Por Mario Castro Arenas
Lo vi por primera vez, en persona, en Buenos Aires, en 1958. Un año antes había escrito un artículo en “La Prensa”, en el que, al par que destacaba las excelencias de su obra poética, llamaba la atención por su ausencia dilatada del Perú. Don Alberto Hidalgo me escribió y me dijo su nostalgia y su furia abrasadoras por este país.
Había leído su poesía y sus panfletos y había construido la imagen de un hombre feroz, irascible, terriblemente comprometido por los problemas políticos peruanos. Pero, en su casa de campo estilo inglés de Olivos –un lugar de retiro a dos horas de tren de Buenos Aires- encontré a un hombre manso, a un tímido y apacible anciano sosegado por las tibiezas de la vida doméstica. Pensé entonces que don Alberto Hidalgo era como Giovanni Papini, otro panfletista temible pero que era incapaz de tomarse dos tragos.
A partir de entonces, cada vez que visité Buenos Aires hablé con don Alberto.
En los últimos años residía en un departamento de la calle Cangallo. Desde 1962
se había revitalizado su interés por la política peruana, sobre la que siempre
tuvimos largas, cordiales tertulias. Escuchándolo hablar de política, de su
amistad con Haya de la Torre, de su ruptura violenta con el APRA, del archivo de
cartas personales que guardaba celosamente en una gaveta de fierro y de las que
decía que provocarían una ola de suicidios si llegaban a publicarse, entendí
que no era un espíritu hecho para la disciplina y los sistemas que impone la
organización partidaria.
Hidalgo quizá haya sido el anarquista más genuino de
este país. Un anarquista fuera de serie. Un espíritu hecho a la medida para la
agitación y el ataque. Era el Anti-Cristo, el hombre opuesto por esencia a
cualquier status político, religioso, cultural. Pero su rebelión era
estrictamente intelectual. Su mundo era el mundo de las ideas, no lo podía
concebir en plan de activista, diciendo discursos en las plazuelas o dando
directivas a un sindicato. En la disyuntiva del comisario y el yogui, irremediablemente
escogería el segundo.
En 1962, decía, tomó contacto con algunos grupos de la
izquierda intelectual, que trataba de nuclear en movimiento electoral. Entre
ellos estaban los ex-apristas Magda Portal y el Mayor (r) Víctor Villanueva.
Don Alberto derrochaba entusiasmo en sus cartas. Grandes planes de campaña ante
audiencias universitarias y populares. Un día me anunció su llegada a Lima. Fui
a recibirlo con Juan Mejía Baca al viejo aeropuerto de Limatambo. Viajó en un
avión de la Fuerza Aérea Argentina con su mujer. Sus amigos no llegábamos a
media docena. Con su perilla, su gran cabeza y su impermeable arrugado parecía
Lenín tratando de ingresar clandestinamente a Rusia.
En el aeropuerto, me preguntó alarmado en un aparte de
sus amigos políticos: “Oiga Mario… ¿y el pueblo?, ¿por qué no ha venido la
gente?”… Balbucee una excusa para no arrancarle duramente de sus sueños. No
sabía que le hubieran dicho sobre chances electorales, pero era evidente como
el atardecer de Limatambo que no existía para él ninguna remota posibilidad al
respecto.
Después, vino el episodio de la conferencia en San
Marcos. Nunca lo olvidaré. En primera fila había catedráticos, señoras, gente
de orden. En los primeros minutos, don Alberto había atacado a Estados Unidos,
al Apra, a la Iglesia, a Manuel Prado, a los malos poetas. Allí estaba el
iconoclasta en su salsa. El público oía medio desconcertado al frágil anciano
que anunciaba el Apocalipsis con su verbo volcánico. Algunos agachaban la
cabeza, como temiendo que don Alberto empezara a atacarlos allí mismo. La
temperatura fue subiendo y subiendo y luego, en un acto injustificable, un
puñado de estudiantes inició un griterío y don Alberto tuvo que abandonar la
sala y salir de la Universidad indecorosamente. Fue censurable esto que
hicieron los estudiantes apristas. Pero tampoco era fácil disculpar el oleaje
de invectivas que don Alberto había lanzado por doquier, contra esto y aquello.
[2]
Lo extraordinario era comprobar cómo don Alberto a los setenta años mantenía el mismo espíritu subversivo de sus mocedades. En un país de arrebatos prematuramente marchitos, de revolucionarios de galerías de arte, de “incendiarios” que acaban como “bomberos” como dijo Pittigrilli, Hidalgo encarnó a su manera heterodoxa la permanencia, la continuidad de la anarquía.
En Arequipa, cuentan que escribió a los 18 años su primer panfleto contra un albacea que había hecho cera y pabilo de la herencia familiar. He oído contar, también, que caminaba por las calles con capa negra, luciendo una barbilla mefistofélica. Las mamás metían a sus hijos a la casa para que no vieran pasar a ese tipo descreído que escribía cosas espantosas. Ya era el diablo, el Anti-Cristo.
Libros suyos como “Muertos, heridos y contusos” fueron una colección de diatribas violentas, que reunían opiniones tremendas sobre sus contemporáneos. De un recordado profesor y escritor cuzqueño escribió que en su epitafio debía ir una insólita inscripción funeraria que dijese: “Aquí yace fulano de tal. Fue un tonto”. Pero dicho esto con un vocablo criollo característico. Riva Agüero, Percy Gibson, Bustamante y Ballivián fueron dibujados, asimismo, con punzón y escoplo.
En Argentina lo idolatraban
los poetas jóvenes y lo detestaban sus coetáneos. En los primeros años de su
estancia, frecuentaba ciertas tertulias, bohemias ruidosas en las que se leía
poesía, se escribía proclamas tumultuosas y se bebía vino. En el riguroso
sentido de la palabra Hidalgo nunca fue un bohemio. Era casi abstemio (en la
época que lo conocí, por lo menos), se acostaba temprano y vestía gruesas
chompas y bufandas, como si permanentemente temiera resfriarse… El hombre del
desorden y la revuelta, de la anarquía y los anticonvencionalismos era un
pacífico esposo, un buen burgués que por nada del mundo dejaba de tomar su sopa
caliente antes de acostarse. Un hippie, probablemente le hubiera producido
repugnancia. Pero pocos de esos jóvenes barbudos y desmelenados llegarán algún
día a los límites infernales en que desenvolvió su vida Alberto Hidalgo, amigo
irrecuperable.
[1] Mario Castro Arenas: Alberto
Hidalgo. En el Recuerdo de Mario Castro. En el diario La Prensa. Año N° 29103. Lima, martes 20 de mayo de 1969. p. 17.
[2] Mario Castro Arenas
une lo acaecido durante las dos veces que Alberto Hidalgo visitó la Universidad
de San Marcos (1960). Cabe recordar que fue en la segunda –donde no pudo hacer
ni uso de la palabra- cuando los apristas lo atacaron (N. del editor).