvaro Sarco
Soy un payaso retirado. Me pasé la vida falseando esta pobre realidad. Mi altura no es considerable y a veces me toman por un niño. No me hace feliz mi situación, pero ya estoy acostumbrado. Aquí, en casa, es donde mejor me siento. No importa cuántos sobrenombres tenga, la gente siempre inventa otro que me hace sonrojar. Soy cauto, sensible y melancólico. Además, soy un artista. Fuera de eso, no me distingo del resto, aunque mi aspecto diga lo contrario.
No me han favorecido las mujeres e ignoro si ello es una suerte o una desgracia. El caso es que salgo poco. Ellas tampoco me visitan y nunca he podido besar a ninguna. Desde aquí las veo pasar sin que ni siquiera lo sospechen. Sobre todo me entusiasman las más jóvenes. No sé qué extraño influjo ejercen sobre mí. Gustoso saldría a conocerlas sobreponiéndome a las mofas. Pero nunca lo haré. Pienso en cuán grotesco sería comunicarme con este odioso tono de payaso.
Mis padres fueron severos conmigo. Éramos una familia pobre. No recibí ninguna educación y así crecí al margen de todo. Si pudiera elegir renunciaría a esta soledad. Una tenaz desconfianza me ha impedido tener amigos. Así mi vida es más que monótona. Si alguien -por una súbita curiosidad- partiese raudo desde su casa, y recorriendo las calles populosas, llegase a una estancia singular al final de una sombría callejuela. Y si entonces tras violentar la puerta, atravesase la desierta sala, siempre mirando a todos lados -temeroso de alguna broma pesada- para ascender por la frágil escalera. Y si tras vacilar ante el largo corredor decidiese entrar a una habitación, sin duda la menor y la menos cómoda, se encontraría conmigo, que sentado ante un pupitre, corrijo esforzadamente estas líneas. Por cierto, yo no repararía en el intruso. Entonces él, contrariado por tan lamentable espectáculo se daría media vuelta, mostrándome antes el puño, y se marcharía tirando furiosamente la puerta.