Por Álvaro Sarco
La casa estaba sola y mi equipo sonaba a todo volumen. A última hora, Pilar me había llamado para cancelar la cita. Era su cumpleaños y habíamos quedado en pasarlo juntos. Lo nuestro ya estaba en muere, pero quería meterle la rata por última vez. Pero ella ahora me decía que un fulano se había presentado en su casa. Casi le tiro el teléfono, pero al final seguí escuchándola.
- No puedo decirle que se vaya -me explicó-. ¿Entiendes?
- Entiendo.
- No estás molesto, ¿verdad?
- No, para nada –respondí-. Chao.
- Chao.
Mi viejo había salido desde temprano. Todos los sábados se pierde. Cuando me cansó la música prendí la tele: cambié de canales buscando quién sabe qué. Finalmente, apagué el aparato y consulté mi reloj: eran como las cuatro de la tarde. Saqué mi billetera –uno de los tantos regalos de Pilar- y conté mis fichas.
- Suficiente -me dije.
Me cambié la mica y salí. Subí a una carcocha que avanzaba a las justas. Así llegué al centro pasadas las cinco. Caminé por Washington hasta una casa de dos plantas. Toqué tres veces la puerta. Como no me abrían toqué con más fuerza. La puerta se entreabrió y asomó una cara de pocos amigos.
- ¿Puedo entrar? –pregunté.
- No hay nada -respondió el otro de malhumor. En mi calidad de antiguo cliente interrogué:
- ¿Qué pasó?
- Cayó la policía.
- ¿Cuándo?
- Hoy, al mediodía.
- ¡Qué salado! -me lamenté-. ¿Y Sandrita?
- Se la cargaron.
- Me voy al otro local -dije resignado.
- También fue intervenido -dateó el otro, que ya quería cerrar la puerta. Añadió:
- Pero el lunes abrimos nuevamente.
- Qué se va a hacer -respondí-. Nos vemos.
El otro y cerró bruscamente la puerta.
Caminé sin rumbo, a la deriva. Me paré frente al cine Tauro. Miré los afiches de las películas porno. Recordé las travesuras que hacía con la mañosa de Sandra. Sudaba, pese a que no hacía calor. Por azar, enrumbé hacia la Plaza Dos de Mayo. Dos cuadras antes de llegar un patita me alcanzó un volante. Tras leerlo, emprendí la búsqueda de la dirección que el papel indicaba.
En una esquina encontré la calle y doblé. Me acerqué a una simple casa con puerta de metal. Dos tipos que reían ruidosamente cuidaban la entrada.
Sólo los miré. Pero como mi cara de carretón me delataba el más chato me dijo:
- Pasa, chochera. Aquí es.
Entré a una recepción o pequeña sala. Sobre el fondo, una cortina de plástico cubría el ingreso a otro ambiente. Amontonadas sobre dos sillones, cuatro mujeres conversaban. Se las notaba aburridas, pero al verme, cambiaron de inmediato de postura y semblante, tratando de llamar mi atención.
Pensé: puras viejas. Miré la habitación. Era deprimente. Las paredes estaban totalmente sucias y algún desinfectante echado sobre el piso olía horrible.
Las mujeres, viéndose ignoradas, comenzaron cuchichear. Sonreí nerviosamente. Ya no toleraba el olor ni la fealdad de las putas y decidí largarme.
Una chibola, que salió del otro cuarto, me hizo cambiar de opinión. Era un hembrón, comparada con las otras. La joven, casi con timidez, tomó su lugar en la sala. Sacó un espejo de su cartera.
Me le acerqué. Las otras volvieron a arrellanarse en los sillones, cediendo al cansancio, viendo que ya no valía la pena fingir.
- Hola -saludé.
- Hola -respondió la chibola sin dejar de maquillarse. Una ligera indumentaria resaltaba su generosa anatomía.
- ¿Cómo es?
- Treinta -dijo ella sin dejar de maquillarse-. Te hago varias poses.
- ¿Nada menos?
- Veinticinco -rebajó la joven y ensayó su mejor sonrisa. Acabó con mis titubeos. Las otras mujeres me miraban con antipatía.
- Vamos -dije. La joven guardó sus cosas y se persignó.
- Por aquí -indicó ella, incorporándose. La seguí hasta la cortina de plástico. Ella la corrió y entramos.
El otro ambiente estaba dividido, con láminas de triplay, en seis pequeños compartimientos. Ingresamos al segundo de la derecha. La visión de ese lugar apagó todos mis ímpetus. A un lado, unos cartones amontonados servían de lecho. Diversos desperdicios se hallaban regados por el piso y en una esquina reposaba un balde con agua turbia.
- Primero me pagas -exigió la putita.
Yo, sin poder quitar la mirada de unas manchas de los cartones, dije sin pensar:
- ¿Qué?
- Págame.
Ya no quería permanecer ahí. Busqué una excusa. En ese instante no se me ocurrió mejor cosa que preguntar:
- ¿Puedes salir?
- ¿Por qué? -preguntó la chibola, a la que ya se le había borrado la sonrisa.
- Este lugar no me gusta. Vamos a un hostal. Te puedo dar algo más...
- El servicio es aquí.
- ¿No te dejan salir?
- ¿Te vas a atender o no? -dijo ella, ignorando mi pregunta.
- Aquí, no -respondí.
- ¡Entonces lárgate, imbécil! -gritó furiosa.
- No te pongas así.
- Ya me salaste, desgraciado.
- ¿Por qué?
- Eras mi primer punto del día.
Salí del compartimiento. Cometí el error de no apresurarme y la chibola me dejó en la sala de un empujón. Empezó a mentarme a la madre y las otras mujeres se sumaron.
Abochornado, me dirigí a la salida. Primero sentí un golpe en la espalda, luego, otro en el cuello y, finalmente, un tremendo carterazo que me cayó de lleno en la nuca. Abandoné el lugar cubriéndome la mitra. Pasé volando junto a los tipos de la puerta.
Intenté despejar mi mente con visiones callejeras, pero por más que lateaba por ahí no se me quitaba la vergüenza. Ya era de noche cuando cogí un bus con dirección a mi jato.
Decidí buscar a mi gente, así que bajé unas cuadras antes de llegar a mi destino. Como pensé, los encontré en el billar. Serían como las ocho y media de la noche. Estaban jugando parejas. Prendí un pucho y me senté a verlos. Lucho jugaba con el Gordo y el Chino con Fermín, más conocido como Enfermín. Cuando llegué, ya iban en la última mesa.
- A los años –me dijo el Gordo.
Yo, sin saludar a nadie, pregunté:
- ¿Quién va ganando?
- Vamos iguales –me informó Lucho-, pero ya caen estos pescados.
Con una bola ganaba la pareja de Lucho. Le tocaba a éste y cantó:
- Pasabola al fondo –y le echó tiza a su taco. Un taco desarmable que se había choreado de un billar de Barrios Altos.
Lucho tenía los dedos cubiertos de talco.
- Dejo el vicio si la metes –le dijo el Chino. Enfermín se paró junto a Lucho con la idea de estorbarlo. El otro no se movió.
- ¡Sal de ahí carajo! –le gritó el Gordo a Enfermín. No le hicieron caso. Lucho sonreía mientras apuntaba. Tenía el pulso firme. Taqueó. La bola se clavó en el fondo. El Chino y Enfermín dejaron de ajustar.
- ¡Buena, cagada! –exclamó el Gordo.
Los perdedores tiraron sus tacos en la mesa y se fueron a pagar la hora.
- ¿Viste qué tal pelotón? –me preguntó Lucho. Yo le dije, por joder, que la había tenido echada. Lucho sonrió, me dejó su taco y se fue al baño.
Me puse a taquear con el Gordo. Yo estaba tubazo. Todas las mesas estaban ocupadas. Había un montón de curiosos: algunos cheleaban y otros timbeaban. En la segunda mesa jugaban unas ruquitas. Allí estaba esa morena fuertaza que anda con tombos casados. Cuando la morena se inclinaba a taquear, todos le mirábamos el culazo. Nosotros seguimos taqueando hasta que vino don Augusto, el dueño del billar, y se llevó las bolas. Tras él habían regresado los perdedores.
- Te lanceaste hasta por las puras –le recriminó Enfermín al Chino. Éste no contestó; tenía un fallo en la boca.
- ¿Por qué no cuadrabas? –insistió Enfermín.
El Chino botó el humo y dijo:
- Fuera, pajero.
Lucho se acercaba cuando me di cuenta de que me había quedado sin puchos. Fui a comprar otros y, desde el mostrador, vi que Enfermín se quitaba. No soporta perder. Es el más viejo de todos y no anda mucho con nosotros. Para con una gente que nadie conoce porque son de otro barrio.
Regresé al grupo. Hablábamos de la morena cuando el Chino propuso ir a La Floral a comprar yerba.
- ¡Buena voz! –dijo Lucho frotándose las manos.
El Gordo no atracó. Le encargó su taco a don Augusto y se dirigió a la salida. Yo, que tampoco quería drogarme esa noche, le grité:
- ¡Gordo, espera!
Se detuvo. Me despedí de los otros. Salimos.
- ¿A dónde vas? –le pregunté.
- A la plaza.
- Vamos –le dije, porque me pareció una mejor idea.
El Gordo movió la cabeza como diciendo: vamos, pues.
- ¿Estás con fichas? –me preguntó doblando la esquina.
- No muchas –le dije-. ¿Y tú?
- Igual. Mi viejo ya no me suelta billete. Tengo que estarme recurseando.
- Puta qué jodido.
Rajando de los viejos llegamos a la plaza. Compramos un combinado de pisco con naranjada por cinco lucas. Apoyados en un carro empezamos a chupar esa basura. La noche estaba animada. Había un manchón de gente frente a un tono que había por ahí. Conversamos. Ya habríamos tomado más de media botella cuando vi que venían tres hembritas.
- Manya, Gordo –le dije al tiempo que lo codeaba.
Éste se volvió a mirar. Yo tenía el turno del licor.
Las jermas pasaron ante nosotros risueñas pero sin mirarnos. Las tres llevaban minifalda. El gordo alargó una mano y le metió un alce a la más rica: una flaquita quebradita. La chibola lanzó un grito. Las tres amigas se dieron vuelta y cruzaron insultos con el Gordo. Yo me cagaba de risa.
Cansado de que le digan de todo, el Gordo me quitó la botella, y tomándola del cuello, avanzó hacia las hembritas. Lo detuve sujetándolo del brazo. Las amigas, asustadas, se alejaron con paso rápido.
El lugar quedó oliendo a perfume barato.
- No te cruces así –le dije.
- Sólo las quería asustar, idiota.
- No parecía.
- Ni que estuviera borracho –repuso el Gordo y miró mi vaso.
- Termina de tomar –me indicó. Tomé todo.
- Salud –le dije entregándole el vaso.
El Gordo se sirvió hasta la mitad y bebió de un solo golpe.
- Así se chupa carajo –me dijo.
- ¿Cuál es el apuro? –le pregunté mientras recibía el vaso y la botella.
El Gordo no respondió. Sacó un cigarrillo, y al prenderlo, protegió con una mano la llama de su encendedor.
Por un instante su granítico rostro se iluminó.
Incesantemente nos llegaban los ecos de la fiesta.
- Estaban ricas las chibolas –comenté-. En vez de pelearte las hubiéramos computado –y le di un sorbo a mi licor.
- ¿Para qué? –me preguntó el Gordo-. Yo las manyo, son unas calentadoras. Te coquetean para que les pagues la entrada al tono.
- Y seguro para que les compres las chelas –apunté yo, que movía mi vaso haciendo pequeños círculos.
El Gordo aseguró:
- Yo sí sé de unas que se ponen cariñosas sin sangrarte. A pique se aparecen por acá. ¿Por qué crees que he venido?
Lo miré. El Gordo se llevó el cigarrillo a los labios. Le gusta dar largas pitadas, contener el humo por algunos segundos, y luego expulsarlo por la nariz. Continuó:
- La semana pasada las conocimos con el chino Rengifo. Les metimos letra, les invitamos trago, y después cada uno se abrió con su hueco.
- ¿Y?
- Yo me la agarré bien.
- ¿Qué tal era, ah?
- Más o menos. Tenía buenas tetas.
- Algo es algo. ¿Y la del chino Rengifo?
- Era una patada en los huevos. Pero era más malograda que Rengifo.
- Seguro que el chino estaba durazo.
- ¡Claro! ¡Cuándo ha estado sano ése! Hacía unas muecas bien rochosas. Así es el vicio, pues.
Solté una carcajada y pregunté:
- ¿Y también se la agarró?
- No sólo eso. Me contó que se la llevó a un parque y que ahí le dio curso. Pero no sé si creerle.
- Seguro que sí. ¿No me dijiste que era una forajida?
- Sí, recontra, parecía chora, hasta un chuzo tenía en la cara.
Dicho lo último, el Gordo le dio una última pitada a su cigarrillo, ya casi consumido entre sus dedos.
- ¡Casi me fumo hasta el filtro! –exclamó, y tiró el pucho lo más lejos que pudo. Miró con el rabillo del ojo mi vaso.
- Chupas peor que hembra –me dijo.
Sequé mi trago. Le entregué el vaso y la botella.
- Ya era hora – dijo. Se sirvió y dejó la botella en el piso.
- Qué rica estaba la hembrita a la que le metiste la mano –recordé.
- Sí. Estaba bien.
- ¿Bien? Estaba diez puntos.
- ¿Te parece?
- De hecho. Me gustaría manyarla.
- Yo me conformo con mis ruquitas de la semana pasada. Te apuesto que en cualquier momento se aparecen. Esas huelen el trago desde lejos.
- ¿Y quién se queda con la del chino Rengifo? –pregunté.
- Ya veremos, eso no importa mucho. Hueco es hueco. Además, todas las hembras se ven ricas cuando uno está en tragos, ¿sí o no?
Los dos reímos, más que por el comentario cojudo, por los efectos del pisco bamba. El Gordo bebió.
- Salud –me dijo, pasándome el vaso.
- Un toque –dije-. Voy a la esquina a achicar la bomba.
- No te corras, rosquete. Mañana es domingo.
- No me voy a quitar, imbécil. Ahorita vuelvo.
- Al toque, pues –me dijo el Gordo-. Quiero emborracharme hasta que me meen los perros.
- ¿Puedo entrar? –pregunté.
- No hay nada -respondió el otro de malhumor. En mi calidad de antiguo cliente interrogué:
- ¿Qué pasó?
- Cayó la policía.
- ¿Cuándo?
- Hoy, al mediodía.
- ¡Qué salado! -me lamenté-. ¿Y Sandrita?
- Se la cargaron.
- Me voy al otro local -dije resignado.
- También fue intervenido -dateó el otro, que ya quería cerrar la puerta. Añadió:
- Pero el lunes abrimos nuevamente.
- Qué se va a hacer -respondí-. Nos vemos.
El otro y cerró bruscamente la puerta.
Caminé sin rumbo, a la deriva. Me paré frente al cine Tauro. Miré los afiches de las películas porno. Recordé las travesuras que hacía con la mañosa de Sandra. Sudaba, pese a que no hacía calor. Por azar, enrumbé hacia la Plaza Dos de Mayo. Dos cuadras antes de llegar un patita me alcanzó un volante. Tras leerlo, emprendí la búsqueda de la dirección que el papel indicaba.
En una esquina encontré la calle y doblé. Me acerqué a una simple casa con puerta de metal. Dos tipos que reían ruidosamente cuidaban la entrada.
Sólo los miré. Pero como mi cara de carretón me delataba el más chato me dijo:
- Pasa, chochera. Aquí es.
Entré a una recepción o pequeña sala. Sobre el fondo, una cortina de plástico cubría el ingreso a otro ambiente. Amontonadas sobre dos sillones, cuatro mujeres conversaban. Se las notaba aburridas, pero al verme, cambiaron de inmediato de postura y semblante, tratando de llamar mi atención.
Pensé: puras viejas. Miré la habitación. Era deprimente. Las paredes estaban totalmente sucias y algún desinfectante echado sobre el piso olía horrible.
Las mujeres, viéndose ignoradas, comenzaron cuchichear. Sonreí nerviosamente. Ya no toleraba el olor ni la fealdad de las putas y decidí largarme.
Una chibola, que salió del otro cuarto, me hizo cambiar de opinión. Era un hembrón, comparada con las otras. La joven, casi con timidez, tomó su lugar en la sala. Sacó un espejo de su cartera.
Me le acerqué. Las otras volvieron a arrellanarse en los sillones, cediendo al cansancio, viendo que ya no valía la pena fingir.
- Hola -saludé.
- Hola -respondió la chibola sin dejar de maquillarse. Una ligera indumentaria resaltaba su generosa anatomía.
- ¿Cómo es?
- Treinta -dijo ella sin dejar de maquillarse-. Te hago varias poses.
- ¿Nada menos?
- Veinticinco -rebajó la joven y ensayó su mejor sonrisa. Acabó con mis titubeos. Las otras mujeres me miraban con antipatía.
- Vamos -dije. La joven guardó sus cosas y se persignó.
- Por aquí -indicó ella, incorporándose. La seguí hasta la cortina de plástico. Ella la corrió y entramos.
El otro ambiente estaba dividido, con láminas de triplay, en seis pequeños compartimientos. Ingresamos al segundo de la derecha. La visión de ese lugar apagó todos mis ímpetus. A un lado, unos cartones amontonados servían de lecho. Diversos desperdicios se hallaban regados por el piso y en una esquina reposaba un balde con agua turbia.
- Primero me pagas -exigió la putita.
Yo, sin poder quitar la mirada de unas manchas de los cartones, dije sin pensar:
- ¿Qué?
- Págame.
Ya no quería permanecer ahí. Busqué una excusa. En ese instante no se me ocurrió mejor cosa que preguntar:
- ¿Puedes salir?
- ¿Por qué? -preguntó la chibola, a la que ya se le había borrado la sonrisa.
- Este lugar no me gusta. Vamos a un hostal. Te puedo dar algo más...
- El servicio es aquí.
- ¿No te dejan salir?
- ¿Te vas a atender o no? -dijo ella, ignorando mi pregunta.
- Aquí, no -respondí.
- ¡Entonces lárgate, imbécil! -gritó furiosa.
- No te pongas así.
- Ya me salaste, desgraciado.
- ¿Por qué?
- Eras mi primer punto del día.
Salí del compartimiento. Cometí el error de no apresurarme y la chibola me dejó en la sala de un empujón. Empezó a mentarme a la madre y las otras mujeres se sumaron.
Abochornado, me dirigí a la salida. Primero sentí un golpe en la espalda, luego, otro en el cuello y, finalmente, un tremendo carterazo que me cayó de lleno en la nuca. Abandoné el lugar cubriéndome la mitra. Pasé volando junto a los tipos de la puerta.
Intenté despejar mi mente con visiones callejeras, pero por más que lateaba por ahí no se me quitaba la vergüenza. Ya era de noche cuando cogí un bus con dirección a mi jato.
Decidí buscar a mi gente, así que bajé unas cuadras antes de llegar a mi destino. Como pensé, los encontré en el billar. Serían como las ocho y media de la noche. Estaban jugando parejas. Prendí un pucho y me senté a verlos. Lucho jugaba con el Gordo y el Chino con Fermín, más conocido como Enfermín. Cuando llegué, ya iban en la última mesa.
- A los años –me dijo el Gordo.
Yo, sin saludar a nadie, pregunté:
- ¿Quién va ganando?
- Vamos iguales –me informó Lucho-, pero ya caen estos pescados.
Con una bola ganaba la pareja de Lucho. Le tocaba a éste y cantó:
- Pasabola al fondo –y le echó tiza a su taco. Un taco desarmable que se había choreado de un billar de Barrios Altos.
Lucho tenía los dedos cubiertos de talco.
- Dejo el vicio si la metes –le dijo el Chino. Enfermín se paró junto a Lucho con la idea de estorbarlo. El otro no se movió.
- ¡Sal de ahí carajo! –le gritó el Gordo a Enfermín. No le hicieron caso. Lucho sonreía mientras apuntaba. Tenía el pulso firme. Taqueó. La bola se clavó en el fondo. El Chino y Enfermín dejaron de ajustar.
- ¡Buena, cagada! –exclamó el Gordo.
Los perdedores tiraron sus tacos en la mesa y se fueron a pagar la hora.
- ¿Viste qué tal pelotón? –me preguntó Lucho. Yo le dije, por joder, que la había tenido echada. Lucho sonrió, me dejó su taco y se fue al baño.
Me puse a taquear con el Gordo. Yo estaba tubazo. Todas las mesas estaban ocupadas. Había un montón de curiosos: algunos cheleaban y otros timbeaban. En la segunda mesa jugaban unas ruquitas. Allí estaba esa morena fuertaza que anda con tombos casados. Cuando la morena se inclinaba a taquear, todos le mirábamos el culazo. Nosotros seguimos taqueando hasta que vino don Augusto, el dueño del billar, y se llevó las bolas. Tras él habían regresado los perdedores.
- Te lanceaste hasta por las puras –le recriminó Enfermín al Chino. Éste no contestó; tenía un fallo en la boca.
- ¿Por qué no cuadrabas? –insistió Enfermín.
El Chino botó el humo y dijo:
- Fuera, pajero.
Lucho se acercaba cuando me di cuenta de que me había quedado sin puchos. Fui a comprar otros y, desde el mostrador, vi que Enfermín se quitaba. No soporta perder. Es el más viejo de todos y no anda mucho con nosotros. Para con una gente que nadie conoce porque son de otro barrio.
Regresé al grupo. Hablábamos de la morena cuando el Chino propuso ir a La Floral a comprar yerba.
- ¡Buena voz! –dijo Lucho frotándose las manos.
El Gordo no atracó. Le encargó su taco a don Augusto y se dirigió a la salida. Yo, que tampoco quería drogarme esa noche, le grité:
- ¡Gordo, espera!
Se detuvo. Me despedí de los otros. Salimos.
- ¿A dónde vas? –le pregunté.
- A la plaza.
- Vamos –le dije, porque me pareció una mejor idea.
El Gordo movió la cabeza como diciendo: vamos, pues.
- ¿Estás con fichas? –me preguntó doblando la esquina.
- No muchas –le dije-. ¿Y tú?
- Igual. Mi viejo ya no me suelta billete. Tengo que estarme recurseando.
- Puta qué jodido.
Rajando de los viejos llegamos a la plaza. Compramos un combinado de pisco con naranjada por cinco lucas. Apoyados en un carro empezamos a chupar esa basura. La noche estaba animada. Había un manchón de gente frente a un tono que había por ahí. Conversamos. Ya habríamos tomado más de media botella cuando vi que venían tres hembritas.
- Manya, Gordo –le dije al tiempo que lo codeaba.
Éste se volvió a mirar. Yo tenía el turno del licor.
Las jermas pasaron ante nosotros risueñas pero sin mirarnos. Las tres llevaban minifalda. El gordo alargó una mano y le metió un alce a la más rica: una flaquita quebradita. La chibola lanzó un grito. Las tres amigas se dieron vuelta y cruzaron insultos con el Gordo. Yo me cagaba de risa.
Cansado de que le digan de todo, el Gordo me quitó la botella, y tomándola del cuello, avanzó hacia las hembritas. Lo detuve sujetándolo del brazo. Las amigas, asustadas, se alejaron con paso rápido.
El lugar quedó oliendo a perfume barato.
- No te cruces así –le dije.
- Sólo las quería asustar, idiota.
- No parecía.
- Ni que estuviera borracho –repuso el Gordo y miró mi vaso.
- Termina de tomar –me indicó. Tomé todo.
- Salud –le dije entregándole el vaso.
El Gordo se sirvió hasta la mitad y bebió de un solo golpe.
- Así se chupa carajo –me dijo.
- ¿Cuál es el apuro? –le pregunté mientras recibía el vaso y la botella.
El Gordo no respondió. Sacó un cigarrillo, y al prenderlo, protegió con una mano la llama de su encendedor.
Por un instante su granítico rostro se iluminó.
Incesantemente nos llegaban los ecos de la fiesta.
- Estaban ricas las chibolas –comenté-. En vez de pelearte las hubiéramos computado –y le di un sorbo a mi licor.
- ¿Para qué? –me preguntó el Gordo-. Yo las manyo, son unas calentadoras. Te coquetean para que les pagues la entrada al tono.
- Y seguro para que les compres las chelas –apunté yo, que movía mi vaso haciendo pequeños círculos.
El Gordo aseguró:
- Yo sí sé de unas que se ponen cariñosas sin sangrarte. A pique se aparecen por acá. ¿Por qué crees que he venido?
Lo miré. El Gordo se llevó el cigarrillo a los labios. Le gusta dar largas pitadas, contener el humo por algunos segundos, y luego expulsarlo por la nariz. Continuó:
- La semana pasada las conocimos con el chino Rengifo. Les metimos letra, les invitamos trago, y después cada uno se abrió con su hueco.
- ¿Y?
- Yo me la agarré bien.
- ¿Qué tal era, ah?
- Más o menos. Tenía buenas tetas.
- Algo es algo. ¿Y la del chino Rengifo?
- Era una patada en los huevos. Pero era más malograda que Rengifo.
- Seguro que el chino estaba durazo.
- ¡Claro! ¡Cuándo ha estado sano ése! Hacía unas muecas bien rochosas. Así es el vicio, pues.
Solté una carcajada y pregunté:
- ¿Y también se la agarró?
- No sólo eso. Me contó que se la llevó a un parque y que ahí le dio curso. Pero no sé si creerle.
- Seguro que sí. ¿No me dijiste que era una forajida?
- Sí, recontra, parecía chora, hasta un chuzo tenía en la cara.
Dicho lo último, el Gordo le dio una última pitada a su cigarrillo, ya casi consumido entre sus dedos.
- ¡Casi me fumo hasta el filtro! –exclamó, y tiró el pucho lo más lejos que pudo. Miró con el rabillo del ojo mi vaso.
- Chupas peor que hembra –me dijo.
Sequé mi trago. Le entregué el vaso y la botella.
- Ya era hora – dijo. Se sirvió y dejó la botella en el piso.
- Qué rica estaba la hembrita a la que le metiste la mano –recordé.
- Sí. Estaba bien.
- ¿Bien? Estaba diez puntos.
- ¿Te parece?
- De hecho. Me gustaría manyarla.
- Yo me conformo con mis ruquitas de la semana pasada. Te apuesto que en cualquier momento se aparecen. Esas huelen el trago desde lejos.
- ¿Y quién se queda con la del chino Rengifo? –pregunté.
- Ya veremos, eso no importa mucho. Hueco es hueco. Además, todas las hembras se ven ricas cuando uno está en tragos, ¿sí o no?
Los dos reímos, más que por el comentario cojudo, por los efectos del pisco bamba. El Gordo bebió.
- Salud –me dijo, pasándome el vaso.
- Un toque –dije-. Voy a la esquina a achicar la bomba.
- No te corras, rosquete. Mañana es domingo.
- No me voy a quitar, imbécil. Ahorita vuelvo.
- Al toque, pues –me dijo el Gordo-. Quiero emborracharme hasta que me meen los perros.