Por Álvaro Sarco
Mi nombre no importa, sólo soy un profesor retirado. Durante décadas fui
catedrático de historia contemporánea en una próspera universidad limeña.
Empezaré despejando la sombra de duda que mis rivales extendieron sobre mi
salud mental. No estoy loco. He visitado sanatorios psiquiátricos pero, ¿eso
basta para que se me tilde de orate o de algo parecido? Soy un tipo nervioso y
nada más. ¿Por qué? No lo sé. Todos mis ascendientes en mayor o menor grado lo
fueron. Quizá ahí esté la clave de todo o en el shock eléctrico que sufrí de niño mientras jugaba con un
tomacorriente.
Lo más seguro es, sin embargo, que ambas cosas, y no una, influyeran decisivamente
en la naturaleza de mi carácter.
A salvo, bajo la celosa protección de mis familiares, crecí clarividente y
virtuoso, pero huraño. A raíz de la descarga eléctrica arrastré una taquicardia
que me tenía en constante estupor y retraimiento. Mis parientes me
sobreprotegieron porque caía sobre ellos la pesada carga de su criminal
descuido. Mis padres y tíos me trataron con dulzura, y en los primeros y
decisivos tramos de la vida que se abría ante mí, uno a uno allanaron los
obstáculos que robustecen el temple que signa a los triunfadores.
Ingresé a la universidad a una edad tardía. ¿Antes de eso qué hice? De todo
un poco, pero fundamentalmente leer. Esa siempre ha sido mi mejor medicina para
huir. ¿De qué? De mi inseguridad, del sinsentido, de todo el mundo. Pero
básicamente leía gran parte del día porque así me lo exigía mi curiosidad
universal. ¿Hay algo anómalo en eso?
No quiero desviarme del tema, decía que ingresé a la universidad, a una que
se jacta de ser la más antigua de América. Antes tuve por propósito seguir una
carrera militar, mas por veleidad o ligereza de ánimo recalé en el estudio de
las historia, hecho del cual siempre me he arrepentido amargamente. No sé cómo
llegué a creer tan ingenuamente que aguzarme en el estudio académico de esa
disciplina revitalizaría mi espíritu apagado y en franca declinación por
entonces. Craso error y juvenil candor mío. Lo que hallé en ese mundo fue la
pesadilla de unas aulas donde pretendía darse a conocer -por lo demás, de la
manera más burda- la odiosa gesta social
de un pueblo moralmente anémico, degradado.
De esos años de estudiante conservo, entonces, un ominoso y fundamental
recuerdo: la confrontación con los innúmeros militantes de una de las sectas
más pérfidas y tenaces, el marxismo (muy influyente y prolífico por aquella
época). No referiré aquí cómo desplegué mis supremas máquinas de demolición racional y mis mayores esfuerzos
intelectuales en derribar sus copiosos mitos y falaces interpretaciones acerca
del mundo. Sólo diré que las encarnizadas disputas que sostuve me dejaban
siempre repotenciado e incólume en mis más íntimas convicciones. Ello dio pie
para que se me vituperara con gran malignidad y virulencia, pues en el fondo se
sabía que la verdad estaba conmigo de
modo invariable. No claudiqué jamás, por tanto, a la hora de pulverizar el
ideario rojo en sus versiones más variopintas.
Por lo expuesto, debí eludir sistemáticamente la cercanía y el trato
personalizado con cualquiera de los jóvenes marxistas, notables sin excepción
por su falsedad e ignorancia. Entraba de mala gana a las clases. A la par que
los alumnos, los profesores eran todos rojos. Recuerdo con desagradable
claridad mis clases de materialismo
dialéctico. Dictaba tal curso un
sujeto astroso y barbado que usaba la cátedra para sembrar su criminal
ideología. Desde un inicio me opuse vehementemente a él. Me acusó de anormal,
de loco furioso, predispuso a toda la clase contra mí. Estigmatizado así por un
infame demagogo camuflado de profesor, por una criatura ínfima pero de una súper
ruindad, tuve que callar ante las amenazas de la turba histérica que me
fustigaba y pretendía crucificarme temerosa de que derribara a su ídolo de
barro.
Hundido hasta el cuello en el lodo de la incomprensión y el descrédito, fue
así que arrastré a lo largo de mi vida universitaria una amargura que pugnaba
por convertirse en violencia. Con
todo, llegué a terminar mis estudios con óptimas calificaciones, lo que me
valió para postular con éxito a una cátedra de una, por entonces, novísima
universidad. Ya de profesor fui renunciando, uno a uno, a todos los proyectos
profesionales que me había trazado desde estudiante debido a que vi en la
docencia una forma fácil, y más o menos honrada, de ganarme la vida.
En adelante, el gran número de horas de ocio que me dejó mi labor de
profesor displicente me permitió desarrollar muchas aficiones; una de ellas,
quizá la más notoria, fue la de coleccionista de libros, sobre todo los
relacionados con la materia de mi competencia; desde historia de las mitologías
más variadas, hasta la historia de la filosofía, el pensamiento político y las
grandes hazañas militares. Pero también algo se convirtió para mí en dilecto
tema: el arte. Invertí una verdadera fortuna en valiosos y espectaculares
libros de esta especie. Una y otra vez solía revisar mis preciados volúmenes
hasta el arribo del amanecer. En las desbordadas fantasías del Bosco hallé un singular deleite que mi espíritu agradecía.
No obstante, con el paso del tiempo,
los gruesos y trabajados tomos que ocupaban en mi biblioteca la zona reservada
a la Segunda Guerra Mundial, llegaron a convertirse en mis favoritos y en el
numeroso porqué de mis desvelos. No pocos saben con qué ardor me
entregué a la lectura de aquellas, para mí, preciadas obras, y saben también,
con qué rara energía -siendo yo un hombre habitualmente abúlico- tomé en
adelante partido por las Potencias del Eje. Tres características afianzaron mi
fervor por la cruz gamada; su militarismo exaltado, su desprecio por las
nocivas minorías, y su lucha sin cuartel contra un viejo y mortal adversario
mío; el marxismo. Absorto en los persuasivos símbolos del Tercer Reich, pontifiqué con creciente ardor a
favor del germano fascismo en salones, pasadizos y patios de la universidad,
enamorado como estaba, por entonces, de las falaces mieles
del diletantismo. Mas no pude electrizar
con mi oratoria a la aburguesada masa que me rodeaba. Todo lo contrario, solo
conseguí la unánime indiferencia y fue entonces que me vi más solo que nunca. Me
convertí así en un abrojo lanzado al arroyo de la infamia.
Abrumado por el pesado madero de mi sino alisté un ligero equipaje y abordé
un viejo tren, huyendo de mi
marginación y el triunfo del marxismo: ese escándalo intolerable a la razón.
No
bajé en mi destino inicial, sino en algún punto de la ignorada serranía. El
clima estival se presentía ya claro, como es natural a mediados de julio.
Decidí abandonar el margen del camino y me adentré por un incontable descampado.
Me abrí paso entre una encrespada maleza que dominaba todo el páramo.
Pasado un tiempo de plácida irreflexión enrumbé hacia una ciudad. Dos horas
después ocupaba una banqueta de su Plaza de Armas. Abrí un diario. El
clamoroso anuncio de un cónclave llamó mi atención. Por obra de la Providencia visitaba la ciudad que albergaba una ominosa reunión. Entonces, todos los bochornosos resabios del pasado tomaron
en mí la forma de una resolución. Recorrí las sinuosas calles con la precisión
y la seguridad de un sonámbulo. El gentío
congregado en la puerta no me impidió el paso. Entré al Congreso del Partido
Comunista y saqué mi revólver. Afuera, una rara luz crepuscular iluminaba tales
confines de un mundo inexplicable.