Por Álvaro Sarco
Era
la medianoche. Me encontraba en mi sillón, leyendo un libro de historia, cuando
me venció el sueño.
Me vi transportado a una ciudad
devastada, a una extraña ciudad cuya ruina, sin embargo, me conmovió
profundamente.
Caminaba bajo el sol de la tarde,
agazapándome a cada instante, temeroso de una guerra adversa.
Los habitantes, formando pequeños
grupos, huían hacia el Oeste; siempre al Oeste.
Sentíamos sobre nosotros el poder de un
enemigo invisible.
Había explosiones aquí y allá. Muchos
soldados caían, y los menos, se perdían entre los escombros humeantes,
preocupados sólo de sus propias vidas.
Yo, avanzaba insensatamente en sentido
opuesto, hacia el centro de la ciudad.
Aturdido por el rugir de los bombarderos
y el cañoneo incesante, ingresé a un sector defendido encarnizadamente.
Un oficial de las Schutz-Staffel dirigía
la resistencia. Me indicó algo que en vano intenté comprender, y cayó luego,
bajo el fuego de la metralla.
Arrastrándome, llegué a un foso
antitanque. Lo recorrí eludiendo no pocos cuerpos, y desemboqué en un palacio
semi-derruido.
¿Qué me había llevado hasta allí? Ni yo
mismo lo sabía, y esa incertidumbre me atormentaba.
Me afligía la proximidad de la muerte y
no encontraba la forma de entrar al edificio.
En el jardín que lo rodeaba descubrí un
boquete en el piso, mal camuflado por unas ramas.
Descendí por una larga escalera, y al
final de ella, me topé con una puerta de metal.
La golpeé con rudeza.
Se
abrió y me introduje sin esperar que
me invitaran.
Me hallé en una especie de consultorio.
Notables fotos cubrían la integridad de sus muros. Eran ampliaciones, escenas
en blanco y negro del Tercer Reich.
Un foco se balanceaba en el techo.
Con gran esfuerzo, quité la mirada de
las fotos y me concentré en el médico. Éste ocupaba un amplio asiento, detrás
de un escritorio atestado de medicinas.
Me senté frente a él, aspirando
profundamente el aire enrarecido del lugar. Noté que a mi derecha había una
segunda puerta, casi oculta por un mapa de Alemania.
Quizá por la impresión de la guerra, mi
mano izquierda me temblaba al punto que tuve que sujetármela con la derecha.
Ante mí tenía a un hombre de unos
sesenta años; gordo, medio calvo, de profusa transpiración. Miró mi ropa sucia
y raída. Las bombas caían sobre nuestras cabezas y él apenas se inmutaba.
- Tengo mis propias teorías
sobre el trato que merecen los desequilibrados mentales –dijo con la mayor
gravedad.
¿Trato que merecen? Terapéutica, querrá
decir, le corregí mentalmente.
El médico,
como si hubiera rastreado mi objeción, precisó:
- Quiero decir que no hay terapéutica
alguna. Sólo cabe la destrucción biológica del paciente.
No sé por qué me sentí aludido y me
invadió un imperioso deseo de salir, de unirme a los que huían hacia el
poniente. No iba a exponerme a ningún experimento nefasto.
- ¡Tengo que irme! –anuncié,
poniéndome de pie. Él se levantó también y dijo:
- ¡Siéntese o disparo!
Tenía una mano bajo su saco. No llegó a
sacar ningún revólver y nunca supe si efectivamente llevaba uno consigo. Me
senté. El médico volvió a su lugar y advirtió:
- No se mueva sin mi permiso, de lo
contrario...
Yo alcé la vista y busqué su diploma de
galeno. Lo hallé perdido entre el mar de fotos. Me fijé en el nombre. Decía:
Theodor Morell.
Ahora, todo el brazo izquierdo me
temblaba frenéticamente y ya no intenté nada. Morell seguía con interés mi
trastorno.
- Voy a terminar con eso –avisó y
preparó una inyección bajo la luz parpadeante.
Yo, despojado de toda voluntad,
paralizado por el miedo de los cobardes, consentí que Morell me inyectara el
fruto de su oscura ciencia.
De inmediato me sumí en un sopor
maravilloso. El temblor de mi brazo se redujo hasta enfocarse en mi mano. Vi
nuevamente a Morell arrellanado en su asiento y aunque sus facciones se me
presentaban desproporcionadas y grotescas, no me inspiraba ya ningún temor.
Lo vi sacar unos papeles y corregirlos
al punto.
La puerta que estaba a mi derecha
ejercía sobre mí una fascinación casi hipnótica. Constantemente me volvía a
verla. La adivinaba detrás del mapa y de algún modo infundía en mí la idea de
que ocultaba algún prodigio.
Inesperadamente, Morell alzó la cabeza y
dijo:
- ¡Escuche esto! –y leyó,
moviendo los brazos dramáticamente, un tipo de discurso que revisaba la
historia reciente desde el punto de vista nazi.
Finalmente, quiso saber mi impresión.
- Fue hermoso –observé.
Morell dobló en cuatro el
manuscrito, me lo entregó y dijo:
- Ahora le pertenece.
Complacido, lo guardé en un
bolsillo de mi camisa.
Acto seguido, el médico ordenó:
- ¡Déjeme solo!
Pero yo, dueño de un aplomo
inducido fraudulentamente, no me moví.
El rostro de Morell se encendió
ante mi desobediencia, pero no se violentó contra mí.
Se inclinó, extrajo un termo de un cajón
de su escritorio y se sirvió algo en la tapa. Tomó numerosas tabletas. Dejó el
termo sobre el escritorio. Se levantó, y dándome la espalda, contempló las
fotos que nos rodeaban; paseándose de un lado a otro con las manos atrás. Se
detuvo ante el retrato de Hitler.
Aprovechando su distracción, llegué
hasta el mapa de Alemania. Examinándolo, no pudo dejar de admirarme su colosal
tamaño. Entonces, oí a Morell decir con voz entrecortada:
- Stalin está loco, como antes lo estuvo
Atila... Detendré finalmente al monstruo que viene del Este... Roosveelt y
Churchill son unos gusanos... Ninguno está intelectualmente a mi altura...
Aplastaré brutalmente sus arteros asaltos... ¡Rusos, ingleses, americanos!
¡Los destruiré a todos!
Su furor aumentaba con sus bravatas,
pero cada vez se hacía más confuso, debido a la acción directa de una increíble
droga.
Arranqué el mapa, dejando al descubierto
la puerta. La abrí. Me encontré con un largo corredor, semejante al túnel de
una mina. Sobre el fondo, débilmente iluminada por una luz amarilla,
distinguíase la figura de un hombre con atuendo militar.
Entré.
Al voltear para cerrar la puerta,
advertí que Morell venía hacia mí. A mitad del camino se detuvo.
- ¡Esa es mi mejor medicina!
–exclamó señalando las fotos.
Se lanzó sobre mí y yo me
apresuré a cerrar la puerta. Me aferré al picaporte. Quedamos forcejeando por
un espacio que me pareció interminable.
Ya me abandonaban las fuerzas,
desfallecía irremediablemente, cuando oí unos disparos del otro lado. El
picaporte dejó de moverse. Pegué una oreja a la puerta y reconocí la lengua de
los invasores del Este. No cabían dudas sobre la suerte que había corrido
Morell.
Me adentré en el corredor.
Vislumbraba la figura del fondo, pero por más que corría, no lograba acercarme
a ella. Tenía la extraña certeza de que a su lado nada malo podría ocurrirme.
Un destacamento venía tras de mí, casi pisándome los talones. Recalé en sus
propósitos: querían hacernos prisioneros, enloquecernos hundiéndonos en el
cuarto de las ratas. Entonces, en mi locura fugitiva, pronuncié impensadamente
estas palabras:
- ¡Huya, mein Führer!
Mas mi invocación no logró conmover
a la figura. Antes bien, con una voz que arrasó conmigo y mis perseguidores,
como lo haría una corriente de agua tumultuosa, ordenó:
- Deutschland Erwache!