Por Jorge Basadre
La figura de
Mariátegui puede ser estudiada desde varios planos: el humano y biográfico, el
literario, el de las ideas, el político y el social. Frecuente es que sus
comentaristas y exegetas no abarquen todos estos aspectos. No es extraño que
algunos discípulos, así como elementos divergentes tanto de la derecha extrema
como de la extrema izquierda, hagan hincapié tan solo en una dimensión de este
hombre que no ocultó su filiación y su fe, en el agitador social, en el organizador,
en el Mariátegui anti intelectualista que sigue y seguirá participando en el
comicio, en el sindicato, en el folleto y en la polémica. Hay, por otra parte,
la imagen histórica de otro Mariátegui visto en una perspectiva que abarque su
vida toda y no una parte de ella, que quiera llegar a ser íntimo y no tan solo
a las ideas o a las cosas a las que se afanó en adherirse y que lo mire,
fundamentalmente, como promotor de una gran renovación cultural y social y como
un héroe desde un sillón de impedido. Esta imagen es grata a personas de
distinta ubicación, liberal, de centro o moderada o socialista, siempre y
cuando tengan una actividad renovadora y progresista. Del mismo modo González
Prada no es tan solo un plumario más en las hojas anarquistas de su tiempo,
sino, sobre todo, un gran literato, un gran pensador y aunque él maldijera
tanto al Perú, un gran peruano.
En estas páginas
debe haber un sitio para Mariátegui tal como aparecía en su casa de la calle
Washington. Recibía a los amigos al acabar la tarde, pues guardaba celosamente,
a veces con brusquedad, para su propia tarea o para entrevistas especiales, las
horas en que los demás trabajaban en oficinas. Cuando llegaban los
contertulios, encontrábanle sentado en un sofá y con la parte posterior del
cuerpo tapada por una manta. Acogía a los visitantes sobria y sencillamente,
plegando los labios delgados con una sonrisa que no era ni convencional ni
histriónica. Siempre llamaban la atención los ojos negros y brillantes, el
perfil aguileño, el rostro macerado y color café claro, el negro cabello
poblado, sin una cana y siempre bien cortado aunque un mechón bohemio cayera a
veces sobre la frente, el vestido sencillo pero admirablemente limpio, la
invariable corbata de lazo negra. En su conversación no había alardes de
vanidad, ni expansiones autobiográficas, ni hervor retórico, ni vaguedades
convencionales. Al contrario, aparecía objetivo en el juicio, listo siempre a
escuchar y preguntar, evasivo para toda alusión a sí mismo, inmune a cualquier
lugar común. Su vena de antiguo periodista humorístico en las ‘Voces’ de El
tiempo, de costeño ocurrente y de conocedor veterano de los entretelones de la
vida criolla, aparecía en acotaciones graciosas y ágiles que solía hacer sobre
hombres y hechos. La habitación no tenía, acaso, más adorno que los libros
ubicados sin clasificación especial, en modestos estantes cerca de las paredes.
Los contertulios llegaban sin orden hasta formar un grupo de quince o veinte
personas. Aparte de muchos escritores y artistas veíase a un creciente número
de estudiantes y obreros y (en los últimos tiempos) viajeros de otros países.
La esposa de Mariátegui aparecía a veces al regresar del correo o de las
tiendas. Los hijos no eran exhibidos con la implacable complacencia de tantos
hogares para mostrar lo que pertenece a la vida íntima. Julio César Mariátegui
se hizo presente en los días en que ya la editorial y la revista Amauta fueron
fundadas. No se notaba en la tertulia de Mariátegui nada deliberado,
obligatorio, que implicara un compromiso. La gente podía libremente ir todos
los días o ir solo una vez y no volver, o desaparecer por un tiempo y
regresar. Las charlas no tenían carácter proselitista. Se comentaba las cosas
de actualidad, sobre todo en relación con libros, cuadros o música, no había
lugar para chismes o mezquindades, no se atacaba a los ausentes y no se sentía
la atmósfera densa que emana de las camarillas.
Entre 1923 y
1924 transcurrió la etapa en que Mariátegui se inició en su actividad
intelectual dedicado a la difusión de ideas, con diversas alternativas en su
salud y venciendo, además, no pocas dudas, suspicacias y maldades iniciales.
Entre 1925 y 1926 podría decirse que se afirmó su posición a la que ya la
gente se acostumbró. En 1925 apareció su libro La escena contemporánea, con muchos de sus artículos periodísticos
dispersos en Variedades sobre la
actualidad mundial. Hacia 1927 comenzó el período en que tendió a una acción
política, pues organizó u orientó sindicatos, se asoció con el aprismo, se
alejó de este movimiento, editó Labor
(1928) para ponerse más en contacto con los obreros, trató finalmente de formar
el Partido Socialista del Perú. En 1928 editó el libro 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, donde reunió
los artículos que había publicado en la revista Mundial desde 1925, bajo el rubro ‘Peruanicemos el Perú’; junto con
otros de Amauta.
La patria
espiritual de Mariátegui no fue la Universidad sino el periodismo. Si de este
salió, como en un milagro, un sobresaliente autor de ensayos estéticos que fue
Valdelomar, casi contemporáneo suyo fue el gran divulgador del ensayo social en
el Perú. Él mismo lo dijo: “Me he elevado del periodismo a la doctrina, al
pensamiento”: Asombra como un hombre que apenas había conocido una escuelita
primaria y que había empezado como “alcanzarejones”; mandadero o corrector de
pruebas, pudo disertar luego sobre “la escena contemporánea”; sobre “figuras y
aspectos de la vida mundial”; sobre el marxismo, sobre el arte, sobre la
literatura italiana, francesa, española y otras de nuestro tiempo, sobre siete
de los más capitales problemas del Perú.
La posición
del marxismo oficial ante Mariátegui parece haber variado. En una época se le
consideró más bien un “populista”; así lo calificó un poco despectivamente V.
Miroshevsky en un artículo titulado “Papel de Mariátegui en la historia del pensamiento
social latinoamericano” que publicó la revista Dialéctico de La Habana en 1942. Pero en los años siguientes ha
surgido un movimiento, al parecer incontenible, para hacer del autor de los Siete ensayos, la figura tutelar del
comunismo peruano y aun sudamericano. En 1963 apareció una edición soviética de
dicho libro; en 1957 S. Semenov y A. Shulgovskii, exaltaron en la revista La Historia Moderna y Contemporánea de
Moscú el “papel de Mariátegui en la formación del Partido Comunista del Perú” y
V. Kateishikova ha escrito en 1960 un estudio sobre el papel de José Carlos
Mariátegui en el desarrollo de la cultura nacional peruana. Parecería que nos
hallamos en vísperas de la formación de un mito, robustecido por el recuerdo de
la muerte prematura, de la enfermedad heroicamente afrontada, de la continuidad
terca en las ideas, del brillo a veces genial en el talento.
La crítica
independiente ha de cumplir aquí, como en tantas otras oportunidades, una
misión de serenidad, de precisión y de altura. Con los Siete ensayos,
Mariátegui contribuyó a divulgar en el Perú en sentido serio y metódico de los
asuntos nacionales por encima de la erudición, el culto del detalle y la
retórica. Vinculó la historia con los dramas del presente y las interrogantes
del porvenir. Señaló problemas que el pasado no había resuelto y que inciden
sobre las generaciones actuales, junto con otros en el tiempo de estas
suscitados. Precisó realidades lacerantes y patéticas que muchos no vieron o
no quisieron ver. Nunca escribió algo que en el fondo o, a solas consigo mismo,
creyera una mentira. Estuvo exento del horror o el desdén al estudio que hay en
el alma de todo demagogo de izquierda o de derecha. Al intentar el diagnóstico
del propio país (que tantas cosas tiene de común con el de otros países de
América andina) reemplazó (en aquellos años) a otros que pudieron hacer obra
similar (desde el punto de vista de distintas ideologías) y que no lo hicieron
porque viajaron al extranjero o por dejarse llevar por la dispersión, el eruditismo,
la fácil literatura o los menudos afanes de la vida política, burocrática o de
vanidad social.
Tuvo muchos
aciertos y a menudo suscita serias reflexiones; pero a veces pecó por un sentido
unilateral, o por exceso de esquematismo, o por personales afectos o antipatías
(muy visibles, sobre todo, en el ensayo sobre la literatura) o por el carácter
tendencioso de su propaganda o, simplemente, por deficiente información. Él
mismo se encargó de advertir en el prólogo de su libro: “No soy un crítico
imparcial y objetivo. Mis juicios se nutren de mis ideales, de mis sentimientos
y de mis pasiones. Tengo una declarada y enérgica ambición: la de concurrir a
la creación del socialismo peruano. Estoy lo más lejos posible de la técnica
profesoral y del espíritu universitario”: El lector nunca debe olvidar estas
francas palabras.
Por lo demás,
se necesita mucha preparación básica para estudiar, plantear y resolver desde
un sillón de inválido, en unos cinco años de trabajo, el problema del indio, el
problema de la tierra, el problema de la educación pública, el factor
religioso, el regionalismo y el centralismo y el proceso de la literatura. Esto
era, en realidad, mucho más difícil que comentar la política europea
contemporánea o las expresiones de la literatura y de las artes que entonces
aparecían, por la carencia o la escasez de estudios especializados, y (en
muchos casos) por la necesidad previa de trabajos monográficos, estadísticos,
encuestas y otros materiales.
Pero, a pesar
de todo, con todas las rectificaciones que desde los campos más diversos, se hagan
a la obra de Mariátegui, aun suponiendo que ella sea, en algunos aspectos,
superada, siempre quedará en pie su ejemplo y su significado. Nunca merecerá
esta obra “el silencio destinado a playos escritorzuelos malévolos, ni el
empellón agresivo a las nulidades con aureola y sitial, ni los romos adjetivos
laudatorios a los escritorzuelos meramente simpáticos”; sino el “análisis
filoso y desbastado” destinado a las obras que palpitan y viven a pesar del
paso del tiempo (Siete ensayos ya ha
cumplido más de cincuenta años) que enfocan intereses permanentes, que quieren
el bien de los más. Nadie podrá arrebatarle a Mariátegui el título de iniciador
de los estudios socialistas en el Perú. Nadie tendrá derecho a dejar de admirar
su consagración a la cultura y a la justicia social en un ambiente frío y
envenenado; y, si al principio su vida fue bohemia y quizás impura, esta
disciplina final que el dolor físico no hizo sino acrecentar, es un ejemplo de
cómo la grandeza puede nacer no en el fácil ejercicio de un don innato sino en
la libre elección de un alma que se castiga.
Lo que más
vale en Mariátegui no son, pues, sus recetas y sus fórmulas, sino su
personalidad integral. Hoy el deber de interpretar está lejos del “cliché” y
del adjetivo convencional que él tanto odiara. No debe olvidarse, además, que
murió a los 35 años.
(Jorge
Basadre. Historia de la República del Perú [1822-1933]. T. XIV. Empresa Editora
El Comercio S. A. Lima-2005, pp. 273-277).