Por Juan Gabriel Vásquez
Hace unos días Frédéric Mitterrand, ministro de Cultura francés, anunció la eliminación del Louis-Ferdinand Céline de las celebraciones nacionales para 2011.
Céline cumplirá este año medio siglo de muerto y, dado que se trata —junto con Proust— del más grande novelista francés del siglo XX, no sorprende que su nombre se haya colado entre los homenajeados. Pero Céline también es una de las figuras más incómodas de la literatura francesa: era un antisemita convencido y sus panfletos contra los judíos son tan violentos que su publicación está censurada en Francia, categoría que comparten con, por ejemplo, Mi lucha, de Adolf Hitler. Serge Klasfeld, presidente de los Hijos de deportados judíos franceses y además ilustre cazanazis, protestó por la inclusión de Céline en las celebraciones. Y el ministro de Cultura retiró el nombre. Y se armó la grande.
La idea de que un gran novelista pueda ser además un ser humano despreciable no entra en la cabeza de muchos lectores, a pesar de que la realidad nos da pruebas de ello constantemente. Céline, por supuesto, no es cualquier ser humano despreciable, sino un antisemita en Francia, cuya conciencia nacional no ha dejado atrás el fantasma de Vichy. Un año después de la Segunda Guerra Mundial, negó que hubiera habido persecución de judíos y aun tuvo tiempo de hacer comentarios sarcásticos sobre su tratamiento en la Francia ocupada: “En la zona norte tuvieron que ostentar una estrellita durante algunos meses. (¡Qué gloria! ¡Ya quisiera yo ostentar diez de ésas!)”. Así que la pregunta es: ¿Debería un gobierno celebrar a un personaje así? ¿O debería su nombre ser proscrito de unas celebraciones oficiales? Y, si fuera proscrito su nombre, ¿debería eso indignar a sus lectores?
La indignación que la movida de Mitterrand ha suscitado sólo puede deberse a que en Francia se confundió hace tiempo —y esa confusión la hemos heredado otros— la importancia de un escritor con su reconocimiento oficial. Honrar a sus escritores habla bien de Francia, pero hay un cierto malentendido en pensar que el honor público, y por lo tanto político, es el único que existe. Los lectores de Céline no necesitan (no necesitamos) que el Ministerio de Cultura haga un homenaje para seguir leyendo Viaje al fondo de la noche. Los lectores de Céline no dejarán (no dejaremos) de leer Viaje al fondo de la noche por el hecho de que el ministerio no incluya a Céline entre los homenajeados del año. Por otra parte, sin embargo, entiendo que la idea de “celebración nacional” pueda generar resistencias entre quienes sienten que no hay nada “nacional” en un antisemita, mucho menos nada que “celebrar”.
Al final resulta que el ministro ha perdido una oportunidad extraordinaria. Hubiera podido provocar un debate a gran escala sobre un tema difícil: no lo ha hecho. Hubiera podido reconocer la importancia literaria de una gran obra a la vez que deplora la vida y opiniones del hombre que la creó, y hubiera podido explicar por qué eso puede ser necesario: no lo ha hecho. Con el mismo pretexto, el ministro hubiera podido hacer memoria de un momento triste y vergonzoso de la historia francesa y a la vez reconocer ese misterio particular de la literatura: que muchas veces los libros son más inteligentes que sus autores. Es una lástima que no lo haya hecho.
La indignación que la movida de Mitterrand ha suscitado sólo puede deberse a que en Francia se confundió hace tiempo —y esa confusión la hemos heredado otros— la importancia de un escritor con su reconocimiento oficial. Honrar a sus escritores habla bien de Francia, pero hay un cierto malentendido en pensar que el honor público, y por lo tanto político, es el único que existe. Los lectores de Céline no necesitan (no necesitamos) que el Ministerio de Cultura haga un homenaje para seguir leyendo Viaje al fondo de la noche. Los lectores de Céline no dejarán (no dejaremos) de leer Viaje al fondo de la noche por el hecho de que el ministerio no incluya a Céline entre los homenajeados del año. Por otra parte, sin embargo, entiendo que la idea de “celebración nacional” pueda generar resistencias entre quienes sienten que no hay nada “nacional” en un antisemita, mucho menos nada que “celebrar”.
Al final resulta que el ministro ha perdido una oportunidad extraordinaria. Hubiera podido provocar un debate a gran escala sobre un tema difícil: no lo ha hecho. Hubiera podido reconocer la importancia literaria de una gran obra a la vez que deplora la vida y opiniones del hombre que la creó, y hubiera podido explicar por qué eso puede ser necesario: no lo ha hecho. Con el mismo pretexto, el ministro hubiera podido hacer memoria de un momento triste y vergonzoso de la historia francesa y a la vez reconocer ese misterio particular de la literatura: que muchas veces los libros son más inteligentes que sus autores. Es una lástima que no lo haya hecho.
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