Por Renato Cisneros
Desde hace décadas la discusión política adolece de falta de
actores con talento natural para la imprecación y la calumnia. Ya no
tenemos insultadores de carácter, esgrimistas de la injuria. A cambio,
somos resignados testigos de un debate que debe su diaria decadencia a
sujetillos —entre congresistas, jueces, ministros, candidatos, y líderes
de nada— que en su mañana más inspirada intercambian eructos y
cacareos. Ninguno posee la maestría y maledicencia suficientes para
incordiar al enemigo con estilo. De ahí que critiquen sin elegancia;
lancen ataques chúcaros; y cedan a la agresión histérica con efímero
éxito.
Después de González Prada, Valdelomar, Federico More y Alberto
Hidalgo, la escena política ha quedado despoblada de cultores del
libelo: ese polémico arte que busca tanto el impacto de la denigración
como el cuidado en las formas con que se denigra. De los mencionados,
quizá sea Hidalgo (1897-1967) el mayor exponente de nuestra tradición
libelista, a decir del escritor Álvaro Sarco, quien editó De muertos,
heridos y contusos. Libelos de Alberto Hidalgo (Lima, 2004); compiló los
textos más provocadores del autor en El genio del desprecio (Lima,
2006); y se ha referido al tema repetidas veces en Internet. Al reseñar a
Hidalgo, Sarco destaca: “Son antológicas sus páginas, dedicadas, con
una gran dosis de malicia y humor negro, a desacreditar a personas muy
respetadas del medio limeño y transnacional: José Pardo, Nicolás de
Piérola, Ricardo Palma, José de la Riva Agüero, Leopoldo Lugones, etc.”.
Por estos días en que los roces entre nacionalistas, apristas,
toledistas y fujimoristas vienen matizados por una desabrida virulencia,
provoca revisar a Hidalgo. Una sugerencia: busquen su artículo “¿Por
qué renuncié al Apra?”, donde se refiere a Haya de la Torre con peculiar
desencanto. Eso sí, léanlo con detenimiento, como quien saborea una
fruta exótica, sabiendo que después se intoxicarán escuchando a los
Otárola, los Aguinaga, los Velásquez Quesquén.