Por Alberto Hidalgo
El día 7 de Julio último presenté mi renuncia a mi condición de miembro del Partido Aprista Peruano. La redacté en términos escuetos, pero creo que es mi deber hacer conocer al país las causas que la motivaron.
He militado en el aprismo desde el año 1930 en que, habiéndonos encontrado con Víctor R. Haya de la Torre, en Berlín, me invitó, dadas nuestras ideas y aspiraciones comunes –justicia social, antiimperialismo, defensa permanente de la libertad y la dignidad humanas, estimación de la llamada América Latina como una sola nación de veinte estados, revalidación del nacionalismo basado en la sangre, el destino y la cultura incaica, etc.- a incorporarme al movimiento iniciado por él con el nombre de APRA y el cual se aprestaba a dar su primera batalla electoral en los comicios de 1931, en los que el partido, por expresas indicaciones de Haya de la Torre, me proclamó su candidato a una de las diputaciones por Arequipa.
He militado en el aprismo desde el año 1930 en que, habiéndonos encontrado con Víctor R. Haya de la Torre, en Berlín, me invitó, dadas nuestras ideas y aspiraciones comunes –justicia social, antiimperialismo, defensa permanente de la libertad y la dignidad humanas, estimación de la llamada América Latina como una sola nación de veinte estados, revalidación del nacionalismo basado en la sangre, el destino y la cultura incaica, etc.- a incorporarme al movimiento iniciado por él con el nombre de APRA y el cual se aprestaba a dar su primera batalla electoral en los comicios de 1931, en los que el partido, por expresas indicaciones de Haya de la Torre, me proclamó su candidato a una de las diputaciones por Arequipa.
Alejado por segunda vez del Perú, a raíz de la derrota electoral que nos inflingió el tristemente célebre comandante Luis Miguel Sánchez Cerro, continúe, no obstante, dando todo mi apoyo a la agrupación con una lealtad y un desinterés ostensibles y sólo en 1947 regresé a la patria, mas no con fines políticos sino exclusivamente familiares. Pero mi arribo, también por orden de Haya de la Torre, fue aprovechado, debería decir usufructuado por el Partido, el cual me atributó una recepción entusiasta, casi apoteósica, al menos en mi poco capitalizable condición de poeta, traducidos en los actos celebrados en mi honor y en la extensa y ditirámbica acogida que me brindó su prensa. Por aquellos días, el Partido vivía horas aciagas. Pasaba contra él la acusación de haber organizado el asesinato del director de “La Prensa”, señor Graña. Discretamente, traté de inquirir la verdad del asunto. Más las averiguaciones que realicé entre los dirigentes que más confianza me merecían era víctima de una siniestra maniobra política. Se le adjudicaba –pensé- un crimen estúpido con el exclusivo propósito de destruir su notorio caudal mayoritario entre las clases media y popular. Quijotescamente, reafirmé en consecuencia mi adhesión a aquél y salí del país con ánimo de luchar con más decisión por su causa, que creía identificada con los intereses del Perú.
Más tarde sobrevino la revolución de Arequipa, encabezada por el general Odría. Desde su ascenso al poder, el actual presidente de la República caracterizó su acción por dos hechos que necesariamente debían estimular mi fé en el Partido de que formaba parte: la persecución despiadada a mis correligionarios y el desarrollo de una política contraria a mis principios. Con todo, debo admitir que a los pocos meses del régimen de Odría, las enormes resistencias provocadas por el APRA durante su paso por el gobierno al lado del inepto Bustamante y Rivero, unidas a la explotación que se hizo de la criminalidad que se le atribuía y al desbande de algunos de sus dirigentes y muchos de sus afiliados, determinaron una verdadera parálisis de la agrupación. El partido mermó sus fuerzas más o menos en un 90 por ciento, quedando reducido a los cuadros clandestinos directores, los exilados y una mínima masa ciudadana. De esa atonía, de esa suerte de obliteración de los reflejos vitales, el APRA fue, sin embargo, levantándose, no por sus propias virtudes sino merced a un aliado insólito que la fortuna le deparó y con el que, oh ironía de las causas, jamás imaginó que podría contar: el régimen que había fincado su razón de ser precisamente en la necesidad de destruirlo. Los errores de éste, manifestados en el absurdo encarecimiento de las subsistencias y en la subordinación de las relaciones internacionales peruanas a las directivas de la Secretaría de Estado norteamericana, dieron lugar a que el pueblo, careciendo de otro partido en el cual pudiera colocar sus esperanzas, volviera los ojos en reincidencia a un movimiento que sólo se había probado a medias, era víctima de una confabulación para mancharlo de delincuencia y, si bien tenía malos elementos, se había proclamado antiyanqui y trataría de realizar una obra provechosa para sí mismo y para la patria.
Desgraciadamente, estas ilusiones no podían convertirse en realidad, en cuanto salió de su encierro en la embajada colombiana, Haya de la Torre empezó a formular declaraciones demostrativas de que era cierta una sospecha que se había ido formalizando en la conciencia de numerosos afiliados: la de que su propio jefe, de antiguo apóstol del antiimperialismo norteamericano, se había transformado en encubierto agente suyo cabalmente. Para oponerse a este brusco cambio de frente, algunos organismos partidarios, empezando por el primero en jerarquía de todos ellos, el Comité Coordinador de los Desterrados Apristas, con sede en Santiago de Chile, así como, en forma personal; no pocos miembros de la agrupación entre ellos yo mismo uno de los primeros, comunicamos a Haya de la Torre una total discrepancia con esa posición, por lo cual, ante el temor de que la disidencia pudiera convertirse en cisma, Haya de la Torre convocó una reunión el 19 del pasado junio en la ciudad de Montevideo, aparentemente con el objeto de retomar contacto con los compañeros, pero en realidad con el único fin de ablandar al susodicho comité coordinador cuyos principales miembros, Manuel Seaone y Luis Barrios Llona han profesado, paralelamente conmigo, una absoluta rigidez y una recia intransigencia para que sean mantenidos los principios básicos del partido. Invalidado dicho pretexto, la conferencia de Montevideo tenía que ser, según ha sido, un completo fracaso. Teniendo indicios seguros de que Haya de la Torre ha tomado posiciones ya definitivas y se ha comprometido con los yanquis en sus siniestros planes para estrangular la independencia de Latinoamérica, Seaone y Barrios hicieron a Haya el formidable desaire, a pesar de reiterados requerimientos telefónicos y telegráficos, de no acudir a la cita, y más tarde, el 6 de Julio, coincidiendo conmigo, renunciaron a su condición de apristas.
Mas he aquí, llegado el momento de expresar el motivo principal de mi dimisión. En los primeros meses del año actual tuve la desgracia (¡cuánto hubiese dado por seguir ignorando la verdad!) de recibir confidencias, o, más bien demostraciones de jactancia, de torpe jactancia, según las cuales sería verdad que los crímenes atribuidos al Aprismo fueron en efecto cometidos con el asentimiento en unos casos, la complacencia en otros y por orden o inspiración del jefe de partido en unos más.
Más tarde sobrevino la revolución de Arequipa, encabezada por el general Odría. Desde su ascenso al poder, el actual presidente de la República caracterizó su acción por dos hechos que necesariamente debían estimular mi fé en el Partido de que formaba parte: la persecución despiadada a mis correligionarios y el desarrollo de una política contraria a mis principios. Con todo, debo admitir que a los pocos meses del régimen de Odría, las enormes resistencias provocadas por el APRA durante su paso por el gobierno al lado del inepto Bustamante y Rivero, unidas a la explotación que se hizo de la criminalidad que se le atribuía y al desbande de algunos de sus dirigentes y muchos de sus afiliados, determinaron una verdadera parálisis de la agrupación. El partido mermó sus fuerzas más o menos en un 90 por ciento, quedando reducido a los cuadros clandestinos directores, los exilados y una mínima masa ciudadana. De esa atonía, de esa suerte de obliteración de los reflejos vitales, el APRA fue, sin embargo, levantándose, no por sus propias virtudes sino merced a un aliado insólito que la fortuna le deparó y con el que, oh ironía de las causas, jamás imaginó que podría contar: el régimen que había fincado su razón de ser precisamente en la necesidad de destruirlo. Los errores de éste, manifestados en el absurdo encarecimiento de las subsistencias y en la subordinación de las relaciones internacionales peruanas a las directivas de la Secretaría de Estado norteamericana, dieron lugar a que el pueblo, careciendo de otro partido en el cual pudiera colocar sus esperanzas, volviera los ojos en reincidencia a un movimiento que sólo se había probado a medias, era víctima de una confabulación para mancharlo de delincuencia y, si bien tenía malos elementos, se había proclamado antiyanqui y trataría de realizar una obra provechosa para sí mismo y para la patria.
Desgraciadamente, estas ilusiones no podían convertirse en realidad, en cuanto salió de su encierro en la embajada colombiana, Haya de la Torre empezó a formular declaraciones demostrativas de que era cierta una sospecha que se había ido formalizando en la conciencia de numerosos afiliados: la de que su propio jefe, de antiguo apóstol del antiimperialismo norteamericano, se había transformado en encubierto agente suyo cabalmente. Para oponerse a este brusco cambio de frente, algunos organismos partidarios, empezando por el primero en jerarquía de todos ellos, el Comité Coordinador de los Desterrados Apristas, con sede en Santiago de Chile, así como, en forma personal; no pocos miembros de la agrupación entre ellos yo mismo uno de los primeros, comunicamos a Haya de la Torre una total discrepancia con esa posición, por lo cual, ante el temor de que la disidencia pudiera convertirse en cisma, Haya de la Torre convocó una reunión el 19 del pasado junio en la ciudad de Montevideo, aparentemente con el objeto de retomar contacto con los compañeros, pero en realidad con el único fin de ablandar al susodicho comité coordinador cuyos principales miembros, Manuel Seaone y Luis Barrios Llona han profesado, paralelamente conmigo, una absoluta rigidez y una recia intransigencia para que sean mantenidos los principios básicos del partido. Invalidado dicho pretexto, la conferencia de Montevideo tenía que ser, según ha sido, un completo fracaso. Teniendo indicios seguros de que Haya de la Torre ha tomado posiciones ya definitivas y se ha comprometido con los yanquis en sus siniestros planes para estrangular la independencia de Latinoamérica, Seaone y Barrios hicieron a Haya el formidable desaire, a pesar de reiterados requerimientos telefónicos y telegráficos, de no acudir a la cita, y más tarde, el 6 de Julio, coincidiendo conmigo, renunciaron a su condición de apristas.
Mas he aquí, llegado el momento de expresar el motivo principal de mi dimisión. En los primeros meses del año actual tuve la desgracia (¡cuánto hubiese dado por seguir ignorando la verdad!) de recibir confidencias, o, más bien demostraciones de jactancia, de torpe jactancia, según las cuales sería verdad que los crímenes atribuidos al Aprismo fueron en efecto cometidos con el asentimiento en unos casos, la complacencia en otros y por orden o inspiración del jefe de partido en unos más.
Llegó así a mis oídos que el asesino del director de “La Prensa”, señor Graña, no fue cometido por Pretell, a quien la justicia ha condenado como autor somático del mismo. Cuando se vió que ya era imposible soldar la amistad del gobierno de Bustamante y Rivero con el APRA, en la casa de Haya habría tenido lugar una reunión de íntimos en la que se habló sobre la conveniencia de eliminar al presidente, a lo cual el doctor Luis Alberto Sánchez habría retrucado diciendo que eso sería inadecuado, pues cerraría definitivamente el acceso del jefe de poder, ya que unánimemente el país, recordando la forma en que se produjo la extirpación de Sánchez Cerro, culparía al APRA de este segundo homicidio presidencial. Lo más “político”, según el jesuítico Sánchez, sería emprender un acto de intimidación baleando tal director de “La Prensa”, señor Graña, que venía combatiendo con énfasis a la agrupación; Bustamante y Rivero, asustado, metería violín en bolsa y se sometería a los dictados apristas, sin que, por otra parte, nadie pudiese inculpar al APRA, ya que no hubiera sido lógico suponer que un partido de tanta importancia como éste hubiera tenido interés en eliminar a una figura de tan secundarias proyecciones en la política nacional como era el señor Graña. Este temperamento se habría impuesto finalmente y acto seguido se dio la gente a la tarea de señalar al hombre más apto para cometer el crimen. La elección habría recaído en un sujeto apellidado Chaney o Chane o algo por el estilo, quien allá por la fecha en que estas versiones llegaron a mis oídos se hallaba cumpliendo una condena por un delito totalmente ajeno al crimen Graña, y quizás está en prisión ahora mismo. Así pues, el doctor Luis Alberto Sánchez habría sido el asesino intelectual de Graña y el tal Chane o Chanoy su ejecutor material. Todo ello, además de ser horrendo en sí mismo, comporta otra abominable finiquidad: la de que Haya de la Torre, Sánchez y sus compinches, sólo por el afán de despistar a la justicia, estén permitiendo hasta hoy que un inocente como Pretell purgue una falta por él no cometida.
Esta práctica del homicidio como medio de acción política no habría sido nueva en el APRA sino antigua y sistemática: no habría sido fruto de una inmediata reacción –quizás no justificable, pero sí explicable- ante la importancia para luchar contra factores adversos, sino el efecto de una concepción criminal de la política al servicio de individuos ansiosos de conquistar el poder, aunque fuese valiéndose de terror y de la muerte. Ya varios años antes, Haya de la Torre habría dado a sus secuaces la orden de liquidar a toda persona que se atravesase en el camino de sus ambiciones. Y así, cobardemente habría sido ultimado el comandante Morales Bermúdez, en un acceso del mas estúpido apresuramiento, pues hasta se había perdido un posible aliado valioso. De cualquier modo es sintomática la circunstancia de que, desde ese día, el organizador de ese crimen, y no se si también su ejecutor material, se convirtió en protegido y amigo íntimo de Haya de la Torre y luego hasta el momento en que fuera detenido por su supuesta participación en el asesinato del director de “La Prensa”, señor Graña en diputado y uno de los más infalibles arbitros de las decisiones partidarias. Tal personaje sería Alfredo Tello cuya intervención en el crimen Graña, por el cual se halla en la cárcel, parece no haber sido probada, como que se dice que fue ajeno a él.
Una conducta parecida, es decir, la de facilitar el encubrimiento de los sujetos de avería, habría observado Haya de la Torre en cuanto se refiere a Armando Blanco del Campo o Armando Villanueva del Campo, pues no sé cuál de los patroninices es el auténtico. (El propio Haya) sostuvo, en una ocasión que el primero es el válido, pues el progenitor de su amigo se lo habrá cambiado para que no se hallase en tan abierta contradicción con su pigmento. Este individuo, de vivacidad no escasa aunque ignorante, intrigante y servil y de una audacia y peligrosidad poco comunes, ocupó en el partido una posición harto subalterna hasta el día en que se habría ofrecido para segar la vida del ciudadano Marcial Rossi Corsi, quien habría estado jugando vilmente al doble papel de aprista y agente confidencial de la policía para enterarse de las actividades revolucionarias del grupo. A causa de esta occisión de Rossi Corsi, que habría sido organizada y acaso ejecutada directamente por Villanueva del Campo, éste habría ascendido rápidamente en las filas partidarias.
Tal proceder de Villanueva del Campo no sería un acto casual o de comisión momentánea, sino delator de una suerte de propensión delictuosa, según podrá inferirse de lo siguiente. Confieso lealmente que, enemigo del actual gobierno peruano, participé hace algún tiempo en cierta tentativa para derribarlo. En dicha oportunidad, un alto oficial de nuestro ejército nos ofreció su apoyo, bajo condiciones no del todo favorables a la aspiración personal de Haya de la Torre; Villanueva de Campo, entonces secretario general del Comité Coordinador, se mostró ante mí y otro compañero partidario de que se llevase adelante el pacto con el oficial aludido, al que, en cuanto la revolución triunfase se le sacaría de en medio por la expeditiva vía de la occisión, atribuyéndola luego a los adversarios, si no se podía representar la comedia de que “había muerto gloriosamente en acción de armas”. Fue en vista de tal antecedente y otro similar que, en una memorable asamblea de compañeros residentes en Buenos Aires, efectuada en Mayo de este año, al mostrar yo públicamente a Villanueva del Campo su falta de honestidad política y sus travesuras personales, le dije clara y terminantemente ante la estupefacción de los presentes, que el venía tratando desde hacia tiempo de “habituarse al asesinato”. Todos los oyentes quedaron absortos y Villanueva del Campo se limitó a hundirse en su asiento, a resbalarse casi hasta el suelo, a pesar de su notorio cinismo, divido como un muerto y sin atreverse a esbozar la más ligera refutación, porque sabía justamente de cual pie cojeaba.
Varios crímenes más habrían sido ejecutados por apristas obedientes, entre ellos unos de contornos semejantes al que costó la vida a Rossi Corsi, que se habría llevado a cabo en la localidad de Matamula, si mal no recuerdo. Estas atrocidades se habrían cometido a espaldas de los altos dirigentes del partido, con la excepción del mencionado Luis Alberto Sánchez, consultor o consejero predilecto en tales circunstancias. Su planificación y ejecución habrían corrido a cargo de tres o cuatro personas de la más estrecha confianza e intimidad de Haya de la Torre y en todo caso con la ignorancia o el repudio de algunos líderes, antes los cuales, después de su perpretación, aquél habría desempeñado un excelente papel de actor dramático, indignado y dolorido por la sangre vertida.
Ahora bien, debo dejar concretamente establecido que ninguno de estos hechos me consta ni podría constarme, por la sencilla razón de que, salvo dos fugaces estancias en la patria, resido desde hace más de treinta años en el extranjero y, si estos sucesos estaban vedados al conocimiento, aún de las principales figuras partidarias radicadas en el país, con mucha mayor razón deberían estarlo al de las ausentes. Han llegado estas referencias a mis oídos de manera accidental y es posible que sean veraces. De cualquier modo, obedeciendo a imperativos de mi conciencia, que me impide silenciar incluso versiones y presunciones, pues me daría una suerte de complicidad el guardar su secreto, las comunico a las autoridades, aunque no hago formal acusación contra nadie ni me responsabilizo de los informes, por lo cual, como se habría advertido, empleo únicamente el modo condicional del verbo. Los entrego solamente a la justicia y al gobierno para que, disponiendo de medios mucho más poderosos que los míos, acometan hasta sus últimas consecuencias una investigación exhaustiva de acontecimientos que, en efecto ocurridos, enlutaron varios hogares del país y tuvieron una gravitación tremenda, todavía operante, en el desenvolvimiento de la política nacional y ocasionaron la dolorosa y profunda división existente aún en el seno de la familia peruana.
¿Por qué he esperado unos meses para hacer estas declaraciones? Porque habría sido una crueldad hacerlas cuando Haya de la Torre se hallaba todavía asilado en la embajada colombiana. Ellas habrían dado lugar quizás a que se perturbasen aún las relaciones entre Perú y Colombia y el problema todo de la institución americana del asilo –que debe defenderse con la mayor energía– adquiriese una complicación peligrosa para su existencia. Opinaba yo entonces y sigo opinando que el gobierno peruano había cometido un error capital al negar el salvoconducto de Haya y no había de ser yo quien fuese a proporcionarle medios capaces de salvarlo de la encrucijada en que se había metido. Nadie puede esperar de mí, ni ahora ni nunca, que me pase a las filas del adversario. Y si hoy asumo esta actitud, no obstante el riesgo de que pudiera redundar en provecho del régimen actual, con el que, repito, no comulgo, es porque pienso que encima de tal consideración está la salud de la República, a la cual es preciso librar de mayores males. He aquí otra razón de mi demora, ciertamente la más poderosa. Hasta último momento estuve alimentando la esperanza de que Haya de la Torre podría haber sido, si no ajeno, contrario a tales procedimientos y que impotente para evitarlos a su debido tiempo, estaría dispuesto a sancionarlos por medio de la catarsis y de la purga, descargando así al partido de pecados que lo encenegaron en la medida que hoy conozco. Por eso, cuando el 8 de julio Seoane y Barrios me hablaron por teléfono desde Santiago para comunicarme que, habiendo accedido finalmente a múltiples solicitaciones para que se entrevistaran con Haya de la Torre en Montevideo, creían conveniente mantener en suspenso las renuncias –las de ellos y la mía- hasta que se vieran los resultados de las nuevas conversaciones, no opuse reparos.
Luego a su tránsito por Buenos Aires, en el aeródromo declararon ante mí y los jóvenes apristas Héctor Cordero y David Juscamaita que iban enteramente decididos a no ceder un ápice en el mantenimiento de las reservas formuladas a la conducta de Haya. En esa oportunidad les entregué un memorando para el fundador del partido, cuyo texto es el siguiente: “CONDICIONES QUE DEBEN LLENARSE SIN DEMORA Y EN FORMA DE COMPROMISO ESCRITO Y FIRMADO POR HAYA DE LA TORRE, PARA EVITAR LA RENUNCIA DE ALBERTO HIDALGO AL PARTIDO”.
La Revalidación llamada y categórica de los principios básicos del Aprismo. Antiimperialismo, justicia social, unidad de América Latina, apoyando a cualquier gobierno que tenga medios para auspiciar con hechos – 2da. Condena sin eufenismos de Estados Unidos por lo de Guatemala y Puerto Rico, 3ra. Investigación interna y exhaustiva de los crímenes atribuidos al Partido hasta su total esclarecimiento y ulterior denuncia a la justicia de los autores, sean quienes sean, previa expulsión de los mismos de las filas apristas, para lo cual se hará abstención de toda jerarquía. 4ª. Expulsión lisa, llana de irrevocable de Luis Alberto Sánchez y Armando Villanueva del Campo, 5ª. Declaración de que el Partido no será más una monarquía. 6ta. Rectificación expresa de la tesis de interamericanismo, democrático sin imperio” y substitución de la misma por otra dirigida a quitar a los países de Latinoamérica la condición de subyugados política y económicamente de Estados Unidos.
Desgraciadamente, lo que muchos temíamos aconteció en dichas reuniones, Seoane y Barrios no solamente cedieron ante Haya, con quien pactaron un convenio en el que fueron olvidados los capítulos centrales de su disidencia, de nuestra disidencia principista con Haya y en cuanto a los acuerdos éstos fueron hechos en forma vaga y escurridiza y se dieron por inexistentes los puntos culminantes de mi memoramdum, o sean el 2do, el 3erop. Y el 4to. quizás creyendo que bastaría una carta afectuosa de Haya a mí para someterme. Así pues, todo me da derecho a pensar que no existe ni lejanamente el propósito de limpiar, al partido aprista, desvirtuando por medio de una clara investigación interna las acusaciones de criminalidad que se han hecho y retomando con claridad la vieja línea revolucionaria democrática y antiyanqui. Nadie puede por lo tanto, discutir mi derecho a alejarme de una agrupación en la que mi permanencia podría tener ya el carácter de una complicidad.
Aun reconociendo que Seoane le ha ganado a Haya una batalla, obligándolo a dar momentánea marcha atrás en su decisión de una semana antes para invalidar al Comité Coordinador, es evidente que ha caído en las redes de éste. Haya de la Torre proclamó recientemente la necesidad de “actuar manos como palomas, y astutos como serpientes”, según consta en el texto de la renuncia de Seoane y Barrios, en la cual se hacen además, otras gravísimas acusaciones a aquél. Y bien, como primer acto de esa abominable doctrina de actuar manso como paloma y astuto como serpiente, Haya ha dejado en manos de Seoane el gobierno de la agrupación, más cuando pase la tormenta y Seoane haya perdido pie a causa de la ingenuidad con que ha dado por un hecho consumado la rectificación política y moral de Haya, lo relegará a una posición secundaria o nula, para poder, entonces sin interferencias acometer su tarea de entrega de la dignidad peruana a Estados Unidos y de la clase trabajadora a la oligarquía criolla, pues para ello ha venido enviando “recaditos de buena conducta al Departamento de Estado, que son tácitamente recaditos a nuestra voraz oligarquía”, según me dijera Seoane en una carta del mes de mayo, lo cual debe ser absolutamente cierto, pues Seoane, hombre honorable sin duda no lo hubiera afirmado de no saberlo de buena fuente. Pero el pacto, bien intencionado aunque ingenuo por parte de Seoane, y “astuto” es decir avieso, reptilíneo, por parte de Haya no hubiera podido quedar concluido sin el arbitramiento de un recurso destinado a neutralizar a quien, como yo, había tenido la audacia de enviar un ultimátum al orgulloso jefe del partido y amenazaba con su renuncia. Lo más sencillo hubiese sido decirse: “Y bueno, si quiere irse, que se vaya; nadie lo ataja”. Más no: Haya comprendió que era preciso lograr el retiro de mi dimisión, aunque fuese con sacrificio de su autoridad y su soberbia y para conseguirlo decidió apearse de su torno, enviándome la carta que transcribo, escrita de su puño y letra, y con lo cual pretendió ganar mi silencio y asegurarse mi complicidad:
Lo dicho carecía de eficacia en el orden de los intereses fundamentales de la nación, por referirse a hechos acaecidos por lo tanto irremediables, si no estuviera seguido por un planteamiento exclusivamente destinado a buscar la salud de la patria, mediante la extirpación del cáncer que ha venido minando su organismo por espacio de más de veinte años. Tal es el motivo por el cual este documento asume el sentido de una presentación formal ante los poderes legislativos y ejecutivo a fin de lograr que se adopte una medida tendiente a evitar que el Perú sea víctima de daños a un peores que los enumerados y cuyo origen debe disminuirse sin demora.
Desgraciadamente, lo que muchos temíamos aconteció en dichas reuniones, Seoane y Barrios no solamente cedieron ante Haya, con quien pactaron un convenio en el que fueron olvidados los capítulos centrales de su disidencia, de nuestra disidencia principista con Haya y en cuanto a los acuerdos éstos fueron hechos en forma vaga y escurridiza y se dieron por inexistentes los puntos culminantes de mi memoramdum, o sean el 2do, el 3erop. Y el 4to. quizás creyendo que bastaría una carta afectuosa de Haya a mí para someterme. Así pues, todo me da derecho a pensar que no existe ni lejanamente el propósito de limpiar, al partido aprista, desvirtuando por medio de una clara investigación interna las acusaciones de criminalidad que se han hecho y retomando con claridad la vieja línea revolucionaria democrática y antiyanqui. Nadie puede por lo tanto, discutir mi derecho a alejarme de una agrupación en la que mi permanencia podría tener ya el carácter de una complicidad.
Aun reconociendo que Seoane le ha ganado a Haya una batalla, obligándolo a dar momentánea marcha atrás en su decisión de una semana antes para invalidar al Comité Coordinador, es evidente que ha caído en las redes de éste. Haya de la Torre proclamó recientemente la necesidad de “actuar manos como palomas, y astutos como serpientes”, según consta en el texto de la renuncia de Seoane y Barrios, en la cual se hacen además, otras gravísimas acusaciones a aquél. Y bien, como primer acto de esa abominable doctrina de actuar manso como paloma y astuto como serpiente, Haya ha dejado en manos de Seoane el gobierno de la agrupación, más cuando pase la tormenta y Seoane haya perdido pie a causa de la ingenuidad con que ha dado por un hecho consumado la rectificación política y moral de Haya, lo relegará a una posición secundaria o nula, para poder, entonces sin interferencias acometer su tarea de entrega de la dignidad peruana a Estados Unidos y de la clase trabajadora a la oligarquía criolla, pues para ello ha venido enviando “recaditos de buena conducta al Departamento de Estado, que son tácitamente recaditos a nuestra voraz oligarquía”, según me dijera Seoane en una carta del mes de mayo, lo cual debe ser absolutamente cierto, pues Seoane, hombre honorable sin duda no lo hubiera afirmado de no saberlo de buena fuente. Pero el pacto, bien intencionado aunque ingenuo por parte de Seoane, y “astuto” es decir avieso, reptilíneo, por parte de Haya no hubiera podido quedar concluido sin el arbitramiento de un recurso destinado a neutralizar a quien, como yo, había tenido la audacia de enviar un ultimátum al orgulloso jefe del partido y amenazaba con su renuncia. Lo más sencillo hubiese sido decirse: “Y bueno, si quiere irse, que se vaya; nadie lo ataja”. Más no: Haya comprendió que era preciso lograr el retiro de mi dimisión, aunque fuese con sacrificio de su autoridad y su soberbia y para conseguirlo decidió apearse de su torno, enviándome la carta que transcribo, escrita de su puño y letra, y con lo cual pretendió ganar mi silencio y asegurarse mi complicidad:
“Montevideo, julio 22, 1951Como se ve, ni una palabra sobre el enjuiciamiento y condena de los crímenes atribuidos al partido, cual si se quisiera echar tierra sobre ellos o se temiese las salpicaduras de una investigación; ni una palabra sobre la expulsión de individuos cuya conducta “daño al partido en el Perú y lo sigue mellando en el exterior”, según afirma la susodicha renuncia de Seoane y Barrios; ni una palabra respecto a Estados Unidos, como si compromisos oscuros impidieran el pronunciarla. Iba ya a permanecer en el partido y guardar un silencio delincuente sólo porque Haya de la Torre me pasara una mano epistolar sobre los hombros. No, evidentemente. Fallaron los cálculos de estos estrategas de la política peruana que no han llegado al gobierno en casi treinta años de luchas y transacciones, como han seguido fallando los de quienes, por comunicaciones telegráficas, postales y telefónicas en que se me ha pedido el desistimiento de mi actitud, creyeron posible neutralizarme ofreciéndome el cargo de ministro en el gobierno que habrá de reemplazar al del señor Odría. Todo ha fallado porque he perdido la confianza y la fé en un gran número de hombres del que fue mi partido. Me voy del aprismo con pena por los años que gasté en él: con amargura porque veo desvanecerse quizá por mucho tiempo las esperanzas de que las ideas socialistas de abrieron paso de nuevo precisamente en el país donde su cuna se meció varios siglos. Me voy a casa, para quedarme probablemente sólo, no para alquilarme como algunos ni traicionar como otros y sí para refugiarme en mi vocación de pobre y en mi destino de poesía.
Querido Alberto Hidalgo:
No pude contestar a tiempo su carta enviada a México. Va, aunque tardía, mi respuesta ahora. Espero que todas las dificultades y pequeñas disputas sean superadas, pues necesitamos que el Partido no pierda su unidad secreto de su fuerza. Parte hoy Manolo con los compañeros Iza y Barrios. Creo que estas conversaciones de Montevideo han dado los mejores resultados al fin. Espero sus buenas noticias y le saludo con la amistad de siempre.
Víctor Raúl”.
Lo dicho carecía de eficacia en el orden de los intereses fundamentales de la nación, por referirse a hechos acaecidos por lo tanto irremediables, si no estuviera seguido por un planteamiento exclusivamente destinado a buscar la salud de la patria, mediante la extirpación del cáncer que ha venido minando su organismo por espacio de más de veinte años. Tal es el motivo por el cual este documento asume el sentido de una presentación formal ante los poderes legislativos y ejecutivo a fin de lograr que se adopte una medida tendiente a evitar que el Perú sea víctima de daños a un peores que los enumerados y cuyo origen debe disminuirse sin demora.
Mi demanda es resultado de las ondas meditaciones en que me he sumido últimamente para averiguar las causas que pueden haber determinado a Víctor Raúl Haya de la Torre a malograr su porvenir y el de su partido: a prostituir su conciencia y contagiar la de sus allegados; a dar la espalda a la luz y sumirse en el fango, a ser, de 1932 a 1948, según parece, eje de las actividades criminales imputadas al aprismo, y a convertirse, en 1954, en el traidor número uno a su propio partido y sus propias ideas, el juguete de los afanes imperialistas de los Estados Unidos, el desmemoriado por excelencia de los anhelos de justicia social del pueblo peruano, el apañador de los compañeros que conquistaron posiciones públicas para llenarse de dinero o de los que, bajo el disfraz de empleados de las Naciones Unidas, son sirvientes y propagandistas de la burocracia y el capital norteamericano.
Pues, contrariamente a lo que podrá pensarse, no creo yo que Haya de la Torre sea un asesino, ni siquiera en estado potencial. Es, más bien, un hombre propenso a la solidaridad con el dolor ajeno, dueño de no pocas virtudes, nunca acosa por el prurito de enriquecimiento ilícito, dotado de un talento de veras excepcional, solo que desviado de su verdadero camino pues tengo para mi que, si en vez de dedicarse a la política se hubiera consagrado a la literatura o al arte, habría sido un triunfador, hubiera llegado a ser uno de los más grandes escritores, pintores ó músicos de nuestro tiempo. Quiso ser político, y éste ha sido el mayor de sus errores porque para el ejercicio de esta carrera se halla inhabilitado –recién ahora lo comprendo- por el mal que padece, posiblemente congénito, que trastorna su mente, deforma o anula sus cualidades morales y lo convierte en instrumento protervo de las peores pasiones y los más execrables apetitos: la inversión sexual.
Desde 1917, en que lo conocí, sé que Víctor Raúl Haya de la Torre es uranista. Este año, si la memoria no me es infiel cayó en Lima y comenzó a vincularse, por un lado, con los medios literarios; por el otro, con los círculos aristocráticos. En los primeros actuaba yo con empuje, como es sabido, y en ellos Haya tuvo recepción favorable, incluso, y muy marcada, de mi parte. Todos apreciamos pronto su clara inteligencia y su radiosa simpatía personal, sin escandalizarnos mucho ni poco por sus inclinaciones homosexuales, que no ocultaba, y, por lo demás, llevó a la practica sin tardanza con los literatos y los señoritos proclives al mismo vicio. De esa época puedo citar, si el propio Haya me urge, los nombres de algunas personas, unas ya desaparecidas, otras vivas, estas curadas de su adyección, aquéllas contumadas en ella hasta la ancianidad y el deseo, con las cuales el jefe del Aprismo tuvo íntimas y, en algunos casos, bastante conversadas relaciones de esa naturaleza. Por otra parte, en estas cosas puede procurarse un testimonio irrebatible, y es el del examen clínico, pues la infundibaliformidad del órgano afectado podría constituir el atestado de mayor fuerza, la plena prueba que la ley exige. Después la vida abrió nuestros caminos. Yo salí del país para escribir mis libros, dedicándome a la poesía que es la razón de ser de mi existencia; pero desde lejos advertí que Haya de la Torre, en punto a ideas y preferencias, había superado la etapa de su adolescencia aristocrática y palaciega, poniendo a su talento y su voluntad al servicio de las doctrinas socialistas y abrazando la causa de los trabajadores y los oprimidos, amén del ideal estupendo de unificar a la llamada América Latina. ¿Cómo, pues, podría haberme negado a sus requerimientos de 1930 en Berlín, para que me sumase al partido que había fundado? Lo hice lleno de júbilo, de esperanza y de fé.
Ya en aquellos días de nuestro encuentro berlinés de 1930, luego en Lima, cuando fui a hacer al lado suyo la campaña electoral de 1931, y más tarde, cuando regresé al Perú en 1947, tuve la dolorosa impresión de que Haya seguía practicando su aberración contra natura. No creí, sin embargo, que ello pudiera traducirse en daño para el país ni para la causa reinvindicacionista de la americanidad y de la justicia social que nos unía. Ahora comprendo que estaba en error y rectifico mi yerro, que imagino común a cuantos conocen estos tristes antecedentes. He adquirido la convicción, basada en razonamientos de orden rigurosamente científicos de que la poderastía, si bien no puede ser nociva para el ejercicio de las disciplinas literarias y artísticas- desde Miguel Angel- y –Verlaine hasta Walt Whitman y André Gide, la historia privada de las artes y de las letras está llena de ejemplos- es necesariamente funesta en el hombre que se hace profesional de la política y aspira al gobierno de una nación. Pues la política y el gobierno no son solamente especulaciones intelectuales sino involucran funciones materiales, actos concretos, realizaciones efectivas, cuya comisión puede ser feliz o fatal para la vida de los estados y los pueblos y ocasionar beneficios o daños graves en la organización cotidiana de la historia, ya que la historia se desarrolla a sí misma sin cesar. La cosa pública, de ningún modo estática, se parece a un cuerpo en movimiento sobre una superficie estrictamente lisa, podría proseguir su marcha por los siglos de los siglos si un agente exterior, guijarro, brisa, la propia curvatura especial, no torcieran su rumbo y lo detuviesen. Un político, un nombre de gobierno, animado de las mejores intenciones pero atenaceado por una incontrolada pasión sexual, puede transformarse en juguete de esa pasión, y así sabemos que algunos políticos eminentes, que se habían prefijado una conducta recta, sacrificaron ciegamente su destino de gloria ante el altar de una satisfacción amorosa o lúbrica. Las bellas espías no trabajan precisamente sobre esa debilidad de los hombres, induciéndolos consciente o involuntariamente a la traición a la patria que, sin embargo, aman profundamente. En el caso del político sodomita tales términos se agudizan por lo mismo que se ve obligado a moverse dentro de una incómoda duplicidad existencial: su actuación pública debe aparecer lo más honorable posible, mientras su lascivia se desenvuelve en el marco de la adyección física, biológica y fisiológica. La consecución primero y la conservación después de un padrillo joven y vigoroso pueden ocasionar la quiebra de la conducta civil, el sacrificio de los principios, la enajenación de los intereses nacionales. Este es el caso de Víctor Raúl Haya de la Torre, amigo a quien he querido y quiero, quizás más aún ahora que compulso la magnitud de su tragedia. Su mal, para colmo de desdichas, ha entrado en un período de agravación, al presentársele con toda evidencia los signos de la edad crítica, pues todos la tenemos: los intersexuales mediante el relajamiento de las funciones reproductivas: los homosexuales, mediante algo que podría llamarse físicas y morales, pudo ordenar, según se dice y habría que esclarecer, la eliminación lisa y llana de los adversarios, a que extremos podría llegar si “capturase” la expresión es tuya el poder, ahora que es incapaz de controlar sus desarreglos ováricos.
Y aun en el caso de que no actuasen intereses inmediatos de pasión lujuriosa, aun en ese caso puede tener graves derivaciones el que los cargos públicos principales y la dirección de los partidos sean desempeñados por pederastas, pues la anormalidad de éstos debe totalmente ejercer influencias nocivas en los mecanismos psíquicos del ser (sobre ello cabría consultar a médicos, especialmente psiquiatras y psicoanalistas); altera el desarrollo de las glándulas; perturba el funcionamiento de los órganos vitales, corazón, cerebro, hígado, etc., da lugar a caso a la segregación de jugos contrarios al desempeño armónico del espíritu y empuja al sufriente por los senderos de la tortuosidad, la desaprensividad y la irresponsabilidad.
Yo contribuí en grado decisivo a la formación del mito Haya de la Torre. Me equivoqué y ahora propongo su demolición. Sus últimos actos demuestran que se halla en proceso de desequilibrio glandular, lo cual ha envenenado su alma, desgastado su carácter, aniquilado su voluntad de donde la incertidumbre de sus posiciones y propósitos, su femenina versatilidad ante problemas como los del Estado, que requieren, especialmente en quienes aspiran al gobierno, claridad de enfoque y madurez de juicio. Salido de la embajada colombiana, lanza declaraciones descabelladas, en pugna con las doctrinas del propio partido que fundara, pero un mes más tarde, cuando se da cuenta de que los demás no lo acompañaremos en la apostasía, intenta vagas rectificaciones y la estratagema de que sus palabras fueron tergiversadas por los periodistas a lo que, sin embargo, no desmintió en seguida, como es de práctica y hubiera sido su deber. Su incapacidad política está, por lo demás, suficientemente probada, por el hecho de que, en treinta años de acción, no haya conseguido llevar a su partido al poder, observación está que es tanto mía como de Seoane y está justificada por el espectáculo de una época en la cual los partidos llegan al gobierno en pocos años y aun en meses, o desaparecen y son absorbidos por nuevos y más ágiles movimientos. Benavides lo engañó primero como a un niño cuando se dispuso a suceder a Sánchez Cerro; lo engaño por segunda vez en los primeros tiempos de su gobierno y por tercera vez cuando le tendió trampa de Bustamante y Riveros. Sus fracasos me tienen cansado, me han producido fatiga. En general, no merece ni siquiera a sus partidarios, que no tienen la culpa ni de sus errores ni de sus fechorías. Como Napoleón, que tuvo la inicua osadía de afirmar que su capital estaba constituido por 200,00 hombres, Haya de la Torre podría decir que su fortuna ha consistido en que sus amigos y partidarios nos hemos pasado la vida perdonándolo. Basta ya de esto, la más grave consecuencia de nuestro perdón es la demora que están sufriendo los deseos de la ciudadanía de alcanzar la plenitud de sus reivindicaciones. Todos hemos sufrido con ello, pero la recuperación habrá de obtenerse más o menos pronto, porque las virtudes del pueblo están intactas, del pueblo, que es la primera de nuestras grandezas. En él debemos creer. Sabrá reagruparse alrededor de hombres sin mancilla, firmes en sus ideas y dirigidos por sus virtudes. De una sana conjunción de afanes saldrá el gran partido que el Perú necesita el gran partido, que pudo ser el APRA y al que su creador mismo sumió en oprobio, de idéntica manera que algunos cerdos fagocitan a sus vástagos. Debemos tener fé en esto y yo me lleno de júbilo pensando en que así habrá de ser, aunque quizás no lo vea, pues alguien podrá dar en cualquier momento la orden de asesinarme.
De aquí que estime necesario, ineludible y urgente el que el Congreso dice una ley prohibiendo el desempeño por los andróginos de los cargos claves de la administración pública y aún la dirección notoria o encubierta, de los partidos políticos. Sólo así podrá el Perú librarse de las turbias contingencias, de los azares turbulentos a que han dado origen las ambiciones gubernamentales de Haya de la Torre y sus cómplices. Con ello se salvaría incluso el propio Haya, porque éste, dueño de una inteligencia singular, de un talento prodigioso, libre entonces de esas aspiraciones, podría dedicarse por entero a realizar las obras de la mente para las que se halla maravillosamente dotado. De su pluma – escribe con una claridad y una penetración admirables- podrían salir trabajos acaso definitivos para el perfeccionamiento de los sistemas políticos y sociales y, por ende, para el bienestar de la humanidad.
Sólo una ley así podría evitar al Perú calamidades y desgarramientos inauditos, consecuencias que no podrían subsanarse ni en el transcurso de muchos años, porque los actos de quienes padecen tales estigmas –recién he venido a darme cuenta de ellos- pueden revestir más peligrosidad que los de criminales natos o locos incorregibles. Mientras esa ley no se dicte, males terribles amenazan a la patria. Ella debe ser dada sin tardanza. Y así lo solicito, valiéndome del derecho a peticionar que tiene todo ciudadano.
Buenos Aires, Julio de 1954
Alberto Hidalgo