viernes, 28 de enero de 2011

Pastillas (cuento)

Por Álvaro Sarco


    Crucé la avenida y entré al Banco pasadas las nueve. Tomé el ascensor y bajé en el cuarto piso. Otros empleados iban y venían. Era normal. Lo anormal era que yo siguiese ahí. Me sudaban las manos y saqué mi pañuelo. Siempre llevo uno conmigo. Antes de entrar a la oficina me arreglé la corbata.
    Otra vez era el último en llegar. El supervisor no estaba.
    No saludé a nadie y fui de frente al baño. Aseguré la puerta. Me lavé las manos y tomé mi pastilla. La sentí más amarga que de costumbre. Salí. Cogí una silla y me senté junto a Pilar.
    - Hola –le dije, poniendo mi maletín en mis rodillas-. ¿Todavía no llega el supervisor?
    - Hace rato que llegó Ganoza –contestó-. Está arriba, en su oficina.
    Pilar me gustaba y pensaba decírselo pronto, pero en otro lugar. Había cosas notables en ella, pero lo que más me atraía era su cabello. Era largo y siempre olía bien.
    Una vez me había dejado tocarlo.
    Saqué mis solicitudes y las dejé sobre la mesa. Solicitudes sin llenar, algo arrugadas y amarillas. Abrí mi agenda, escribí varias veces el nombre de Pilar, y luego la cerré. Tomé el teléfono y marqué cualquier número. Nadie contestaba. Lo dejé timbrar un poco más.
    - ¿Aló? –dijo una mujer. Estaba agitada. Quizá la había sacado del baño. Me quedé callado.
    - ¡Aló! –insistió-. ¿Eres tú, José?
    - Voy para allá –le dije con determinación.
    - ¿Estás loco?
    - Estoy loco por ti.
    - Déjame en paz –suplicó.
    - No sabes de lo que soy capaz.
    - ¡Dios mío!
    No pude más y solté una carcajada.
    - ¡Imbécil! –gritó la mujer y colgó.
    Seguí pegado al auricular, pero nadie levantó el teléfono del otro lado. Dejé el teléfono en medio de la mesa. De inmediato, alguien lo tomó.
    - ¿Algún cliente? –me preguntó Pilar, que ordenaba una solicitud.
    - No –respondí, mirando lo bien que le quedaba el uniforme.
    - ¿Fuiste a ver al cliente que te di?
    - Fui, pero nada.
    Me miró seria.
    - Qué raro –dijo-. Yo revisé sus documentos. Tenía todo en orden.
    - A última hora se desanimó.
    - Qué pena –me dijo ella. Así es–le dije yo, y entonces me fijé en su cabello.
    Hacía bien su trabajo. Yo, en cambio, tenía más de dos meses sin colocar ningún crédito. Mi caso ya era un caso perdido. El lunes, Ganoza me había dicho: si no consigues algo esta semana, te vas. No se preocupe, le aseguré. Pero yo no iba a dejar que acabe la semana.
    - ¿Te queda algún cliente? –se preocupó Pilar.
    - Ninguno.
    - ¿Qué piensas hacer?
    - Largarme.
    - Todavía tienes dos días para colocar algo.
    - Me voy antes de que me boten.
    Pilar no respondió y abrió bruscamente su agenda.
    Creció el ajetreo en la oficina. Había una feroz disputa por el teléfono. A mí me volvieron a sudar las manos. Algunos empezaron a salir. Pilar subió a dejarle una solicitud a Ganoza y al regresar me dijo:
    - Ya me voy.
    - Renuncio y salgo –le dije-. Espérame abajo.
    - Bueno –me dijo y se fue.
    Me paré. Dejé mi maletín sobre la silla y subí con mis solicitudes bajo el brazo.
    - Señor Ganoza –empecé.
    - Dígame –respondió, sin levantar la cabeza.
    - Vengo a renunciar.
    Ganoza esta vez me miró.
    - Ah. Es usted. ¿Qué pasa ahora?
    - Tengo problemas personales. Problemas graves –dije, y le mostré el sudor de mis manos.
    - Quiero su renuncia por escrito –dijo imperturbable-. Puede irse –y volvió a meterse en sus asuntos.
    - Aquí tiene mis solicitudes –agregué. 
    - Déjelas ahí –me dijo señalando una esquina de su escritorio.
    Le obedecí.
    - Señor, ha sido un gusto –dije torpemente.
    - Para mí no lo ha sido –repuso.
    - Hice lo que pude.
    - No hizo nada. ¡Absolutamente nada! –gritó.
    Me di vuelta, aturdido, y saqué mi pañuelo. Lo apreté con fuerza. Bajé. Quise entrar al baño de la oficina, pero estaba ocupado. Forcé un poco la puerta. Necesitaba otra pastilla y lavarme las manos. Por fin me di por vencido. Traté de pensar en Pilar, eso también me tranquilizaba.
    Salí.
    Esperé en el pasillo el ascensor. Como tardaba, decidí utilizar la escalera. Bajé lo más rápido que pude y también me aflojé la corbata. Llegué agitado a la entrada del edificio. A un lado, un guardia custodiaba la agencia empuñando un revólver. Miré a todos lados buscando a Pilar. Tenía pensado llevarla a un buen lugar, un lugar tranquilo, no importaba lo lejos que esté. Pero ella no estaba. Todavía busqué un rato más hasta que me convencí de que perdía el tiempo. Algunos de la oficina pasaron. Sólo Parodi, otro vendedor con quien hablaba de cuando en cuando, se detuvo.
    - ¿No vas a trabajar? –me dijo.
    - Ya renuncié.
    - ¿Y ahora?
    - Ya tengo otro trabajo –le mentí. Suerte –me dijo, pero yo no le estreché la mano.
    Dejé mi maletín en el piso, y me sequé con el pañuelo el sudor que ahora también me cubría el rostro. El guardia no me quitaba los ojos de encima.
    - Necesito una pastilla. Quizá dos -le expliqué, pero él siguió observándome con detenimiento y ello me ofuscó. Dije lo primero que se me vino a la mente:
    - ¿Alguna vez le ha disparado a alguien?
    - Muchas veces –respondió con cierto orgullo- Pero siempre en cumplimiento del deber.
    Me alejé sin rumbo fijo. Sentí una rara impaciencia y apuré el paso. Al llegar a una esquina, miré por última vez hacia la agencia. Puedo equivocarme, no sería raro, pero vi que el guardia me hacía adiós con el revólver.