domingo, 8 de mayo de 2011

Finales sin sepultura

Por Gonzalo Galarza Cerf y
Nelly Luna Amancio

Hacen el máximo esfuerzo por atraparlos, luego por desaparecerlos. El destino de los cuerpos de los terroristas abatidos.

El cuerpo es arrojado al mar. El hombre que lo habitaba fue asesinado de un disparo en la cabeza. El símbolo del terror mundial en los últimos años permanece sumergido en el fondo del océano. Eso, al menos, es lo que informó el Gobierno de EE.UU. Desde que Osama Bin Laden cayó abatido el domingo, en su búnker de Abbottabad, Pakistán, su cuerpo parece haber cobrado otro peso (y atención) del que tenía en vida: todos lo quieren ver; nadie lo quiere tener consigo. En Washington, aseguraron que antes de lanzarlo al mar se consultó a varios países del Medio Oriente la posibilidad de sepultar en sus territorios el cadáver del cabecilla de Al-Qaeda. Ninguno quiso.

“No es lo ideal ni moralmente correcto, pero dadas las circunstancias, tirarlo al mar era lo más razonable políticamente, aunque vulnera los entierros del islam”, dice el abogado Gattas Abugattas. “El derecho, especialmente en material internacional, no siempre tiene respuestas a todo. Cuando no las hay, se aplican relaciones de poder y conveniencias políticas. Y lo que hizo Estados Unidos era lo políticamente más adecuado”, agrega.

El derecho humanitario y el Convenio de Ginebra establecen que, terminada una batalla, el cuerpo se entrega a los familiares para que se dé sepultura según su religión. El analista internacional Jorge Deustua examina la complejidad de casos como estos: “Los convenios internacionales hablan de procedimientos en situaciones de guerra convencional, pero este es un escenario de guerra no convencional. Eso sí: todo cuerpo requiere un entierro adecuado”.

Un sepulcro al terrorista internacional más buscado pudo convertir ese espacio en un lugar de peregrinación, pero también en un recordatorio del horror. Estados Unidos tuvo que elegir: entregar el cuerpo a sus familiares y abrir la posibilidad del culto o desaparecerlo y crear un mártir. Entre esos dos caminos hay una certeza: “Osama no necesitaba de una tumba para ser un mito. Ya lo es”. Lo dice el historiador puertorriqueño y analista internacional Norberto Barreto, quien piensa que el gobierno del presidente Obama optó por el mal menor. 
  
Presencias simbólicas
El líder de Al Qaeda no es el único cuerpo que se prefiere mantener en reserva. Cerca de nuestro país, en Colombia, el cadáver del número 2 de las FARC y figura visible de esta organización terrorista, ‘Raúl Reyes’, fue enterrado en una fosa estatal secreta tras caer muerto en una intervención del Ejército de Colombia en territorio ecuatoriano. Su ex esposa reclamó su cadáver pero las autoridades rechazaron su pedido. Su relación había acabado hace más de dos décadas, argumentaron. Otra mujer también lo intentó en nombre de la Iglesia Protestante Jesusiana. Fue en vano. Un terrorista más sin tumba.

Un cuerpo que no se exhibe, sobre todo el de un terrorista de esta magnitud, es un campo para la ficción: se podrían tejer historias diversas. El destino de los restos del dictador nazi Adolf Hitler fue una incógnita durante muchos años. El 2009, el Servicio Federal de Seguridad ruso (FSB, otrora KGB) reconoció que un año después de concluida la Segunda Guerra Mundial lo enterraron en un lugar secreto de Alemania. Su cadáver casi en su totalidad fue destruido en 1970.

Desaparecer los cuerpos de líderes extremistas o aniquilarlos ha sido una práctica constante a lo largo de la historia y en diferentes gobiernos. Como si la memoria de sus seguidores necesitara de la presencia física para alimentarse. Cuando en marzo del 2004 el jeque Ahmed Yasín se dirigía a la mezquita, tres misiles lanzados por la Fuerzas Armadas Israelíes acabaron con él. El líder espiritual y fundador de Hamas (la organización que realiza acciones terroristas en Israel) tenía 67 años y era tetrapléjico. Un mes después, el 17 de abril,las fuerzas de Israel bombardearon el automóvil en el que se dirigía su sucesor: Abdel Aziz al-Rantisi. Más allá de sus cuerpos, sus tumbas ahora son casi simbólicas.

Escala global
Cuando las fuerzas especiales de la Marina estadounidense (SEAL) ingresaron al búnker para asesinar a Bin Laden (esa fue la orden, según un funcionario de seguridad nacional en Washington) el escenario del terrorismo global cambió. El precedente se empezó a escribir en medio de esa noche: había caído alguien cuya figura era casi mesiánica. No era un líder más el que moría, era el cabecilla de una organización terrorista que le había declarado la guerra a todo el mundo occidental. “No hay ahora otro como Bin Laden. Era el enemigo más importante del país más poderoso del mundo. Al Zawahiri, el segundo de Al Qaeda, no es tan importante”, asegura el analista puertorriqueño Norberto Barreto.

Lo ha destacado el periodista de guerra Jon Lee Anderson: “Al Qaeda ha sido debilitada y quizás acabada. Con la muerte de su líder, la voluntad de muchos Bin Laden ‘wannabees’, que están en Pakistán, Yemen, Nottingham y donde sea, será disminuida, porque uno de los valores que los alimentaba, en primer lugar, era su invencibilidad nacional. Tal vertical y cuasi religioso culto a la muerte siempre se sostiene en el líder, porque la supervivencia de este es la clave para perpetuar la creencia de que la utopía es posible”. El colaborador del “New Yorker” cita el caso peruano: tras la captura del cabecilla de Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, “el movimiento que estuvo cerca de tomar la ciudad murió”.

Es casi una fórmula: sin la figura del cabecilla, la organización se desmorona.

El ex presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar Policial del Perú, el general en retiro Juan Pablo Ramos Espinoza, solicita que Estados Unidos muestre el cadáver de Bin Laden como prueba. “No creo que lo hayan arrojado al mar. Deben tenerlo”, afirma. Una imagen para acabar con la incredulidad de algunos, o aumentar el morbo de otros. Salvando las distancias, cuando fue ejecutado Ernesto Che Guevara, curiosos y periodistas se acercaron para verlo, fotografiarlo y filmarlo de cerca. Después, el cuerpo del Che desapareció por 28 años. Hoy descansa en Cuba, y su sepulcro es un espacio de culto.

Acorralado por la historia
En 1989 –recuerda Jon Lee Anderson– Osama Bin Laden era “un rico saudí pretencioso”. Luego, esa imagen cambió y se construyó la figura de un líder casi espiritual. Años después, a las túnicas blancas se sumaron la indumentaria militar, un discurso de odio y decenas de atentados terroristas. La caída de las Torres Gemelas del 11 de setiembre marcó su final.

Los últimos meses, custodiado en su búnker que carecía de teléfono e Internet, Bin Laden supo del levantamiento de los jóvenes contra las dictaduras en países árabes y musulmanes. “Él ya estaba acorralado por la historia. Estas sociedades no quieren más figuras como las suyas, ni dictadores, buscan democracia”, señala el analista Norberto Barreto.

Bin Laden no está más físicamente, pero la red de AlQaeda se extiende en varios países de Medio Oriente. Y, tras aceptar la caída de su cabecilla y pedir que no “dañen su cuerpo”, sus seguidores han lanzado su amenaza: “[La sangre de Bin Laden] permanecerá, con permiso de Alá Todopoderoso, como una maldición que persigue a los estadounidenses”. El fuego parece estar a punto de abrirse. Quizá convenga en estos tiempos escuchar el llamado del presidente de la Asociación Islámica en Perú, Damin Husein Awad: “La justicia debería ser más fuerte que la venganza, más fuerte que las armas”.

Más fuerte que los propios cuerpos.