Por Alberto Hidalgo
De mi vida de Capetown sólo un recuerdo se ha
adiestrado en el goce de subsistir. Los demás han fracasado en medio del
aprendizaje. Verdad es que apenas cinco meses quedé en la pintoresca ciudad del
África del Sur. Poco tiempo, al fin y al cabo, para el desarrollo de aventuras
perdurables por su memoria. Vivía en una pensión inglesa de muchos huéspedes y
pocos platos. Además de escasos, los guisos eran ingratos a mi paladar,
seguramente porque, a más de serle forasteros, los sazonaba yo con la sal del
exilio, que es muy amarga en los primeros tiempos. Esto me llevó algunas veces
a “The poor’s joy”, un restorán situado en la calle King Edward VII, el cual,
según lo sugiere su nombre, disimulaba la pobreza de los parroquianos con la
modicidad de sus precios.
Iba
allí con el objeto de escamotear unos huevos fritos y un trozo de carne a la
parrilla, cosas imposibles de conseguir en el hospedaje; pero confieso que
finalmente hube de redoblar mi concurrencia, hasta hacerla cotidiana, porque mi
interés se compró, con los días, un traje nuevo. El restorán no era servido por
mozos, cual se disgusta entre nosotros, sino por mozas, y, naturalmente, por
mozas de color. Una de ellas, la encargada de la mesa que me sufría, atrajo mi
atención como un imán.
Era
una negrita de diez y ocho años, a mucho dar. Ni delgada ni gorda, al caminar
movía el cuerpecito horizontalmente, en forma de oleaje, con una gracia impar,
imponderable. Dentro de las órbitas tenía dos lámparas de 600 bujías que hacían
un consumo arruinador de kilowatts. Iba de aquí para allá, iluminando los
rincones, bailando como sobre cuerdas de circo en las miradas que los hombres
le tendían. Todos teníamos ahuecadas las manos, de tanto agarrarle
imaginariamente los senos: dos globitos de jabón, blandos como la leche, cuyos
pezones se nos entraban inevitablemente por los labios. Yo sabía de memoria los
puntos cardinales de su cuerpo. Conocía el camino de su sexo. Podía trazar el
plano de su voluptuosidad. Y en mi boca guardar el sabor de sus cabellos, de
sus piernas, de sus axilas, de su humedad, de sus sudores, de todo.
Es
preciso darse entera cuenta de mi estado de ánimo en aquel tiempo, para
comprender cómo pude haberme enamorado. Desterrado de mi país por motivos de
orden político, sin cercanas ni remotas esperanzas de retorno, el espíritu
ensombrecido por traiciones y apostasías sin cuento, mi corazón sintió nacer en
su hondor odio por mi raza. Los blancos acabaron repugnándome. Huía de su
sociedad. Les esquivaba la palabra, el saludo, la mirada. Me di a suponer que
en la amistad de los negros hallaría el bálsamo de salvación. Fue entonces que
irrumpió en mi camino esa diosa de carbón.
Y me
prometí empezar nueva vida, olvidando que “nunca segundas partes fueron
buenas”. Hablé a la chica en lenguaje de dos libras esterlinas. La respuesta
fue un silencio absoluto, al que siguieron contundentes muecas de desprecio.
Luego, aquella noche, se fue a dormir con un negro al que, previamente, y en mi
presencia, emancipó de unos míseros peniques.
¿Sería
para sacarme más dinero? Estaba dispuesto a dárselo. Así, los días siguientes
caí en contumacia redoblando las ofertas. Cero a la izquierda.
- Yo
no “iré” nunca con usted –me chistó.- ¡Me da Ud. asco!
En
cuanto un hombre es desairado por una mujer, debe considerarse enamorado de
ella. Obré de acuerdo con esta pragmática. ¡Estaba enamorado, y de una
prostituta! Me aventuré en los usos de los amantes sin suerte. Una tristeza
enorme se apoderó de mi espíritu. Y mi cuerpo empezó a trasuntar las soledades
de mi corazón. Mis ojos se oscurecieron como dos estanques. Perdí el apetito,
la tranquilidad, el ápice de bonhomía que me restaba. Desde mi mesa la veía
pasar con una avidez inaudita, lamiéndole el cuerpo con los ojos, desnudándola,
oliéndola como un perro, poseyéndola cabalmente.
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Alberto Hidalgo |
Frisaba
en los sesenta. Hablaba el inglés bastante mejor que yo. Poseía un conocimiento
profundo del alma de su raza, unido a un odio carnicero hacia los ingleses y
una fe inquebrantable en la pronta sacudida de la dominación británica. Hombre
simpático y persuasivo, contaba con el respeto de todos, extranjeros y nativos.
Le llamaban “el filósofo”.
Filósofo,
lo era ciertamente. Explicaba a su modo la causa y fin de la humanidad. Negaba
la existencia del alma inmaterial. Él también era creador de un sistema
filosófico que no escribió en libros, pero que iba diciendo de café en café a
cuantos quisieran escucharle. Había descubierto el color de las ideas,
asegurando de allí que éstas son más expresables con la plástica que con la
fonética. Un pintor era para él un hombre de pensamiento, un pensador en
posesión, del verdadero secreto: no “decir” sino “mostrar” las ideas. Veía en
rojo, y no decía que veía un rojo, sino que aquello significaba que se debía
tomar el tranvía, por ejemplo, o que no hay efecto sin causa. La libertad era
azul y el tener la idea de matar a la suegra podría representarse con el amarillo. Cierta vez le
mostré un cuadro cubista, y me lo arrebató. “¡Qué maravilla! –dijo.- Este es un
pensador valiente. Tiene ideas puras. La creencia en Dios (blanco), al lado
pero independiente del sentimiento monárquico (violeta). No es como los otros
pintores que mezclan sus ideas. Nada de medias expresiones. Es como si no
tuviera pelos en el pincel”.
Pero
nada tan original, curioso e insospechas como su pensamiento geológico, es
decir, como las creencias que tenía acerca de la naturaleza y el origen de la
tierra. Sus teorías sobre el particular, sólo en cerebro de un negro podía
haber nacido. Extrañas hasta parecer inverosímil su mera enunciación, tuvieron
para mí el efecto de los mejores sedativos, porque curaron mi amor decepcionado
con el bullanguero manantial de su ingenuidad.
Una
ocasión, según yo le contara las cuitas de mi pecho, el Filósofo, tras varios
minutos de meditar, nunca más seguro cual en ese instante de la importancia de
su misión y del valor de sus palabras, lanzóme a pleno rostro la rotundidad de
esta sentencia:
-
¡Jamás serás amado de esa mujer!
- ¿…?
-
¡Jamás, por que eres un hombre crudo!
Mi
atonía subió de grado. El Filósofo no se alteró, y dijo:
-
Caujnudij, dios del universo, amo y señor de todo lo creado, el que sofrena los
caballos del viento y lleva la batuta en la orquesta de los ruiseñores,
Caujnudij, el Padre, es el único que podrá liberarte de tu condición de blanco,
vale decir, impedir que seas crudo, mejor dicho, aún cocerte, cocinarte. Has de
saber que la tierra no es lo que aseguran tus sabios con pedantería de
gallináceas, sino cosa muy distinta: la tierra es un inmenso asador. En él los
hombres nos conocemos hasta el punto de la torrefacción, que es el que más
place al Hacedor de Cielos y Tierra. El asador gira constantemente para que a
todos nos alcance por igual el fuego, que alimentan con gran paciencia los
pinches de la Cocina de Nuestro Señor. Vosotros los blancos sois reacios al
fuego divino, y el Hacedor os desprecia tanto, que os manda crudos a la vida,
grotescamente crudos, a extremo de que algunos estáis tan rojos como si la
sangre se os fuera a saltar de las venas. ¿Cómo, pues, osas ser amado de una
mujer cocida?
Y yo
caté la utopía de mi pasión, y la fui arrojado trozo a trozo en el olvido, ya
resignado con mi condición de especie de “pollo allo spiedo”, reacio, muy
reacio al fuego del Hacedor de Cielos y Tierra…
(Del libro de cuentos de Alberto Hidalgo: Los sapos y otras personas -1927).