viernes, 27 de enero de 2012

Maldita pichanga (cuento)


Por Alvaro Sarco


  
 Estoy empinchado. La otra noche estuve chupando con Lucho y Tortuga en La Cabaña. Nos metimos una caja. Como a las nueve arrancamos al local del Club de Leones. Había un tono de quinto de media del colegio Kennedy. Antes de entrar nos prendimos.
    En la calle había un culo de hembritas.
    - Aquí la hacemos fácil -dije-. Las chibolas caen rápido.
    Pagamos la entrada y subimos, porque la vaina era en el segundo piso. Era una fiesta con luces. Encima de que estábamos movidos no se veía casi nada. Compramos unas cervezas y nos fuimos a chupar a un rincón. La música era una cagada. Como a la hora de estar cheleando a forro Tortuga se sintió mal. Arrancó al baño porque se le venía el huayco.
    - Pollo de mierda –se quejó Lucho-. Me llega a la punta del pincho.
    - Todavía está chibolo -recordé.
    Seguimos chupando. Como Tortuga no regresaba, fuimos a buscarlo. Lo encontramos en el piso, sentado sobre la pichi, y con la camisa vomitada. Tratamos de levantarlo, pero estaba más pesado que la gramputa y varias veces se nos cayó.

    Por fin conseguimos meterlo nuevamente a la fiesta. Las hembritas nos miraban palteadas. Regresamos a nuestra esquina y sentamos a Tortuga en el piso. Estaba privado. Compramos unos pomos más. Cuando acabamos el último le dije a Lucho:
    - Estoy embotado.
    - ¡No arrugues, maricón! –exclamó.
    - Voy a seguir chupando, idiota. Que me baje un poco el trago. Voy a mear.
    En el baño encontré harta gente borrachaza. Achiqué en el piso. Un chibolo me miró como diciéndome: por qué orinas ahí. Le dije:
    - Qué miras, huevón.
    El otro se rió y se fue. Me sacudí el pájaro. Antes de volver a la fiesta le metí un flemón a uno que estaba tirado en el piso.
    Encontré a Lucho discutiendo con no sé quién. Era una pelea de ebrios. Los ánimos estaban caldeados y no pude evitar que mi pata le metiera un lapo al otro. Se armó la bronca. Como Lucho estaba borracho lo empezaron a rellenar bien feo. Hice la finta de meterme, pero un gordo que estaba a mi lado me dijo tomándome del brazo:
    - Déjalos.
    - Hay que separarlos.
    Como respuesta me mostró su puño derecho.
    Entendí el mensaje y tuve que quedarme viendo la masacre de mi amigo. Felizmente, vino la seguridad del local y los separó. A Lucho lo botaron como a un perro de la fiesta. Mientras lo sacaban le gritó todo fanfarronazo al otro:
    - ¡Te voy a matar!
    No le respondieron.
    Yo no salí. No tenía por qué comerme su roche. Volví a donde estaba Tortuga. Seguía durmiendo de lo lindo. Prendí un pucho y me puse a chequear a la gente que bailaba. La fiesta estaba full. Le clavé la mirada a una hembrita que estaba en algo. Tenía una manera bien arrechante de bailar. Su pareja era un cholito con traza de piraña. Cuando empezó la siguiente canción la saqué a bailar. Me atracó, pese a mi estado de ebriedad. La comencé a computar. Me dijo que se llamaba Patty. Bailamos varias canciones seguidas mientras nos hablábamos al oído.
    - Te invito una cerveza -le dije en medio de la bulla de la fiesta. Patty sonrió.
    - Bueno -contestó.
    Era chata, pero poderosa. Tenía buena delantera. Yo estaba con billete y seguí comprando chelas.
    - Vamos a otro lado -le propuse mientras le servía el trago.
    - ¿A dónde?
    - No sé. A otro sitio más bacán. A donde tú quieras.
    - ¿Conoces la discoteca Cerebro?
    - ¿La que queda en el centro?
    - Sí. ¿Has ido?
    - No, pero sé donde está.
    - Es bien chévere.
    No podía dejar de mirarle las tetas a la chata. Sequé mi vaso. Ella tomaba poco.
    - La música es mostra -agregó-. ¿Vamos?
    - Vamos, pues.
    Salimos tomados de la mano. Ya en la plaza miré de un lado a otro buscando a Lucho. No lo vi por ningún lado. Seguro se ha ido a La Floral a comprar más hierba, me dije.
    - Aquí falta un traguito. Para el camino -le dije a Patty y compré un vinito. Paré un taxi.
    - ¿Hasta Emancipación y el Jirón de la Unión, jefe?
     - Siete mangos -contestó el fercho.
    - ¿Seis?
     - Ya, sube.
    Nos sentamos atrás. Abracé a Patty y empezamos a agarrar. La besé en el cuello y en las orejas. Le pasé una mano por los pechos; ella me la quitó.
    - Espera -me dijo, empujándome un poco para atrás. Me detuve. El chofer nos miraba con ojos de degenerado por el espejo retrovisor.
    - Me gustas un montón -le aseguré a Patty.
    - Tú también, pero todavía no... -respondió ella.
    A ésta le falta trago, pensé, y abrí el vinito. Recién ahí me acordé de Tortuga. Lancé una exclamación.
    - ¿Qué pasa? -preguntó Patty, sorprendida.
    - Dejé a mi amigo en el tono. Jateando en el piso.
    - ¿Qué amigo?
    - Un pata con el que había ido a la fiesta. Estaba borracho.
    - No le va a pasar nada.
    - ¿Tú crees?
    - Claro.
    - Tienes razón. ¡Al diablo!
    Tomamos de picazo. De cuando en cuando chapábamos, pero Patty seguía sin dejarse manosear.
    Cuando llegamos, el vino estaba a media caña. Bajamos. Terminamos de tomar en la lleca, sentados en una banca frente a la discoteca. La chata chapaba bien rico. Yo estaba al palo y ella lo sabía.
    Dejé la botella vacía en el piso. Pagué las entradas y bajamos abrazados a la discoteca, la misma que está en el sótano de una pollería.
    Había harta gente. Por suerte conseguimos una mesa vacía. Compré trago. A cada rato nos levantábamos a bailar. A mí no me gusta bailar, pero por ley tenía que hacer ese sacrificio. En un lento me atreví a tocarle el trasero a Patty. Ella se dejó. Ésta ya quiere huevo, pensé.
    Me jodía el ambiente de ese lugar. Al parecer, Patty era la caserita de esa discoteca, porque no paraba de saludar a la gente. Dos veces me presentó como su enamorado. Se veía que ya estaba movida. Cuando regresamos de bailar un techno me preguntó:
    - ¿Qué hora es?
    - Las dos y media -respondí mirando mi reloj. Pensé que con esa pregunta ella quería decirme algo así como: tonto, ¿qué esperas para llevarme a la cama? Así que hablé sin rodeos:
    - ¿Vámonos?
    - ¿A dónde?
    - A un hostal.
    Patty me miró, pero no parecía extrañada. Yo tenía los huevos de corbata. Por fin me respondió:
    - Vamos, pues. Ya estoy cansada.
    Me puse chocho de alegría. Ahora recuperar lo invertido, pensé, y se me volvió a levantar la chula. 
    Salimos rápidamente de ese antro. La ansiedad me consumía. Una vez afuera nos besamos con todo. Le dije que la quería y un montón de estupideces más que ya no recuerdo. Caminamos tomados de la mano hacia el Jirón Washington. Entramos a un hostal bien faltoso. Le di un documento al cuartelero, y éste, al recibirlo, me miró como diciéndome: provecho, jugador.
    Nos tocó la habitación 202. Subimos. Patty iba adelante, y yo, desde atrás, veía lo bien que movía las caderas.
    No podía meter bien la llave de lo mareado y excitado que estaba. Por fin abrí la puerta. Ella entró primero, prendió la luz, y se dirigió al baño. Yo me quedé mirando la cama, la cancha donde pensaba jugar el partido de mi vida.
    - ¡Hoy goleo carajo! –exclamé apelando a una resabida metáfora futbolera. Me senté en el borde del lecho mirando, esta vez, la puerta del baño. Alucinaba que Patty se estaba lavando la papaya.
    Cuando ella salió, yo estaba tirado sobre la cama en calzoncillo. Me miró, pero no sonrió ni nada. Supuse que se había puesto algo nerviosa. Me incorporé de inmediato, como impulsado por un resorte, y la tomé de la cintura. Volví a decirle que me gustaba, que era muy especial y todo un floro para que termine de aflojar.
    Pasé mis manos por todo su cuerpo. Yo estaba fierro. Quise despojarla de la blusa que llevaba.
    - No -me dijo Patty, retrocediendo un poco.
    - ¿Por qué?
    - No quiero.
    La besé de nuevo e intenté desabrocharle un botón de la blusa. Ella apartó mi mano con cierta violencia.
    - ¿Qué pasa? -pregunté confundido y legítimamente indignado.
    - Hay que besarnos. Nada más.
    - Sólo quiero quitarte la ropa.
    - ¿Para qué?
    - ¿Cómo para qué? Para tirar, pues.
    - ¿Estás loco?
    - No estoy loco, estoy arrecho.
    - No pasa nada.
    - ¿Cómo que no pasa nada? ¿Para qué hemos venido al hostal, entonces?
    - A dormir.
    - ¿Qué?, ¡no seas pendeja! –grité, ya fuera de mí.
    - Cállate, no hagas escándalo.
    - ¿No sabes que puedo obligarte?
    Se burló de mi amenaza soltando una risotada. Yo, sin saber qué hacer, me puse al toque el pantalón. Luego, abrí la puerta y dije:
    - Voy a pedir que me devuelvan mi billete.
    - ¡Haz lo que quieras! –alcanzó a decirme la maldita.
    Bajé corriendo las escaleras como estaba; sin polo y sin tabas. Hallé al cuartelero hablando con una pareja que ingresaba. Los interrumpí:
    - Flaco, quiero que me devuelvas mi plata.
    - ¿Cómo? -respondió mirándome con sorpresa.
    - Devuélvame lo que te pagué, ya no quiero tomar la habitación.
    - Ya no se puede –replicó mirando un reloj de pared.
    - ¡Pero sólo he estado unos minutos, no he podido hacer nada!
    - Eso es lo que tú dices.
    El cuartelero y la pareja me miraron con el asco que inspiran los perdedores. Renuncié a que me devuelvan mi billete y subí a la habitación. Patty seguía en medio del cuarto. Sólo le dije:
    - Vamos a descansar -y me tiré sobre la cama. Ella no se movió de su lugar.
    - Ven -le dije-. No me voy a malear contigo.
    Patty me miraba con desconfianza, pero se fue acercando lentamente al catre. Se sentó en una esquina. Yo me levanté y me senté a su lado. La besé. Nos echamos en la cama, pero ella no se quitó ninguna prenda. Yo seguía medio calato. El resto de la noche sólo seguimos chapando. Claro que, de cuando en cuando, yo intenté algo más, pero inútilmente.
    Llegó el odioso amanecer.
    - ¿Qué hora es? –me preguntó Patty con cara de sueño y bostezando.
    - Van a ser las siete.
    - ¿Vámonos?
    - Vámonos.
    Nos levantamos. Yo me sentía hasta las huevas, humillado, y así, en esas condiciones, me vestí dándole la espalda a Patty. Rumié:
    - Una raya más al tigre.
    - ¿Cómo? -me preguntó.
    - Nada -respondí-. No dije nada.
    Bajamos. Le pedí mis documentos al cuartelero. Este nos miró de arriba abajo:
    - No nos robamos nada -dije de mal humor.
    Salimos y paré un taxi. No regateé el precio: ya todo me llegaba al pincho. Subimos al carro y no hablamos durante todo el viaje. Estuve pensando en todo el billete que me había gastado en vano. Bajamos en el mercado de Salamanca. Sólo quería irme a mi jato y dije:
    - Adiós.
    Pero ella no me contestó, estaba mirando hacia la carretilla de Mauro, el cebichero, que parecía que acababa de llegar, pero que ya estaba rodeado de un montón de borrachos que querían cortarla.
    - Adiós –repetí, entonces Patty se aferró a mi brazo, y en el colmo de la pendejada me pidió con voz melosa:
    -  Invítame un cebichito, pues. No seas malito.
    Por mi madre que eso fue lo que pasó. Qué tal sangronaza, ¿no? ¿Es o no es para estar empinchado?