lunes, 15 de octubre de 2012

La imagen histórica de Mariátegui

Por Jorge Basadre


La figura de Mariátegui puede ser estudiada desde varios planos: el humano y biográfico, el literario, el de las ideas, el político y el social. Fre­cuente es que sus comentaristas y exegetas no abarquen todos estos aspectos. No es extraño que algunos discípulos, así como elementos divergentes tanto de la derecha extrema como de la extrema izquierda, hagan hincapié tan solo en una dimensión de este hombre que no ocultó su filiación y su fe, en el agitador social, en el organizador, en el Mariátegui anti intelectualista que sigue y seguirá participando en el comicio, en el sindicato, en el folleto y en la polémica. Hay, por otra parte, la imagen histórica de otro Mariátegui visto en una perspectiva que abarque su vida toda y no una parte de ella, que quiera llegar a ser íntimo y no tan solo a las ideas o a las cosas a las que se afanó en adherirse y que lo mire, fundamentalmente, como promotor de una gran renovación cultural y social y como un héroe desde un sillón de impedido. Esta imagen es gra­ta a personas de distinta ubicación, liberal, de centro o moderada o socialista, siempre y cuando tengan una actividad renovadora y progresista. Del mismo modo González Prada no es tan solo un plumario más en las hojas anarquistas de su tiempo, sino, sobre todo, un gran literato, un gran pensador y aunque él maldijera tanto al Perú, un gran peruano.

En estas páginas debe haber un sitio para Mariátegui tal como aparecía en su casa de la ca­lle Washington. Recibía a los amigos al acabar la tarde, pues guardaba celosamente, a veces con brusquedad, para su propia tarea o para entrevistas especiales, las horas en que los demás trabajaban en oficinas. Cuando llegaban los contertulios, encontrábanle sentado en un sofá y con la parte posterior del cuerpo tapada por una manta. Acogía a los visitantes sobria y sencillamente, plegando los labios delgados con una sonrisa que no era ni convencional ni histriónica. Siempre llamaban la atención los ojos negros y brillantes, el perfil aguileño, el rostro macerado y color ca­fé claro, el negro cabello poblado, sin una cana y siempre bien cortado aunque un mechón bo­hemio cayera a veces sobre la frente, el vestido sencillo pero admirablemente limpio, la invaria­ble corbata de lazo negra. En su conversación no había alardes de vanidad, ni expansiones auto­biográficas, ni hervor retórico, ni vaguedades convencionales. Al contrario, aparecía objetivo en el juicio, listo siempre a escuchar y preguntar, evasivo para toda alusión a sí mismo, inmune a cual­quier lugar común. Su vena de antiguo periodista humorístico en las ‘Voces’ de El tiempo, de cos­teño ocurrente y de conocedor veterano de los entretelones de la vida criolla, aparecía en aco­taciones graciosas y ágiles que solía hacer sobre hombres y hechos. La habitación no tenía, aca­so, más adorno que los libros ubicados sin clasificación especial, en modestos estantes cerca de las paredes. Los contertulios llegaban sin orden hasta formar un grupo de quince o veinte per­sonas. Aparte de muchos escritores y artistas veíase a un creciente número de estudiantes y obreros y (en los últimos tiempos) viajeros de otros países. La esposa de Mariátegui aparecía a ve­ces al regresar del correo o de las tiendas. Los hijos no eran exhibidos con la implacable compla­cencia de tantos hogares para mostrar lo que pertenece a la vida íntima. Julio César Mariátegui se hizo presente en los días en que ya la editorial y la revista Amauta fueron fundadas. No se no­taba en la tertulia de Mariátegui nada deliberado, obligatorio, que implicara un compromiso. La gente podía libremente ir todos los días o ir solo una vez y no volver, o desaparecer por un tiem­po y regresar. Las charlas no tenían carácter proselitista. Se comentaba las cosas de actualidad, so­bre todo en relación con libros, cuadros o música, no había lugar para chismes o mezquindades, no se atacaba a los ausentes y no se sentía la atmósfera densa que emana de las camarillas.

Entre 1923 y 1924 transcurrió la etapa en que Mariátegui se inició en su actividad intelectual dedicado a la difusión de ideas, con diversas alternativas en su salud y venciendo, además, no po­cas dudas, suspicacias y maldades iniciales. Entre 1925 y 1926 podría decirse que se afirmó su po­sición a la que ya la gente se acostumbró. En 1925 apareció su libro La escena contemporánea, con muchos de sus artículos periodísticos dispersos en Variedades sobre la actualidad mundial. Hacia 1927 comenzó el período en que tendió a una acción política, pues organizó u orientó sin­dicatos, se asoció con el aprismo, se alejó de este movimiento, editó Labor (1928) para ponerse más en contacto con los obreros, trató finalmente de formar el Partido Socialista del Perú. En 1928 editó el libro 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, donde reunió los artícu­los que había publicado en la revista Mundial desde 1925, bajo el rubro ‘Peruanicemos el Perú’; junto con otros de Amauta.

La patria espiritual de Mariátegui no fue la Universidad sino el periodismo. Si de este salió, co­mo en un milagro, un sobresaliente autor de ensayos estéticos que fue Valdelomar, casi contemporáneo suyo fue el gran divulgador del ensayo social en el Perú. Él mismo lo dijo: “Me he eleva­do del periodismo a la doctrina, al pensamiento”: Asombra como un hombre que apenas había conocido una escuelita primaria y que había empezado como “alcanzarejones”; mandadero o co­rrector de pruebas, pudo disertar luego sobre “la escena contemporánea”; sobre “figuras y aspec­tos de la vida mundial”; sobre el marxismo, sobre el arte, sobre la literatura italiana, francesa, espa­ñola y otras de nuestro tiempo, sobre siete de los más capitales problemas del Perú.

La posición del marxismo oficial ante Mariátegui parece haber variado. En una época se le consideró más bien un “populista”; así lo calificó un poco despectivamente V. Miroshevsky en un artículo titulado “Papel de Mariátegui en la historia del pensamiento social latinoamericano” que publicó la revista Dialéctico de La Habana en 1942. Pero en los años siguientes ha surgido un movimiento, al parecer incontenible, para hacer del autor de los Siete ensayos, la figura tutelar del comunismo peruano y aun sudamericano. En 1963 apareció una edición soviética de dicho li­bro; en 1957 S. Semenov y A. Shulgovskii, exaltaron en la revista La Historia Moderna y Contempo­ránea de Moscú el “papel de Mariátegui en la formación del Partido Comunista del Perú” y V. Ka­teishikova ha escrito en 1960 un estudio sobre el papel de José Carlos Mariátegui en el desarro­llo de la cultura nacional peruana. Parecería que nos hallamos en vísperas de la formación de un mito, robustecido por el recuerdo de la muerte prematura, de la enfermedad heroicamente afrontada, de la continuidad terca en las ideas, del brillo a veces genial en el talento.

La crítica independiente ha de cumplir aquí, como en tantas otras oportunidades, una misión de serenidad, de precisión y de altura. Con los Siete ensayos, Mariátegui contribuyó a divulgar en el Perú en sentido serio y metódico de los asuntos nacionales por encima de la erudición, el culto del detalle y la retórica. Vinculó la historia con los dramas del presente y las interrogantes del porvenir. Señaló problemas que el pasado no había resuelto y que inciden sobre las generacio­nes actuales, junto con otros en el tiempo de estas suscitados. Precisó realidades lacerantes y pa­téticas que muchos no vieron o no quisieron ver. Nunca escribió algo que en el fondo o, a solas consigo mismo, creyera una mentira. Estuvo exento del horror o el desdén al estudio que hay en el alma de todo demagogo de izquierda o de derecha. Al intentar el diagnóstico del propio país (que tantas cosas tiene de común con el de otros países de América andina) reemplazó (en aque­llos años) a otros que pudieron hacer obra similar (desde el punto de vista de distintas ideologías) y que no lo hicieron porque viajaron al extranjero o por dejarse llevar por la dispersión, el erudi­tismo, la fácil literatura o los menudos afanes de la vida política, burocrática o de vanidad social.

Tuvo muchos aciertos y a menudo suscita serias reflexiones; pero a veces pecó por un senti­do unilateral, o por exceso de esquematismo, o por personales afectos o antipatías (muy visibles, sobre todo, en el ensayo sobre la literatura) o por el carácter tendencioso de su propaganda o, simplemente, por deficiente información. Él mismo se encargó de advertir en el prólogo de su li­bro: “No soy un crítico imparcial y objetivo. Mis juicios se nutren de mis ideales, de mis sentimien­tos y de mis pasiones. Tengo una declarada y enérgica ambición: la de concurrir a la creación del socialismo peruano. Estoy lo más lejos posible de la técnica profesoral y del espíritu universita­rio”: El lector nunca debe olvidar estas francas palabras.

Por lo demás, se necesita mucha preparación básica para estudiar, plantear y resolver desde un sillón de inválido, en unos cinco años de trabajo, el problema del indio, el problema de la tie­rra, el problema de la educación pública, el factor religioso, el regionalismo y el centralismo y el proceso de la literatura. Esto era, en realidad, mucho más difícil que comentar la política europea contemporánea o las expresiones de la literatura y de las artes que entonces aparecían, por la carencia o la escasez de estudios especializados, y (en muchos casos) por la necesidad previa de trabajos monográficos, estadísticos, encuestas y otros materiales.

Pero, a pesar de todo, con todas las rectificaciones que desde los campos más diversos, se ha­gan a la obra de Mariátegui, aun suponiendo que ella sea, en algunos aspectos, superada, siempre quedará en pie su ejemplo y su significado. Nunca merecerá esta obra “el silencio destinado a pla­yos escritorzuelos malévolos, ni el empellón agresivo a las nulidades con aureola y sitial, ni los ro­mos adjetivos laudatorios a los escritorzuelos meramente simpáticos”; sino el “análisis filoso y des­bastado” destinado a las obras que palpitan y viven a pesar del paso del tiempo (Siete ensayos ya ha cumplido más de cincuenta años) que enfocan intereses permanentes, que quieren el bien de los más. Nadie podrá arrebatarle a Mariátegui el título de iniciador de los estudios socialistas en el Perú. Nadie tendrá derecho a dejar de admirar su consagración a la cultura y a la justicia social en un ambiente frío y envenenado; y, si al principio su vida fue bohemia y quizás impura, esta disciplina final que el dolor físico no hizo sino acrecentar, es un ejemplo de cómo la grandeza puede nacer no en el fácil ejercicio de un don innato sino en la libre elección de un alma que se castiga.

Lo que más vale en Mariátegui no son, pues, sus recetas y sus fórmulas, sino su personalidad integral. Hoy el deber de interpretar está lejos del “cliché” y del adjetivo convencional que él tanto odiara. No debe olvidarse, además, que murió a los 35 años. 


(Jorge Basadre. Historia de la República del Perú [1822-1933]. T. XIV. Empresa Editora El Comercio S. A. Lima-2005, pp. 273-277).